El hampón casi nunca entraba solo en La Buena Sombra. Como desde el anochecer emprendía su ronda tabernaria y su derrame de pesetas, lo daban pronto escolta tres o cuatro gorrones al husmo de los cigarros y las copas. Cuando, ya tarde, llegaban al café, hacían lo borrachos; siquiera sea de advertir que el hampón, bebiendo más que todos, no daba a notar su embriaguez ni en la vacilación del cuerpo ni en los desconciertos del juicio.

Una noche, y por excepción, entró solo y tambaleándose.

Era muy tarde ya; el café casi estaba desierto, las camareras arreglaban sus cuentas con el amo, junto al mostrador. La Cañas no había ido aún a arreglar las suyas. Sentada en el diván, frente a una mesa de su turno, tenía puestos en el reloj los ojos endrinos; sobre el cristal de aquellos ojos se cuajaban dos lágrimas.

Al sonar la puerta, las miradas de Irene se encaminaron a ella. Por ella entró el hampón, y las lágrimas de la Cañas, entre los párpados sujetas, rodaron a lo largo de los carrillos para morir en los pliegues de una sonrisa. Se abrió esta sonrisa sobre los dientes piñoneros y hecha frunce de beso fue en busca del hampón.

No entró tal que otras veces, bromeando con sus amigos, sonando su plata en los bolsillos, pidiendo a voces, apenas sentado, «una» de Jerez o Montilla.

Sombrío entró, con el entrecejo fruncido, los labios contraídos hacia los extremos de la boca; el paso vacilante y las manos cerradas en puño sobre los pliegues de la faja.

Se dejó caer contra el asiento, y al preguntarle la Cañas: «¿Qué va a ser?» -respondió con voz sorda:

-Aguardiente.

-¿Aguardiente?... No bebas aguardiente.

-Tú tráelo y no te metas en consejos.

-Pero, escúchame, Jorge -murmuró Irene, luego de sentarse junto al hampón, que puesto de codos en la mesa, apoyada en los puños la barba, contemplaba fijamente los reflejos producidos por la eléctrica luz en los cristales de la copa-; escúchame y no pongas esa cara de entierro. ¿Por qué bebes y bebes? ¿Por qué llevas esa vida tan mala?

-¿Por qué?... Porque la llevo. Cuando la llevo será de mi gusto -repuso el hampón, vaciando y volviendo a llenar su copa.

-¿De tu gusto? ¡No comprendes que siguiendo así vas a matarte!

-¡Matarme!... Hay mucha vía por delante en este cuerpo, hermosa.

-¿No te sería mejor proceder de otro modo? -interrumpió la camarera, deteniendo con su mano ensortijada la botella que empuñaba el hampón para llenar por tercera vez su copa-. A que viene trabajar días y días talmente que una bestia en ese pozo condenao? ¿A qué hacer vivienda de una galería abandonada? ¿A qué tirar en una noche el dinero de la quincena atiborrándote de alcohol y llenando la andorga al hato de chupones y chuponas que están siempre contigo?

-A eso; a que pa mí esa vía es la vía mejor de toas.

-¡La mejor! ¡la mejor!... No mientas. Mira, Jorge: sin cariño no hay quien viva bien en este recocío mundo; por mí propia lo sé -añadió enjugando el llanto que nuevamente brotaba de sus ojos-. Eres joven, sabes trabajar; en tu casa el pan no faltaría nunca. A la vera de una mujer, de una que te quisiera bien, que fuese algo más pa tu presona que el remate del vino, podrías pasártelo en paz, como los otros...

-¡Los otros!... ¡Los otros!... ¡Una mujer que que quisiera!... Acaso tú, ¿verdá?

-Quita esas manos y déjame llenar la copa y escucha una historia; es la de un amigo, sabes tú, un amigo que era como mi hermano, otro yo, ¿comprendes? A su salú. Bebe tú tamién. El probe fue mu infeliz y bien merece que le dediquemos un trago.

El minero hundió entre sus manos el rostro; veíanse por entre los dedos relucir los ojos verde mar; el remate de aquellos dedos hundido en la cabellera profusa agitaba sus ondas. Irene, acodada también en la mesa, también temblorosa de manos, aguardaba la historia.

-Fue allá -dijo el hampón-, allá... ¿Qué importa ande fue? En una ciudá más grande o más pequeña que ésta, no recuerdo ahora. Lo cierto es que había hombres y mujeres en la ciudá; llena, llena la copa, que el cuento es de los que atragantan.

En esa ciudá de mujeres y de hombres -siguió el hampón, apurando el aguardiente a sorbos- había un hombre muy bueno, más bueno que el filón de la plata. ¡Ya ves tú si sería bueno! Aquel hombre se tropezó en la calle con una mujer, una jornalera como él; se enamoraron y se fueron a vivir juntos a una casa honrá, de esas donde, como antes decías tú, se vive tan ricamente y tan en paz.

-¡Jorge!

-Aguarda. Mi amigo, porque era mi amigo el de la historia, ganaba un jornal de primera; de suerte que no quiso que trabajara su mujer. La dejaba sola en casita, cuidando de su hijo, porque tuvieron un hijo como un sol, aviando los trastos, arreglando la cena, lo de la casa, vaya; pero ningún trabajo más. El hombre, sí, el hombre trabajaba como un negro, a destajo, y era duro el trajín en aquella fragua; sólo que al herrero se lo daba esto poco. Él sólo quería una cosa: ganar mucho pa que su hijo y la madre de su hijo vivieran talmente que unos príncipes. Lléname, tú, la copa; el aguardiente me pone muy temblón el pulso y sería lástima derramar una cosa tan buena.

-Pues sí, el herrero trabajaba sin asustarse de fatigas, y el jornal entero iba a los suyos; ni jugaba un céntimo, ni bebía una copa, ni era capaz de poner ojos en otra mujer que la suya. Una tarde...

-¿Qué? -preguntó la Cañas.

-Una tarde -balbuceó roncamente el minero, cerrando los párpados y hundiendo en su cabellera las uñas-, una tarde, porque ello fue preciso o porque así estaba en la suerte, ¡vaya usted a averiguar!, dejó el herrero su taller y llegó a su casa, de la que tenía una llave; la había forjado él mesmamente pa que su mujer no se tomara la molestia de abrirle. Lo vio desde el pasillo. El muñeco estaba encima del sofá, tirao como un guiñapo; dentro, en la alcoba, acariciándose, su mujer y otro hombre, ¡otro!... Claro que fue de segundos la cosa: dos gritos, dos cuerpos medio desnudos rodando muertos por la estera, y el mataor en pie, mirando con los ojos fijos, muy fijos, la hoja del cuchillo, que goteaba sangre. El mamón dormía, sonriendo a un rayito de sol que jugueteaba en su boca.

-¡Pobre Jorge!

-Pobre amigo de Jorge, querrás decir, Cañas. Fue a presidio el hombre. No estaba casao, ¿sabes?, por eso fue a presidio. Por muchos años fue.

-¿Y el niño?

-Pues murió. Muerta la madre, el padre preso... ¡En los hospicios mueren a puñaos los muchachos!

El hampón ocultó su cara entre los puños. Bajo su cara descansaba la copa. Poco a poco fue tomando matices de ópalo el aguardiente.

-Jorge, levanta esa cabeza; anda vamos; vámonos juntos.

-¡Juntos! Pero, ¿estás llorando, Cañitas? ¡Pobre amigo! ¿Verdad? De su historia aprendí a no tomar sino como las tomo a las mujeres de este mundo.

-Algunas hay buenas.

-¡Tú, quizá!... Anda, anda, llena otra copa, niña.

-No.

-Sí, mujer, sí.

-No; más bebida, no. Vamos.

-¿Dónde?

-A mi casa.

-¿A tu casa?... Esta noche, no. Cuando cuento la historia tengo el vino malo. Pué que te diera un disgusto gordo. ¡Solo! ¡Solo! -añadió, apartando a la camarera-. ¡Solo! Esta noche solo a la galería, donde no estorba nadie.

En la galería entró, tambaleándose, sin encender luz, ensudariado por las tinieblas que cayeron en anchos pliegues húmedos sobre la estera, donde sollozaba el hampón.