Y volvió, ¡rediel! ¿Pues no habia de volver?

Ir a Valencia y no entrar en aquel caserón cerca de los Juzgados era un hecho que, por lo absurdo, no habia pensado nunca que pudiera ocurrir.

Y alli iba todas las mañanas, a sufrir, reconociéndose cada vez más distanciado de aquella a quien tenia que llamar la señorita.

¿Dónde estaba ya aquel afán por hablar de las cosas de la barraca?

Entraba Nelet en la casa con la confianza de siempre, pero notando en torno de él un ambiente de frialdad e indiferencia. Era el femater, y nada más.

Algunas veces intentó resucitar en Maria el entusiasmo por la pasada vida, hablándole del ama y de su familia, que tanto la amaban; de aquella barraca en la que todos pensaban en ella; pero la joven oíale con cierto malestar, como si le causara repugnancia la rusticidad de los de allá.

¡Ah pobre Nelet! Decididamente le habian cambiado su Marieta. En aquella adorable muñeca no habia nada que vibrase al recuerdo del pasado. Parecia que en su cabeza, al cubrirse con el peinado de mujer, se habian desvanecido todos los sueños de poesia campestre.

Tenia el pobre muchacho que contentarse sosteniendo largas conversaciones con la churra, en aquella cocina a la que llegaba el tecleo monótono de la señorita, que estudiaba sus lecciones en el piano del salón. Aquellas escalas, incoherentes y pesadas, se le metian en el alma, conmoviéndole más que las melodias del órgano de la iglesia de Paiporta.

Y, para colmo de sus penas, la criada no sabia hablar más que de don Aureliano, un personaje que preocupaba a Nelet y al que acabó por conocer deteniéndose un dia en la puerta del despacho del escribano.

Era un jovencillo pálido, rubio, enclenque, con lentes de oro y ademanes nerviosos; un abogado recién salido de la Universidad, que se preparaba con la práctica para ser habilitado de don Esteban, ansiosos de descanso, y que, al fin, acabaria por hacerse dueño del despacho.

¡Y que parase ahi ! Esto no lo decia el pobre femater, pero lo pensaba con la confusión propia de su caletre. Aquel barbilindo, que tenia cinco o seis años más que él, era una espina que llevaba clavada en el corazón.

Deseoso de reconquistar el afecto de la señorita, Nelet multiplicaba sus obsequios con tanta rudeza como buena voluntad.

El jamelgo llegaba muchas veces a Valencia con los serones llenos de frutas o frescas hortalizas; los campos del camino temblaban al verle venir, temiendo su loca rapiña, su inmoderado afán de obsequiar, sin acordarse que hay dueños en el mundo y guardas que pueden pegar una paliza; pero tanto sacrificio no merecia más que alguna automática sonrisa o un «¡gracias!», como se da a cualquiera, y los regalos iban a la cocina, sin alcanzar otros elogios que los de la churra.

En cambio, sobre la mesa del comedor, o en el salón, sobre el piano, todas las mañanas veia el pobre Nelet ramos de flores frescas recién traidas del mercado, que Maria aspiraba con pasión de mujer que despierta, como, si en vez de perfume de jardines, aspirase otro que llegaba más directamente a su corazón.

Eran regalos del tal don Aureliano, de aquel danzarin, para quien resultaba ya estrecho el despacho, y con la pluma tras la oreja y fingiendo mil pretextos, se metia hasta en la cocina sólo por ver un instante a Maria y cruzar una sonrisa.

¡Y cómo se coloreaba el semblante de ella..., Cristo!

Toda la sangre moruna que el huertano tenia en su atezado cuerpo inflamábase ante aquel don Aureliano, que era casi de su edad y del que no le separaba más que su categoria de señorito.

Nelet, a los dieciséis años, comprendia ya el motivo de que los hombres se cieguen y vayan a presidio.

Lo único que le detenia era la certeza de que don Esteban, el terrible ogro, apreciaba a aquel pisaverde y le irritaria cuanto hiciese en su daño.

Además, se consolaba con la esperanza de que todas sus rabietas carecian de fundamento. Nada de extraño tenia que el abogadillo buscase a Marieta. ¡Era tan bonita y tan buena! Pero de seguro que ella no le hacia gran caso; Nelet tenia la certeza de esto y también de que la frialdad de su antigua hermana no pasaba de ser una mala racha, un caprichito como los que tenia de niña allá en la barraca, donde tanto le martirizaba con su mal genio.

¡Pues no faltaba más que ella resultase una ingrata con tanto como la amaban allá, en Paiporta, y él sobre todos!

Una mañana entró en la casa encontrando la puerta abierta. La churra no estaba en la cocina. En el despacho leia don Esteban con la nariz casi pegada a unos autos, y en el salón sonaba el monótono tecleo, formando escalas cada vez más perezosas y desmayadas.

Entró con su paso cauteloso de morisco, que aún hacian más imperceptibles las ligeras alpargatas, y al reflejarse su figura en un espejo como silenciosa aparición. Maria dió un grito de sorpresa y de miedo.

Alli estaba el maldito abogadillo de los lentes de oro, casi doblado sobre el piano, al lado de Maria, como si fuese a volver una hoja del cuaderno que ocupaba el atril, pero con la cabeza tan junta a la de la joven que parecia querer devorarla.

¡ Rediel! ... ¿Para cuándo eran las bofetadas?

Y lo peor fué que Maria, aquella Marieta que un año antes le trataba a cachetes como traviesa y cariñosa hermana, aquella a la que nunca quiso comparar con su madre, temiendo que ésta resultase menos querida, lo miró fijamente en un relampagueo de odio y se puso en pie con el ademán de una señora bien segura de la sumisión de su siervo.

¿Qué buscaba alli? En la cocina tenia a la criada. ¿No podia estudiar tranquila un rato?

Nunca pudo recordar Nelet cómo salió del salón. Debió de retroceder cabizbajo y vacilante, como una bestia herida. Le zumbaban los oidos, su cara quemaba, y pensando en aquel otro que se quedaba tranquilo y satisfecho junto al piano, repetiase mentalmente: «¡Dios mio, qué vergüenza!»

Estaba inmóvil en mitad del corredor que conducía al salón, con el rostro en la pared, como si quisiera incrustarlo en ella, cegar para siempre, y aun así, todavía recibió el último latigazo, oyendo la vocecilla del de los lentes de oro.

-¡Moscón más pesado! Ese muchacho parece que me odie, que nos persiga como si sintiera celos.

-¡Qué idea! Es el hijo de mi nodriza: un infeliz, un bruto..., pero con buen corazón.

Y, tras breve pausa, sonaron, amortiguados por los cortinajes, dos chasquidos leves y misteriosos, que los sintió Nelet como un par de puñaladas. Tal vez era el piano que crujía o la hoja del cuaderno que se doblaba; pero el pobre muchacho, después de un instintivo impulso de correr hacia el salón con los puños cenados, huyó, dejando el capazo en la cocina como tarjeta de visita, y ya en la calle arreó su jaco, con los serones vacíos, que salió trotando camino de la barraca.

Por tercera vez le robaban su Marieta: ya era bastante.

Ahora sólo tendría cariño para su madre; para aquellos terruños que apenas arañados correspondían a su caricia, cubriéndose con manto verde tercioplelo y regalándole el pan.

No volvió más a Valencia. Odiaba a la ciudad porque ella estaba allí.

Y como los fematers no pagan contribución directa, nadie se enteró de que en el gremio había una baja.

FIN