El final de Norma: Segunda parte: Capítulo XII


Hammesfert se ha llamado por los viajeros, y por los naturales del país la Venecia del Norte, porque, a la manera de la bella esposa del Adriático, está toda cruzada de canales, a tal punto que no se puede pasar de un barrio a otro sino en lanchas o por altísimos puentes. Las aguas de aquellas lagunas son célebres por su transparencia, que deja ver los pescados y las arenas de los fondos más profundos como a través de un cristal. La mayor parte del año están helados los canales, y entonces sustituyen a las lanchas los trineos y los bastones herrados; pero cuando llega el verdadero invierno polar, nadie sale de su casa. Con este motivo hay barrios enteros cubiertos de cristales, celosías y toldos, que permiten a cincuenta o sesenta familias llevar una vida íntima y mancomún, no desprovista de goces y bienestar. El resto de la población pasa casi todo el invierno en vastísimos cafés, donde es asombroso el consumo que se hace de ponche y de tabaco. Los lapones viven mucho tiempo en una atmósfera de humo y de embriaguez y en la más completa holganza, cual si cada uno de aquellos falansterios, permítasenos la palabra, fuese una embarcación y cada invierno un largo viaje. Por la parte del Norte hay una alta barrera de montañas, que protege la población contra el soplo boreal, y por esta misma causa los veranos son algo templados. Otra ventaja gozan aquellos habitantes, y es que, por un prodigio de la Naturaleza, el río de Hammesfert no se hiela nunca. El puerto, asaz seguro y abrigado, está desde la primavera poblado de embarcaciones danesas, finesas y del mar Blanco, que comercian con aquel extremo del mundo, último punto civilizado de Europa.

He aquí la ciudad en que iba a desembarcar nuestro músico.

Dos camareros trasladaron su equipaje a una lancha, invitándole a entrar en ella.

Rurico de Cálix no parecía por la cubierta.

Serafín partió, pues, del Leviathan sin despedirse de nadie, con el corazón entristecido, temiéndolo todo y no sabiendo qué esperar...

-«¡Os lo juro!» -se repetía el músico-. ¿Me cumplirá su juramento? ¿Volveré a verla? Y de todos modos, ¿qué haré entretanto?

En verdad que no lo sabía.

Saltó a tierra.

Estaba solo en el mundo: nadie entendía su idioma: nada sabía acerca de la población en que entraba.

Los marineros desembarcaron su equipaje, colocándolo cuidadosamente sobre la arena de la playa.

En seguida se volvieron al bergantín.

Nuestro joven quiso hacerles entender que necesitaba una fonda, un carruaje, un mozo, un intérprete...

Los lapones se llevaron a los dientes la uña del dedo pulgar.

Serafín se sentó entonces en medio de sus maletas, sobre una caja que encerraba sus libros y papeles, y se puso a reflexionar.

Sus reflexiones no dieron ningún resultado.

Siempre que reflexionaba le sucedía lo mismo.

El sol se ocultó por el Mediodía, concluyendo su carrera con una perfecta línea diagonal.

La noche llegaba, y hacía un frío espantoso.

El músico no apartaba los ojos del Leviathan.

¿Qué esperaba?

Tampoco lo sabía.

Ya empezaba a cerrar la noche, cuando vio que una góndola se apartaba del bergantín con dirección a tierra.

-¡Ahí irá Brunilda! -pensó el músico-. Ahora, si yo fuera un héroe romántico, correría más que esa góndola; llegaría por tierra a la ciudad, y sabría dónde se hospeda mi adorada... Pero ¿cómo abandono mi equipaje? ¡Ah! ¡Ese infame lo ha calculado todo! ¡Ha contado con mi perplejidad y con mi pobreza!¡No sé qué partido tomar! Yo perdería con gusto mis baúles, mi violín, mis libros, mi música, todo mi caudal, todo mi equipaje, en una palabra, por verla, por seguirla, por hallarla de nuevo... Pero ¿y si no quiere ella que la siga? ¿Y si es una imprudencia que la compromete? ¿Y si ella tiene otro plan?

Entretanto cruzaba la góndola por delante de la playa con dirección a Hammesfert.

Serafín seguía inmóvil como un idiota.

Una mujer y un hombre ocupaban la pequeña embarcación.

-¡Brunilda y el conde Gustavo!... -exclamó Serafín-. ¡Ah! ¡Rurico no va con ellos!... ¡Tanto mejor!

La góndola pasó a unas trescientas varas del punto en que se hallaba nuestro joven.

Éste agitó su pañuelo en el aire...

Otro pañuelo ondeó dentro de la góndola.

La noche avanzaba apresuradamente.

-¡Es ella! ¡Ella, que me responde! -exclamó Serafín con indecible júbilo.

La góndola desapareció lentamente hacia el Norte.

El pobre músico se dejó caer de nuevo sobre sus maletas, lanzando un amarguísimo suspiro.

La noche acabó de correr sus cortinajes de sombra.