El fracaso
EL FRACASO
Elías Serguervitch Peplot y su mujer, Cleopatra Petrovna, aplicaban el oído a la puerta y escuchaban ansiosos lo que ocurría detrás. En el gabinete se desarrollaba una explicación amorosa entre su hija Natáchinka y el maestro de la escuela del distrito, Schúpkin.
Peplot susurraba con un estremecimiento de satisfacción:
—Ya muerde el anzuelo. Presta atención. En cuanto lleguen al terreno sentimental, descuelga la imagen santa y les daremos nuestra bendición. Éste será un modo de cogerlo. La bendición con la imagen es sagrada. No le será posible escapar, aunque acuda a la justicia.
Entre tanto, detrás de la puerta tenía lugar el siguiente coloquio:
—No insista usted—decia Schúpkin encendiendo un fósforo contra su pantalón a cuadros—; yo no le he escrito ninguna carta.
—¡Como si yo no conociera su carácter de letra!—replicaba la joven haciendo muecas y mirándose de soslayo al espejo—. Yo lo descubrí en seguida. ¡Que raro es usted! Un maestro de Caligrafía que escribe tan malamente. ¿Cómo enseña usted la Caligrafía si usted mismo no sabe escribir?
—¡Hum! Esto no tiene nada que ver. En la Caligrafía, lo más importante no es la letra, sino la disciplina. A uno le doy con la regla en la cabeza; a otro le hago arrodillarse; nada tan fácil. Nekransot fué un buen escritor; pero su carácter de letra era admirable; en sus obras insértase una muestra de su caligrafía.
—Aquel era Nekransot, y usted es usted. Yo me casaré gustosa con un escritor—añade ella suspirando—. Me escribiría siempre versos...
—Versos puedo yo también escribírselos, si usted lo desea.
—¿Y sobre qué asunto escribirá usted?
—Sobre amor, sentimientos, sobre sus ojos... Como me leyera usted, se volvería usted loca. Incluso lloraría usted. Oiga, si yo le dirijo versos poéticos, ¿me dará usted su mano a besar?
—Esto no tiene importancia. Bésela ahora mismo, si así le place.
Schúpkin se levantó, sus pupilas dilatáronse y aplicó un beso a la mano regordeta, que olía a jabón.
Peplof, empujando con el codo a su mujer y abrochándose, todo pálido y agitado, dijo:
—Pronto, descuelga la imagen de la pared... ¡Entremos!
Y de sopetón abrió la puerta.
—Hijos—balbució, alzando las manos al cielo y estremecido. ¡Que Dios os bendiga, hijos míos...! ¡Creced y multiplicaos...!
—Y yo, y yo—dijo la madre, llorando de felicidad—. ¡Que seáis dichosos!
Luego, dirigiéndose a Schúpkin:
—Usted me arrebata un tesoro. Ha de quererla usted mucho y cuidarla.
Schúpkin, entre atónito y asustado, abrió la boca. El ataque de frente de los padres parecíale tan inesperado y tan atrevido, que no podía articular ni una frase. «Estoy perdido—pensaba inmóvil de temor—; ya no puedo salvarme.» Lleno de abatimiento, bajaba la cabeza, como si dijera: «Tómeme usted, me doy por vencido.»
—Os bendigo—proseguía el padre, llorando siempre—. Natachiska, hija mía, colócate a su lado. Petrovna, pásame la imagen.
En este momento él cesó de llorar y sus facciones torciéronse de rabia.
—¡Zoquete!—dijo a su mujer con indignación—. ¡Tonta que eres! ¿Ésta es para ti, una imagen...?
—¡Santo cielo!
¿Qué es lo que ocurría? El maestro de Caligrafía levantó los ojos y vió que estaba salvado. La mamá, en su apresuramiento, había descolgado, en lugar de la imagen, el retrato del publicista Lajesnikof. Peplot y su esposa Cleopatra Petrovna.
Quedáronse parados, sin saber qué partido tomar. Schúpkin aprovechó esta confusión para escaparse.