El hombre de la multitud
III.
El hombre de la multitud.
«Esa desgracia de no poder estar solo». . . . . . . .
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Se ha dicho con justo motivo do cierto libro aleman — Est læsst sich nicht lesen, — «no se deja leer.» Esto significa que hay secretos que no permiten su revelacion. Hay hombres que mueren en el silencio de la noche, estremeciéndose entre las manos de espectros que los torturan con solo mantener fija sobre ellos su implacable mirada; hombres que mueren con la desesperacion en el alma y un hierro candente en la larinje, á causa del horror de los misterios que no consienten que se les descubra. Algunas veces la conciencia humana soporta un peso de tal enormidad que solo encuentra alivio en el descanso de la tumba. Así es como la esencia del crimen queda incógnita con harta frecuencia.
Hace poco tiempo que hácia el declive de una tarde de otoño estaba yo sentado delante de la acristalada ventana de un café de Lóndres, Habia estado enfermo algunos meses, y entrado en convalecencia, sentia con el recobro de la salud esa especie de bienestar, antitesis de las nieblas del hastio; esperimentando esas felices disposiciones, en que el espiritu exaltado sobrepuja su potencia ordinaria tan prodigiosamente como la razon vigorosa y sencilla de Leibnitz se eleva sobre la vaga é indecisa retórica de Gorgias. Respirar libremente era para mi un goce indefinible, y de muchos asuntos verdaderamente penosos sacaba mi fantasía sobrescitada extraños manantiales de positivos placeres. Todos los objetos me inspiraban una especie de interés reflexivo, pero fecundo en atractivas curiosidades. Con un cigarro en la boca y un periódico en la mano, habíame entretenido largamente despues de la comida; mirando luego los anuncios, observando despues los grupos de la concurrencia que ocupaba el café, y fijándome en la gente que pasaba, y que parecian sombras á través de los cristales, empañados por el ambiente exterior.
La calle era una de las arterias principales de la inmensa ciudad, y de las más concurridas por consiguiente. A la caida de la tarde el concurso fué creciendo de un modo extraordinario, y cuando quedaron encendidos los reverberos del alumbrado público, dos corrientes de poblacion se encontraron, confundiéndose delante de mi vista en un choque incesante. Jamás me habia encontrado en situacion análoga, ó por mejor decir, nunca habia tenido conciencia de aquella situacion, aunque hubiera pasado por ella mil veces, y este tumultuoso océano de humanas cabezas me proporcionaba una deliciosa emocion de gustosa novedad. Concluí por no prestar atencion alguna á lo que pasaba en el interior del hotel, absorviéndome en la contemplacion de la escena que ofrecia la espaciosa calle.
Mis observaciones tomaron desde luego un giro abstracto y generalizador; mirando á los transeuntes como masas, y no consideråndolos más que en sus relaciones colectivas: Pronto, sin embargo, entré en pormenores, examinando con interés minucioso la innumerable variedad de figuras, trazas, aires, maneras, rasgos y accidentes.
El mayor número de los que pasaban tenian un exterior agradable y parecian preocupados por sérios asuntos; no pensando en otra cosa generalmente que en abrirse camino al través de la multitud. Fruncian las cejas y giraban los ojos con vivacidad, y cuando los transeuntes los impelian, tropezando con ellos, no daban señales de impaciencia, sino se solian abotonar para ofrecer menos volúmen al frecuente choque de importunos, distraidos ó rateros.
Otros, y la clase era bastante numerosa, denunciaban en sus movimientos cierta inquietud; expresando su fisonomía una singular ajitacion; hablando entre sí con gesticulaciones várias, y como si se creyeran aislados, por lo mismo que los rodeaba aquel hirviente remolino de la muchedumbre. Cuando se sentian detenidos en su rumbo, estas gentes cesaban en su monólogo; pero redoblaban sus gestos, aguardando, con sonrisa distraida y como forzada, el paso de las personas que les servian de obstáculo. Cuando los empujaban, saludaban maquinalmente á los que obstru ian su paso; pareciendo disculpar sus distracciones en aquel mare magnum.
En estas dos vastas clases de hombres, fuera de lo que acabo de notar, no encontraba nada más de propio y característico. Sus vestidos entraban en esa clasificacion, exactamente definida por el adjetivo decente. Eran, sin duda alguna, caballeros, negociantes, mercaderes, provisionistas, traficantes, los eupatridas griegos, ó sea el comun del órden social; hombres acomodados ó acomodándose ó deseando acomodarse: activamente ocupados en sus personales asuntos, conducidos bajo su propia responsabilidad. Estos no provocaban mi atencion particularmente.
La raza de los comisionistas comerciales me presentó sus dos principales divisiones. Reconocí á los dependientes del comercio al por menor, de novedades y de artículos de moda efimera; jóvenes coquetos, pretenciosos en sus modales, presumidos en su porte; bota barnizada, riza cabellera y aire de satisfaccion de su emperejilado individuo. Apesar de ese prolijo cuidado del aderezo y autorizacion de su engreida persona, que la gente maligna denota con el vulgar epíteto de hortera, toda la elegancia de esta parodia de la verdadera distincion llega cuando más al límite, en que un actor cómico puede afectar el augusto decoro del papel régio que en el teatro representa.
En cuanto á la clase de empleados en casas de giro y banca, era imposible confundirla. Se les reconocia en sus vestidos, de más solidez que lujo, en sus corbatas y chalecos blancos, en su calzado de duracion, protejido por botines de paño, y en la severidad clásica de su tipo. Casi todos se resentian de una calvicie prematura completa en algunos, y la oreja derecha de estos laboriosos ciudadanos, acostumbrada al ordinario peso de la pluma, habia contraido una de nunciadora desviacion de la cabeza. Observé que se quitaban y ponian el sombrero con ambas manos, y que aseguraban sus relojes con cadenas cortas de oro, de un modelo antiguo y nada complicado en su labor. Estos afectaban la respetabilidad, y no cabe afectacion más digna, á falta de la respetabilidad verdadera y justificada.
Conté buen número de esos indivíduos de brillante apariencia, reconociendo con gran facilidad que pertenecian á la familia de los rateros de alto bordo, de que están infestadas todas las ciudades de alguna consideracion. Estudie curiosamente esta especie de la familia rapante extrañando que pudieran pasar por sujetos honrados aun entre los sujetos honrados en realidad. La exageracion de sus apariencias, un excesivo aire de franqueza habitual, parecian deberlos descubrir á una inteligencia medianamente ejercitada en el conocimiento de las personas y de las cosas, como hoy se acostumbra á decir.
Los jugadores de profesion, y no habia pocos en aquella confusion de gente, se descubrian al primer golpe de vista, por más que usaran los más diversos exteriores, desde la facha de charlatan jugador de manos, con su chaleco de pana, su corbata llamativa, su gruesa cadena de cobre dorado y sus botones de filigrana, hasta el aspecto clerical, tan escrupulosamente ascético que se perdia en la oscuridad de las sombras. Todos, sin embargo, distinguíanse por una tez ajada y amarillenta, por cierta opacidad vaporosa en su dilatada pupila, y la compresion y palidez de sus lábios. Una observacion más atenta brindaba á la curiosidad otros dos signos aun más determinantes: el tono bajo y reservado de su conversacion y la separacion extraordinaria de su dedo pulgar hasta formar ángulo recto con los otros dedos de la mano derecha. Frecuentemente, en compañfa de tales bribones, he observado á ciertos hombres, que se diferenciaban de ellos por sus hábitos; pero me convencf pronto de que eran pájaros de la misma pluma. Se les puede considerar como gentes que viven de una misma industria, formando, por decirlo asi, dos falanges, la civil y la militar: la primera maniobra con largos cabellos y afable sonrisa; la segunda con aire despegado y desplantes jaquetones.
Bajando gradualmente en la escala de la clase media, encontré asuntos de meditacion más profunda y más sombría. Vi traficantes judíos, con ojos de azor hambriento, contrastando con la abyecta humildad de sus pálidos semblantes: mendigos procaces y cínicos, atropellando á los pobres vergonzantes, que la desesperacion habia lanzado en las sombras nocturnas para implorar la caridad de sus convecinos; inválidos llenos de angustiosa fatiga, y semejantes á espectros, sobre quienes la muerte parecia extender una mano segura; tropezando ó arrastrándose entre el bullicio, con los ojos en acecho afanoso de un rostro benevolente, que les haga esperar un consuelo fortuito: modestas jóvenes volviendo de un trabajo asíduo y de escaso producto, dirigiéndose hácia su pobre hogar, bajo la obsesion insultante, cuando no impúdica, de los libertinos y de los antojadizos, cuyo directo contacto no podian evitar en aquella confusion.
Venían por su órden las mugeres pecadoras de todos tipos y de todas edades: la incontèstable hermosura, en todo el realce de sus primicias ópimas; haciendo recordar aquella estátua de Luciano, cuyo exterior era de mármol de Páros, estando llena de inmundicia en el interior: la leprosa, cubierta de harapos infectos, descarada y repugnante: la veterana del vicio, rugosa, pintada, coloreada por el arrebol, cargada de dijes, y haciendo un alarde imposible de ardor juvenil: la niña de formas indecisas; pero ya avezada á la provocacion sensual por ensayos infames y lecciones depravadoras, acosada por el imperioso deseo de ascender en el escalafon de las sacerdotisas del inmundo Príapo.
Surcaban el mar de la muchedumbre los borrachos en sus especialidades más indescriptibles: estos destrozados, asquerosos, desarticulados casi; con la fisonomía enbrutecida y vidriosa la mirada: aquellos menos desarrapados, pero súcios; andando sin rumbo; rostros rojizos y granugientos; lábios gruesos y sensuales: otros vestidos con cierta elegancia, pero en el desórden que indica el furor de la bacanal: hombres que andaban con paso firme y elástico, pero cuyos semblantes teñía una mortal palidez, cuyos ojos parecian inyectados en funesta combinacion por la sangre y la bilis, y que en el vaiven de aquel oleage humano tenian que asirse con mano trémula á los objetos que encontraban á su alcance.
Por lo demás abundaban en aquel gentio los pasteleros y droguistas ambulantes; los espendedores de carbon y de leña; los tocadores de organillo y sus inseparables los que enseñan marmotas ó hacen trabajar á los monos; los vendedores de papeles públicos; los trovadores del vulgo y los saltimbanquis; artesanos y trabajadores, rendidos de fatiga despues de tantas horas de sugecion y de faenas; y todo esto, lleno de una actividad ruidosa y desordenada, que abrumaba el oido con sus discordancias, produciendo una sensacion dolorosa á la vista del observador reflexivo.
A proporcion que adelantaba la noche el interés de la escena tomaba incremento y me cautivaba con su estraño prestigio; porque no solo se alteraba el carácter general da la multitud, sino que los resplandores del alumbrado, débiles cuando luchaban con los reflejos últimos del dia, cobrando brio en la densidad de las sombras, arrojaban destellos vivos y brillantes sobre los objetos en su radio luminoso. En igual proporcion, los accidentes más notables de aquella multitud, perdiéndose con el retiro gradual de la parte sana de la poblacion, cedian su puesto en aquel torbellino espumante á los accidentes más groseros, que en un relieve fantástico, acumulaban en grupos vigorosos todas esas infamias que la noche evoca de sus tugurios y hace salir de sus antros. Todo allí era negro, aunque brillante, como ese lustroso ébano, á que ha comparado la crítica el peculiar estilo de Tertuliano.
Los escéntricos efectos de aquella luz rojiza y vacilante me indujeron á examinar los rostros de aquellos individuos, y aunque la rapidez vertijinosa con que aquel mundo de luz lucía delante de la ventana me impidiera detenerme á mi sabor en aquel exámen, me pareció que, gracias á la singular disposicion moral en que me encontraba, podia leer en brevísimo intérvalo y de una ojeada ansiosa la historia de largos años en la mayor parte de las fisonomfas.
Apoyada la frente en la ventana, y embebido enteramente en la contemplacion de la multitud, se presentó á mi vista de improviso una cara particular la de un hombre gastado y decrépito, de sesenta y cinco á setenta años, fisonomía que desde luego absorvió en sí mi atencion completamente, merced á la absoluta idiosincracia de su espresion.
Hasta entonces jamás habia yo visto nada semejante á esta espresion, ni aun en grado remoto.
Recuerdo perfectamente que mi primer pensamiento viendo esta cara, fué que Retzch, al verla como yo, la hubiese preferido á todas las figuras, en las cuales ha intentado su génio diabólico encarnar el espíritu de las tinieblas. Como yo procurase, bajo la impresion de aquel espec, táculo, establecer un análisis del sentimiento general que me había comunicado, sentí elevarse confusamente en mi alma las ideas de vasta inteligencia, circunspeccion, malicia, codicioso deseo, sangre fria, malignidad, sed sanguinaria, astucia diabólica, terrores y alborozos, pasiones ardientes y suprema desesperacion.
Me reconoci dominado, seducido, cautivo, en fin, de aquel singular personaje.
—Qué particular historia (dije entre mí) es la trazada en ese lívido y cadavérico semblante!» Y entonces me asaltó la tentacion irresistible de no perder de vista á aquel hombre, con el vehemente afan de inquirir quién era y lo que hacia. Me puse precipitadamente mi paletot de abrigo, me calé el sombrero hasta las cejas, y empuñando mi grueso baston, me lancé á la calle; engolfándome atrevidamente en el piélago de la multitud en busca de mi hombre, y en la direccion que le habia visto tomar, porque él habia desaparecido. Con alguna dificultad conseguí encontrar sus huellas; le alcancé por fortuna, y me consagré á seguirle, si bien con ciertas precauciones, procurando que no se apercibiera de mi propósito.
Podia al fin estudiar á mi gusto su persona. Era de pequeña estatura, delgado y débil en apariencia. Sus vestidos estaban súcios y desgarrados; pero al pasar por el foco lumínico de los reverberos me apercibí que su camisa, manchada y rota, era fina y de hechura escelente; y si no me engañaron mis fascinados ojos, entre los pliegues de su capa, al embozarse una vez, entreví los resplandores sucesivos de un diamante en el índice y un puñal en la diestra. Estas observaciones exaltaron mi curiosidad y determiné seguir al desconocido por donde quiera que llevara sus inciertos y mal seguros pasos.
Estaba bien entrada la noche, y una niebla espesa y húmeda envolvia la capital en su denso manto, resolviéndose en una lluvia pesada y contínua.
Este cambio de tiempo produjo un efecto raro en la multitud, que ajitada por un movimiento oscilatorio, buscó abrigo en la infinidad de paraguas, levantados sobre las cabezas, como burbujas sobre la superficie de las aguas removidas. La ondulacion, los codeos y los murmullos, se hicieron más de notar en aquel precipitado tumulto de los transeuntes. Yo no me afecté por la lluvia, porque tenía aun en la sangre una efervescencia febril y la humedad me producia un voluptuoso fresco. Anudé un pañuelo en torno de mi boca para evitar el resfriado y continué mi camino detras del hombre que espíaba.
En el espacio de media hora, el viejo, que yo seguia con pertinacia, se franqueó el paso con alguna dificultad, hasta cruzar la grande arteria, y yo procuraba adherirme á su ruta, recelando perder su pista en aquel bullicio. Como no volvía la cabeza, cuidándose únicamente de adelantar, no pudo apercibirse de mi táctica, y continué mis pesquisas con creciente ardor, retenido no obstante por la prudencia. Pronto se deslizó por una calle transversal, que aun llena de gente presurosa, no estaba tan incómoda para el tránsito como la principal que abandonaba, cansado de luchar contra multiplicados óbices. Aquí se verificó un cambio evidente en mi hombre; tomando un paso más lento y casi podria decirse vacilante. Cruzó en distintas direcciones la travesfa, formando caprichosos zigs-zags de una acera en otra, y entre los que iban y los que venian tuve que someterme á surcar las aguas de mi perseguido, temeroso de perder su estela siguiendo el camino más regular y directo. Era la tal calle estrecha y larga, y aquel paseo de cerca de una hora me fatigó bastante; viendo reducirse la multitud á la cantidad de gente que se nota por lo comun en Broadway, cerca del parque, al medio dia; tan grande es la diferencia entre el gentio de Lóndres y el de la ciudad americana más populosa.
Al cabo de la dilatada calle travesera entramos en una plaza, brillantemente iluminada por el gas y rebosando exhuberante vida. El individuo recuperó el primer aire que tanto me habia chocado al verle. Dejó caer la barba sobre el pecho y sus ojos chispearon rutilantes bajo sus contraidas cejas, al registrar los objetos en su contorno, pero no detrás de él, por fortuna mia. Apresuró el paso; pero no convulsivamente, sino con regularidad y en gradacion calculada, y no fué poca mi sorpresa al ver que dando la vuelta á la plaza, volvía atrás, comenzando su estrambótico paseo como una tarea impuesta. Entonces me vi precisado á una porcion de hábiles maniobras, para evitar que en uno de aquellos retrocesos súbitos descubriese mi curioso espionaje.
En este peregrino paseo empleamos una hora, mucho menos molestados por los transeuntes que lo fuéramos al entrar en la plaza; porque la lluvia crecía, areciaba el viento, y el temporal retiraba la gente al amor de los hogares. Haciendo un gesto de impaciencia, el hombre errante pasó á una calle obscura y comparativamente desierta, y la recorrió en toda su longitud con una agilidad que jamás habria sospechado en un sér tan caduco; pero una agilidad que me cansó extraordinariamente, en mi empeño de seguirlo de cerca. En pocos minutos desembocamos en un vasto y concurridísimo bazar. El desconocido parecía estar al corriente de todas las localidades, y allí tomó su marcha primitiva, abriéndose paso sin especie alguna de prisa ni de atropello, y sin provocar la atencion de los que vendian y compraban en el espacioso establecimiento.
Cerca de hora y media pasamos en aquel recinto; teniendo que redoblar mis precauciones á fin de que no advirtiese el viejo la insistencia valerosa de mi curiosidad que me confundía materialmente con la sombra de su endeble cuerpo. Yo llevaba chanclos de caoutchouc, que me permitian ir y volver sin producir ruido que denunciara mis pasos. Mi hombre entraba sucesivamente por todas las tiendas, sin pedir nada, y sin preguntar por nadie: fijando en las personas y en los efectos una mirada fija, incoherente y sin destello. Su conducta me extrañaba sobremanera, afirmándome en mi resolucion de no se- pararme de él sin haber satisfecho plenamente la curiosidad que me hacía girar en su órbita como un satélite.
Un reloj de sonoro timbre dejó oir once vi- braciones de una solemnidad pausada, y esta fue la señal para que el bazar quedase desocupado de allí á poco. Uno de los tenderos al cerrar un muestrario dió un empellon á mi hombre en el impulso vigoroso de su faena, y el viejo, es- tremeciéndose á este contacto, rudo y puramen- te involuntario, se precipitó á la acera opuesta, y como aguijoneado por el terror, se introdujo con velocidad increible en una série de callejue las tortuosas y solitarias, á cuyo fin llegamos de nuevo á la calle arterial, de que habiamos partido juntos, donde estaba el café en que ha- bia yo pasado la tarde tan distraido.
La calle no presentaba ya el mismo aspecto, y aunque alumbrada por el gas, como llovia sin tregua, eran raros los transeuntes, y los pocos que la atravesaban lo hacian con marcada pre mura.
El incógnito palideció, aventurando sus pa- sos tristemente en aquella avenida, antes tan animada, y despues, exhalando un profundo sus- piro, tomó la direccion hácia el Támesis, y si- guió un laberinto de vías excusadas y obscuras, hasta llegar frente á uno de los principales tea tros de la capital. Era el momento preciso de terminar el espectáculo, y el concurso desem bocaba en la calle por las várias puertas del coliseo. Entonces vi á mi hombre abrir la boca para respirar con fuerza, y sumirse en la bulla como en su elemento, calmándose por grados la angustia profunda de su fisonomía. La barba volvió á caer sobre el pecho, apareciendo tal como le habia visto la vez primera que en él fijé mis ojos. Noté que se dirigia hácia donde afluia con preferencia el público; pero, en suma, me era imposlble comprender los móviles de su conducta singular.
Mientras adelantaba en su marcha, diseminábase el concurso, y al advertir esto, el desconocido parecía afectado por una emocion afanosa y pródiga en incertidumbres. Durante algun tiempo siguió de muy cerca un grupo de diez ó doce personas; pero poco á poco, y uno á uno, el número fué disminuyendo hasta reducirse á tres indivíduos, que se instalaron en reservada conversacion á la entrada de una callejuela estrecha, oscura y de difícil paso. Mi hombre hizo una pausa, y estuvo algunos instantes como sumído en vagas reflexiones, y luego, con una ajitacion marcadísima, se introdujo rápidamente por un pasaje estrecho, que nos llevó al extremo de la ciudad, y á regiones bien diferentes de las que hasta entonces habíamos recorrido.
Estábamos en el barrio más infecto de Lóndres, y en donde todo lleva impreso el candente estigma de la pobreza más deplorable y del vicio sin arrepentimiento ni redencion posible. Al accidental fulgor de un empañado reverbero, distinguíanse las casas de madera, altas, antiguas, grieteadas, amenazando ruina, y en tan extravagantes direcciones que apenas se acertaba a andar por aquel confuso laberinto. El pavimento estaba lleno de simas, y las piedras rodaban fuera de sus huecos, sacadas de sus alveolos por cesped negruzco, signo de las vías desiertas. El lodo fétido de la corriente impedía el libre curso de las aguas pluviales, que formaban lagunas en los hoyos del empedrado destruido. La suciedad del piso manchaba en salpicaduras hediondas las paredes y la atmósfera impregnábase de los miasmas deletéreos de la desolacion.
Adelantando en aquellos sombríos lugares, los ruidos de la vida humana se hicieron cada vez más perceptibles, y al fin numerosas bandas de hombres, los más infames entre el populacho de la capital, mostráronse á nuestra vista como naturales figuras de aquel cuadro siniestro. El incógnito sintió de nuevo reanimarse su decaido espíritu, como la luz de una lámpara que recibe el aceite que necesita para el alimento de su combustion. Estiró sus miembros y pareció aspirar al brio y al desenfado, característicos de la juventud.
De repente volvimos una esquina, y una luz de vivo resplandor, dejándonos casi deslumbrados por su contraste con la oscuridad de aquel recinto, nos permitió reconocer uno de esos templos suburbanos de la intemperancia, donde, moderno Baal, se sacrifican los hombres depravados al deinonio del gin.
Estaba amaneciendo; pero un tropel de beodos inmundos se agolpaban á la puerta de aquel lugar de perdicion.
Ahogando un grito de alegría frenética, el viejo se abrió paso lentamente por los grupos de bebedores y de repugnantes borrachos, y radiante la odiosa fisonomía ante aquel espectáculo desconsolador, fué y vino de arriba abajo y de abajo arriba por aquel trozo de calle como si no tuviera saciedad para él el panorama de la degradacion y del embrutecimiento. No hubiese dado tregua á este convulsivo paseo á través de aquellos miserables si el movimiento de cerrar las puertas de aquella caverna maldita no indicara la hora de poner fin al tráfico de la noche en semejantes establecimientos. Lo que observé en la fisonomía de aquel ente escepcional que espiaba, sin experimentar cansancio en tanta vuelta y revuelta, fué una cosa más intensa aun que la misma desesperacion. No titubeó, apesar de esto, en su carrera; antes bien, con loca energía, volvió atrás de improviso, dirigiéndose con décision firme al corazon de la populosa capital de la Gran Bretaña.
Corrió impávido y largo tiempo, y yo siempre en su pista, como atraido irresistiblemente por una fuerza mágica que centuplicaba las mias; determinado á todo trance á no perder tino de sus pasos, en esta indagacion que absorvia en su interés todas mis facultades, asi morales como fisicas.
El sol irradió en un cénit despejado, despues de una noche lluviosa, y llegado que hubimos á la arteria principal, en que estaba sito el café, de donde salí á la zaga del diabólico viejo, pude advertir que la calle presentaba un aspecto de actividad y contínuo movimiento, análogo al que ofreció en las primeras horas de la noche precedente; siendo aquel, segun mis observaciones, el flujo matutino del reflujo nocturno, en el cuadro de mareas humanas del mar insondable y turbulento del vecindario de Lóndres.
Allí, en medio de una confusion creciente por momentos, persistí con empeño obstinado en la persecucion del incógnito; pero este personaje sombrio y fatal iba, venía, pasaba y repasaba por aquella extensa calle, pareciendo entregado como frágil arista á los remolinos de una tromba, girando sobre sí misma con aterradora rapidez. Ya se aproximaban las sombras de la noche, y síntiéndome quebrantado por aquel tráfago, que resentía con intolerables dolores la médula de mis huesos, me detuve frente al hombre errante con aire de interpelacion insolente, mirándole ceñudo, y decidido á formular dos agresivas preguntas:
—¿Quién eres y qué haces?
Pero aquel sér infatigable y fantástico me evitó con un giro raudo, como el arranque del vuelo del halcon, y le ví alejarse entre la multitud, como la gaviota cuando roza sus alas con las crestas del oleage, en que la blanca espuma esmalta con sus copos el azul del piélago que sirve de espejo á Dios. Yo no pude, ni quise, continuar mis infructuosas pesquisas, y entré á descansar de mi loca excursion en el café, de que habia salido buscando la clave de un enigma social, sospechado por mi arrebatada fantasía en aquel tipo singular y repelente.
—Este viejo, dije para mí, es el génio del crímen tenebroso y profundo. Su afan consiste en no estar solo, y por eso es el hombre voluntariamente perdido en la multitud. En balde le hubiera seguido un dia y otro para saber su secreto ó conocer sus actos. El arcano es el sello de su particular destino. El peor corazon del mundo es un libro mil veces más infame y odioso que ese Hortulus animæ de Grünninger, de quien ha dicho Alemania su célebre: est læsst sich nieht lesen. Quizás sea una de las mayores misericordias del Sér Supremo que, esas almas condenadas sean como aquel libro inmundo, y así permite que no se dejen leer.