El final de Norma: Tercera parte: Capítulo IV
Volvía de Malenger hace cuatro días, cuando, al pasar por las gargantas del Monte Bermejo, caí en poder de unos bandidos.
Bajáronme del caballo, atáronme los brazos a la espalda y me obligaron a penetrar por un barranco, en cuyo término había una pequeña explanada rodeada de cuevas.
Al verme llegar, adelantose hacia mí un enmascarado, a quien dieron los bandidos el nombre de capitán.
El capitán, pues, me desató los brazos y me condujo a la menos repugnante de aquellas cuevas.
-Sentaos... -me dijo, haciéndolo él.
Yo lo imité.
Su voz era juvenil y su porte distinguido.
-Jarl... -prosiguió el enmascarado-: he turbado vuestra tranquilidad...
-¡Basta!... -interrumpí yo-. ¿Quieres mi dinero? Toma.
Y arrojé mi bolsa a sus pies.
-Tomad vuestro oro... -dijo el bandido con voz alterada-. Aquí no se trata de eso.
-Pues ¿de qué se trata?
-De vuestra hija.
-¡De Brunilda! -exclamé aterrado.
-¡Al fin sé su nombre! -murmuró el desconocido.
-¡Mátame! -repliqué sin vacilar.
-¡Vos lo habéis dicho! -repuso con voz sorda y tranquila.
Yo me estremecí, porque me entró el temor de no volver a verte.
-Una palabra más... -añadió el bandido-. ¡Yo la amo!... Os la pido en casamiento.
-¿Quién eres? -pregunté asombrado ante aquella osadía.
-Óscar el Encubierto.
-¡Tú! -exclamé horrorizado al verme enfrente del Niño-Pirata, como le dicen las gentes de mar.
Hasta entonces, y aunque debí sospecharlo al ver la máscara del bandido, no había yo pensado en tal cosa; y era que nunca había oído decir que el terrible corsario hiciese correrías por tierra.
-Tenéis tres días... -añadió levantándose-. ¡Vuestra hija, o la muerte! ¡Os lo juro por mi rostro, que nadie ha visto ni verá!
Y salió de la cueva, cerrándola con dos o tres llaves.
Yo no repliqué ni rogué.
Sabía que el Niño-Pirata era inflexible.
Aquella noche me dormí.
A la mañana siguiente había tomado una determinación desesperada, acaso inútil; pero la única que me quedaba en tan horrible situación.
-Tengo cuarenta horas... -me dije-. Este terreno es blando y húmedo: detrás de esta explanada hay otro barranco... Procuraré escaparme.
Y con un afán indescriptible, valiéndome, ora de las uñas, ora de mis espuelas, me puse a hacer un agujero de media vara cuadrada en la pared del fondo de aquella cueva, asaz profunda y lóbrega.
Al rayar el otro día, que era el del plazo fatal, llevaba hecha una excavación de seis varas.
¡Y todo esto sin comer, sin beber, sin dormir!
La desesperación me ayudaba y la blandura del terreno se prestaba a mis esfuerzos.
Al mediodía empecé a escuchar el ruido del torrente, cuyo lecho es el mismo barranco que yo buscaba a través de aquella galería...
¡Una hora más, y estaba libre!
Emprendí mi tarea con nuevo ardimiento, y ya tocaba al fin de mis afanes, cuando oí sonar las cerraduras de mi prisión.
Salí presuroso del agujero; sacudí mis cabellos y mis vestidos, y esperé con un ansia horrible...
La puerta se abrió, dando paso a un hombre.
Era Óscar.
Venía enmascarado como siempre.
-¡Tres días! -dijo, mostrándome un reloj.
-Y bien... -murmuré, interponiéndome entre él y el fondo de la cueva.
Pero mis precauciones eran inútiles; la obscuridad de aquel punto no permitía ver mi trabajo.
-Ya lo sabéis... -contestó el Encubierto a mi interpelación-. ¡Brunilda, o la muerte!
El frío del sepulcro se apoderó de todo mi cuerpo.
-¡Responded pronto!... -añadió el pirata.
Una súbita idea cruzó por mi mente.
-Aún no me he decidido... -contesté.
Déjame pensarlo esta noche.
Mi idea era concluir la excavación y evadirme.
-Tiempo habéis tenido de reflexionar... ¡Decidíos! -replicó el facineroso.
Era tal la voz de aquel hombre, que no admitía apelación.
-¡La muerte! -respondí.
-¡Sea! -dijo él con frialdad-. ¡Yo me apoderaré de vuestra hija sin que vos me la deis!
Salimos de la choza, cruzamos la explanada y llegamos al barranco.
Miré hacia atrás, y vi que nadie seguía al Encubierto.
Él se bastaba.
Quería ser juez y verdugo, como yo era juez y víctima.
¡Qué cuadro aquel, hija mía!
Él con una pistola en cada mano...
Yo sin armas.
Él joven, fuerte, ágil...
Yo viejo, débil, con tres días de ayuno y de insomnio.
-¡De rodillas! -exclamó el Encubierto.
Yo me arrodillé, poniendo mi pensamiento en Dios y en ti.
-¡Por última vez!... -añadió el pirata-: ¡Decidid entre la paz o la muerte!
-¡Maldito seas! -respondí, cubriéndome los ojos con las manos.
El bandido montó una pistola.
-¡Esperáis que me apiade! -murmuró sarcásticamente-. ¡Qué locura!
-¡Tira! -grité con mi último resto de valor.
Una fuerte detonación ensordeció el espacio.
¡Cosa extraña! ¡No me sentí herido!
Pasada la primera emoción, levanté la cabeza y vi al enmascarado rodar al fondo del barranco.
Miré a mi alrededor, no explicándome aquel misterio, y distinguí a un joven de gallarda presencia, que se acercaba a todo el galope de un brioso alazán.
Apeose; dejó en el suelo una carabina aún humeante, y, cogiéndome en sus brazos, exclamó:
-¡He llegado a tiempo!
-¡Os debo la vida! -contesté, estrechándole a mi corazón-. ¿Cómo podré pagaros?...
-¡Anciano! -respondió el joven con dignidad-. No os he salvado por la recompensa. Volvía de Malenger por este camino extraviado, temiendo que los bandidos de Monte Bermejo me arrebatasen unos papeles importantes que llevo en mi cartera, cuando os vi de rodillas al lado de vuestro asesino... ¡Dios ha querido que salve a un inocente y purgue a la tierra de un malvado!
-¡Ah!... ¡Nunca lo olvidaré! -repliqué, volviendo a abrazarlo-. ¡Decidme quién sois! ¡Sepa un padre a quién debe la dicha de abrazar a una hija adorada!...
-¡Hablad! ¡Hablad! Yo conozco vuestra voz -exclamó el joven-. Yo acabo de oírla... ¡Ah, qué idea!
Y llevándose la mano a la frente, hizo uno de los signos de la Asociación de Malenger.
-No os engañáis... -respondí-: ¡somos hermanos!
-He oído vuestro discurso de hoy -replicó él-. Como estábamos todos enmascarados, no he podido reconoceros. ¡Sí, somos hermanos!
-¡Y amigos! -añadí con toda la efusión de mi alma-. Yo soy el jarl Adolfo Juan de Silly.
-¡Vos! -exclamó el mancebo con indecible sorpresa-. ¡Gracias, Dios mío!
-No os comprendo... -murmuré al ver aquella emoción extraordinaria.
-¡Ah, señor! -añadió el joven-. ¿Por qué he de ocultároslo? Yo soy el jarl Rurico de Cálix. Mi castillo se halla a una legua del vuestro... ¡y amo a vuestra hija! Me hablasteis de recompensa hace poco... Vos conocéis mi estirpe... Pues bien... ¡No en nombre del servicio que os he prestado, sino rendido a vuestros pies, os pido la mano de Brunilda!
Aquel amor tan elocuente, aquella ocasión, la seguridad de tu júbilo al verme después de tan grande peligro, todo, en fin, me hizo no vacilar.
-Será vuestra esposa... -respondí tendiéndole la mano...
-¡Jurádmelo, señor!
-¡Os lo juro! -dije, señalando al cielo.
-¡Ah! ¡Soy dichoso! -exclamó él, besándome aquella mano-. ¡Ahora, oíd! -continuó con solemnidad-. Yo soy el encargado en Malenger para ir a Spitzberg a dejar las actas de este año y todos los documentos recogidos hoy... Sabéis lo peligroso de este viaje, que debo emprender ahora mismo, pues mi barco me espera en la ensenada que hay detrás de este monte, a media legua de aquí... Si tardo... ¡que Brunilda me espere! Si pasa un año y no he vuelto... ¡Brunilda es libre!
-¡Os lo juro! -volví a decir, cada vez más prendado de mi salvador.
Hízome entonces subir en su caballo; cogiólo del diestro, y caminamos juntos hasta la orilla del mar.
Allí lo esperaba un buque.
Yo no le insté para que viniese a Silly, porque sabía la urgencia de su peligrosa comisión: él me obligó a quedarme con su alazán; nos despedimos tiernamente, y aquí me tienes, hija mía, sin tranquilidad ni ventura hasta saber si te adhieres o no a mi juramento.
-¡Ah, padre mío! -contesté, besando sus venerables canas-. ¿Podéis dudarlo? ¡Mi corazón ama ya, sin conocerlo, al que le ha devuelto vuestro cariño, vuestra preciosa existencia! Pero, aunque fuera mi mayor enemigo, os juro, por Dios y por la madre que perdí, ¡que Rurico de Cálix será mi esposo!