El hombre mediocre (1926)/Capítulo I

CAPÍTULO I

EL HOMBRE MEDIOCRE
Cacciarli i ciel per non esser men belli,

Né lo profondo Inferno li riceve...

DANTE, Inferno, Canto III.
EL HOMBRE MEDIOCRE


I. ¿"ÁUREA MEDIOCRITAS"?

Hay cierta hora en que el pastor ingenuo se asombra ante la naturaleza que le envuelve. La penumbra se espesa, el color de las cosas se uniforma en el gris homogéneo de las siluetas, la primera humedad crepuscular levanta de todas las hierbas un vaho de perfume, aquiétase el rebaño para echarse a dormir, la remota campana tañe su aviso vesperal. La impalpable claridad lunar se emblanquece al caer sobre las cosas; algunas estrellas inquietan con su titilación el firmamento y un lejano rumor de arroyo brincante en las breñas parece conversar de misteriosos temas. Sentado en la piedra menos áspera que encuentra al borde del camino, el pastor contempla y enmudece, invitado en vano a meditar por la convergencia del sitio y de la hora. Su admiración primitiva es simple estupor. La poesía natural que le rodea, al reflejarse en su imaginación, no se convierte en poema. Él es, apenas, un objeto en el cuadro, una pincelada; un accidente en la penumbra. Para él todas las cosas han sido siempre así y seguirán siéndolo, desde la tierra que pisa hasta el rebaño que apacienta.

La inmensa masa de los hombres piensa con la cabeza de ese ingenuo pastor; no entendería el idioma de quien le explicara algún misterio del universo o de la vida, la evolución eterna de todo lo conocido, la posibilidad de perfeccionamiento humano en la continua adaptación del hombre a la naturaleza. Para concebir una perfección se requiere cierto nivel ético y es indispensable alguna educación intelectual. Sin ellos pueden tenerse fanatismos y supersticiones; ideales, jamás.

Los que viven debajo de ese nivel y no adquieren esa educación permanecen sujetos a dogmas que otros les imponen, esclavos de fórmulas paralizadas por la herrumbre del tiempo. Sus rutinas y sus prejuicios parécenles eternamente invariables; su obtusa imaginación no concibe perfecciones pasadas ni venideras; el estrecho horizonte de su experiencia constituye el límite forzoso de su mente No pueden formarse un ideal. Encontraran en los ajeno: una chispa capaz de encender sus pasiones; serán sectarios pueden serlo. Y no advertirán siquiera la ironía de cuanto les invitan a arrebañarse en nombre de ideales que pueden servir, no comprender. Todo ensueño seguido por muchedumbres, sólo es pensado por pocos visionarios que son sus amos.

La desigualdad humana no es un descubrimiento moderno. Plutarco escribió, ha siglos, que "los animales de una misma especie difieren menos entre si que unos hombres de otros" (Obras morales, vol. 3). Montaigne suscribió esa opinión: "Hay más distancia entre tal y tal hombre, que entre tal hombre y tal bestia: es decir, que el más excelente animal está más próximo del hombre menos inteligente, que este último de otro hombre grande y excelente" (Ensayos, vol. I, cap. XLII). No pretenden decir más los que siguen afirmando la desigualdad humana: ella será en el porvenir tan absoluta como en tiempos de Plutarco o de Montaigne.

Hay hombres mentalmente inferiores al término -asedio de su raza, de su tiempo y de su clase social; también los hay superiores. Entre unos y otros fluctúa una gran masa imposible de caracterizar por inferioridades o excelencias.

Los psicólogos no han querido ocuparse de estos últimos; el arte los desdeña por incoloros; la historia no sabe sus nombres. Son poco interesantes; en vano buscaríase en ellos la arista definida, la pincelada firme, el rasgo característico. De igual desdén les cubren los moralistas; individualmente no merecen el desprecio, que fustiga a los perversos, ni la apología, reservada a los virtuosos.

Su existencia es, sin embargo, natural y necesaria. En todo lo que ofrece grados hay mediocridad; en la escala de la inteligencia humana ella representa el claroscuro entre el talento y la estulticia.

No diremos, por eso, que siempre es loable. Horacio no dijo aurea mediocritas en el sentido general y absurdo que proclaman los incapaces de sobresalir por su ingenio, por sus virtudes o por sus obras. Otro fue el parecer del poeta: poniendo en la tranquilidad y en la independencia el mayor bienestar del hombre, enalteció los goces de un vivir sencillo que dista por igual de la opulencia y la miseria, llamando áurea a esa mediocridad material. En cierto sentido epicúreo, su sentencia es verdadera y confirma el remoto proverbio árabe: "Un mediano bienestar tranquilo es preferible a la opulencia llena de preocupaciones".

Inferir de ello que la mediocridad moral, intelectual y de carácter es digna de respetuoso homenaje, implica torcer la intención misma de Horacio: en versos memorables (Ad Pis., 472) menospreció a los poetas mediocres:

Mediocribus esse poetis
Non di, non homines, non concessere columnae.

Y es lícito extender su dicterio a cuantos hombres lo son de espíritu. ¿Por qué subvertiríamos el sentido de aurea mediocritas clásico? ¿Por qué suprimir desniveles entre los hombres y las sombras, como si rebajando un poco a los excelentes y puliendo un poco a los bastos se atenuaran las desigualdades creadas por la naturaleza?

No concebimos el perfeccionamiento social como un producto de la uniformidad de todos los individuos, sino como la combinación armónica de originalidades incesantemente multiplicadas, Todos los enemigos de la diferenciación vienen a serlo del progreso; es natural, por ende, que consideren la originalidad como un defecto imperdonable.

Los que tal sentencian inclínanse a confundir el sentido común con el buen sentido, como si enmarañando la significación de los vocablos quisieran emparentar las ideas correspondientes. Afirmemos que son antagonistas. El sentido común es colectivo, eminentemente retrógrado y dogmatista; el buen sentido es individual, siempre innovador y libertario. Por la obsecuencia al uno o al otro se reconocen la servidumbre y la aristocracia naturales. De esa insalvable heterogeneidad nace la intolerancia de los rutinarios frente a cualquier destello original; estrechan sus filas para defenderse, como si fueran crímenes las diferencias. Esos desniveles son un postulado fundamental de la psicología. Las costumbres y las leyes pueden establecer derechos y deberes comunes a todos los hombres; pero éstos serán siempre tan desiguales como las olas que erizan la superficie de un océano.


II. LOS HOMBRES SIN PERSONALIDAD

Individualmente considerada, la mediocridad podrá definirse como una ausencia de características personales que permitan distinguir al individuo en su sociedad. Ésta ofrece a todos un mismo fardo de rutinas, prejuicios y domesticidades; basta reunir cien hombres para que ellos coincidan en lo impersonal: "Juntad mil genios en un Concilio y tendréis el alma de un mediocre". Esas palabras denuncian lo que en cada hombre no pertenece a él mismo y que, al sumarse muchos, se revela por el bajo nivel de las opiniones colectivas.

La personalidad individual comienza en el punto preciso donde cada uno se diferencia de los demás; en muchos hombres ese punto es simplemente imaginario. Por ese motivo, al clasificar los caracteres humanos, se ha comprendido la necesidad de separar a los que carecen de rasgos característicos: productos adventicios del medio, de las circunstancias, de la educación que se les suministra, de las personas que los tutelan, de las cosas que los rodean. "Indiferentes" ha llamado Ribot a los que viven sin que se advierta su existencia. La sociedad piensa y quiere por ellos. No tienen voz, sino eco. No hay líneas definidas ni en su propia sombra, que es, apenas, una penumbra.

Cruzan el mundo a hurtadillas, temerosos de que alguien pueda reprocharles esa osadía de existir en vano, como contrabandistas de la vida.

Y lo son. Aunque los hombres carecemos de misión trascendental sobre la tierra, en cuya superficie vivimos tan naturalmente como la rosa y el gusano, nuestra vida no es digna de ser vivida sino cuando la ennoblece algún ideal: los más altos placeres son inherentes a proponerse una perfección y perseguirla. Las existencias vegetativas no tienen biografía: en la historia de su sociedad sólo vive el que deja rastros en las cosas o en los espíritus. La vida vale por el uso que de ella hacemos, por las obras que realizamos. No ha vivido más el que cuenta más años, sino el que ha sentido mejor un ideal; las canas denuncian la vejez, pero no dicen cuánta juventud la precedió. La medida social del hombre está en la duración de sus obras: la inmortalidad es el privilegio de quienes las hacen sobrevivientes a los siglos, y por ellas se mide.

El poder que se maneja, los favores que se mendigan, el dinero que se amasa, las dignidades que se consiguen, tienen cierto valor efímero que puede satisfacer los apetitos del que no lleva en sí mismo, en sus virtudes intrínsecas, las fuerzas morales que embellecen y califican la vida; la afirmación de la propia personalidad y la cantidad de hombría puesta en la dignificación de nuestro yo. Vivir es aprender, para ignorar menos; es amar, para vincularnos a una parte mayor de humanidad; es admirar, para compartir las excelencias de la naturaleza y de los hombres; es un esfuerzo por mejorarse, un incesante afán de elevación hacia ideales definidos.

Muchos nacen; pocos viven. Los hombres sin personalidad son innumerables y vegetan moldeados por el medio, como cera fundida en el cuño social. Su moralidad de catecismo y su inteligencia cuadriculada los constriñen a una perpetua disciplina del pensar y de la conducta; su existencia es negativa como unidades sociales.

El hombre de fino carácter es capaz de mostrar encrespamientos sublimes, como el océano; en los temperamentos domesticados todo parece quieta superficie, como en las ciénagas. La falta de personalidad hace, a éstos, incapaces de iniciativa y de resistencia. Desfilan inadvertidos, sin aprender ni enseñar, diluyendo en tedio su insipidez, vegetando en la sociedad que ignora su existencia: ceros a la izquierda que nada califican y para nada cuentan. Su falta de robustez moral háceles ceder a la más leve presión, sufrir todas las influencias, altas y bajas, grandes y pequeñas, transitoriamente arrastrados a la altura por el más leve céfiro o revolcados por la ola menuda de un arroyuelo. Barcos de amplio velamen, pero sin timón, no saben adivinar su propia ruta: ignoran si irán a varar en una playa arenosa o a quedarse estrellados contra un escollo.

Están en todas partes, aunque en vano buscaríamos uno solo que se reconociera; si lo halláramos sería un original, por el simple hecho de enrolarse en la mediocridad. ¿Quién no se atribuye alguna virtud, cierto talento o un firme carácter? Muchos cerebros torpes se envanecen de su testarudez. Confundiendo la parálisis con la firmeza, que es don de pocos elegidos; los bribones se jactan de su bigardía y desvergüenza, equivocándolas con el ingenio; los serviles y los parapoco pavonéanse de honestas, como si la incapacidad del mal pudiera en caso alguno confundirse con la virtud.

Si hubiera de tenerse en cuenta la buena opinión que todos los hombres tienen de sí mismos, sería imposible discurrir de los que se caracterizan por la ausencia de personalidad. Todos creen tener una; y muy suya. Ninguno advierte que la sociedad le ha sometido a esa operación aritmética que consiste en reducir muchas cantidades a un denominador común: la mediocridad.

Estudiemos, pues, a los enemigos de toda perfección, ciegos a los astros. Existe una vastísima bibliografía acerca de los inferiores e insuficientes desde el criminal y el delirante hasta el retardado y el idiota; hay también una rica literatura consagrada a estudiar el genio y el talento, amén de que la historia y el arte convergen a mantener su culto. Unos y otros son, empero, excepciones. Lo habitual no es el genio ni el idiota, no es el talento ni el imbécil. El hombre que nos rodea a millares, el que prospera y se reproduce en el silencio y en la tiniebla, es el mediocre.

Toca al psicólogo disecar su mente con firme escalpelo, como a los cadáveres el profesor eternizado por Rembrandt en la Lección de anatomía: sus ojos parecen iluminarse al contemplar las entrañas mismas de la naturaleza humana y sus labios palpitan de elocuencia serena al decir su verdad a cuantos le rodean.

¿Por qué no tendemos al hombre sin ideales sobre nuestra mesa de autopsias, hasta saber qué es, cómo es, qué hace, qué piensa, para qué sirve? Su etopeya constituirá un capítulo básico de la psicología y de la moral.

III. EN TORNO DEL HOMBRE MEDIOCRE

Con diversas denominaciones, y desde puntos de vista heterogéneos, se ha intentado algunas veces definir al hombre sin personalidad. La filosofía, la estadística, la antropología, la psicología. la estética y la moral han contribuido a la determinación de tipos más o menos exactos; no se ha advertido, sin embargo, el valor esencialmente social de la mediocridad. El hombre mediocre -como, en general, la personalidad humana- sólo puede definirse en relación a la sociedad en que vive, y por su función social.

Si pudiéramos medir los valores individuales, graduarían-, se ellos en escala continua, de lo bajo a lo alto. Entre los tipos extremos y escasos, observaríamos una masa abundante de sujetos, más o menos equivalentes, acumulados en los grados centrales de la serie. Vana ilusión sería la de quien pretendiera buscar allí el hipotético arquetipo de la humanidad, el Hombre normal que buscara ya Aristóteles; siglos más tarde la peregrina ocurrencia reapareció en el torbellinesco espíritu de Pascal. Medianía, en efecto, no es sinónimo de normalidad. El hombre normal no existe; no puede existir. La humanidad, como todas las especies vivientes, evoluciona sin cesar; sus cambios opéranse desigualmente en numerosos agregados sociales, distintos entre sí. El hombre normal en una sociedad no lo es en otra; el de ha mil años no lo sería hoy, ni en el porvenir.

Morel se equivocaba, por olvidar eso, al concebirlo como un ejemplar de la "edición princeps" de la Humanidad, lanzada a la circulación por el Supremo Hacedor. Partiendo de esa premisa definía la degeneración, en todas sus formas, como una divergencia patológica del perfecto ejemplar originario. De eso al culto por el hombre primitivo había un paso; alejáronse, felizmente, de tal prejuicio los antropólogos contemporáneos. El hombre -decimos ahora- es un animal que evoluciona en las más recientes edades geológicas del planeta; no fue perfecto en su origen, ni consiste su perfección en volver a las formas ancestrales, surgidas de la animalidad simiesca. De no creerlo así, renovaríamos las divertidísimas leyendas del ángel caído, del árbol del bien y del mal, de la tentadora serpiente, de la manzana aceptada por Adán y del paraíso perdido...

Quételet pretendió formular una doctrina antropológica o social acerca del Hombre medio: su ensayo es una inquisición estadística complicada por inocentes aplicaciones del abusado in medio stat virtus. No incurriremos en el yerro de admitir que los hombres mediocres pueden reconocerse por atributos físicos o morales que representen un término medio de los observados en la especie humana. En ese sentido sería un producto abstracto, sin corresponder a ningún individuo de existencia real.

El concepto de la normalidad humana sólo podría ser relativo a determinado ambiente social; ¿serían normales los que mejor "marcan el paso", los que se alinean con más exactitud en las filas de un convencionalismo social? En este sentido, hombre normal no sería sinónimo de hombre equilibrado, sino de Hombre domesticado; la pasividad no es un equilibrio, no es complicada resultante de energías, sino su ausencia. ¿Cómo confundir a los grandes equilibrados, a Leonardo y a Goethe, con los amorfos? El equilibrio entre dos platillos cargados no puede compararse con la quietud de una balanza vacía. El hombre sin personalidad no es un modelo, sino una sombra; si hay peligros en la idolatría de los héroes y los hombres representativos, a la manera de Carlyle o Émerson, más los hay en repetir esas fábulas que permitirían mirar como una aberración toda excelencia del carácter, de la virtud y del intelecto. Bovio ha señalado este grave yerro, pintando al hombre medio con rasgos psicológicos precisos: "Es dócil, acomodaticio a todas las pequeñas oportunidades, adaptabilísimo a todas las temperaturas de un día variable, avisado para los negocios, resistente a las combinaciones de los astutos; pero dislocado de su mediocre esfera y ungido por una feliz combinación de intrigas, él se derrumba siempre, en seguida, precisamente porque es un equilibrista y no lleva en sí las fuerzas del equilibrio. Equilibrista no significa equilibrado. Ése es el prejuicio más grave, del hombre mediocre equilibrado y del genio desequilibrado".

En sus más indulgentes comentaristas, ese pretendido equilibrio se establece entre cualidades poco dignas de admiración, cuya resultante provoca más lástima que envidia. Alguna vez recibió Lombroso un telegrama decididamente norteamericano. Era, en efecto, de un gran diario, y solicitaba una extensa respuesta telegráfica a la pregunta presentada con la sugerente recomendación de un cheque: "¿Cuál es el hombre normal?" La respuesta desconcertó, sin duda, a los lectores. Lejos de alabar sus virtudes, trazaba un cuadro de caracteres negativos y estériles: "Buen apetito, trabajador, ordenado, egoísta, aferrado a sus costumbres, misoneísta, paciente, respetuoso de toda autoridad, animal doméstico". O, en más breves palabras, (ruges consumere natus, que dijo el poeta latino.

Con ligeras variantes, esa definición evoca la del Filisteo: "Producto de la costumbre, desprovisto de fantasía, ornado por todas las virtudes de la mediocridad, llevando una vida honesta gracias a la moderación de sus exigencias, perezoso en sus concepciones intelectuales, sobrellevando con paciencia conmovedora todo el fardo de prejuicios que heredó de sus antepasados". En estas líneas refléjanse las invectivas, ya clásicas, de Heine contra la mentalidad que él creía corriente entre sus compatriotas. Por su parte, Schopenhauer, en sus Aforismos, definió el perfecto filisteo como un ser que se deja engañar por las apariencias y toma en serio todos los dogmatismos sociales: constantemente ocupado de someterse a las farsas mundanas.

A esas definiciones del hombre medio pueden aproximarse otras de carácter intelectual o estético, no exentas de interés, aunque unilaterales. Para algunos, la mediocridad consistiría en la ineptitud para ejercitar las más altas cualidades del ingenio; para otros, sería la inclinación a pensar a ras de tierra. Mediocre correspondería a Burgués, por contraposición a Artista. Flaubert lo definió como "un hombre que piensa bajamente". Juzgado con ese criterio, le parece detestable.

Tal resulta en la magnífica silueta de Hello, traspapelado prosista católico que nos enseñó a admirar Rubén Darío. Distingue al mediocre del imbécil; éste ocupa un extremo del mundo y el genio ocupa el otro; el mediocre está en el centro. ¿Será, entonces, lo que en filosofía, en política o en literatura, se llama un ecléctico, un justo medio? De ninguna manera, contesta. El que es justo-medio lo sabe, tiene la intención de serlo; el hombre mediocre es justo-medio sin sospecharlo. Lo es por naturaleza, no por opinión; por carácter, no por accidente. En todo minuto de su vida, y en cualquier estado de ánimo, será siempre mediocre. Su rasgo característico, absolutamente inequívoco, es su deferencia por la opinión de los demás. No habla nunca; repite siempre. Juzga a los hombres como los oye juzgar. Reverenciará a su más cruel adversario, si éste se encumbra; desdeñará a su mejor amigo si nadie lo elogia. Su criterio carece de iniciativas. Sus admiraciones son prudentes. Sus entusiasmos son oficiales. Esa definición descriptiva –análoga a las que repitiera Barbey D'Aurevilly-, posee muy sugestiva elocuencia, aunque parte de premisas estéticas para llegar a conclusiones morales.

El "hombre normal" de Bovio y Lombroso, corresponde al "filisteo" de Heine y de Schopenhauer, aproximándose ambos al "burgués" antiartístico de Flaubert y Barbey D'Aurevilly. Pero, fuerza es reconocerlo, tales definiciones son inseguras desde el punto de vista de la psicología social; conviene buscar una más exacta e inequívoca, abordando el problema por otros caminos.


IV. CONCEPTO SOCIAL DE LA MEDIOCRIDAD

Ningún hombre es excepcional en todas sus aptitudes; pero no podría afirmarse que son mediocres, a carta cabal, los que no descuellan en ninguna. Desfilan ante nosotros como simples ejemplares de historia natural, con tanto derecho como los genios y los imbéciles. Existen: hay que estudiarlos. El moralista dirá, después, si la mediocridad es buena o mala; al psicólogo, por ahora, le es indiferente; observa los caracteres en el medio social en que viven, los describe, los compara y los clasifica de igual manera que otras naturalistas observan fósiles en un lecho de río o mariposas en la corola de una flor.

No obstante las infinitas diferencias individuales, existen grupos de hombres que pueden englobarse dentro de tipos comunes; tales clasificaciones, simplemente aproximativas, constituyen la ciencia de los caracteres humanos, la Etología, que reconoce en Teofrasto su legítimo progenitor. Los antiguos fundábanla sobre los temperamentos; los modernos buscan sus bases en la preponderancia de ciertas funciones psicológicas. Esas clasificaciones, admisibles desde algún punto de vista especial, son insuficientes para el nuestro.

Si observamos cualquier sociedad humana, el valor de sus componentes resulta siempre relativo al conjunto: el hombre es un valor social.

Cada individuo es el producto de dos factores: la herencia y la educación. La primera tiende a proveerle de los órganos y las funciones mentales que le transmiten las generaciones precedentes; la segunda es el resultado de las múltiples influencias del medio social en que el individuo está obligado a vivir. Esta acción educativa es, por consiguiente, una adaptación de las tendencias hereditarias a la mentalidad colectiva: una continua aclimatación del individuo en la sociedad.

El niño desarróllase como un animal de la especie humana, hasta que empieza a distinguir las cosas inertes de los seres vivos y a reconocer entre éstos a sus semejantes. Los comienzos de su educación son, entonces, dirigidos por las personas que le rodean, tornándose cada vez más decisiva la influencia del medio; desde que ésta predomina, evoluciona como un miembro de su sociedad y sus hábitos se organizan mediante la imitación. Más tarde, las variaciones adquiridas en el curso de su experiencia individual pueden hacer que el hombre se caracterice como una persona diferenciada dentro de la sociedad en que vive.

La imitación desempeña un papel amplísimo, casi exclusivo, en la formación de la personalidad social; la invención produce, en cambio, las variaciones individuales. Aquélla es conservadora y actúa creando hábitos; ésta es evolutiva y se desarrolla mediante la imaginación. La diversa adaptación de cada individuo a su medio depende del equilibrio entre lo que imita y lo que inventa. Todos no pueden inventar o imitar de la misma manera, pues esas aptitudes se ejercitan sobre la base de cierta capacidad congénita, inicialmente desigual, recibida mediante la herencia psicológica.

El predominio de la variación determina la originalidad. Variar es ser alguien, diferenciarse es tener un carácter propio, un penacho, grande o pequeño: emblema, al fin, de que no se vive como simple reflejo de los demás. La función capital del hombre mediocre es la paciencia imitativa; la del hombre superior es la imaginación creadora. El mediocre aspira a. confundirse en los que le rodean; el original tiende a diferenciarse de ellos. Mientras el uno se concreta a pensar con la cabeza de la sociedad, el otro aspira a pensar con la propia. En ello estriba la desconfianza que suele rodear a los caracteres originales: nada parece tan peligroso como un hombre que aspira a pensar con su cabeza.

Podemos recapitular. Considerando a cada individuo con relación a su medio, tres elementos concurren a formar su personalidad: la herencia biológica, la imitación social y la variación individual.

Todos, al nacer, reciben como herencia de la especie los elementos para adquirir una personalidad específica.

El hombre inferior es un animal humano; en su mentalidad enseñoréanse las tendencias instintivas condensadas por la herencia y que constituyen el "alma de la especie". Su ineptitud para la imitación le impide adaptarse al medio social en que vive; su personalidad no se desarrolla hasta el nivel corriente, viviendo por debajo de la moral o de la cultura dominante, y en muchos casos fuera de la legalidad. Esa insuficiente adaptación determina su incapacidad para pensar como los demás y compartir las rutinas comunes.

Los más, mediante la educación imitativa, copian de las personas que los rodean una personalidad social perfectamente adaptada.

El hombre mediocre es una sombra proyectada por la sociedad; es por esencia imitativo y está perfectamente adaptado para vivir en rebaño, reflejando las rutinas, prejuicios y dogmatismos reconocidamente útiles para la domesticidad. Así como el inferior hereda el "alma de la especie", el mediocre adquiere el "alma de la sociedad". Su característica es imitar a cuantos le rodean: pensar con cabeza ajena y ser incapaz de formarse ideales propios.

Una minoría, además de imitar la mentalidad social, adquiere variaciones propias, una personalidad individual, netamente diferenciada.

El hombre superior es un accidente provechoso para la evolución humana. Es original e imaginativo, desadaptándose del medio social en la medida de su propia variación. Ésta se sobrepone a atributos hereditarios del "alma de la especie" y a las adquisiciones imitativas del "alma de la sociedad", constituyendo las aristas singulares del "alma individual", que le distinguen dentro de la sociedad. Es precursor de nuevas formas de perfección, piensa mejor que el medio en que vive y puede sobreponer ideales suyos a las rutinas de los demás.


V. EL ESPIRITU CONSERVADOR

Todo lo que existe es necesario. Cada hombre posee un valor de contraste, si no lo tiene de afirmación; es un detalle necesario en la infinita evolución del proto-hombre al super-hombre. Sin la sombra ignoraríamos el valor de la luz. La infamia nos induce a respetar la virtud; la miel no sería dulce si el acíbar no enseñara a paladear la amargura; admiramos el vuelo del águila porque conocemos el arrastramiento de la oruga; encanta más el gorjeo del ruiseñor cuando se ha escuchado el silbido de la serpiente. El mediocre representa un progreso, comparado con el imbécil, aunque ocupa su rango si lo comparamos con el genio: sus idiosincrasias sociales son relativas al medio y al momento en que actúa. De otra manera, si fuera intrínsecamente inútil, no existiría: la selección natural habríale exterminado. Es necesario para la sociedad, como las palabras lo son para el estilo. Pero no bastaría, para crearlo, alinear todos los vocablos que yacen en el diccionario; el estilo comienza donde aparece la originalidad individual.

Todos los hombres de personalidad firme y de mente creadora, sea cual fuere su escuela filosófica o su credo literario, son hostiles a la mediocridad. Toda creación es un esfuerzo original; la historia conserva el nombre de pocos iniciadores y olvida a innúmeros secuaces que los imitan. Los visionarios de verdades nuevas, los apóstoles de moral, los innovadores de belleza -desde Renán y Hugo hasta Guyau y Flaubert-, la miran como un obstáculo con que el pasado obstruye el advenimiento de su labor renovadora.

Ante la moral social, sin embargo, los mediocres encuentran una justificación, como todo lo que existe por necesidad. El eterno contraste de las fuerzas que pujan en las sociedades humanas, se traduce por la lucha entre dos grandes actitudes, que agitan la mentalidad colectiva: el espíritu conservador o rutinario y el espíritu original o de rebeldía.

Bellas páginas le consagró Dorado. Cree imposible dividir la humanidad en dos categorías de hombres, los unos rebeldes en todo y los otros en todo rutinarios; si así fuera, no sabría decirse cuáles interpretan mejor la vida. No es factible un vivir inmóvil de gentes todas conservadoras, ni lo es un inestable ajetreo de rebeldes e insumisos, para quienes nada existente sea bueno y ningún sendero digno de seguirse. Es verosímil que ambas fuerzas sean igualmente imprescindibles. Obligados a elegir, ¿daríamos preferencia a una actitud conservadora? La originalidad necesita un contrapeso robusto que prevenga sus excesos; habría ligereza en fustigar a los hombres metódicos y de paso tardío, si ellos constituyeran los tejidos sociales más resistentes, soporte de los otros. Lo mismo que en los organismos, los distintos elementos sociales se sirven mutuamente de sostén; en vez de mirarse como enemigos debieran considerarse cooperadores de una, obra única, pero complicada. Si en el mundo no hubiera más que rebeldes, no podría marchar; tornárase imposible la rebeldía si faltara contra quien rebelarse. Y, sin los innovadores, ¿quién empujaría el carro de la vida sobre el que van aquéllos tan satisfechos? En vez de combatirse, ambas partes debieran entender que ninguna tendría motivo de existir como la otra no existiese. El conservador sagaz puede bendecir al revolucionario, tanto como éste a él. He aquí una nueva base para la tolerancia: cada hombre necesita de su enemigo.

Si tuvieran igual razón de ser los imitadores y los originales, como arguye el pensador español, su justificación estaría hecha. Ser mediocre no es una culpa; siéndolo, su conducta es legítima. ¿Aciertan los que sacan a su vida el mayor jugo y procuran pasar lo mejor posible sus cortos días sobre la tierra, sin consagrar una hora a su propio perfeccionamiento moral, sin preocuparse de sus prójimos ni de las generaciones posteriores? ¿Es pecado obrar de ese modo? ¿Pecan, tal vez, los que piensan en sí y viven para los demás: los abnegados y los altruistas, los que sacrifican sus goces y fuerzas en beneficio ajeno, renunciando a sus comodidades y aun a su vida, como suele ocurrir? Por indefectible que sea pensar en el mañana y dedicarle cierta parte de nuestros esfuerzos, es imposible dejar de vivir en el presente, pensando en él, siquiera en parte. Antes que las generaciones venideras están las actuales; otrora fueron futuras y para ellas trabajaron las pasadas.

Este razonamiento, aunque un tanto sanchesco, sería respetable, si colocáramos el problema en el terreno abstracto del hombre extrasocial, es decir, fuera de toda sanción presente y futura. Evidentemente, cada hombre es como es y no podría ser de otra manera; haciendo abstracción de toda moralidad, tendría tan poca culpa de su delito el asesino como de su creación el genio. El original y el rutinario, el holgazán y el laborioso, el malo y el bueno, el generoso y el avaro, todos lo son a pesar suyo; no lo serían si el equilibrio entre su temperamento y la sociedad lo impidiesen.

¿Por qué, entonces, la humanidad admira a los santos, a los genios y a los héroes, a todos los que inventan, enseñan o plasman, a los que piensan en el porvenir, lo encarnan en un ideal o forjan un imperio, a Sócrates y a Crislo, a Aristóteles y a Bacon, a César y a Washington? Los aplaude, porque toda la sociedad tiene, implícita, una moral, una tabla propia de valores que aplica para juzgar a cada uno de sus componentes, no ya según las conveniencias individuales, sino según su utilidad social. En cada pueblo y en cada época la medida de lo excelso está en los ideales de perfección que se denominan genio, heroísmo y santidad.

La imitación conservadora debe, pues, ser juzgada por su función de resistencia, destinada a contener el impulso creador de los hombres superiores y las tendencias destructivas de los sujetos antisociales. En el prolegómeno de su ensayo sobre el genio y el talento, Nordau hace su elogio irónico; para toda mente elevada el filisteo es la bestia negra y en esa hostilidad ve una evidente ingratitud. Le parece útil; con un poco de benevolencia llegaría a concederle esa relativa belleza de las cosas perfectamente adaptadas a su objeto. Es el fondo de perspectiva en el paisaje social. De su exigüidad estética depende todo el relieve adquirido por las figuras que ocupan el primer plano. Los ideales de los hombres superiores permanecerían en estado de quimeras si no fueren recogidos y realizados por filisteos, desprovistos de iniciativas personales, que viven esperando -con encantadora ausencia de ideas propias -los impulsos y las sugestiones de los cerebros luminosos. Es verdad que el rutinario no cede fácilmente a las instigaciones de los originales; pero, su misma inercia es garantía de que sólo recoge las ideas de probada conveniencia para el bienestar social. Su gran culpa consiste en que se le encuentra sin necesidad de buscarlo; su número es inmenso. A pesar de todo, es necesario; constituye el público de esta comedia humana en que los hombres superiores avanzan hasta las candilejas, buscando su aplauso y su sanción. Nordau llega hasta decir con fina ironía: "Cada vez que algunos hombres de genio se encuentren reunidos en torno de una mesa de cervecería, su primer brindis, en virtud del derecho y de la moral, debiera ser para el filisteo".

Es tan exagerado ese criterio irónico que proclama su conspicuidad, como el criterio estético que lo relega a la más baja esfera mental, confundiéndolo con el hombre inferior. Individualmente considerado a través del lente moral estético, es una entidad negativa; pero tomados los mediocres en su conjunto, puede reconocérseles funciones de lastre, indispensables para el equilibrio de la sociedad.

Merecen esa justicia. ¿La continuidad de la vida social sería posible sin esa compacta masa de hombres puramente imitativos, capaces de conservar los hábitos rutinarios que la sociedad les transfunde mediante la educación? El mediocre no inventa nada, no crea, no empuja, no rompe, no engendra; pero, en cambio, custodia celosamente la armazón de automatismos, prejuicios y dogmas acumulados durante siglos, defendiendo ese capital común contra la asechanza de los inadaptables. Su rencor a los creadores compénsase por su resistencia a los destructores. Los hombres sin ideales desempeñan en la historia humana el mismo papel que la herencia en la evolución biológica: conservan y transmiten las variaciones útiles para la continuidad del grupo social. Constituyen una fuerza destinada a contrastar el poder disolvente de los inferiores y a contener las anticipaciones atrevidas de los visionarios. La cohesión del conjunto los necesita, como un mosaico bizantino al cemento que lo sostiene. Pero -hay que decirlo- el cemento no es el mosaico.

Su acción sería nula sin el esfuerzo fecundo de los originales, que inventan lo imitado después por ellos. Sin los mediocres no habría estabilidad en las sociedades; pero sin los superiores no puede concebirse el progreso, pues la civilización sería inexplicable en una raza constituida por hombres sin iniciativa. Evolucionar es variar; solamente se varía mediante la invención. Los hombres imitativos limítanse a atesorar las conquistas de los originales; la utilidad del rutinario está subordinada a la existencia del idealista, como la fortuna de los libreros estriba en el ingenio de los escritores. El "alma social" es una empresa anónima que explota las creaciones de las mejores "almas individuales", resumiendo las experiencias adquiridas y enseñadas por los innovadores.

Son la minoría, éstos; pero son levaduras de mayorías venideras. Las rutinas defendidas hoy por los mediocres son simples glosas colectivas de ideales, concebidos ayer por hombres originales. El grueso del rebaño social va ocupando, a paso de tortuga, las posiciones atrevidamente conquistadas mucho antes por sus centinelas perdidos en la distancia; y éstos ya están muy lejos cuando la masa cree asentar el paso a su retaguardia. Lo que ayer fue ideal contra una rutina, será mañana rutina, a su vez, contra otro ideal. Indefinidamente, porque la perfectibilidad es indefinida.

Si los hábitos resumen la experiencia pasada de pueblos y de hombres, dándoles unidad, los ideales orientan su experiencia venidera y marcan su probable destino. Los idealistas y los rutinarios son factores igualmente indispensables, aunque los unos recelen de los otros. Se complementan en la evolución social, magüer se miren con oblicuidad. Si los primeros hacen más para el porvenir, los segundos interpretan mejor el pasado. La evolución de una sociedad, espoleada por el afán de perfección y contenida por tradiciones difícilmente removibles, detendríase para siempre sin el uno y sufriría sobresaltos bruscos sin las otras.


VI. PELIGROS SOCIALES DE LA MEDIOCRIDAD

La psicología de los hombres mediocres caracterizase por un riesgo común: la incapacidad de concebir una perfección, de formarse un ideal.

Son rutinarios, honestos y mansos; piensan con la cabeza de los demás, comparten la ajena hipocresía moral y ajustan su carácter a las domesticidades convencionales.

Están fuera de su órbita el ingenio, la virtud y la dignidad, privilegios de los caracteres excelentes; sufren de ellos y los desdeñan. Son ciegos para las auroras; ignoran la quimera del artista, el ensueño del sabio y la pasión del apóstol. Condenados a vegetar, no sospechan que existe el infinito más allá de sus horizontes.

El horror de lo desconocido los ata a mil prejuicios, tornándolos timoratos e indecisos: nada aguijonea su curiosidad; carecen de iniciativa y miran siempre al pasado, como si tuvieran los ojos en la nuca.

Son incapaces de virtud; no la conciben o les exige demasiado esfuerzo. Ningún afán de santidad alborota la sangre en su corazón; a veces no delinquen por cobardía ante el remordimiento.

No vibran a las tensiones más altas de la energía; son fríos, aunque ignoren la serenidad; apáticos sin ser previsores; acomodaticios siempre, nunca equilibrados. No saben estremecerse de escalofrío bajo una tierna caricia, ni abalanzarse de indignación ante una ofensa.

No viven su vida para sí mismos, sino para el fantasma que proyectan en la opinión de sus similares. Carecen de línea; su personalidad se borra como un trazo de carbón bajo el esfumino, hasta desaparecer. Trocan su honor por una prebenda y echan llave a su dignidad por evitarse un peligro; renunciarían a vivir antes que gritar la verdad frente al error de muchos. Su cerebro y su corazón están entorpecidos por igual, como los polos de un imán gastado.

Cuando se arrebañan son peligrosos. La fuerza del número suple a la febledad individual: acomúnanse por millares para oprimir a cuantos desdeñan encadenar su mente con los eslabones de la rutina.

Substraídos a la curiosidad del sabio por la coraza de su insignificancia, fortifícanse en la cohesión del total; por eso la mediocridad es moralmente peligrosa y su conjunto es nocivo en ciertos momentos de la historia: cuando reina el clima de la mediocridad.

Épocas hay en que el equilibrio social se rompe en su favor. El ambiente tórnase refractario a todo afán de perfección; los ideales se agostan y la dignidad se ausenta; los hombres acomodaticios tienen su primavera florida. Los estados conviértense en mediocracias; la falta de aspiraciones que mantengan alto el nivel de moral y de cultura, ahonda la ciénaga constantemente.

Aunque aislados no merezcan atención, en conjunto constituyen un régimen, representan un sistema especial de intereses inconmovibles. Subvierten la tabla de los valores morales, falseando nombres, desvirtuando conceptos: pensar es un desvarío, la dignidad es irreverencia, es lirismo la justicia, la sinceridad es tontera, la admiración una imprudencia, la pasión ingenuidad, la virtud una estupidez.

En la lucha de las conveniencias presentes contra los ideales futuros, de lo vulgar contra lo excelente, suele verse mezclado el elogio de lo subalterno con la difamación de lo conspicuo, sabiendo que el uno y la otra conmueven por igual a los espíritus arrocinados. Los dogmatistas y los serviles aguzan sus silogismos para falsear los valores en la conciencia social; viven en la mentira, comen de ella, la siembran, la riegan, la podan, la cosechan. Así crean un mundo de valores ficticios que favorece la culminación de los obtusos; así tejen su sorda telaraña en torno de los genios, los santos y los héroes, obstruyendo en los pueblos la admiración de la gloria. Cierran el corral cada vez que cimbra en las cercanías el aletazo inequívoco de un águila.

Ningún idealismo es respetado. Si un filósofo estudia la verdad, tiene que luchar contra los dogmatistas momificados; si un santo persigue la virtud se astilla contra los prejuicios morales del hombre acomodaticio; si el artista sueña nuevas formas, ritmos o armonías, ciérranle el paso las reglamentaciones oficiales de la belleza; si el enamorado quiere amar escuchando su corazón, se estrella contra las hipocresías del convencionalismo; si un juvenil impulso de energía lleva a inventar, a crear, a regenerar, la vejez conservadora atájale el paso; si alguien, con gesto decisivo, enseña la dignidad, la turba de los serviles le ladra; al que toma el camino de las cumbres, los envidiosos le carcomen la reputación con saña malévola; si el destino llama a un genio, a un santo o a un héroe para reconstituir una raza o un pueblo, las mediocracias tácitamente regimentadas le resisten para encumbrar sus propios arquetipos. Todo idealismo encuentra en esos climas su Tribunal del Santo Oficio.

VII. LA VULGARIDAD

La vulgaridad es el aguafuerte de la mediocridad. En la ostentación de lo mediocre reside la psicología de lo vulgar; basta insistir en los rasgos suaves de la acuarela para tener el aguafuerte.

Diríase que es una reviviscencia de antiguos atavismos. Los hombres se vulgarizan cuando reaparece en su carácter lo que fue mediocridad en las generaciones ancestrales: los vulgares son mediocres de razas primitivas: habrían sido perfectamente adaptados en sociedades salvajes, pero carecen de la domesticación que los confundiría con sus contemporáneos. Si conserva una dócil aclimatación en su rebaño, el mediocre puede ser rutinario, honesto y manso, sin ser decididamente vulgar. La vulgaridad es una acentuación de los estigmas comunes a todo ser gregario; sólo florece cuando las sociedades se desequilibran en desfavor del idealismo. Es el renunciamiento al pudor de lo innoble. Ningún ajetreo original la conmueve. Desdeña el verbo altivo y los romanticismos comprometedores. Su mueca es fofa, su palabra muda, su mirar opaco. Ignora el perfume de la flor, la inquietud de las estrellas, la gracia de la sonrisa, el rumor de las alas. Es la inviolable trinchera opuesta al florecimiento del ingenio y del buen gusto; es el altar donde oficia Panurgo y cifra su ensueño Bertoldo en servirle de monaguillo.

La vulgaridad es el blasón nobiliario de los hombres ensoberbecidos de su mediocridad; la custodian como al tesoro el avaro. Ponen su mayor jactancia en exhibirla, sin sospechar que es su afrenta. Estalla inoportuna en la palabra o en el gesto, rompe en un solo segundo el encanto preparado en muchas horas, aplasta bajo su zarpa toda eclosión luminosa del espíritu. Incolora, sorda, ciega, insensible, nos rodea nos acecha; deléitase en lo grotesco, vive en lo turbio, se agita en las tinieblas. Es a la mente lo que son al cuerpo los defectos físicos, la cojera o el estrabismo: es incapacidad de pensar y de amar, incomprensión de lo bello, desperdicio de la vida, toda la sordidez. La conducta, en sí misma, no es distinguida ni vulgar; la intención ennoblece los actos, los eleva, los idealiza y, en otros casos, determina su vulgaridad. Ciertos gestos, que en circunstancias ordinarias serían sórdidos, pueden resultar poéticos, épicos; cuando Cambronne, invitado por el enemigo a rendirse, responde su palabra memorable, se eleva a un escenario homérico y es sublime.

Los hombres vulgares querrían pedir a Circe los brebajes con que transformó en cerdos a los compañeros de Ulises, para recetárselos a todos los que poseen un ideal. Los hay en todas partes y siempre que ocurre un recrudecimiento de la mediocridad: entre la púrpura lo mismo que entre la escoria, en la avenida y en el suburbio, en los parlamentos y en las cárceles, en las universidades y en los pesebres. En ciertos momentos osan llamar ideales a sus apetitos, como si la urgencia de satisfacciones inmediatas pudiera confundirse con el afán de perfecciones infinitas. Los apetitos se hartan; los ideales nunca.

Repudian las cosas líricas porque obligan a pensamientos muy altos y a gestos demasiado dignos. Son incapaces de estoicismos: su frugalidad es un cálculo para gozar más tiempo de los placeres, reservando mayor perspectiva de goces para la vejez impotente. Su generosidad es siempre dinero dado a usura. Su amistad es una complacencia servil o una adulación provechosa. Cuando creen practicar alguna virtud, degradan la honestidad misma, afeándola con algo de miserable o bajo que la macula.

Admiran el utilitarismo egoísta, inmediato, menudo, al contado. Puestos a elegir, nunca seguirán el camino que les indique su propia inclinación, sino el que les marcaría el cálculo de sus iguales. Ignoran que toda grandeza de espíritu exige la complicidad del corazón. Los ideales irradian siempre un gran calor; sus prejuicios, en cambio, son fríos, porque son ajenos. Un pensamiento no fecundado por la pasión es como los soles de invierno; alumbran pero, bajo sus rayos se puede morir helado. La bajeza del propósito rebaja el mérito de todo esfuerzo y aniquila las cosas elevadas. Excluyendo el ideal queda suprimida la posibilidad de lo sublime. La vulgaridad es un cierzo que hiela todo germen de poesía capaz de embellecer la vida.

El hombre sin ideales hace del arte un oficio, de la ciencia un comercio, de la filosofía un instrumento, de la virtud una empresa, de la caridad una fiesta, del placer un sensualismo. La vulgaridad transforma el amor de la vida en pusilanimidad, la prudencia en cobardía, el orgullo en vanidad, el respeto en servilismo. Lleva a la ostentación. a la avaricia, a la falsedad, a la avidez, a la simulación; detrás del hombre mediocre asoma el antepasado salvaje que conspira en su interior acosado por el hambre de atávicos instintos y sin otra aspiración que el hartazgo.

En esas crisis, mientras la mediocridad tórnase atrevida y militante, los idealistas viven desorbitados, esperando otro clima. Enseñan a purificar la conducta en el filtro de un ideal; imponen su respeto a los que no pueden concebirlo. En el culto de los genios, de los santos y de los héroes, tienen su arma; despertándolo, señalando ejemplos a las inteligencias y a los corazones, puede amenguarse la omnipotencia de la vulgaridad, porque en toda larva sueña, acaso, una mariposa. Los hombres que vivieron en perpetuo florecimiento de virtud, revelan con su ejemplo que la vida puede ser intensa y conservarse digna; dirigirse a la cumbre, sin encharcarse en lodazales tortuosos; encresparse de pasión, tempestuosamente, como el océano, sin que la vulgaridad enturbie las aguas cristalinas de la ola, sin que el rutilar de sus fuentes sea opacado por el limo.

En la meditación de viaje, oyendo silbar el viento entre las jarcias, la humanidad nos pareció como un velero que cruza el tiempo infinito, ignorando su punto de partida y su destino remoto. Sin velas, sería estéril la pujanza del viento; sin viento, de nada servirían las lonas más amplias. La mediocridad es el complejo velamen de las sociedades, las resistencias que éstas oponen al viento para utilizar su pujanza; la energía que infla las velas, y arrastra el buque entero, y lo conduce, y lo orienta, son los idealistas: siempre resistidos por aquélla. Así - resistiéndolos, como las velas al viento-, los rutinarios aprovechan el empuje de los creadores. El progreso humano es la resultante de ese contraste perpetuo entre masas inertes y energías propulsoras.