Jorge, así aseguraba llamarse y nadie vino a desmentirle ni nadie tampoco se ocupó en contrastar la veracidad de su dicho, era un minero hampón. Como todos los de su casta, surgió cierta noche en una taberna de la ciudad minera. Echó tasca adentro con las manos ocultas entre los pliegues de la faja, la camiseta desabrochada sobre el pecho desnudo, las alas del sombrero sirviendo de toldo a sus ojos ceñudos, y las barbas y cabellera de matorral emboscador al resto de su cara. Asentó frente a una mesa libre de parroquianos; paseó las verdes pupilas por todos los rincones, pidió un cuartillo de aguardiente, y después de apurarlo a tragos anchos, con unción y recogimiento de místico que ante la imagen de culto consagra, encaróse con el Moreno el tabernero, un antiguo cortador de mineral y de carne de prójimo si se terciaba el caso, y le preguntó hundiendo la barba entre los puños y mordiendo con sus dientes puntiagudos la interrogación:

-Usté perdone la pregunta. ¿Habrá en este pueblo trabajo pa un hombre que no se asusta de los barrenos, de la piqueta y del arsénico?

-Pa esos hombres siempre hay trabajo aquí.

-Entonces ponga otro vaso de lo mismo y dígame a quién tengo que encaminarme pa escomenzar pronto la faena. No es que me apure. Aun traigo alguna plata -e hizo sonar en su bolsillo un puñado de duros-; pero vaya, que uno se entiende, y a la cuenta el trabajo quita otros trabajos que la cabeza por sus adrentos se pué traer que traer.

-Jefe de cuadrilla necesitao de un obrero pa la suya lo tiés: Bastián. Ayer un «chino» entortilló los sesos al más fornío de sus hombres.

-Aquí hay otro pa rellenar el hueco.

-¿No te asusta el peligro?

-He pasao la edá de los sustos.

-¿Eres del oficio?

-Pa mover un pico solo hacen falta brazos y voluntá. Voluntá la tengo. Brazos... Me paece a mí que estos sirven pa tó, amigo.

Y el desconocido, enderezando el cuerpo, tendió al aire sus dos brazos de atleta.

-El trabajo de la mina es muy perro.

-Peores los hay... Y se sufren.

-¿Peores?

-Mu peores.

-Peores -contestó el preguntado, engarñando los dedos contra los bordes de la mesa y velando con un frunce de párpados el brillo sombrío que adquirieron sus ojos verde mar.

El tabernero, tras un gesto enigmático, dijo:

-Tienes razón, peores los hay Bastián -agregó poniendo sobre la mesa dos copas llenas de Cazalla y sentándose frente al huésped-, Bastián es sujeto de confianza. Con tal que sus obreros cumplan, no se mete en averiguarles la vía. No tardará en venir. Si es que no tiés prisa tú...

-Denguna.

-Y hospedería, ¿tié?

-Me ocurre lo mesmo que con la prisa.

-Si hablas con Bastián y te ajustas, que te ajustas con él, su hermana alquila camas y hace de comer a los mineros sin familia. Es limpia y no pone caro la vieja. Aquí está Bastián.

El trato quedó hecho con media docena de palabras o igual número de copas de aguardiente bebidas con fruición. Aquella noche se hospedó Jorge, así dijo llamarse, en casa de la tía Indalecia, la hermana de Bastián.

Antes de caer en el camastro, ya colgada la ropa exterior en un clavo, el hombre desabrochó de un tironazo su camiseta de franela, y sacando por la abertura una como reliquia presa a un cordón azul, estuvo contemplándola a la luz pálida del candil. Fueron alzando poco a poco sus brazos el tosco medallón hasta muy cerca de los labios; apuntóse en ellos el beso; poro no llegó a ser. Abriéronse los dedos; golpeó la reliquia contra el pectoral musculoso, y el desconocido, dando un soplo al candil, se desvaneció en la obscuridad de la alcoba.