El final de Norma: Epílogo
I
editarVeinte días después, a quinientas leguas de Silly, al mediar una hermosa noche de verano, en medio del mar, sentados en la cubierta de la Matilde, solos, a la luz de la luna, enlazadas las manos, mirándose con idolatría, Brunilda y Serafín entablaron este diálogo:
-¡Te adoro!
-¡Te adoro!
Alberto, asomado por una escotilla, veía aquel cuadro de santo amor, de dulce esperanza, de casto delirio, y decía para su coleto:
-¡Diablo!... ¡He aquí a todo un rey... muerto de envidia!...
Y volvió a su cámara, murmurando:
-¡Matilde! ¡Matilde! ¡Yo también te adoro! ¿Por qué no he de poder decírtelo?
El conde Gustavo se paseaba por el alcázar de popa.
II
editarHan pasado dos meses.
Estamos en Sevilla.
En cierta hermosa casa de la calle de la Cuna hay una esplendente fiesta.
Se celebran las bodas de Serafín con la Hija del Cielo.
Son las doce de la noche.
Alberto acaba de bailar con la bella desposada, cuando se acerca a él nuestro músico, y le dice:
-Ven conmigo...
Y atraviesan el salón asidos del brazo.
Brunilda los sigue apoyada en José Mazzetti.
Todos los convidados van detrás de las dos parejas.
-¿Qué significa esta procesión? -pregunta Alberto a su amigo.
-¡Voy a premiarte! -contesta el feliz esposo.
Llegan a la puerta de una habitación.
El negrito Abén la abre de par en par, y aparece una capilla iluminada.
Un sacerdote se adelanta seguido de una mujer bellísima, radiante de felicidad.
Es Matilde.
-¡Arrodíllate! -le dice Serafín a Alberto.
El joven duda, vacila, llora... y cae de hinojos.
Serafín besa aquellas lágrimas.
-Son hermanas de las que tú enjugaste cierto día... -dice derramando otras nuevas.
Y todos se arrodillan.
El sacerdote enlaza las manos de Alberto y de Matilde y las une para siempre.
Concluida la ceremonia, dice Serafín a su amigo:
-Matilde acaba de celebrar sus primeras nupcias... ¿Entiendes bien? Hazla tan dichosa como desgraciada la hubieras hecho hace algunos meses.
Alberto lo comprende todo y exclama:
-¡Diablo, hermano mío! ¡Diablo, por última vez! Te juro no viajar más, no hacer el amor sino a mi esposa, y no volver a decir diablo en lo que me queda de vida.
III
editarPocos meses después se presentó José Mazzetti en casa de Serafín, que vivía con Alberto y con las nuevas amigas Brunilda y Matilde, y habló de esta manera:
-Todos sois dichosos; todos habéis hallado la recompensa de lo que sufrimos hace un año... ¿Y yo, Serafín? ¿y yo?
-Dime qué quieres tú...
-Quiero que Brunilda cante la Norma en mi beneficio.
IV
editarCelebradas las bodas, el señor Gustavo se volvió a Silly, a cuidar de las inmensas riquezas de Brunilda.
V
editarEs el 15 de Abril, aniversario de aquella noche en que cantó Brunilda la Norma, y Serafín tocó la parte de concertino y juntamente dirigió la orquesta.
Han dado las diez y media de la noche.
El público del Teatro Principal de Sevilla está oyendo el final de Norma.
Lo canta la Hija del Cielo.
Serafín la acompaña como un año antes.
Alberto, Matilde y su respetable tía están en el mismo palco que ocupaban entonces el joven del albornoz blanco y el conde Gustavo de Silly.
José Mazzetti se agita en una butaca cerca de la orquesta, volviéndose a veces para contar con la vista los espectadores y calcular el importe de la entrada.
El coliseo está lleno completamente.
Serafín y su esposa son colmados de aplausos y de coronas.
José Mazzetti es también dichoso.
VI
editarA la salida del teatro recordó Alberto que el joven del albornoz blanco, o sea Rurico de Cálix, o mejor dicho, Óscar el Encubierto, lo había emplazado para aquel día, para aquella hora, en la orilla del Guadalquivir, y le ocurrió la humorada de acudir a la cita, aunque sabía que su adversario no podía comparecer, pues que lo había visto enterrar en el foso del castillo de Silly.
Despidiose de su esposa y de sus amigos, diciendo que volvía pronto, y se dirigió al sitio concertado.
Alberto no era supersticioso; pero, según se aproximaba al río, se iba arrepintiendo de su pesada broma.
-¡Diablo! -murmuraba-. Diré «Diablo» ahora que nadie me oye. ¡Ese pirata es capaz de resucitar para acudir a la cita!
Llegó, al fin, al mismo punto donde un año antes habló con el desconocido, y se paró a encender un cigarro.
En esto sintió leve rumor en el agua.
El joven se estremeció y miró al río.
Hacía luna.
Alberto distinguió a su incierta claridad un bote que se acercaba hacia aquel sitio.
-¡Diablo! -exclamó, sintiendo frío en los huesos.
Pasado un momento, empezó a percibir una figura blanca sobre el fondo obscuro del barco.
El joven retrocedió.
La aparición siguió aproximándose.
Alberto vio entonces perfectamente que el hombre que gobernaba la barca vestía un albornoz blanco exactamente igual al que usaba el difunto noruego.
-¡Él es! -pensó el esposo de Matilde-. ¿No murió del todo, o ha resucitado?
Y trémulo, despavorido, montó sus pistolas.
El hombre del albornoz blanco saltó a tierra.
Alberto vaciló un momento; luego se decidió y se arrojó sobre el aparecido.
-¡Ladrones! -gritó el de lo blanco.
-¿Quién eres? -preguntó el joven, apuntándole al pecho.
-¡Señor... soy un pobre barquero con mucha familia!
Alberto lo miró entonces atentamente, y vio que, en efecto, era un tosco pescador.
-¿De dónde has sacado ese disfraz? -preguntó el joven con un resto de duda.
-¡Señor... me lo encontré el año pasado, tal noche como ésta, ahí... en medio del río!
-¡Soy un imbécil! -exclamó Alberto, guardando las pistolas-. Este albornoz blanco es el que nuestro pirata echó al Guadalquivir aquella noche... Perdone usted, buen hombre... -añadió.
Y le llenó de plata la mano, pidiéndole en cambio aquella estropeada vestimenta.
El barquero aceptó el trato con regocijo.
Alberto volvió a su casa, y mostró su trofeo a los asombrados ojos de Brunilda y Serafín.
Contó su cómica aventura, que arrancó varios estremecimientos a los recién casados, y ésta fue la última vez que hablaron en toda su vida de aquella larga serie de desgracias.
VII
editarHan transcurrido cuatro años.
Brunilda, Matilde, Serafín y Alberto recorren la Italia.
Sus hijos son muy hermosos y juegan juntos.
¡Dios los bendiga!