Escritos de juventud
El futuro congreso

de José María de Pereda

Cada partido político de España se cree el intérprete fiel de las aspiraciones de todos los españoles y el depositario de su más amplia confianza.

Refresquen ustedes la memoria.

Mandan los moderados, por ejemplo: «Nosotros -dicen ellos- somos los buenos; nuestro credo es el que reza a coro todo el país; nuestras leyes de imprenta, nuestras leyes de enseñanza, nuestras leyes de orden público, eso, eso es lo que quiere la nación. La mayoría de las Cortes, la Prensa en su más sana parte, y las adhesiones que recibimos de la corporación de acá y de la comisión de allá, y, sobre todo, la tranquilidad y la confianza que reinan en todas las provincias, nos lo demuestra bien claro. Está visto: poca bulla, mucha vigilancia y la mano del Gobierno hasta en la despensa es lo que necesitan los españoles para ser felices».

Mandan los Progresistas: «Lo que quiere España -aseguran- es esto otro: el pueblo en los clubs, los batallones de milicia ciudadana desfilando en los paseos al son del himno de Riego; la Prensa sin mordaza; el clero a raya y cada día un cisco en el Congreso. Las felicitaciones nos abruman y el país nos sonríe».

Mandan los Unionistas: «Hasta que hemos venido nosotros al Poder -exclaman-, España no ha respirado. El exclusivismo de los conservadores y de los Progresistas ha matado la energía o de la nación. En la libertad, buenas son las restricciones, pero con su cuenta y razón. Un tira y afloja prudente entre ambos extremos es lo que vienen pidiendo los españoles, y lo que nosotros y nadie más que nosotros, podemos darle. Tenemos la confianza de las Cortes; merecemos los elogios de la Prensa, y las provincias respiran descuidadas y felices».

Y vuelven al cabo los moderados al Poder, y tornan a repetir lo que antes dijeron; y les suceden los progresistas, y aseguran lo propio que aseguraron la vez anterior; y se apoderan los dos de la unión del mando, y vuelta a manifestar que son lo mejorcito de la casa.

Y así, girando la rueda años y años. Total, tres agrupaciones políticas en quienes están vinculados por riguroso turno los destinos del Presupuesto, los escaños del Palacio de las Cortes y el derecho de hablar fuerte en los periódicos. Y siempre los mismos hombres, y siempre los mismos resabios, y siempre idénticas mañas, y siempre las mismas rutinas, y el presupuesto nacional subiendo, subiendo y subiendo de mano en mano, y sin cesar.

Entre tanto, se va uno de puerta en puerta por esos pueblos y ciudades de Dios, donde se gana el pan de cada día con el sudor de la frente, pidiendo pareceres acerca de la marcha de a cosa pública, y he aquí lo que se oye:

En tiempo de los moderados: «Hombre, esto es insoportable; esa gente necesita las minas del Potosí; no gana uno para ellos. Déme usted Gobierno barato, aunque sea turco, y déjeme en paz».

En tiempo de los progresistas: «Esto marea; le falta a uno la tranquilidad para todo y para más que con los moderados. El nombre de Gobierno es lo que menos me importa: sea él barato, déjeme trabajar en paz y en gracia de Dios, y llámese como quiera».

En tiempo de los unionistas: «P, o, r, por, cada día peor. Estos tienen todo lo malo de los demás partidos y nada de lo bueno, y son más caros que todos ellos. Hay que desengañarse, se necesita un partido que no se parezca en nada a los conocidos; que se salga de sus rutinas funestas y que, alivie el presupuesto; ese partido, llámese como quiera, será el mío».

«Allá va», grita una voz tremenda, a cuyo eco se conmueve España y se derrumba el trono de sus monarcas.

Y, cosa extraña, al someterse la nación a un orden de cosas, enteramente nuevo, los mismos hombres de siempre vuelven a aparecer en escena con las mismas debilidades, con los propios resabios y las consabidas rutinas.

«Le nomme ne fait rien à la chose -tornan a decir con desaliento en aldeas y ciudades los españoles que no escriben periódicos, ni van al Congreso, ni sirven un mal destino en puertas; pero que pagan los sueldos a los ministros y empleados, y los ascensos al Ejército-. Más economías y menos manifiestos; poca política y mucha Hacienda».

«Eso después -replican los partidos de la situación-, cuando nos constituyamos según vuestra propia voluntad libérrima, representada en un Congreso cuyos fallos acataremos los tres elementos confundidos hoy en uno solo para felicidad y gloria de España».

Y como testimonio de la solidez de esta unión, al tratarse de la elección de diputados, los unionistas trabajan por el triunfo de los de sus ideas; los progresistas, por los de las suyas, y los demócratas, sustituidos en la actual rueda política del exterminado partido conservador, preparan el terreno electoral con manifiestos y predicaciones en el sentido de sus especialísimas ideas; y demócratas, progresistas y unionistas vuelven a decir, cada uno de por sí, que ellos y no los otros partidos son lo que el país anhela y necesita.

El país a que se refieren siempre los gobernantes representa, echando corto, las siete octavas partes de la nación; es decir, todos los españoles que no hacen política ni viven del presupuesto; el alma, la vida, el corazón de España; los hombres, en fin, que no preguntan a los Gobiernos cómo se llaman, sino si son baratos.

Estos hombres son, para desgracia de España, los que se retraen de las urnas electorales, o se acercan a ellas con el único fin de complacer a un amigo con su voto, juzgando equivocadamente que todos son lo mismo.

A estos hombres, a esta España sin partido, se permite El Tío Cayetano dirigirse en este instante con un consejo, basado en su larga experiencia. A estos hombres les dice: «¿Queréis Hacienda, detestáis la política, os oprimen y esquilman los partidos? Pues ahora es la ocasión, o nunca la tendréis, de que se cumplan vuestros anhelos. Venced esa apatía que os enerva en los momentos más críticos para la patria, acudid a las urnas cuando sea llegada la hora, y votad según vuestras propias inclinaciones; nada de banderas políticas; nada de charlatanes. Vosotros mismos os sobráis para electores y para elegidos. Ninguno como vosotros, industriales, comerciantes, propietarios y hasta braceros que ganáis el pan con vigilias y sudores, puede saber lo que al país conviene. Elegid entre vosotros el hombre más probo, el más discreto, el más honrado, y no os apene el que carezca de los hábitos aparatosos del tipo parlamentario. Con recto corazón y sano juicio se hacen las buenas leyes, no con bellos discursos y malas intenciones».

Por eso, todo candidato que se os brinde con campanudos manifiestos atestados de elogios y merecimientos de sí propio, fuera con él.

Si el candidato es bueno, como vosotros y yo entendemos esta palabra, muy rogado, y hasta con palio, nos ha de costar Dios y ayuda obligarle a entrar por las puertas del Congreso; que la legítima representación del país, más que un beneficio, es una carga pesada.

Así, y sólo así, logrará Cayetano ver, una vez siquiera, la voluntad de España en las Cortes y en el Gobierno de la nación.



(De El Tío Cayetano, núm. 3.)

22 de noviembre de 1868.