El gigante y la niña
El gigante y la niña
Un gigante poseía una huerta donde se criaban riquísimas peras. Una señora tuvo el capricho de comerse una, el dueño se empeñó en no dársela ni vendérsela por más dinero que le ofreció, sino cambiársela por la primera hija que ella diese a luz. La señora aceptó, creyendo que jamás la tendría, y se engañó. Al poco tiempo fue madre de una hermosa niña; la ocultó sin permitir que la viesen, temiendo que el gigante se la reclamara. A los seis años creyó que nadie se acordaría; la encontró el coloso, y la advirtió que no olvidase mandarle lo que le pertenecía.
La pobre mujer, asustada, escondió a la niña hasta que cumplió diez años. Entonces el gigante escribió a la señora que si no le enviaba a su hija, la mataría. Afligidísima la infeliz, y segura de que el malvado ejecutaría la amenaza, se la entregó. La chica era muy mona, y llegó a conquistar el afecto de tan grande animal.
La muchacha cumplió los dieciséis años, lo pasaba bien en el magnífico palacio del gigante, y no sufría sino recordando el cariño de su buenísima madre. Como la chica eclipsaba en hermosura a las flores del jardín, calculó el gigante que si la veían se la robarían.
-Mira (la dijo): te prohíbo te asomes al balcón; los hombres son perversos a proporción de su edad y estatura. Si alguno te quiere coger, echa una hoja de este árbol a sus pies antes que te toque, y te separará de él un río caudaloso de agua amarga. Si el infame lo pasara a nado, le arrojas una hoja de este otro árbol, y el río que le impedirá atravesar será de vino muy agrio. Si esto no fuera obstáculo para detener al que te persiga, le tiras una hojita del árbol que se halla en medio de los otros dos. El río que impedirá te alcancen será de aceite que hervirá a borbotones.
La muchacha poseía las tres potencias del alma, y sabía aprovecharse de ellas. Mientras el gigante dormía la siesta, la niña se asomaba al balcón, por hacer lo contrario de lo que le mandaban. Observó que un joven guapo y elegante la miraba; se hablaron, amaron, y convinieron que por la noche, vendría, la sacaría del palacio, la conduciría a casa de su madre, y si ésta consentía, se casarían enseguida. A las pocas horas, los amantes huían en un veloz caballo. El gigante, al levantarse todos los días, llamaba a la chica:
-Lucero del alba, péinate los cabellos de oro.
Como no respondió la niña, entró en su cuarto, y del grito y patada que dio de rabia, retembló el edificio. Le habían robado la única persona que había querido en su larga vida. Por la pista del caballo, averiguó el camino que llevaban los que huían a toda brida, y, furioso el hombrón, de cada paso adelantaba una legua. Pronto alcanzó al noble bruto que conducía sobre sus lomos la feliz pareja. El joven temblaba pero la muchacha, sonriéndose, arrojó al gigante una de las hojas maravillosas que había cogido en la huerta la tarde anterior entre ellos y su perseguidor se interpuso un ancho y profundo río. El monstruo lo pasó a nado. Tiritaba de miedo el enamorado mozo; la niña, muy serena, tiró al suelo la hoja del segundo árbol, y un río de vino más caudaloso que el anterior atajó los pasos del gigante. Éste, con sus anchas tragaderas, de un sorbo lo dejó seco.
No había remedio. De nada servía al caballero espolear al ligero animal, que corría más que el viento. Ya tenía el feroz gigante levantada la manaza para aplastar a los que se le escapaban, cuando la dama, apoyada en el brazo derecho de su amante, dejó caer la tercera hoja. En el acto, olas inmensas de aceite hirviendo, de un olor insoportable, ahogaron al monstruo horrible y a sus maldiciones.
Libres y alegres se apearon; llegó la noche, y se durmieron. Se creían dichosos y próximos al término de su viaje, cuando un ejército de gigantes, más espantosos que el que acababa de perecer en un mar de aceite, agitando sus larguísimos brazos, trataban de despedazarlos; como la niña no tenía ya las hojas portentosas para detenerlos del susto despertó, abrió los ojos, y se halló en la cama junto a su madre, de la cual no se había separado nunca.
Las muchachas, a los dieciséis años suelen tener sueños semejantes.