El hampón de Joaquín Dicenta
Capítulo VI


Entre los asiduos al turno de la Cañas contábase Román, el encargado de la timba, el exminero jaquetón que abandonara la barrena y el pico para vivir holgado y libre por pragmática de su guapeza.

Quién más, quién menos, rehuía choques con tal hombre, no tanto por miedo como por evitar pendencias con sujeto que no había nada a perder y que por someterse incondicionalmente, sea ella cual fuere, a la voluntad de potentados y caciques, tenía siempre cubiertas las espaldas y segura la impunidad en sus malas acciones.

De ahí que, si entrando en La Buena Sombra asentaba junto a la Cañas en su «turno», o si fuera de él, por no haber en él sitio libre, llamaba a la camarera a su mesa, respetaran todos el diálogo y no pusieran reparo al llamamiento.

La Cañas gustaba también de platicar con el tahúr; no en balde era hembra y, como tal, ufana de pavonearse con los galanteos de un macho corajudo. Aumentaban la satisfacción y el gusto de la camarera, ser el macho buen mozo y pronto a derrochar la plata, siquiera con la plata lo ocurriese lo que con el valor; la lucía donde era conveniente a su crédito de generoso, y muchas veces más, para enseñarlos que para, cambiarlos, hacia brincar en los veladores sus duros, y asomaba, como al descuido, por la boca de su cartera los billetes de Banco.

No es esto decir que, llegado un trance de pelea, huyera el hombre el bulto. Daba rostro al lance, si ello era menester, pero cuidaba de hacerlo con ventaja y tanteando al adversario.

Con sus antiguos compañeros, con los que en la mina arrostraban a cada minuto la muerte y fuera de la mina ponían mano a sus facas y pistolones por un quitame allá esas pajas, evitaba toda cuestión. No había en tal juego provecho y era peligroso arriesgarlo. Si llegaba caso inevitable de venir a mayores con los del plomo y el candil, dábase traza, sin demérito de su hombría, para que los amigos terciaran en el trance supremo y lo ahogaran en chorros de Montilla y Jerez.

De todas suertes, no era grato malquistarse con aquel mozo que ya llevaba dos hombres por delante, y que no se detenía en mirar si el enemigo le daba el frente o las espaldas a la hora de esgrimir la faca o de piñonear en el gatillo del revólver. Así es que los parroquianos de La Buena Sombra le otorgaban la primacía en los favores de la Cañas, y ella le otorgaba también sobre los otros preferencia, sin que esto significara, por parte de la camarera y de Román, compromiso serio o titulo oficial de queridos.

Cierta noche, Jorge, que ya llevaba la existencia propia al minero hampón, luego de cobrar su quincena y de enjuagarse con aguardiente el tragadero en la taberna del Moreno, entró en la chirlata regentada por el buen mozo; jugó fuerte, el azar se puso de su parte, y Jorge abandonó el tapete con buen golpe de billetes y duros.

Dos cortadores de su antigua cuadrilla, a quienes tropezó en una tasca, le invitaron a ir al cantante. Allí, entre coplas patibularias, taconeos de bailarinas y sones de guitarra, apuraron unas cuantas botellas. Medio borrachos ya, ocurriósele a uno de los mineros hablar de la Cañas y hacer elogio cumplido de su hermosura y su donaire.

-Nunca estuve en ese café de camareras -dijo el hampón mientras contemplaba al trasluz la manzanilla que mediaba su copa-. ¿Dices que es guapa y que tié chiste esa moza?

-¡De plata fundía es!... ¡Y tocante a otros méritos!... Denguna de aquí se baila un tango tal como ella. En lo que hace cantar, mesmamente es una calandria. Ahora que pa oírla y pa verla, sa menester subirse al «camarote» grande, al de arriba; allí hay que beber de lo caro y dar al tocaor tres duros y no reparar en propinas. Eso si, que en allegando, que allega uno al café pué pedir pa servirle en el «camarote» la que sea más de su gusto; y sube y al servicio de quien la pidió está, diquiá el que la pidió acabe de echar vino y de gastar parné.

-Pues vamos -interrumpió el hampón- al «camarote» grande, pa que nos llenen la mesa de «N. P. U.» y nos toque el que sea; y nos sirva esa Cañas de tus elogios; y nos cante y nos baile y haga cuanto nos sea menester. Esta noche es mi chaquetón la oficina de pagos. Con que ¡arza! vamos a rematar la juerga tal que si fuéramos señorones. Se m'ha calentao el gaznate y ya no paro de beber hasta que me tumbe el vino ande sea. La Cañas, ¿vive muy lejos del café?

-A la verita -respondió uno de los dos cortadores.

Riendo y haciendo esos, entraron en La Buena Sombra los mineros.

A los cortadores ya se les conocía en la casa. El hampón era desconocido para las camareras, para el amo y para la mayor parte de los tertulios. Sólo algunos mineros le saludaron al entrar. En tanto que él y sus acompañantes se acercaban al mostrador, hicieron los otros comentarios a propósito de aquel salvaje de la mina, de aquel topo que vivía bajo tierra quincenas y quincenas; de aquel incansable bestiazo que de sol a sol, durante horas y horas de faena dejaba sangre y músculos en su pelea con el plomo, para al término de la quincena, en una sola noche, gastarse con hembras y tasqueros los jornales tan costosamente ganados.

Respetuosos y amigables eran los comentarios; el hampón, no obstante su hurañez, era buen compañero; en un hundimiento, ocurrido pocos días atrás, lo había demostrado. Esto explicaba la afectuosidad de los comentadores. Le respetaron al saber que en dos ocasiones, y contestando a rotos que su actitud no provocara, había demostrado tener recios los puños y firme el corazón.

El dueño de La Buena Sombra, al oír la petición del camarote grande hecha por un sujeto desconocido, todo andrajos y tizne, sonrió enigmáticamente e hizo un ademán de hombros como si quisiera decir: «Bueno está para broma, pero no me hagan perder tiempo, que es hora de trajín, y mis camareras aguardan que les despache sus servicios.»

-Mire, amigo -dijo el hampón deteniendo al industrial, que hacía ademán de alejarse-. Ni tó el borracho sueña, ni es prudente juzgar por la sotana al cura. Yo pido el camarote porque pueo pagarlo, pagarlo y llenar la mesa de botellas y de blancas el piso. Oiga el son -añadió sacudiendo la vieja chaqueta de pana-. ¡Pa mí que no suena a hojalata! Y pa usté dos noticias: que estas manos no se agarran mucho al dinero y que este gaznate está hecho a medir vinos de toas las calañas. Con que mande que dispongan el camarote y no olvíe, puesto que en tierra minera tié su tráfico, de que los mineros son talmente como el mineral que cortan con sus picos: escoria y plata, tó junto.

A un gesto afirmativo de los cortadores, repuso el cafetero:

-Buen amigo, perdone. ¿Quién no se equivoca en el mundo? El camarote siempre está pronto pa los parroquianos que le honran. Manitas, anda con la sonanta arriba. ¿Qué camarera les hace a ustedes el avío?

-La Cañas.

-¿Sí?

-Sí.

-Tras ustedes sube, señores.

-Que se suba dos botellas de N. P. U. pa darnos tiempo de pensar en lo que vamos a beber.

Subió la Cañas, por obligación del servicio, y subieron tras ella, a la husma de manjares y de propinas, camareras y cantatrices. Rasgueó su guitarra el Manitas, cantó a media voz una taranta el cortador más joven, y mientras se hacía el pedido de la cena y se remudaban las botellas vacías, dijo el hampón golpeando con su mano recia y nervuda las manos ensortijadas de la Irene:

-Me han dicho a mí que usté se canta pa dar alegría a un difunto; y, ¡velay!, por eso de que alegra usté a los difuntos, la quisiera yo oír.

-Hijo, mi obligación en esta casa no es cantar.

-Ya lo sé. Es un favor el que la pido. Por enjuagatorios no lo deje. Si quié aclararse con Champán la garganta, pídalo con toa la boca.

La Cañas miró de hito en hito a aquel mocetón desastrado que tan rumbosa y cortésmente le solicitaba una copla, y en ley de verdad, vale decir que no malamente la impresionaron la figura atlética del minero, sus bravos ojos verde mar, sus negros cabellos y los blancos dientes que la sonrisa, compañera de la solicitud, ponía al descubierto.

Casi interés llegó a inspirarle cuando los cortadores refirieron las proezas mineras del hampón, su vivir solitario en la galería abandonada, su ningún trato con la gente durante la quincena, sus despilfarros en la noche del cobro, el misterio y la hosquedad con que amortajaba su persona.

-Pero ¡vaya! -exclamó en uno de los intermedios la Cañas-, que su apaño no le faltará al hombre.

-¿Apaño? -murmuró el hampón.

-Mujer fija, he querido decir.

-¡Fija!...

-Siempre se tié voluntá por alguna.

El hampón puso los ojos en la copa, y, abarcándola con la mano, la subió hasta sus labios; los dedos temblaban encima del cristal; los párpados se guiñaban sobre las pupilas, ocultándolas. Al dejar la copa en la mesa, la mano quedó inmóvil; las pupilas verdes se fijaron con indiferencia en la Cañas.

-A ninguna prefiero. ¿Pa qué? A ellas y a mí nos conviene más juntarnos por horas.

Así no hay lugar al cansancio, ni necesidá de engañarse. ¡Llena las copas, criatura, que andas retrasá y va a quejarse el del mostraor! ¡Lo que hace la ropa! ¡Casi casi nos da una limosna el chavó!... Anda, niña, anda, súbete más Champán, y en cuanto que lo subas, prepárate a bailar un tanguito. No te pesará manque esta noche nos dediques a los tiznaos tó el repertorio que pa el señorío te guardas.

-Pues, ea, a escape vuelvo, y así que suba, bailo el tango; lo bailaré poniéndome encima del moño ese sombrero que te traes; talmente paece un sarnacho de los de secar higos.

Ya punteaba el Manitas el tango y daba la Cañas vueltas entre sus dedos al sombrero del hampón, cuando entró en el «camarote» la Antonia, y le dijo a su compañera:

-Román, que está abajo, y que tié gusto en que le sirvas una de las medallas.

-Si queréis esperarme... -dijo la Cañas, dirigiéndose a los tres hombres.

-¿Es preciso que bajes? -le preguntó el hampón.

-Como preciso... Ahora, que se trata de un parroquiano...

-Al tomar y pagar este cuarto, ¿no te tomé y no pagué también al cafetero pa que tú nos sirvieras en tan y mientras que estuviésemos haciendo gasto aquí?

-Natural.

-¡Entonces!... Si es de tu gusto, baja; pero si es que bajas, no vuelvas. Si no es de tu gusto, quédate, y que sirva otra al parroquiano; por una noche no se va a morir ese señor.

-Ya lo has oído, Antonia. Le dices que estoy de servicio y que no puedo complacerle.

-En tal caso -exclamó el hampón-, sigue con el tango, Manitas, y tú no me enciendas la sangre con ese par de aceitunas que Dios te ha dao por ojos, y báilate el tango, y ¡vaya por ti!, y mal fin tenga el que nos quiera mal.

Puesto en la cabeza el deshechurado sombrero, comenzó su baile la Cañas. Al comienzo lo hubo de interrumpir, porque Antonia entró nuevamente y cuchicheó con acento medroso:

-Dice que, si no bajas a servirle, tendrá que subir a tomarse una copa. Viene un poco...

-Que suba -repuso el hampón con voz tranquila-. Ésta ya no baja. Dile a ese señor que yo obsequio de buena manera a tó el mundo, y que esta copa está aguardando quien la apure.

Al abrir la puerta Román y reconocer al hampón, cambió en amistosa la actitud desafiadora de su gesto. Conocía a Jorge, había apurado con él más de un vaso, y sabía a qué extremos era capaz de llegar el hampón si alguien le buscaba quimera.

-De saber -murmuró- que eran amigos como tú a quienes servía esta moza, o no hubiera mandao el recao o hubiera subido antes pa convidar y aceptar un convite.

-Ahí te va la copa -contestó Jorge, llenando una de Champán hasta el borde-. En lo que toca a esta chiquilla, no es que me importe, en el sentío de que tenga pretensiones por ella; pero, vamos, ya que escomenzó a servirnos, que siga. Como el recao venía así de un mó..., pues si bajase ahora podrían suponer en ti lo que no hay, gana de humillar a tres hombres; en nosotros, lo que no hay tampoco, mieo a un hombre. De manera que, con tu permiso, y respetándote como tú te mereces, que siga sirviéndonos la Cañas. ¿No te parece que es justo? ¿No harías talmente que yo mismo si te encontrases en mi puesto?

-A la salud de tós -dijo Pepillo, sin contestar directamente a la pregunta y apurando de un trago el vaso-. No es cuestión de que hombres buenos anden a la greña por quien no lo merece.

-A más -interrumpió la Cañas-, que tú no tiés dengún derecho sobre mí.

-Porque no lo tengo, no lo uso.

-Más vale que ná haiga entre ustés pa que no haiga disgusto. Siéntate si quiés ver cómo se baila un tango.

-Gracias; tengo en el café dos o tres amigos, y no es cosa de hacerles esperar. Divertirse.

Román volvió la espalda e hizo al ganar la puerta un gesto rencoroso.

A punto del alba, cuando el Manitas, luego de enfundar su instrumento, dejó el camarote, y los dos cortadores, haciendo cabezal de sus brazos, roncaban su embriaguez, el hampón, apoyando un codo en la mesa y la barba en el puño, dijo a la Cañas, sacando del chaquetón un billete de veinte duros:

-Está lejos la mina y mis pies no se tién firmes. Si quiés hospedarme esta noche, ahí te va por la caminata que me ahorras. ¿Hace?

-Hace.

Al quitarse la chaqueta el hampón se abrieron los botones de su camisa y quedó al aire el medallón de su cuello pendiente.

La Cañas, por un impulso de curiosidad, extendió las manos hacia aquel objeto brillante.

-Quieta, niña -dijo el hampón-. Esto no se toca. Es sagrao.