El falso Inca: 14
Carmen curó la herida de Luis Enríquez con agua de tusca y otras hierbas medicinales, y los tres fueron a refugiarse en una de las muchas aldehuelas abandonadas que había entre las breñas, pues sabido es que no sólo se despoblaban los valles por la invasión de los españoles, sino que también los indios acostumbraban cambiar con cierta frecuencia sus habitaciones, por lo que es hoy tan difícil calcular el número exacto de los calchaquíes.
La aldea, o más bien, las ruinas de la aldea, estaba en una altura, edificada en redondo, con pirca de piedras sueltas, y cercada de cardones y árboles espinosos. Allí durmieron, al abrigo de cualquier sorpresa, lejos como se hallaban de todo camino transitable. Cuando despertaron, el sol estaba alto ya.
-¿Qué hacemos aquí? -preguntó Enríquez-. ¡Vamos en busca de nuestros hermanos!...
-Ve tú -replicó Bohórquez-, y envíame algunos guerreros leales, pero en quienes yo pueda confiar de veras, para que formen mi guardia y me sirvan de mensajeros si es preciso. Tengo que meditar lo que conviene hacer en estas circunstancias...
-¡Meditar, meditar! -refunfuñó el mestizo-. ¡Lo necesario es obrar!...
Sin embargo, se marchó, en parte para cumplir los encargos de Bohórquez, en parte -y la principal-, para ponerse en contacto con los indios, cuyo único general era ya, probablemente... Bohórquez sentíase presa de horrible desaliento: su pobre cabeza de hablador y titiritero no podía abarcar el problema y hallarle una solución. Sólo pensaba en escapar: en escapar de los indios..., en escapar de los españoles.
Estaba entre dos fuegos: los calchaquíes, aunque dispersos y desmoralizados, lo matarían si lo encontraban en la inacción: los españoles, ansiosos de dar un terrible ejemplo, lo ahorcarían irremediablemente si llegaban a ponerle la mano encima. ¡Cuán lejos estaba el hábil embaucador que mareara y embriagara a Mercado y Villacorta con sus sueños de tesoros y conquistas! ¡Cuán lejos el elocuente jefe que prometía a los indios la victoria y la independencia! ¡Apenas si, entre aquellas ruinas de un pasado que no renacería jamás, quedaba el miserable Pedro Clavijo, el sobrino del gitano bellaco que lo trajo a América, el ahijado del ventero de la Quinga, el saltimbanqui jugador de manos y fullero, cuyas andaluzadas lograron embaucar a otros, pero no enaltecerlo a él, ni darle corazón ni talento!...
-Yo creo -tartamudeó aquel guiñapo de hombre, dirigiéndose a Carmen, después de larga meditación-, yo creo... que lo mejor sería pedir indulto...
-Pídelo -contestó la mestiza, aterrada también por el porvenir que se desarrollaba ante sus ojos.
-Ve a pedirlo, yo te aguardo aquí.
-¿A quién? -dijo Carmen, siempre abnegada y sumisa, dispuesta a sacrificarse cuantas veces se lo pidiera su amante.
-Al gobernador Mercado... Él no te niega nada.
-¡Voy! -contestó la mestiza, poniéndose en pie, y envolviéndose en su manto.
-¡No! ¡Espera! ¿Piensas dejarme solo? -dijo aterrado Bohórquez, tan pusilánime cuanto altivo se mostrara en la grandeza.
Carmen se volvió a sentar, y así pasaron las horas en silencio.
Por fin llegaron varios indios a ponerse a las órdenes del Inca, y Carmen partió.
El cerebro de Bohórquez trabajaba sin descanso, aguijoneado por la zozobra. No pudo comer de las provisiones que le llevaran los indios, y a cada instante se asomaba por las pircas, como si Carmen pudiera regresar tan pronto, o como si temiese algún ataque de sus enemigos. Los indios, armados de flechas y hondas, cuchicheaban entre sí, mirando a su jefe: pero no era por hostilidad; se preguntaban, sencillamente, ¡qué gran plan estaría madurando el Hijo del Sol!...
Así pasó un día. Así pasaron dos... Al tercero apareció Carmen, demudada, rendida de fatiga.
-El gobernador no puede indultarte -dijo.
-¡Cómo! -exclamó Bohórquez aterrado.
-¡No puede! Dice que tiene órdenes formales y terribles del virrey para prenderte y enviarte a...
-¡Antes moriré peleando! -gritó aquel pusilánime con un resto postrero de energía.
-Pero -agregó la mestiza-, Mercado añade que puedes pedir ese indulto a las autoridades superiores, y que él...
-¿Y que él? ¡Acaba!
-Que él puede concederte una tregua, mientras llega ese indulto o su negativa, si te comprometes a que los indios permanezcan entretanto tranquilos.
El rostro de Bohórquez se iluminó. ¡Aquello era la salvación o poco menos! En seguida despachó un propio a Mercado y Villacorta aceptando todas sus condiciones, bajo juramento, y otros a Chuquisaca y a Lima, solicitando su indulto, y diciendo que, una vez retirado él, no habría más guerra en Calchaquí...
Pero no contaba con Luis Enríquez. Éste había logrado reunir algunos restos dispersos de su ejército y se preparaba a continuar la guerra, con Bohórquez o sin él. Cuando supo -los indios lo sabían todo- los pasos que estaba dando el andaluz, precipitose a su escondrijo.
-¡Se dice que has pedido el indulto! -exclamó encarándose indignado con el Titaquín.
-¡Es verdad! Ya te hice comunicar que estamos en tregua. He pedido indulto para mí, para ti, para nuestros soldados.
-¡Yo no necesito indulto! -gritó Luis-. Eres un traidor, y merecerías morir como un traidor... Pero no quiero matarte, por esta mujer que vale más que tú... En cuanto a la tregua... -agregó bajando la voz y con actitud todavía más amenazadora.
-¿Qué piensas hacer? -balbució Bohórquez aterrado.
-¡Ya lo verás! ¡Apróntate para las consecuencias!
-¡Luis! ¡Luis! ¡No me traiciones! -suplicó el andaluz.
-¡Y tú te atreves a hablar de traición! -dijo Enríquez sonriendo por rara excepción y como prueba de supremo desprecio.
Luego, dirigiéndose a Carmen:
-Adiós, Carmen -dijo-; ten valor, pues lo necesitarás -y desapareció más que se retiró entre los matorrales y los riscos.
No tardó Bohórquez en conocer el significado de aquella amenaza. De todas partes le llegaban noticias aterradoras: Enríquez, con cien guerreros valerosos, había bajado por Tafí a la frontera de Tucumán e invadido el fuerte que custodiaba el capitán Juan de Ceballos Morales, haciendo gran estrago. Los españoles atribuían a Bohórquez aquel golpe de mano.
Entretanto, un destacamento de quinientos hombres, que también se decía mandado por el andaluz, sitiaba el fuerte de Andalgalá, defendido por el capitán Nieva y Castilla, mientras en la campaña se mataba, se incendiaba, se asolaba todo, interceptando convoyes de víveres, chasques con instrucciones, destacamentos pequeños de soldados...
Enríquez se multiplicaba, parecía estar en todas partes, enardecer a todos, conflagrar la tierra -del uno al otro extremo-. La guerra, sin Bohórquez, resultaba más terrible auún, porque era dirigida por un corazón valiente, y por una cabeza más robusta aunque de menos brillo exterior.
En la frontera de Rioja, y alrededor del valle de Famatina, los indios comprometidos preparaban un terrible golpe de mano, esperando solamente para su ejecución la llegada de Enríquez.
Intentaban sorprender, tomar y saquear la ciudad de La Rioja, caer en seguida de improviso sobre Londres, casi desamparada en aquellos momentos, y enseñorearse del país... Bohórquez lo supo merced a la indiscreción de uno de los pocos indios que aún lo veneraban, y para captarse la benignidad de los españoles, hizo llegar sigilosamente la noticia al gobernador de Rioja, don Diego Herrera y Guzmán. Traición tras traición, en serie interminable...
Herrera obró con el vigor y la rapidez que las circunstancias exigían. Reunió a media noche cuantas fuerzas pudo, armando hasta ancianos y mancebos, salió de la ciudad a marchas forzadas, y dos horas después de amanecer, cayó como un rayo sobre el descuidado pueblo de Anguinan, foco sin embargo de la insurrección, y tomando prisioneros a los caciques e indios, sin dejar a sus mujeres y a sus tiernos hijos, los rodeó de soldados en un fuerte, resuelto a hacer matar a todos, sin dejar uno, a la primera amenaza de afuera o de adentro... Así se salvaron Rioja, Londres y Andalgalá...
Entretanto, el virrey del Perú, conde Alba de Lista, había escrito al gobernador Mercado y Villacorta un oficio comunicándole que en vista de la necesidad de pacificar los valles calchaquíes, el real consejo otorgaba indulto a Bohórquez y sus partidarios, con tal que el caudillo se retirara del teatro de la guerra y las autoridades españolas tuvieran la evidencia de que así lo hacía. El pliego era llevado por un oidor del Perú, en persona, e iba acompañado de una carta confidencial...
Por intermedio de Carmen, que iba a menudo a buscar noticias del indulto, el padre Torreblanca, en nombre del gobernador, se puso de acuerdo con Bohórquez para tener una secreta entrevista con él.
Terrible fue aquel momento para el andaluz. El indulto no se le otorgaba sino a cambio de su libertad, única garantía suficiente para los españoles de que no volvería a agitar el país, apaciguado en apariencia, después del golpe de mano de Anguinan.
-Tu encarcelamiento será momentáneo -dijo el persuasivo padre Torreblanca-; estarás en Salta, en buenas condiciones, hasta que se te pueda pasar al Perú, de donde seguramente se te embarcará para Europa. ¡Basta de aventuras tan terribles, hijo mío! ¡Sólo la Santa Virgen del Valle ha podido salvarte de la horca!...
Mucho se resistió Bohórquez, pero al fin tuvo que ceder, pues no veía otro camino de salvación: ponerse de nuevo al frente de los indios sería desafiar quizás las iras de éstos, y renunciar definitivamente al perdón de los españoles, que no le darían cuartel. Cuando dijo a Carmen que iba a entregarse, la mestiza se echó a llorar.
-¡El taita te engaña! -exclamó-. ¡Te llevan para matarte!... Pero yo te salvaré.