El establo de Eva


Siguiendo con mirada famélica el hervor del arroz en la paella, los segadores de la masía, escuchaban al tío Correchola, un vejete huesudo que enseñaba por la entreabierta camisa un matorral de pelos grises.

Las caras rojas, barnizadas por el sol, brillaban con el reflejo de las llamas del hogar: los cuerpos rezumaban el sudor de la penosa jornada, saturando de grosera vitalidad la atmósfera ardiente de la cocina, y a través de la puerta de la masía, bajo un cielo de color violeta en el que comenzaban a brillar las estrellas, veíanse los campos pálidos e indecisos en la penumbra del crepúsculo, unos segados ya, exhalando por las resquebrajaduras de su corteza el calor del día, otros con ondulantes mantos de espigas, estremeciéndose bajo los primeros soplos de la brisa nocturna.

El viejo se quejaba del dolor de sus huesos. ¡Cuánto costaba ganarse el pan! ... Y este mal no tenía remedio: siempre existían pobres y ricos, y el que nace para víctima tiene que resignarse. Ya lo decía su abuela: la culpa era de Eva, de la primera mujer... ¿De qué no tendrán culpa ellas?

Y al ver que sus compañeros de trabajo -muchos de los cuales lo conocían poco tiempo- mostraban curiosidad por enterarse de la culpa de Eva, el tío Correchola comenzó a contar, con pintoresco valenciano, la mala partida jugada a los pobres por la primera mujer.

El suceso se remontaba nada menos que a algunos años después de haber sido arrojado del Paraíso el rebelde matrimonio, con la sentencia de ganarse el pan trabajando.

Adán se pasaba los días destripando terrones y temblando por sus cosechas; Eva arreglaba, en la puerta de su masía, sus zagalejos de hojas..., y cada año un chiquillo más formándose en tomo de ellos un enjambre de bocas que sólo sabían pedir pan, poniendo en un apuro al pobre padre.

De cuando en cuando revoloteaba por allí algún serafin, que venía a dar un vistazo al mundo para contar al Señor cómo andaban las cosas de aquí abajo después del primer pecado.

-Niño!... ¡Pequeñín! -gritaba Eva con la mejor de sus sonrisas-. ¿Vienes de arriba? ¿Cómo está el Señor? Cuando le hables, dile que estoy arrepentida de mi desobediencia... ¡Tan ricamente que lo pasábamos en el Paraíso!... Dile que trabajamos mucho, y sólo deseamos volver a verle para convencernos de que no nos guarda rencor.

-Se hará como se pide -contestaba el serafín.

Y con dos golpes de ala, visto y no visto, se perdía entre las nubes. Menudeaban los recado s de este género, sin que Eva fuese atendida. El Señor permanecía invisible, y según noticias, andaba muy ocupado en el arreglo de sus infinitos dominios, que no le dejaban un momento de reposo.

Una mañana, un correveidile celeste se detuvo ante la masía.

-Oye, Eva: si esta tarde hace buen tiempo, es posible que el señor baje a dar una vueltecita. Anoche, hablando con el arcángel Miguel, preguntaba: «~,Qué será de aquellos perdidos?»

Eva quedó como anonadada por tanto honor. Llamó a gritos a Adán, que estaba en un bancal vecino doblando, como siempre, el espinazo. ¡La que se armó en la casa! Lo mismo que en víspera de la fiesta del pueblo, cuando las mujeres vuelven de Valencia con sus compras. Eva barrió y regó la entrada de la masía, la cocina y los estudis; puso a la cama la colcha nueva, fregoteó las sillas con jabón y tierra, y entrando en el aseo de las personas, se plantó su mejor saya, endosando a Adán una casaquilla de hojas de higuera que le había arreglado para los domingos.

Ya creía tenerlo todo corriente, cuando le llamó la atención el griterío de su numerosa prole. Eran veinte o treinta..., o Dios sabe cuántos. ¡Y cuán feos y repugnantes para recibir al Todopoderoso! El pelo enmarañado, la nariz con costras, los ojos pitarrosos, el cuerpo con escamas de suciedad.

-,Cómo presento esta pillería -gritaba Eva-. El Señor dirá que soy una descuidada, una mala madre... ¡Claro, los hombres no saben lo que es bregar con tanto chiquillo!

Después de muchas dudas, escogió los preferidos (qué madre no los tiene!), lavó los tres más guapitos, y a cachetes llevó hasta el retablo a todo aquel rebaño triste y sarnoso, encerrándolo, a pesar de sus protestas.

Ya era hora. Una nube blanquísima y luminosa descendía por el horizonte, y el espacio vibraba con rumor de alas y la melodía de un coro que se perdía en el infinito, repitiendo con mística monotonía:

¡Hosanna!, ¡hosanna!...Ya echaban pie a tierra, ya venían por el camino, con tal resplandor que parecía que todas las estrellas del cielo habían bajado a pasear por entre los bancales de trigo.

Primero llegó un grupo de arcángeles: el piquete de honor. Envainaron las espadas de fuego, dirigieron unos cuantos chicoleos a Eva, asegurando que por ella no pasaban años y aún estaba de buen ver, y con marcial franqueza se esparcieron después por los campos, subiéndose a las higueras, mientras Adán maldecía por lo bajo, dando ya por perdida su cosecha.

Después llegó el Señor: las barbas de resplandeciente plata, y en la cabeza un triángulo que deslumbraba como el sol. Tras él, San Miguel y todos los ministros y altos empleados de la corte celestial.

Acogió el Señor a Adán con una sonrisa bondadosa, y a Eva le dió un golpecito en la barba, diciéndole:

-¡Hola, buena pieza! ¿Ya no eres tan ligera de cascos?

Emocionados por tanta amabilidad los esposos ofrecieron al Señor una silla de brazos. ¡Qué silla, hijos míos! Ancha, cómoda, de algarrobo fuerte, y con un asiento de trencilla de esparto del más fino, como la pueda tener el cura del pueblo.

El Señor arrellanado muy a su gusto, se enteraba de los negocios de Adán, de lo mucho que le costaba ganar el sustento de los suyos.

-Bien, muy bien -decía-. Esto te enseñará a no aceptar los consejos de tu mujer. ¿Creías que todo iba a ser la sopa boba del Paraíso? Rabia, hijo mío; trabaja y suda; así aprenderás a no atreverte con tus mayores.

Pero el Señor, arrepentido de su rudeza, añadió con tono bondadoso:

-Lo hecho, hecho está, y mi maldición debe cumplirse. Yo sólo tengo una palabra. Pero ya que he entrado en vuestra casa, no quiero irme sin dejar un recuerdo de mi bondad. A ver, Eva: acércame esos chicos.

Los tres arrapiezos formaron en fila frente al Todopoderoso, que los examinó atentamente un buen rato.

-Tú -dijo al primero, un gordiflón muy serio, que le escuchaba con las cejas fruncidas y un dedo en la nariz-, tú serás el encargado de juzgar a tus semejantes.

Fabricarás la ley, dirás lo que es delito, cambiando cada siglo de opinión, y someterás todos los delincuentes a una misma regla, que es como si a todos los enfermos los curasen con el mismo medicamento.

Después señaló al otro, un morenito vivaracho, siempre con un palo para sacudir a sus hermanos.

-Tú serás un guerrero, un caudillo. Llevarás tras de ti a los hombres como el rebaño que marcha al matadero, y, sin embargo, te reclamarán: la gente, al verte cubierto de sangre, te admirará como un semidiós. Si los otros matan, serán criminales; si tú matas, serás héroe. Inunda de sangre los campos, pasa los pueblos a hierro y fuego, destruye, mata, y te cantarán los poetas y escribirán tus hazañas los historiadores. Los que sin ser tú hagan lo mismo, arrastrarán cadenas.

Reflexionó el Señor un momento, y se dirigió al tercero.

-Tú acapararás las riquezas del mundo, serás comerciante, prestarás dinero a los reyes, tratándolos como iguales, y si arruinas a todo un pueblo, el mundo entero admirará tu habilidad.

El pobre Adán lloraba de agradecimiento, mientras Eva, inquieta y temblorosa, intentaba decir algo, si decidirse a ello. En su corazón de madre se agitaba el remordimiento; pensaba en los pobrecitos encerrados en el establo que iban a quedar excluídos del reparto de mercedes.

-Voy a enseñárselos -decía por lo bajo a su marido.

Y éste, tímido siempre, se oponía murmurando:

-Sería demasiado atrevimiento. Se enfadará el Señor.

Justamente, el arcángel Miguel, que había venido de mala gana a la casa de aquellos réprobos, daba prisas a su Amo.

-Señor, que es tarde.

El Señor se levantó; la escolta de arcángeles, bajando de los árboles, acudió corriendo para presentar armas a la salida. Eva, impulsada por su remordimiento, corrió al establo, abriendo la puerta.

-Señor, que aún quedan más. Algo para estos pobrecitos.

El Todopoderoso miró con extrañeza aquella caterva sucia y asquerosa que se agitaba en el estiércol como un motón de gusanos.

-Nada me queda que dar –dijo-. Sus hermanos se lo han llevado todo. Ya pensaré, mujer; ya veremos más adelante.

San Miguel empujaba a Eva para que no importunase mas al Amo; pero ella seguía suplicando:

-Algo, Señor; dadles cualquier cosa. ¿Qué van a hacer estos pobres en el mundo?

El Señor deseaba irse, y salió de la masía.

-Ya tienen destino –dijo a la madre. Estos se encargarían de servir y mantener a otros.

-Y de aquellos infelices –terminó el viejo segador-, que nuestra primera madre ocultó en el establo, descendemos nosotros que vivimos sobre la tierra.


FIN