El hombre mediocre (1926)/Capítulo V
CAPÍTULO V
I. LA PASION DE LOS MEDIOCRES
La envidia es una adoración de los hombres por las sombras, del mérito por la mediocridad. Es el rubor de la mejilla sonoramente abofeteada por la gloria ajena. Es el grillete que arrastran los fracasados. Es el acíbar que paladean los impotentes. Es un venenoso humor que mana de las heridas abiertas por el desengaño de la insignificancia propia. Por sus horcas caudinas pasan, tarde o temprano, los que viven esclavos de la vanidad: desfilan lívidos de angustia, torvos, avergonzados de su propia tristura, sin sospechar que su ladrido envuelve una consagración inequívoca del mérito ajeno. La inextinguible hostilidad de los necios fue siempre el pedestal de un monumento.
Es la más innoble de las torpes lacras que afean a los caracteres vulgares. El que envidia se rebaja sin saberlo, se confiesa subalterno; esta pasión es el estigma psicológico de una humillante inferioridad, sentida, reconocida. No basta ser inferior para envidiar, pues todo hombre lo es de alguien en algún sentido; es necesario sufrir del bien ajeno, de la dicha ajena, de cualquiera culminación ajena. En ese sufrimiento está el núcleo moral de la envidia: muerde el corazón como un ácido, lo carcome como una polilla, lo corroe como la herrumbre al metal.
Entre las malas pasiones ninguna la aventaja. Plutarco decía -y lo repite La Rochefoucauld- que existen almas corrompidas hasta jactarse de vicios infames; pero ninguna ha tenido el coraje de confesarse envidiosa. Reconocer la propia envidia implicaría, a la vez, declararse inferior al envidiado; trátase de pasión tan abominable, y tan universalmente detestada, que avergüenza al más impúdico y se hace lo indecible por ocultarla.
Sorprende que los psicólogos la olviden en sus estudios sobre las pasiones, limitándose a mencionarla como un caso particular de los celos. Fue siempre tanta su difusión y su virulencia, que ya la mitólogía grecolatina le atribuye origen sobrehumano, haciéndola nacer de las tinieblas nocturnas. El mito le asigna cara de vieja horriblemente flaca y exangüe, cubierta de cabeza de víboras en vez de cabellos. Su mirada es hosca y los ojos hundidos; los dientes negros y la lengua untada con tósigos fatales; con una mano ase tres serpientes, y con la otra una hidra o una tea; incuba en su seno un monstruoso reptil que la devora continuamente y le instila su veneno; está agitada; no ríe; el sueño nunca cierra los párpados sobre sus ojos irritados. Todo suceso feliz le aflige o atiza su congoja; destinada a sufrir, es el verdugo implacable de sí misma.
Es pasión traidora y propicia alas hipocresías. Es al odio como la ganzúa a la espada; la emplean los que no pueden competir con los envidiados. En los ímpetus del odio puede palpitar el gesto de la garra que en un desesperado estremecimiento destroza y aniquila; en la subrepticia reptación de la envidia sólo se percibe el arrastramiento tímido del que busca morder el talón.
Teofrasto creyó que la envidia se confunde con el odio o nace de él, opinión ya enunciada por Aristóteles, su maestro. Plutarco abordó la cuestión, preocupándose de establecer diferencias entre las dos pasiones (Obras morales, II). Dice que a primera vista se confunden; parecen brotar de la maldad, y cuando se asocian tórnanse más fuertes, como las enfermedades que se complican. Ambas sufren del bien y gustan del mal ajeno; pero esta semejanza no basta para confundirlas, si atendemos a sus diferencias. Sólo se odia lo que se cree malo o nocivo; en cambio, toda prosperidad excita la envidia, como cualquier resplandor irrita los ojos enfermos. Se puede odiar a las cosas y a los animales; sólo se puede envidiar a los hombres. El odio puede ser justo, motivado; la envidia es siempre injusta, pues la prosperidad no daña a nadie. Estas dos pasiones, como plantas de una misma especie, se nutren y fortifican por causas equivalentes: se odia más a los más perversos y se envidia más a los más meritorios. Por eso Temístocles decía, en su juventud, que aún no había realizado ningún acto brillante, porque todavía nadie le envidiaba. Así como las cantáridas prosperan sobre los trigales más rubios y los rosales más florecientes, la envidia alcanza a los hombres más famosos por su carácter y por su virtud. El odio no es desarmado por la buena o la mala fortuna; la envidia sí. Un sol que ilumina perpendicularmente desde el más alto punto del cielo reduce a nada o muy poco la sombra de los objetos que están debajo: así, observa Plutarco, el brillo de la gloria achica la sombra de la envidia y la hace desaparecer.
El odio que injuria y ofende es temible; la envidia que calla y conspira es repugnante. Algún libro admirable dice que ella es como las caries de los huesos; ese libro es la Biblia, casi de seguro, o debiera serlo. Las palabras más crueles que un insensato arroja a la cara no ofenden la centésima para de las que el envidioso va sembrando constantemente a la espalda; éste ignora las reacciones del odio y expresa su inquina tartajeando, incapaz de encresparse en ímpetus viriles: diríase que su boca está amargada por una hiel que no consigue arrojar ni tragar. Así como el aceite apaga la cal y aviva él fuego, el bien recibido contiene el odio en los nobles espíritus y exaspera la envidia en los indignos. El envidioso es ingrato, como luminoso el sol, la nube opaca y la nieve fría: lo es naturalmente.
El odio es rectilíneo y no time la verdad: la envidia es torcida y trabaja la mentira. Envidiando se sufre más que odiando: como esos tormentos enfermizos que tórnanse terroríficos de noche, amplificados por el horror de las tinieblas. El odio puede hervir en los grandes corazones; puede ser justo y santo; lo es muchas veces, cuando quiere borrar la tiranía, la infamia, la indignidad. La envidia es de corazones pequeños. La conciencia del propio mérito suprime toda menguada villanía; el hombre que se siente superior no puede envidiar, ni envidia nunca el loco feliz que vive con delirio de las grandezas. Su odio está de pie y ataca de frente. César aniquiló a Pompeyo, sin rastrerías; Doriatello venció con su "Cristo" al de Brunelleschi, sin abajamientos; Nietzsche fulminó a Wagner, sin envidiarlo. Así como la genialidad presiente la gloria y da a sus predestinados cierto ademán apocalíptico, la certidumbre de un oscuro porvenir vuelve miopes y reptiles a los mediocres. Por eso los hombres sin méritos siguen siendo envidiosos a pesar de los éxitos obtenidos por su sombra mundana, como si un remordimiento interior les gritara que los usurpan sin merecerlos. Esa conciencia de su mediocridad es un tormento; comprenden que sólo pueden permanecer en la cumbre impidiendo que otros lleguen hasta ellos y los descubran. La envidia es una defensa de las sombras contra los hombres.
Con los distingos enunciados, los clásicos aceptan el parentesco entre la envidia y el odio, sin confundir ambas pasiones. Conviene sutilizar el problema distinguiendo otras que se le parecen: la emulación y los celos.
La envidia, sin duda, arraiga como ellas en una tendencia efectiva, pero posee caracteres propios que permiten diferenciarla. Se envidia lo que otros ya tienen y se desearía tener, sintiendo que el propio es un deseo sin esperanza; se cela lo que ya se posee y se teme perder; se emula en pos de algo que otros también anhelan, teniendo la posibilidad de alcanzarlo.
Un ejemplo tomado en las fuentes más notorias ilustrará la cuestión. Envidiamos la mujer que el prójimo posee y nosotros deseamos, cuando sentimos la imposibilidad de disputársela. Celamos la mujer que nos pertenece, cuando juzgamos incierta su posesión y tememos que otro pueda compartirla o quitárnosla. Competimos sus favores en noble emulación, cuando vemos la posibilidad de conseguirlos en igualdad de condiciones con otro que a ellos aspira. La envidia nace, pues, del sentimiento de inferioridad respecto de su objeto; los celos derivan del sentimiento de posesión comprometido; la emulación surge del sentimiento de potencia que acompaña a toda noble afirmación de la personalidad.
Por deformación de la tendencia egoísta algunos hombres están naturalmente inclinados a envidiar a los que poseen tal superioridad por ellos anhelada en vano; la envidia es mayor cuando más imposible se considera la adquisición del bien codiciado. Es el reverso de la emulación; ésta es una fuerza propulsora y fecunda, siendo aquélla una rémora que traba y esteriliza los esfuerzos del envidioso. Bien lo comprendió Bartrina, en su admirable quintilla:
rientes dicen que son; aunque
en todo diferentes al fin tam-
bién son parientes el diamante
La emulación es siempre noble: el odio mismo puede serlo algunas veces. La envidia es una cobardía propia de los débiles, un odio impotente, una incapacidad manifiesta de competir o de odiar.
El talento, la belleza, la energía, quisieran verse reflejados en todas las cosas e intensificados en proyecciones innúmeras; la estulticia, la fealdad y la impotencia sufren tanto o más por el bien ajeno que por la propia desdicha. Por eso toda superioridad es admirativa y toda subyacencia es envidiosa. Admirar es sentirse creer en la emulación con los más grandes.
Un ideal preserva de la envidia. El que escucha ecos de voces proféticas al leer los escritos de los grandes pensadores; el que siente grabarse en su corazón, con caracteres profundos como cicatrices, su clamor visionario y divino; el que se extasía contemplando las supremas creaciones plásticas; el que goza de íntimos escalofríos frente a las obras maestras accesibles a sus sentidos, y se entrega a la vida que palpita en ellas, y se conmueve hasta cuajársele de lágrimas los ojos, y el corazón bullicioso se le arrebata en fiebre de emoción; ése tiene un noble espíritu y puede incubar el deseo de crear tan grandes cosas como las que sabe admirar. El que no se inmuta leyendo a Dante, mirando a Leonardo, oyendo a Beethoven, puede jurar que la Naturaleza no ha encendido en su cerebro la antorcha suprema, ni paseará jamás sin velos ante sus ojos miopes que no saben admirarla en las obras de los genios.
La emulación presume un afán de equivalencia, implica la posibilidad de un nivelamiento; saluda a los fuertes que van camino de la gloria, marchando ella también. Sólo el impotente, convicto y confeso, emponzoña su espíritu hostilizando la marcha de los que no puede seguir.
Toda la psicología de la envidia está sintetizada en una fábula, digna de incluirse en los libros de lectura infantil. Un ventrudo sapo graznaba en su pantano cuando vio resplandecer en lo más alto de las toscas a una luciérnaga. Pensó que ningún ser tenía derecho de lucir cualidades que él mismo no poseería jamás. Mortificado por su propia impotencia, saltó hasta ella y la cubrió con su vientre helado. La inocente luciérnaga osó preguntarle: ¿Por qué me tapas? Y el sapo, congestionado por la envidia, sólo acertó a interrogar a su vez: ¿Por qué brillas?
II. PSICOLOGíA DE LOS ENVIDIOSOS
Siendo la envidia un culto involuntario del mérito, los envidiosos son, a pesar suyo, sus naturales sacerdotes.
El propio Hornero encarnó ya, en Tersites, al envidioso de los tiempos heroicos; como si sus lacras físicas fuesen exiguas para exponerlo al baldón eterno, en un simple verso nos da la línea sombría de su moral, diciéndolo enemigo de Aquiles y de Ulises: puede medirse por las excelencias de las personas que envidia.
Shakespeare trazó una silueta definitiva en su Yago feroz, almácigo de infamias y cobardías, capaz de todas las traiciones y de todas las falsedades. El envidioso pertenece a una especie moral raquítica, mezquina, digna de compasión o de desprecio. Sin coraje para ser asesino, se resigna a ser vil. Rebaja a los otros, desesperado de la propia elevación.
La familia ofrece variedades infinitas, por la combinación de otros estigmas con el fundamental. El envidioso pasivo es solemne y sentencioso; el activo es un escorpión atrabiliario. Pero, lúgubre o bilioso, nunca sabe reír de risa inteligente y sana. Su mueca es falsa: ríe a contrapelo.
¿Quién no los codea en su mundo intelectual? El envidioso pasivo es de cepa servil. Si intenta practicar el bien, se equivoca hasta el asesinato: diríase que es un miope cirujano predestinado a herir los órganos vitales y respetar la víscera cancerosa. No retrocede ante ninguna bajeza cuando un astro se levanta en su horizonte: persigue al mérito hasta dentro de su tumba. Es serio, por incapacidad de reírse; le atormenta la alegría de los satisfechos. Proclama la importancia de la solemnidad y la practica; sabe que sus congéneres aprueban tácitamente esa hipocresía que escuda la irremediable inferioridad: no vacila en sacrificarles la vida de sus propios hijos, empujándoles, si es necesario, en el mismo borde de la tumba.
El envidioso activo posee una elocuencia intrépida, disimulando con niágaras de palabras su estiptiquez de ideas. Pretende sondar los abismos del espíritu ajeno, sin haber podido nunca desenredar el propio. Parece tener mil lenguas, como el clásico monstruo rabelesiano. Por todas ella destila su insidiosidad de viborezno en forma de elogio reticente, pues la viscosidad urticante de su falso loar es el máximum de su valentía moral. Se multiplica hasta lo infinito; tiene mil piernas y se insinúa doquier; siembra la intriga entre sus propios cómplices, y, llegado el caso, los traiciona. Sabiéndose de antemano repudiado por la gloria, se refugia en esas academias donde los mediocres se empampanan de vanidad si alguna inexplicable paternidad complica la quietud de su madurez estéril, podéis jurar que su obra es fruto del esfuerzo ajeno. Y es cobarde para ser completo; se arrastra ante los que turban sus noches con la aureola del ingenio luminoso, besa la mano del que le conoce y le desprecia, se humilla ante él. Se sabe inferior; su vanidad sólo aspira a desquitarse con las frágiles compensaciones de la zangamanga a ras de tierra.
A pesar de sus temperamentos heterogéneos, el destino suele agrupar a los envidiosos en camarillas o en círculos, sirviéndoles de argamasa el común sufrimiento por la dicha ajena. Allí desahogan su pena íntima difamando a los envidiados y vertiendo toda su hiel como un homenaje a la superioridad del talento que los humilla. Son capaces de envidiar a los grandes muertos, como si los detestaran personalmente. Hay quien envidia a Sócrates y quién a Napoleón, creyendo igualarse a ellos rebajándolos; para eso endiosarán a un Brunetiére o un Boulanger. Pero esos placeres malignos poco amenguan su desventura, que está en sufrir de toda felicidad y en martirizarse de toda gloria. Rubens lo presintió al pintar la envidia, en un cuadro de la Galería Medicea, sufriendo entre la pompa luminosa de la inolvidable regencia.
El envidioso cree marchar al calvario cuando observa que otros escalan la cumbre. Muere en el tormento de envidiar al que le ignora o desprecia, gusano que se arrastra sobre el zócalo de la estatua.
Todo rumor de alas parece estremecerlo, como si fuera una burla a sus vuelos gallináceos. Maldice la luz, sabiendo que en sus propias tinieblas no amanecerá un solo día de gloria. ¡Si pudiera organizar una cacería de águilas o decretar un apagamiento de astros!
Lo que es para otros causa de felicidad, puede ser objeto de envidia. La ineptitud para satisfacer un deseo o hartar un apetito determina esta pasión que hace sufrir del bien ajeno. El criterio para valorar lo envidiado es puramente subjetivo: cada hombre se cree la medida de los demás, según el juicio que tiene de sí mismo.
Se sufre la envidia apropiada a las inferioridades que se sienten, sea cual fuere su valor objetivo. El rico puede sentir emulación o celos por la riqueza ajena; pero envidiará el talento. La mujer bella tendrá celos de otra hermosura; pero envidiará a las ricas. Es posible sentirse superior en cien cosas e inferior en una sola; éste es el punto frágil por donde tienta su asalto la envidia.
El sujeto descollante encuentra su cohorte de envidiosos en la esfera de sus colegas más inmediatos, entre los que desearían descollar de idéntica manera. Es un accidente inevitable de toda culminación, aunque en algunas profesiones es más célebre; los hombres de letras no se quedan atrás, pero los cómicos y las rameras tendrían el privilegio, si no existiesen los médicos. La envidia medicorum es memorable desde la Antigüedad: la conoció Hipócrates. El arte la ha descrito con frecuencia, para deleite de los enfermos sobrevientes a las drogas.
El motivo de la envidia se confunde con el de la admiración, siendo ambas dos aspectos de un mismo fenómeno. Sólo que la admiración nace en el fuerte y la envidia en el subalterno. Envidiar es una forma aberrante de rendir homenaje a la superioridad. El gemido que la insuficiencia arranca a la vanidad es una forma especial de alabanza.
Toda culminación es envidiada. En la mujer la belleza. El talento y la fortuna en el hombre. En ambos la fama y la gloria, cualquiera que sea su forma.
La envidia femenina suele ser afiligranada y perversa; la mujer da su arañazo con uña afilada y lustrosa, muerde con dientecillos orificados, estruja con dedos pálidos y finos. Toda maledicencia le parece escasa para traducir su despecho; en ella debió pensar Apeles cuando representó a la Envidia guiando con mano felina a la Calumnia.
La que ha nacido bella -y la Belleza para ser completa requiere, entre otros dones, la gracia, la pasión y la inteligencia- tiene asegurado el culto de la envidia. Sus más nobles superioridades serán adoradas por las envidiosas; en ellas clavarán sus incisivos, como sobre una lima, sin advertir que la pasión las convierte en vestales. Mil lenguas viperinas le quemarán el incienso de sus críticas; las miradas oblicuas de las sufrientes fusilarán su belleza por la espalda; las almas tristes le elevarán sus plegarias en forma de calumnias, torvas como el remordimiento que las atosiga, pero no las detiene.
Quien haya leído la séptima metamorfosis, en el libro segundo de Ovidio, no olvidará jamás que a instancia de Minerva, fue Aglaura transfigurada en roca, castigando así su envidia de Hersea, la amada de Mercurio. Allí está escrita la más perfecta alegoría de la envidia devorando víboras para alimentar sus furores, como no la perfiló ningún otro poeta de la era pagana.
El hombre vulgar envidia las fortunas y las posiciones burocráticas. Cree que ser adinerado y funcionario es el supremo ideal de los demás, partiendo de que lo es suyo. El dinero permite al mediocre satisfacer sus vanidades más inmediatas; el destino burocrático le asigna un sitio en el escalafón del Estado y le prepara ulteriores jubilaciones. De ahí que el proletario envidie al burgués, sin renunciar a substituirlo; por eso mismo la escala del presupuesto es una jerarquía de envidias, perfectamente graduadas por las cifras de las prebendas.
El talento -en todas sus formas intelectuales y morales: como dignidad, como carácter, como energía- es el tesoro más envidiado entre los hombres. Hay en el doméstico un sórdido afán de nivelarlo todo, un obtuso horror a la individualización excesiva; perdona al portador de cualquier sombra moral, perdona la cobardía, el servilismo, la mentira, la hipocresía, la esterilidad, pero no perdona al que sale de las filas dando un paso adelante. Basta que el talento permita descollar en las ciencias, en las artes o en el amor, para que los mediocres se estremezcan de envidia. Así se forma en torno de cada astro una nebulosa grande o pequeña, camarilla de maldicientes o legión de difamadores: los envidiosos necesitan aunar esfuerzos contra su ídolo, de igual manera que para afear una belleza venusina aparecen por millares las pústulas de la viruela.
La dicha de los fecundos martiriza a los eunucos vertiendo en su corazón gotas de hiel que los amargan por toda la existencia; este dolor es la gloria involuntaria de los otros, la sanción más indestructible de su talento en la acción o el pensar. Las palabras y las muecas del envidioso se pierden en la ciénaga donde se arrastra, como silbidos de reptiles que saludan el vuelo sereno del águila que pasa en la altura. Sin oírlos.
III. LOS ROEDORES DE LA GLORIA
Todo el que se siente capaz de crearse un destino con su talento y con su esfuerzo está inclinado a admirar el esfuerzo y el talento en los demás; el deseo de la propia gloria no puede sentirse cohibido por el legítimo encumbramiento ajeno. El que tiene méritos, sabe lo que le cuestan y los respeta; estima en los otros lo que desearía se le estimara a él mismo. El mediocre ignora esta admiración abierta: muchas veces se resigna a aceptar el triunfo que desborda las restricciones de su envidia. Pero aceptar no es amar. Resignarse no es admirar.
Los espíritus alicortos son malévolos; los grandes ingenios son admirativos. Éstos saben que los dones naturales no se transmutan en talento o en genio sin un esfuerzo, que es la medida de su mérito. Saben que cada paso hacia la gloria ha costado trabajos y vigilias, meditaciones hondas, tanteos sin fin, consagración tenaz, a ese pintor, a ese poeta, a ese filósofo, a ese sabio; y comprenden que ellos han consumido acaso su organismo, envejeciendo prematuramente: y la biografía de los grandes hombres les enseña que muchos renunciaron al reposo o al pan, sacrificando el uno y el otro a ganar tiempo para meditar o a comprar un libro para iluminar sus meditaciones. Esa conciencia de lo que el mérito importa, lo hace respetar. El envidioso, que lo ignora, ve el resultado a que otros llegan y él no, sin sospechar de cuántas espinas está sembrado el camino de la gloria.
Todo escritor mediocre es candidato a criticastro. La incapacidad de crear le empuja a destruir. Su falta de inspiración le induce a rumiar el talento ajeno, empañándolo con especiosidades que denuncian su irreparable ultimidad.
Los altos ingenios son ecuánimes para criticar a sus iguales, como si reconocieran en ellos una consanguinidad en línea directa; en el émulo no ven nunca un rival. Los grandes críticos son óptimos autores que escriben sobre temas propuestos por otros, como los versificadores con pie forzado; la obra ajena es una ocasión para exhibir las ideas propias. El verdadero crítico enriquece las obras que estudia y en todo lo que toca deja un rastro de su personalidad.
Los criticastros son, de instinto, enemigos de la obra: desean achicarla por la simple razón de que ello; no la han escrito. Ni sabrían escribirla cuando el criticado les contestara: hazla mejor. Tienen las manos trabadas por la cinta métrica; su afán de medir a los demás responde al sueño de rebajarlos hasta su propia medida. Son, por definición, prestamistas, parásitos, viven de lo ajeno, pues se limitan a barajar con mano aviesa lo mismo que han aprendido en el libro que desacreditan. Cuando un gran escritor es erudito se lo reprochan como una falta de originalidad; si no lo es, se apresuran a culparlo de ignorancia. Si emplea un razonamiento que usaron otros, le llaman plagiario, aunque señale las fuentes de su sabiduría; si omite señalarlas, por harto vulgares, lo acusan de improbidad. En todo encuentran motivo para maldecir y envidiar, revelando su interna angustia. Lo que les hace sufrir, en suma, es que otros sean admirados y ellos no.
El criticastro mediocre es incapaz de enhilar tres ideas fuera del hilo que la rutina le enhebra; su oronda ignorancia le obliga a confundir el mármol con la chiscarra y la voz con el falsete, inclinándose a suponer que todo escritor original es un heresiarca. Los palurdos darían lo que no tienen por saber escribir un poquito, como para incorporarse a la crítica profesional. Es el sueño de los que no pueden crear. Permite una maledicencia medrosa y que no compromete, hecha de- mendacidad prudente, restringiendo las perversidades para que resulten más agudas, sacando aquí una migaja y dando allí un arañazo, velando todo lo que puede ser objeto de admiración, rebajando siempre con la oculta esperanza de que puedan aparecer a un mismo nivel los críticos y los criticados. El escritor original sabe que atormenta a los mediocres, aguijoneándoles esa pasión que los enferma ante el brillo ajeno; la desesperación de los fracasados es el laurel que mejor premia su luminosa labor. A la gloria de un Homero llega siempre apareada la ridiculez de un Zoilo.
Fermentan en cada género de actividad intelectual, como plagas pediculares de la originalidad: no perdonan al que incuba en su cerebro esa larva sediciosa. Viven para mancillarlo, sueñan su exterminio, conspiran con una intemperancia de terroristas y esgrimen sórdidas calumnias que harían sonrojar a un paquidermo. Ven un peligro en cada acto y una amenaza en cada gesto; tiemblan pensando que existen hombres capaces de subvertir rutinas y prejuicios, de encender nuevos planetas en el cielo, de arrancar su fuerza a los rayos y a las cataratas, de infiltrar nuevos ideales a las razas envejecidas, de suprimir la distancia, de violar la gravedad, de estremecer a los gobiernos...
Cuando se eleva un astro, ellos asoman por todos los puntos cardinales para entonar el coro involuntario de su difamación. Aparecen por docenas, por millares, como liliputienses en torno de un gigante. Los contrabajistas de arrabal oprobiarán la gloria de los supremos sinfonistas. Gacetilleros anodinos, consumarán biografías sobre algún lejano pensador que los ignora. Muchos que en vano han intentado acertar una mancha de color, dejarán caer su chorro de prosa como si un robinete de pus se abriera sobre telas que vivirán en los siglos. Cualquier promiscuador de palabras enfestará contra el que escriba pensamientos duraderos. Las mujeres feas demostrarán que la belleza es repulsiva y las viejas sostendrán que la juventud es insensata; vengarán su desgracia en el amor diciendo que la castidad es suprema entre todas las virtudes, cuando ya en vano se harían viltroteras para ofrecer la propia a los transeúntes. Y los demás, todos en coro, repetirán que el genio, la santidad y el heroísmo son aberraciones, locuras, epilepsia, degeneración negarán la excelencia del ingenio, la virtud y la dignidad; pondrán esos valores por debajo de su propia penumbra, sin advertir que donde el genio se resobra el mediocre no llega. Si a éste le dieran a elegir entre Shakespeare o Sarcey, no vacilaría un minuto: murmuraría del primero con la firma del segundo.
Los espíritus rutinarios son rebeldes a la admiración: no reconocen el fuego de los astros porque nunca han tenido en sí una chispa. Jamás se entregan de buena fe a los ideales o a las pasiones que le toman del corazón; prefieren oponerles mil razonamientos para privarse del placer de admirarlos. Confundirán siempre lo equívoco y lo crístalino, rebajando todo ideal hasta las bajas intenciones que supuran en sus cerebros. Desmenuzarán todo lo bello, olvidando que el trigo molido en harina no puede ya germinar en áureas espigas frente al sol. "Es un gran signo de mediocridad -dijo Leibniz- elogiar siempre moderadamente".
Pascal decía que los espíritus vulgares no encuentran diferencias entre los hombres: se descubren más tipos originales a medida que se posee mayor ingenio. El criticastro es parvificente; admira un poco todas las cosas, pero nada le merece una admiración decidida. El que no admira lo mejor, no puede mejorar. El que ve los defectos y no las bellezas„ las culpas y no los méritos, las discordancias y no las armonías, muere en un bajo nivel donde vegeta con la ilusión de ser un crítico. Los que no saben admirar no tienen porvenir, están inhabilitados para ascender hacia una perfección ideal. Es una cobardía aplacar la admiración; hay que cultivarla como un fuego sagrado, evitando que la envidia la cubra con su pátina ignominiosa.
La maledicencia escrita es inofensiva. El tiempo es un sepulturero ecuánime: entierra en una misma fosa a los criticastros y a los malos autores. Mientras los envidiosos murmuran, el genio crece; a la larga aquéllos quedan oprimidos y éste siente deseos de compadecerlos, para impedir que sigan muriendo a fuego lento.
El verdadero castigo de estos parásitos está en la muda sonrisa de los pensadores. El que critica a un alto espíritu tiende la mano esperan- do una limosna de celebridad; basta ignorarle y dejarle con la mano tendida, negándole la notoriedad que le conferiría la réplica. El silencio del autor mata al postulante; su indiferencia lo asfixia. Algunas veces supone que le han tomado en cuenta y que se advierte su presencia: sueña que le han nombrado, aludido, refutado, injuriado. Pero todo es un simple sueño; debe resignarse a envidiar desde la penumbra, de donde no consigue que le saquen. El que tiene conciencia de su mérito, no se presta a inflar la vanidad del primer indigente que le sale al paso pretendiendo distraerle, obligándole a perder su tiempo; elige sus adversarios entre sus iguales, entre sus condignos. Los hombres superiores pueden inmortalizar con una palabra a sus lacayos o a sus sicarios. Hay que evitar esa palabra; de algunos criticastros sólo tenemos noticias porque algún genio los honró con su puntapié.
IV. UNA ESCENA DANTESCA: SU CASTIGO
El castigo de los envidiosos estaría en cubrirlos de favores, para hacerles sentir que su envidia es recibida como un homenaje y no como un estiletazo. Es más generoso, más humanitario. Los bienes que el envidioso recibe constituyen su más desesperante humillación; si no es posible agasajarle, es necesario ignorarle. Ningún enfermo es responsable de su dolencia, no podríamos prohibirle que emitiera acentos quejumbrosos; la envidia es una enfermedad y nada hay más respetable que el derecho de lamentarse cuando se padecen congestiones de la vanidad.
El envidioso es la única víctima de su propio veneno; la envidia le devora como el cáncer a la víscera; le ahoga como la hiedra a la encina. Por eso Poussin, en una tela admirable, pintó a este monstruo mordiéndose los brazos y sacudiendo la cabellera de serpientes que le amenazan sin cesar.
Dante consideró a los envidiosos indignos del infierno. En la sabia distribución de penas y castigos los recluyó en el purgatorio, lo que se aviene a su condición mediocre.
Yacen acoquinados en un círculo de piedra cenicienta, sentados junto a un paredón lívido como sus caras llorosas, cubiertos por cilicios, formando panorama de cementerio viviente. El sol les niega su luz; tienen los ojos cosidos con alambres, porque nunca pudieron ver el bien del prójimo. Habla por ellos la noble Sapía, desterrada por sus conciudadanos; fue tal su envidia que sintió loco regocijo cuando ellos fueron derrotados por los florentinos. Y hablan otros, con voces trágicas, mientras lejanos fragores de truenos recuerdan la palabra que Caín pronunció después de matar a Abel. Porque el primer asesino de la leyenda bíblica tenía que ser un envidioso.
Llevan todos el castigo en su culpa. El espartano Antistenes, al saber que le envidiaban, contestó con acierto: peor para ellos, tendrán que sufrir el doble tormento de sus males y de mis bienes. Los únicos gananciosos son los envidiados; es grato sentirse adorar de rodillas.
La mayor satisfacción del hombre excelente está en provocar la envidia, estimulándola con los propios méritos, acosándola cada día con mayores virtudes, para tener la dicha de escuchar sus plegarias. No ser envidiado es una garantía inequívoca de mediocridad.