El gran pecado/07

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Tercera parte editar

Capítulo I – El gran pecado editar

Si no nos buscamos nunca a nosotros mismos
¿en qué consiste que un buen día nos descubrimos sin querer?


NIETZSCHE.


Tocó a Fritz ligeramente en el hombro e insistió:

-¿Vamos ya?

Malhumorado, y sin disimularlo gran cosa, dijo:

-Espera. Esta combinación no falla.

Como si quisiese darle la razón la bolita de marfil, brincó de casilla en casilla y se detuvo en el 13. Ganaba una atrocidad, muy cerca de sesenta mil francos. Contento del éxito, siguió su juego, esparciendo fichas por las casillas y sonrió a una rubia frágil y quebradora que jugaba frente a él su mismo juego. Ella le sonrió a su vez y ambos volvieron a enfrascarse en el juego. Tornó a rodar la bolita, y esta vez quedó en el 17. Ganaban otra vez y otra vez tornaron a sonreírse.

Candelaria Tardiente (Madame de Birocatier, puesto que tal era el seudónimo con el que peregrinaba por el mundo) dio la vuelta a la mesa para observar la dirección de las miradas de Fritz; pero él permaneció un rato abstraído por completo en el juego, que ahora «se daba mal». Observábale atentamente cuando una voz murmuró a su oído:

-Pardón, madame, c'est le 18 qui c'est donné deux fois n'est paz?

Tuvo un gesto de sobresalto y luego, con un encogimiento desdeñoso de hombros, se apartó de su interlocutora. ¡Una perdida! ¡La vergüenza y la irrisión de Niza! Aquella mujerota que ostentaba, en violento y detonante contraste, con sus ubres enormes y sus caderas de vaca, una máscara lamentable pintarrajeada y embadurnada de afeites, de niña pánfila, bajo la peluca de bucles rubios coronados de hiperbólicos promontorios de plumas verdes, rojas, azules, que lucía toilettes abracadabrantes, sobre cuyas lentejuelas de colorines brillaban joyas de una falsedad vergonzosa, tenía el impudor de exhibirse con sus amantes, de armar escandalosas escenas de celos, de no recatarse para llorar...

Volvió la Tardiente hacia Fritz Silva e insistió:

-Vámonos ya.

Pero él, irritado por sus pérdidas, rechazó casi grosero:

-Vete tú, si quieres.

Sintió un nudo en la garganta y ganas de llorar ella también; pero se contuvo, y fuese a la terraza para hacer tiempo. No era la primera vez que pensaba que Fritz no la quería, que se había equivocado. Pero sublevábase su orgullo ante la idea cruel, y no se atrevía a confesarlo ni aún a sí misma. Aquella era ya la única razón de su vida, y si aquélla hacía bancarrota, ¿de qué iba a vivir? ¿Recomenzar?: ¡Jamás!, ¡jamás!... Sin poderlo remediar, recordó las palabras del marqués Aprisco de Cappirotti, comiendo una noche en su casa: «¡Ser fiel a su infidelidad!». Aquélla era la única excusa, la única disculpa, si no... Y el orgullo, de Candelaria Tardiente se irritaba, se sublevaba ante la sospecha de tal posibilidad.

El gran pecado estaba cometido. Pero como la vida, irónica, se burla de nosotros, no fue nada de lo, que ella soñó. Había resistido dos años de soledad, altiva e inabordable, en que, vestida de luto como una viuda, paseó el mundo. Muchas veces la hicieron el amor; fueron caballeros que le hablaron con nobles palabras de amigo, con exaltaciones de poeta o con fervores de paladín. Ella mantúvose fría, hermética, inabordable, con la glaciedad de su honradez en los labios. Pero un día halló a Fritz Silva. Ni un gran nombre, ni un gran talento, ni una fortuna, anda. Era un aventurero que corría el mundo en busca de una presa sobre que abatirse.

Moreno, alto, fornido, los ojos muy negros, los dientes muy blancos, los labios muy rojos, la piel de ese moreno dorado que dejaba ver circular la sangre bajo ella, y el cabello aceitoso y ondulado no tuvo para ella ni devociones románticas, ni abnegaciones, ni aún respetos. Tratola como a una mundana en busca de aventuras, y, por rara aberración, Candelaria empeñose en adornarlo de todas las virtudes que forjaba su deseo, en buscar entonaciones e interpretaciones a sus palabras, en hallar en sus ojos impulsos que no existían, en investigar cabalísticas significaciones a sus actos. Y fue suya, y comenzó una extraña vida de declasée, cosmopolita, ocultando la confesión de su fracaso, vencida, pero incapaz de vencerse.

Había salido a la terraza. En el cielo profundo y azul brillaban infinidad de luceros, y la luna era una segur de plata que cortaba las doradas espigas. El mar, sereno, rizábase en albos encajes bordados de brillantes, y a todo lo largo de la costa, entre boscajes de naranjos y laureles-rosas, «villas», admirables y pintorescos poblados, se miraban en el agua.

¿Qué hacer ahora?

Una orquesta de tziganos que tocaba abajo, en la terraza, no la dejaba concentrarse en sí misma, y su pensamiento brincaba indómito y descompuesto. No quería a Fritz. Su orgullo se sublevaba otra vez y volvía a ser glacial y hermética. Por un momento el recuerdo de Pedro Antonio la obsesionó. Aquél, a lo menos, era un amigo abnegado y caballeroso. Los dos primeros años de su éxodo había permanecido en una actitud discreta, silenciosa y cortés. No la había, ni molestado, ni espiado, ni perseguido. En pleno invierno los chicos iban a Biarritz a pasar tres meses con su madre y luego volvíanse a Madrid. Pero ahora... justamente quince o veinte días antes, había recibido carta de él. ¡La primera! Era fría, oscura, amenazadora y severa. Sin embargo, llegó en un veranillo de San Martín de su pasión; llegó en una hora en que era feliz, y la leyeron los dos entre burlas y risas. Ahora volvían a su memoria algunos párrafos, como si súbitamente un lápiz de fuego les trazase sobre la paz cobalto del firmamento.

«Ten cuidado -decía uno de ellos-, ten cuidado porque, aunque lejos de mí, eres la depositaria de mi nombre y, con él, de la honra de mis hijos.

Piensa que una mujer honrada tiene derecho a ser cruel, implacable... siempre que nunca deje de ser honrada. Porque si tras destruir un hogar, una vida y un porvenir, dejase de serlo, toda venganza, mejor todo castigo sería poco.

He respetado tu voluntad; pero, muy bueno, muy leal, me inclino ante la virtud, aun cruel, pero castigo las perfidias, las traiciones y los sarcasmos».


Súbitamente sintió frío, la sensación de unos ojos que le acechaban desde los boscajes del jardín, y se estremeció.

En aquel momento, el brazo de Fritz deslizó aprisionando su talle y su voz murmuró, mimoso:

-¿Vamos?



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