Tradiciones peruanas - Novena serie
El godo Maroto

de Ricardo Palma

MINUCIAS HISTÓRICAS

En la estación veraniega de 1847 encontrábame yo cierta tarde en un grupo de muchachos en el sitio que entonces se conocía con el nombre de la Punta del muelle, viendo entrar al puerto del Callao al vapor que venía de Panamá con correspondencia y pasajeros de Europa. Por aquel año era todavía motivo de alboroto el anuncio de vapor a la vista, pues sólo desde fines de 1840, con dos vapores de una compañía inglesa—el Chile y el Perú— se había sistemado la navegación mensual entre Valparaíso y Panamá, con escala en los puertos intermedios.

El presidente de la república gran mariscal don Ramón Castilla veraneaba aquel año en el Callao, y fué uno de los muchos curiosos que acudieron esa tarde a la punta del muelle. El vapor echó el ancla como á seiscientos metros de distancia de la Punta, e inmediatamente salió á recibirlo la falúa de la Capitanía. Media hora más tarde regresaba, y el capitán del puerto acercándose á su excelencia le comunicó que el buque traía patente limpia, a la vez que, en baja voz, supongo que lo informaría de las sucintas noticias adquiridas abordo sobre novedades europeas, y aun sobre el rol de pasajeros. Algo debió disgustar á don Ramón, porque alzando el tono do la voz y con las interrupciones que le eran peculiares, le oímos decir los muchachos que rodeábamos el grupo presidencial:

—Vuelva usted á bordo, señor capitán de puerto... sí... sí... prohíbale á ese hombre que ponga la planta en tierra peruana... ¡canalla... sí... canalla!... ha venido ese Judas á América en busca de árbol para ahorcarse... no... no... que vaya á ahorcarse en Chile...,que no se ahorque en el Perú...

Cuando la autoridad marítima se reembarcaba, ya algunos botes desprendidos del vapor hacían rumbo al muelle. El capitán de puerto se dirigió a una de las embarcaciones que distaría doscientos metros del desembarcadero. En ella veíanse dos pasajeros: una dama enlutada y un caballero también vestido de negro. Tras breve plática entre éste y el jefe de marina, el bote regresó al vapor con los viajeros.

Por supuesto que yo y mis compañeros nos quedamos sin saber quién era la persona a la que el jefe de la nación aplicara el epíteto de Judas, y seguiría ignorándolo si once años después, en 1858, desempeñando yo el empleo de contador u oficial de cuenta y razón en uno de los buques de nuestra difunta escuadra no hubiera, en oportunidad apropiada, venido a mi memoria ese recuerdo de mis primeros años.

El presidente Castilla, en su segunda época, veraneaba en Chorrillos, y cuando á las dos de la tarde arreciaba el calor, se iba por un par de horas á bordo; se arrellanaba en una mecedora en la toldilla de popa, el comandante le agasajaba con un vaso de refrigerante cerveza, y su excelencia, que siempre tuvo gran predilección por los marinos convocaba en torno suyo á los oficiales entregándose con ellos á expansiva conversación, la que concluía al picar un guardián las cinco de la tarde, hora en que regresaba á tierra, llevándose siempre á uno de los oficiales francos para que le acompañase á comer.

Una tarde me animé a hablarle al presidente de la escena que yo presenciara en la Punta del muelle, cuando yo era un granuja de trece años:

-Hombre...! Tiene buena memoria el contador... sí... Así fue como usted lo relata... muy cierto— y no añadió palabra más, ni yo estimé discreto proseguir.

Decididamente había perdido mi tiempo. Mi curiosidad quedaba siempre en pie.

Llego la hora de la partida. Estaba distraído, con los brazos apoyados en la borda, contemplando varias canoas de pescadores que se desprendían de la playa, cuando se me acercó el gran mariscal y me dijo:— Contador, véngase á comer conmigo.

Ya de sobremesa, me dijo:

— Conocí esta tarde que le rebosaba á usted la curiosidad... ¡bueno!... no es delito ser curioso... no... Ese picaro fué... sépalo usted... el godo Maroto.

Don Ramón Castilla nació en Tarapacá en 1797 y era siete ú ocho años menor que su hermano don Leandro, quien a la muerte del padre de ambos ejerció para con aquél funciones casi paternales. Era don Leandro capitán del ejército español, y cuando la campaña contra los patriotas de Chile llevó a su hermano en condición de cadete, obteniéndole a poco el ascenso á subteniente.

Tan luego como en 1821 se proclamó la Independencia del Perú, don Ramón, que investía ya la clase de teniente, se separó de los realistas, incorporándose como capitán en el ejército patriota.

En la batalla de Ayacucho, herido don Ramón en un brazo fue conducido en camilla al hospital de sangre, donde se le colocó en un salón destinado para jefes, así vencedores como vencidos. Terminaba el cirujano de hacerle la primera curación, cuando se oyó una voz que preguntaba:

—¿Dónde está el comandante Castilla?

—Aquí, á la derecha— contestó don Ramón, á la vez que otro herido decía:— Aquí, á la izquierda.

Los dos hermanos, heridos en defensa de distinta bandera,estaban en el hospital de sangre y, ¡coincidencia curiosa! la lesión de ambos era en un brazo. De más está decir que aquella tarde fué de fraternal reconciliación.

Don Leandro no quiso tomar servicio en el Perú, y se embarcó para España. A poco Fernando VII le ascendió a coronel dándole alto empleo militar en una de las provincias del reino.

Cuando fallecido el monarca estalló la guerra civil, don Leandro renunció el cargo que servía y fue a incorporarse en el ejército carlista. Tres ó cuatro años después, por méritos en acción de guerra, le ascendió Carlos V a brigadier.

Después de la inicua traición de Maroto, bautizada en la historia con el hipócrita nombre de Abrazo de Vergara... sólo las tropas del cabecilla Cabrera continuaron batiéndose con bravura, en el Maestrazgo de Aragón, contra los isabelinos. Cabrera con 12,000 hombres se contrajo á impedir que el ejército de O'Donell se uniera con el de Espartero, quien con 30,000 soldados y mucha artillería sitiaba la fortaleza de Morella, defendida por 2,800 carlistas con quince cañones. Los brigadieres don Pedro Beltrán y don Leandro Castilla fueron los jefes a quienes Cabrera encomendara la resistencia. Desde el 21 hasta el 30 de Mayo no pasó día sin recio cañoneo por ambas partes, y sin que fuesen rechazados los liberales en sus tentativas de asalto a la plaza.

En la tarde del 30 una bomba produjo la explosión del principal depósito de municiones, y como apenas quedaban pertrechos se resolvió, en junta de guerra, que el brigadier Beltrán abandonase la plaza para reunirse con Cabrera, encomendándose al brigadier Castilla que con sólo dos compañías permaneciese entreteniendo al enemigo, y autorizándole para capitular cuando considerase que ya Beltrán, con su gente, estaba libre de ser batido en la retirada. Así convenía a la causa carlista, y el abnegado don Leandro aceptó el tristísimo deber de rendir la plaza y la penosa condición de prisionero, en la que permaneció muchos meses hasta que consiguió evadirse y emigrar á Francia.

Cuando en 1865 las turbulencias políticas del Perú llevaron a Europa, en condición de proscrito, al gran mariscal Castilla, ya no existía don Leandro; pero en Pau (Francia) tuvo el placer de recibir la visita de doña Dolores, la viuda del brigadier carlista.

Don Ramón Castilla debió llegar al Callao del 27 al 28 de Abril de 1866 y participar de la gloria que cupo a los combatientes del Dos de Mayo; pero la víspera del día en que iba a embarcarse en Southampton, un criado infiel le robó el maletín en que guardaba el mariscal veinte mil francos. Por ese fatal incidente su arribo al Callao fue el 10 de Mayo.

El Dictador anhelaba mantener al mariscal Castilla en el extranjero. Su secretario de relaciones exteriores doctor don Toribio Pacheco envió, en Enero de 1866, a don Ramón el nombramiento de Ministro Plenipotenciario en Francia a Inglaterra, el cual en el mismo día de recibido devolvió Castilla con las siguientes líneas de su puño y letra:— «Saludo atentamente al doctor don Toribio Pacheco, y no aceptando el cargo con que ha creído honrarme, le devuelvo el nombramiento, pliego de instrucciones y libranzas con que acompañó su oficio. Soy del señor Pacheco atento servidor.— Ramón Castilla».

De regreso á la patria levantó el gran mariscal bandera contra la dictadura en Tarapacá; y desatendiendo la prohibición de los médicos que le asistían, montó á caballo para emprender campaña sobre Tacna. Al llegar á la estancia ó aldea de Tiviliche cayó moribundo. El general Beingolea y el coronel Tomás Gutiérrez refirieron al que estas páginas escribe, que sus últimas y enigmáticas palabras fueron:— Valientes... sí... adelante... la patria... imposible...

Don Rafael Maroto nació en Lorca, población vecina á Mucia en 1782 (1). Siguió desde muy joven la carrera de las armas, y en la lucha contra la invasión francesa tuvo oportunidades para distinguirse y adelantar en ascensos.

El 14 de Abril de 1814 fondeó en el Callao el navio Asia trayendo al batallón Talavera, fuerte de 800 plazas, al mando del coronel Maroto. Los talaverinos hicieron atrocidades en Lima, pues más que soldados fueron bandidos, como que trescientos de ellos habían sido sacados de las cárceles y presidios.

El virrey Abascal estimó prudente complacer al vecindario de la capital y se deshizo de esa mala gente enviándola de regalo a los insurgentes de Chile, que poco á poco, como hila la vieja el copo, los fueron pasaporteando para la eternidad. Tanto en Lima como en Santiago acostumbraban esos perdidos no abonar lo que compraban, y se iban diciendo el rey paga. Reclamar ante el coronel era como ir con la demanda al Nuncio de su Santidad.

Maroto contrajo, en 1815, matrimonio con doña Antonia Cortés y García, rica heredera y perteneciente á la más alquitarada aristocracia de Santiago. Era doña Antonia sobrina del famoso tribuno Madariaga, que á la sazón ejercía en Caracas fructuosa propaganda doctrinaria en favor de la república, y al comunicarle uno de sus deudos la noticia del casorio, contestó eic carta que existe hoy en poder del historiador don Diego Barros Arana:— "-¿Se han vuelto ustedes locos? ¿Casar á la niña con un sarraceno? No se los perdono."

Después de Maypú, Maroto tuvo que regresar á Lima, de donde el virrey le envió al Alto-Perú. Fué en Bolivia donde nació su hija Margarita en 1819. Es fama que Maroto enterró en un subterráneo de la casa de su mujer, situada en la calle de los Huérfanos, los fondos de la Comisaría real que excedían do ochenta mil pesos en oro sellado, á la vez que entre las vigas de uno de los techos alcanzó á esconder más de doscientos fusiles.

Maroto después de la capitulación de Ayacucho, en que no estuvo porque se encontraba en Puno como jefe superior de ese territorio, se embarcó con su familia en la Ernestina fragata francesa en la que también se dirigía á Europa el virrey La Serna con muchos jefes y oficiales realistas.

Llegado á España, Fernando VII lo trató con afecto, le dio la gran cruz de Isabel la Católica y en 1838 lo ascendió á teniente general.

En 1829 Maroto envió á América á su esposa acompañada de un niño de siete años para que reclamase del gobierno de Chile la devolución de los bienes que la habían sido secuestrados, entre los que se encontraba la hoy muy valiosa hacienda de Concón, próxima á Valparaíso. La nave tocó para refrescar víveres en la costa del Brasil, y tanto la señora como el niño fueron víctimas de la fiebre endémica del país.

Desde que estalló en España la guerra de sucesión, Maroto tomó servicio en el bando carlista. Un día, en una junta de guerra, desestimando el monarca con alguna acritud la opinión de Maroto se dio éste por agraviado, separándose de la causa y marchándose á Francia. Pero Maroto tenía amigos que disfrutaban de influencia en el ánimo del pretendiente, y éstos alcanzaron, después de dos años, reconciliar al vasallo con su señor, quien le confirió el mando en jefe de sus ejércitos.

Maroto no había perdonado el antiguo agravio, y se vengó de don Carlos realizando la gran perfidia del Abrazo de Vergara, vileza que premió la reina-regente, ascendiéndolo á capitán general, dándole la gran cruz de san Hermenegildo, y haciéndolo conde de Casa Maroto.

Los mismo liberales ó isabelinos que usufructuaron la traición fueron los primeros, así en Madrid como en las grandes ciudades del reino, en abrumar con desaires é injurias al émulo de Judas. Para todo español, liberal ó ultramontano, Maroto era un réprobo.

Al fin convencióse el flamante conde de Casa Maroto de que para él no había rehabilitación posible en su patria; á pesar de lo desmemoriados y misericordiosos que son los pueblos latinos para con los grandes pecadores políticos. Para Maroto fue y sigue siendo inflexible la sanción moral.

Además en dos ó tres ocasiones corrió peligro de ser asesinado, y aun parece que la enfermedad del estómago de que adoleció en los últimos nueve años de su vida, tuvo origen en un veneno que le propinaron.

Entonces decidió trasladarse á América con su hija Margarita; y fué entonces cuando en Febrero ó Marzo de 1847, le negó el presidente 'Castilla que pisase tierra peruana.

¿Simpatizaba el mariscal con el carlismo? Ciertamente que no, pues en toda su vida pública ostentó apego á las ideas liberales. En él no hubo más que repulsión por el traidor que con la traición ocasionara muchos males á su hermano don Leandro.

En Valparaíso y en Santiago fué recibido Maroto con ceremoniosa frialdad por los chilenos, y con ultrajante desdén por la colonia española. Las visitas, más que a él, fueron á la simpática y desventurada joven, perteneciente, por línea materna, á la créme social de Chile.

Maroto, antes de resolverse á emigrar, había enviado poder al canónigo Aristegui, después obispo in partibus, para que recobrase la hacienda de Concón y demás bienes confiscados. Todo le fué devuelto á doña Margarita, la cual contrajo matrimonio con un distinguido caballero del cual enviudó.

Doña Margarita Maroto de Borgoño falleció en Valparaíso el 23 de Noviembre de 1902.

La casa en que el general esperaba encontrar intacto el tesoro por él enterrado, había sido arrendada en 1843 á unos comerciantes ingleses, hombres de finísimo olfato, pues llegó a darles en la nariz el tufillo de las onzas peluconas con las efigies de Carlos III y Carlos IV. Sólo encontró, cubiertos de moho, los fusiles que depositara en las vigas del techo.

Maroto murió en Valparaíso el 25 de Agosto de 1853, á la edad de setenta y un años.


(1) Mendiburu incurre en error al consignar que nació en 1780. Cuando Abascal le ascendió á brigadier. tuvo á la vista su hoja de servicios (que existe entre los manuscritos de la Biblioteca Nacional) y en ella aparece Maroto como nacido en 1782.