El final de Norma: Primera parte: Capítulo XI

El final de Norma de Pedro Antonio de Alarcón
Capítulo XI: Hazañas póstumas de Noé


La casa número tantos de la calle de Cobos, habitación de Serafín, y provisionalmente de Alberto, era una especie de fonda.

Los dos amigos se dirigieron a ella mustios y cabizbajos.

-¿En qué pasamos el tiempo? -preguntó Serafín.

-¿Qué hora es? -interrogó Alberto.

-Las cuatro y media. Dentro de tres horas traerá ese hombre los billetes, y a las ocho partiremos...

-Es decir, que tenemos a nuestra disposición tres horas mortales.

-¿En qué las empleamos?

-No sé.

-Ni yo.

-Pues entonces, lo mejor es que comamos y que procuremos alegrarnos un poco.

-¿Cómo alegrarnos?

-Achisparnos, he querido decir.

-¿Para qué?

-Primero, para olvidar a la Hija del Cielo.

-¡Ay!-suspiró el artista.

-Segundo, para olvidar a Matilde.

-¿Y tercero? -se apresuró a preguntar Serafín.

-Para olvidarnos mutuamente.

-¡Es verdad! Necesitamos aturdirnos...

¡Mozo!

-Señorito... -contestó al momento una voz en la puerta del cuarto.

-¡Hola, Juan!

-¡Pronto ha sido la vuelta, mi amo!

-Y para poco tiempo: esta noche me voy por dos o tres meses. Vas a servirnos una espléndida comida y los mejores vinos que tengas. A las siete vendrá un marinero a buscarnos... Déjalo entrar. Si bebemos demasiado, cuida de que todo nuestro equipaje vaya a bordo; y si ves que es menester acompañarnos...

-¡Magnífico testamento! -exclamó Alberto batiendo las palmas-. Ahora, ¡viva el madera! He aquí mi codicilo.

Dos horas más tarde decía el mismo joven, empuñando una copa de Jerez y mirándola estúpidamente:

-¡Grande hombre fue Noé!

Serafín estaba melancólico.

-Sabrás que amo a Matilde... -murmuró

Alberto, cuya lengua principiaba a turbarse.

-¿Quieres callar? -dijo el músico con acritud.

-¡Que la amo! -replicó el joven-. Pero huyo de ella porque... En fin... ¡Por ti, ingrato! La amo, ¿entiendes?... ¡como no he amado nunca!

-¿Qué me importa? -replicó Serafín, el cual estaba medio aletargado y pensaba únicamente en su desconocida.

-¡Conque no te importa! ¿Y si ella me amase también?

-¡Casaos, y punto concluido! Sí..., ¡esto es!.. Tra... la... la rá... la... rá...

Y Serafín se puso a cantar el Final de Norma.

-¡Que me case con ella! -exclamó Alberto, queriendo darse cuenta de lo que oía-. ¿Pues no está casada?

-¡Ja, ja, ja! -exclamó Serafín- ¡Casada! ¡Ja, ja, ja!

Alberto se estremeció al oír esta carcajada.

Aquella risa nerviosa, hija de la exaltación en que se hallaba Serafín desde la noche anterior y de la excitación producida por el vino, tenía algo de loca, y los locos acostumbran a decir la verdad. Gradúese, pues, la angustia con que el adorador de Matilde sacudiría a su amigo, diciéndole:

-¡Serafín, Serafín! Serénate... (¡Diablo! ¡Y es el caso que si ahora no me lo cuenta, se va a Italia sin decírmelo!) Responde, Serafín: ¿es casada?

Serafín se calmó un poco, oyó la pregunta de su amigo, comprendió que había dicho una imprudencia, y respondió humorísticamente:

-Sí, señor... ¡Casada con Polión... o poco menos! Ah! non volerli vittime...

-¡Si no te hablo de Norma! ¡Te hablo de Matilde!

-Del mio fatal errore...-prosiguió cantando Serafín.

-¡Diablo y demonio! -exclamó Alberto-.

¡Ha perdido el juicio! ¡Calla!... ¡Y yo también!- añadió, viendo que se mareaba.

Los dos jóvenes quedaron mirándose de hito en hito, con los codos apoyados en la mesa.

-¡Estamos frescos! -balbuceó Serafín.

-Es decir... -repuso Alberto tartamudeando-, todo lo contrario de frescos.

-¿Te he dicho... algo? -preguntó el primero.

-¿De... qué?

-¡De... nada! -replicó el músico.

Alberto estaba cada vez más confundido.

-Escucha... -añadió Serafín al cabo de un momento, con voz entrecortada por la embriaguez-. Cuando vuelvas del Polo, yo habré vuelto de Italia... ¿Entiendes? Me buscas aquí... en Cádiz, o en Sevilla, o en los infiernos... y hablaremos de mi hermana...

-¡Oh, no bebas más! -gritó Alberto, arrancando una botella de la mano de Serafín. ¡Descíframe el misterio de Matilde!

-¡Nada, nada!... ¡Vete al Polo! Espero que éste sea tu último viaje.

Una duda horrible cruzó por la turbada imaginación de Alberto.

-¿Llora Matilde... algún desengaño? ¡Dimelo, Serafín!

- Moriamo insieme,

Ah! si moriamo...


cantó el músico, volviendo a su exaltación.

-¡Eres muy cruel! -exclamó Alberto.

Y desesperado de averiguar la verdad, se bebió otra botella de Jerez.

Quedó imbécil.

Serafín estaba como loco.

En este momento entró Juan con el marinero que le traía los billetes.

Empezó el primero a sacar los equipajes, y el segundo, dirigiéndose a Serafín, dijo:

-Señorito, aquí está el billete para Laponia. Este señor es el encargado de cobrarlo.

Un hombrecillo rubio, colorado y grueso se hallaba, en efecto, en la puerta de la habitación.

-Trae... -dijo Alberto.

-Vale cinco mil quinientos reales.

-¡El Leviathan! ¡Bonito nombre, cuñado! -exclamó Serafín.

-Cinco mil quinientos reales... -repitió el marinero-. Y este otro, mil setecientos...

-¡Toma, y calla! -murmuró Juan, ayudando a Alberto y a Serafín a contar aquellas sumas.

El hombrecillo rubio se adelantó y tomó la que le correspondía.

Al ver Serafín a aquel hombre, no pudo menos de estremecerse; pero reparando luego en su actitud vulgar, en sus curtidas manos y en sus crespos cabellos, dijo:

-¡Qué disparate! ¡Pues no me había parecido el oso viejo, o sea el oso mayor que acompañaba a la Hija del Cielo!... El tipo es el mismo...

El hombrecillo partió.

Alberto hablaba con Juan, a quien entregó los billetes y los pasaportes, diciéndole:

-¡Tú respondes de todo!... -¡Nosotros no estamos para nada!... Nosotros estamos por primera vez (guárdame el secreto), como tú habrás estado muchas veces... ¡Ah, pícaro amontillado! ¡Pícara Manzanilla! ¡Pícaro Pedro Jiménez! ¡Pícaros vinos andaluces! ¡Pícaro Serafín! ¡Pícara Matilde! ¡Pícara Hija del Cielo! ¡Pícaro demonio del albornoz blanco!

Eran las siete y media.

-Vamos, señoritos... -dijo el marinero-.

No hay tiempo que perder. -¡Buen trabajo me ha costado engañar al Capitán del Leviathan para que admita un pasajero a bordo!

He tenido que decirle que era un emigrado político... Vengan ustedes... Mis botes los llevarán a sus respectivos buques...

Alberto y Serafín no escuchaban al marinero, sino que andaban por el aposento dando traspiés y preparándose para partir con ayuda del mozo de la fonda.

Luego que estuvieron dispuestos, Juan dio el brazo al uno, y el marinero al otro.

Así bajaron a la calle.

Dichosamente les esperaba allí un coche.

Llegaron al muelle.

A lo lejos se distinguían cinco buques dispuestos a hacerse a la vela.

Toda una escuadra de botes y lanchas transportaba viajeros a bordo.

Serafín había fijado la vista en el mar, plateado ya por el crepúsculo...

El movimiento de las olas aumentaba su desvanecimiento.

De pronto lanzó un grito tan espantoso, que Alberto y los mozos lo rodearon asombrados.

-¡Ella!... ¡Norma!... -exclamó el músico, señalando a una góndola que en aquel momento se apartaba de la escalinata del embarcadero.

Alberto miró en aquella dirección y distinguió, en efecto, a la Hija del Cielo, de pie, bajo un pabellón de seda, en la especie de góndola que vimos en Sevilla.

A su lado iba el hombre calvo y rubio de pequeña estatura.

Los cuatro marineros que remaban tenían una figura muy parecida a la de éste y a la del hombre que había cobrado a Alberto el billete para Laponia...

El joven del albornoz blanco no estaba en la góndola ni en el muelle.

-¡Norma! ¡Norma! -seguía gritando Serafín.

La desconocida agitó su pañuelo.

Serafín, ebrio, loco, fuera de sí, quiso arrojarse al agua para seguirla a nado.

Juan lo detuvo.

La góndola volaba como una gaviota, y poco después desapareció entre las crecientes sombras de la noche.

-¡Ahora sí que la pierdo de veras! -exclamó el artista, cayendo sin conocimiento en los brazos de Juan.

Alberto no sabía dónde estaba.

-¡Vamos! ¡Que son las ocho menos cuarto!... -decía desde su bote el marinero que ya conocemos.

-Vamos... -repetía otro barquero desde el suyo.

-Aquí el de Italia... -exclamaba el primero.

-Aquí el de Laponia... -gritaba el segundo.

-¿Cuál de ellos? -preguntaba muy apurado el mozo de la fonda.

-¡Torpe! -exclamó el marinero, saltando otra vez a tierra-. -Éste a Italia, y éste a Laponia; éste a Laponia, y éste a Italia- ¡Eh, Frasquelo! Toma el billete de ese señorito, y dáselo tú mismo al Capitán, que su merced va malo. ¡Aquí, mi amo! ¡Venga su merced conmigo!... ¡A ver! ¡El billete de mi amo!

-Este es... ¡En marcha!- ¡Boga!

-¡Adiós, Alberto!

-¡Adiós, Serafín!

Así tartamudearon los dos amigos, bamboleándose al desenredar su último abrazo, después de lo cual volvieron a quedar sin sentido, o sea en la postración absoluta que sigue a los arrebatos de la borrachera.

Los marineros lo dispusieron, pues, todo por sí mismos, repitiendo su frase sacramental:

-Éste a Italia, y éste a Laponia; éste a Laponia, y éste a Italia.

Creemos inútil decir que fue necesario coger en brazos a los dos héroes para embarcarlos en los botes.

Bogaron éstos, y a los pocos segundos se perdieron entre el cielo, el mar y el espacio, que, confundidos en la obscuridad de la noche, formaban ya un inmenso caos de impenetrables tinieblas.