El escapulario (Reyes)

​El escapulario​ de Arturo Reyes


I editar

Penetró Pedro el Áncora en la vivienda del señor Frasquito el Levantino, y tras dar los buenos días a Ángeles, que, sentada junto a la ventana, entreteníase en componer un trozo de malla, se dejó caer frente a ella sobre un tosco taburete.

La luz del día, penetrando por la entreabierta ventana, iluminaba la habitación, en la cual, además del humilde mobiliario, consistente en una mesa de pino, varias sillas y un viejo aparador con cortinas azules, veíanse algunos enseres de pesca, varios remos apoyados contra uno de los ángulos, y dando una nota risueña al conjunto, un pájaro, que cantaba en una jaula de alambre, y dos macetas de geranios en flor, que decoraban el alféizar de la ventana, junto a la que cosía la unigénita del Levantino, la cual contestó al poco expresivo saludo del recién llegado con una apenas perceptible inclinación de cabeza.

Sacó aquél de uno de los grandes bolsillos de la amplia blusa una enorme pipa, y tras encenderla con toda parsimonia y arrojar algunas bocanadas de humo.

-Y su padre, ¿por dónde anda? -preguntó a la muchacha.

-A ca del Chumacera ha dío -repúsole Ángeles sin levantar la cabeza.

-¿Tardará?

-Creo que sí.

-¿Te incomodo?

-¿A mí, por qué?

Un nuevo embarazoso silencio sucedió al breve diálogo, silencio que fue Pedro el primero en romper, diciendo a la muchacha con acento suplicante:

-Qué, ¿me das, por fin, u no me das el escapulario?

Sostuvo aquélla la mirada con retadora expresión, y

-No, no te lo doy -le repuso con voz enérgica-. Ya te lo he dicho muchas veces: no te lo doy poique ese escapulario no lo bordaron las manos mías pa que seas tú el que se lo cuelgue al cuello. -¿Ese lo has bordao pa que sea el que se lo cuelgue Antoñuelo el Gaviota?

-Ni él, ni tú ni nadie. Pero manque fuera asín, manque fuera pa él, ¿qué te importa a ti ni a nadie que yo se lo dé a quien a mí me dé la repontentísima gana?

-¡Pus no se me ha de importar! -exclamó Pedro, acercándose a la muchacha y pretendiendo coger una de sus manos, que ella hurtó rápida de entre las suyas-. ¡No me ha de importar! Demasiao sabes tu que tú eres la única mujer que a mi se me ha metío en lo más rejondo del pecho con toíto su velamen. ¿No me ha de importar si lo único que yo coício es tirar alguna vez el ancla en esa badía de náca, aonde yo tengo cimentás toítas mis ilusiones?

Y la voz de Pedro resonó apasionada y vibrante.

Ángeles le miró con turbada expresión, y

-Pero ¿por qué te empeñas -le dijo, tras algunos instantes de silencio- en lo que no puée ser? ¿Crees tú que en el corazón se manda? En el corazón no manda más que el que Dios dispone que mande, y ¿qué se le va a jacer si Dios le dijo a mi corazón que sólo te quisiera a ti como se quiere a un amigo?

-Pero manque sea asín, ¿me quiées dicir tú qué es lo que tiée Joseíto más que yo pa que sea él quien se cuelgue al cuello el escapulario?

-¿Y qué tiées tú más que él pa que seas tú el que se lo cuelgue? -exclamó Ángeles con voz ligeramente irritada.

Pedro la miró con expresión casi amenazadora, y ...

-Pos mira -le dijo con voz seria-, lo que yo te juro a ti que lo que es ese escapulario no ha de ser el Gaviota el que se lo cuelgue. ¿Tú te enteras?

-Pus me lo colgaré yo- dijo Ángeles algo intimidada por la mirada de su enamorado.

-No, ni tú ni él, que Dios mediante voy a ser yo el que se lo va a colgar, que quieras tú u que no quieras.

-Me paece a mi que eso lo has ensoñao tú esta noche u que te has alevantao con algo de calentura tú hoy.

-Yo no sé si tendré u no tendré calentura -exclamó, clavándose las uñas en las palmas de las manos, el Áncora-, que lo que yo te digo es que esta noche necesito yo que tú me mandes el escapulario a mi misma casa, porque si no me lo mandas...

-Sino te lo mando, ¿qué?

-Si no me lo mandas, bien pudiera pasar que aluego te arrepintieras.

Y dando media vuelta salió Pedro bruscamente de casa del señor Paco el Levantino, haciendo palidecer a la enamorada de Antoñuelo el Gaviota.



II editar

El señor Frasquito penetró en ella con aspecto malhumorado, y arrojando la gorra de hule sobre una silla, sentóse en la banqueta, con la frente fruncida, mientras Ángeles le miraba con interrogadora expresión.

-Pero ¿se puée saber qué es lo que le pasa a usté, padre? -le preguntó ésta, tras algunos instantes de silencio, acercándose a él en humilde actitud.

Miró a su hija el Levantino con extraña expresión y en silencio durante algunos momentos, y le preguntó después con acento desabrido:

-¿Sabes tú lo que acaba de decirme el Áncora al salir de ca del señor Pepe el Chumacera?

-¿Yo? -balbució la muchacha, encogiéndose de hombros y palideciendo ligeramente.

-Pos lo que me ha dicho ha sío...

Y el viejo se detuvo, como si no se atreviera a repetir lo que el Áncora le dijera.

-Pero ¿qué ha sío lo que le ha dicho a usté ese hombre? -le peguntó Ángeles al ver la indecisión retratarse en su rostro bronceado.

-Pos lo que me ha dicho ha sío... ¡mal sudeste le coja y lo tumbe y lo convierta en salitre! ¡Pos no me ha dicho que sa menester que tú te cases con él antes que llegue el verano!

-¡Yo casarme con el Áncora! Antes me tiro a la mar en un día de resaca.

-¡Eso mismito le respondí yo..., eso mismito..., y que como güerva a platicarme tan altillo de tono como hoy me ha platicao, lo cojo y no le va a quear ni foque ni mesana! Lo malo es que endispués me miró de un mó... -y tras algunos instantes de silencio, continuó el viejo-. Y como mentó a nuestro Tobalo, me paece a mí que a ése voy a tener yo que cogerle por el mascarón de proa y que jacerlo masilla pa los chambeles.

-Pero, ¿qué ha sío lo que el Áncora ha dicho de mi hermano?

-Pos decir mismamente no ha dicío na; pero algo dijo que yo no entendí, pero pa mí que sabe aónde está escondío nuestro Tobalo, y como ése es mu capaz de darle el soplo al comandante del puesto...

-Pero ¿usté cree capaz al Áncora de jacer esa porquería?

-Yo no sé; él nunca ha jecho ninguna de esas charranás, pero un pare como ahora paece que está tan arrancao por ti, y como sigún parece, ha sío tanto lo que le ha escocío lo que yo le he contestao...

-Oiga usté, y si Pedro da el soplo y cogen a mi hermano, ¿qué le puée pasar a mi hermano?

-Si le cogen... Vamos, mujer, que se me abren las carnes na más que de pensarlo... Yo no sé..., hija mía, pero el Cuco sigue mu malito, y el méico ice que es mu posible que no puea alevantar más el ala, y si no alevanta más el ala...

Padre e hija quedaron sombríamente meditabundos durante algunos instantes, y

-¿Cuánto tiempo tardará todavía en poer dirse al Brasil mi hermano? -preguntó a su padre la muchacha.

-En cuantito acabe de cargar el bergantín El Valiente.

-Pero ¿cuánto tiempo cree usté que tardará entoavía en poer izar el ancla ese barco?

-Pos yo creo que será cuestión de quince días, a lo más tardar.

-Pos no se apure usté entonces, padre -dijo Ángeles tras algunos instantes de meditación-; no se atosigue usté, que to se podrá arreglar cantando yo la gallina -y después murmuró sombríamente-: Lo malo será que se entere el Gaviota.

-Pero ¿qué es lo que tú estás diciendo del Gaviota?

-Pos na, que Pedro ha jecho cuestión de amor propio que yo le dé el escapulario que acabo de bordar pa Antonio, y que yo se lo voy a dar pa que el hombre se salga con su cabezoná alante.

-Pero,¿qué va a decir Antoñuelo?

-No sé, allá veremos. Pero lo primero es atar a ese mal bicho, no sea cosa de que vaya a tener un mal pensamiento; que aluego cuando ya mi hermano esté en alta mar, entonces haré yo que ese mozo se entere de lo muncho que le estimo.

-Pero ¿tú le vas a decir al Gaviota lo que pasa?

-No, poique si el Gaviota se entera de las amenazas del otro, va a ser más peor el del Poniente que el temporal de Levante.


III editar

-¡Cía babor, avante estribor!

Los remeros, obedientes a la voz del patrón, hundieron los remos en las aguas espumeantes...

El mar sacudía sus hirvientes olas con furor creciente; el viento azotaba como con invisibles látigos el dorso de las olas que se encrespaban al poderoso castigo; en el cielo amontonábanse las nubes cerrando el paso a los rayos del sol, que ponía en ellas fantásticos cárdenos matices de un fulgor amarillento.

El timonel, firme en su lugar, calada la gorra hasta los ojos, parecía adherido al barco; los remeros se encorvaban y desencorvaban jadeantes; la barca avanzaba lentamente entre remolinos de espuma.

-Mala cara presenta esto -dijo el Áncora, dirigiéndose al patrón al mismo tiempo que ponía su mirada en la imponente lejanía.

Aquél no le contestó, y asiéndose al cordaje, puso una interrogadora mirada en los confines más remotos.

El Gaviota, próximo también al patrón, contemplaba ensimismado y sombrío la imponente perspectiva.

-Oye tú, Cayetano -gritó de pronto el patrón, acercándose al timonel-, ¿podríamos meternos en la Cala del Almejero?

El timonel arrojó en torno suyo una mirada exploradora.

-Poique me parece -continuó el patrón, siempre gritando para poder dominar los agudos silbos del viento y el rugir de las olas- que esto va tomando malas jechuras y que el Sudeste viée cargao de muchísimas esazones.

-Probaremos.

-A ver, muchachos, tos a los remos -gritó el patrón, empuñando la bocina.

Momentos después la barca acercábase a la costa en dirección a la Cala del Almejero.

-Yo no me atermino -gritó de pronto el timonel, al ver cómo las olas revolvíanse como formidables reptiles en torno de las rocas que a flor de agua defendían parte de la costa en peligrosas rompientes.

El patrón empujó de modo brusco al timonel, colocándose en su puesto, no sin gritar antes con voz poderosa:

-¡Avante, muchachos, duro y avante!

Los remeros, apercibidos de lo grave del paso que se disponía a dar el patrón, hicieron crujir los remos al tremendo ímpetu de sus brazos.

La barca avanzó lentamente por entre los torbellinos que formaba el oleaje entre las piedras.

-No puée ser, patrón, no puée ser. Vamos a embarrancar -gritó el timonel con acento estridente.

Y en aquel instante un crujido inconfundible para los expertos oídos de los pescadores confirmó el terrible augurio; la barca pareció encabritarse como un corcel de carrera ante un precipicio, al embestir contra una de las rocas, y

-Hemos tocao -gritaron todos al unísono, inclinándose sobre la borda con el temor retratado en los curtidos semblantes.

Un instante, uno solo, cundió el pánico entre los tripulantes; pero después se impuso el ánimo esforzado de aquellos hombres habituados a disputar casi todos los días la existencia a las olas en las más trágicas lides.

La barca, tras aquel a modo de salto sobre el escollo, había quedado como enclavada en una enorme hendidura; frente a ella otros remolinos delataban otros escollos, y allá, algo más distantes, divisábanse las aguas mansas de la cala, defendida por la escollera.

El viento seguía presagiando cada vez más lágrimas y catástrofes; las sombras del triste atardecer fundíanse con las amontonadas nubes que iluminaban los relámpagos; la tormenta dejaba oír sus imponentes rugidos; los marineros se despojaban presurosos de sus chamarretas dando al viento el pecho hercúleo y bronceado, sobre el que la fe había suspendido alguna que otra cruz, alguna que otra santa reliquia.

El Gaviota posó sus ojos en el Áncora y vio brillar en su pecho un flamante escapulario, todo bordado de oro y lentejuelas, aquel que él esperaba ver sobre el suyo como prenda de amor. Se demudó su semblante, y

-No, será otro -murmuró, acercándose a Pedro; pero la realidad se impuso de modo abrumador: el escapulario que aquél lucía sobre su pecho era el que él viera tantas noches en manos de la mujer querida, el que hubo de prometerle, mirándole con ojos llenos de pasión, la hija del Levantino.

-¿Qué quieres? -preguntó el Áncora al Gaviota al ver a éste contemplarle con expresión iracunda y amenazadora.

La barca crujía a los embates del mar, de modo cada vez más amenazador; el patrón meditaba con los brazos cruzados sobre el pecho y la desesperación retratada en el atezado rostro.

-¿Será menester tirarse a ganar la playa a fuerza de brazo? -le preguntó el timonel.

-Las olas nos jarían peazos contra la escollera -repúsole aquél, y tras breves instantes de silencio.

-Lo que sa menester -dijo con expresión fría y resignada- es que uno pruebe llevar un cabo -y después, dirigiéndose a sus cornpañeros, gritó-: A ver, muchachos, un cabo.

Un rumor de protesta brotó de todos aquellos pechos varoniles, y

-Ca, patrón, usté no -dijo el Áncora acercándosele rápido.

-¿Poiqué no? Si a mí me traga la mar, no se traga más que una quilla que está pidiendo a voces que la carenen.

Y el viejo empezó a despojarse rápidamente de su chaqueta de lona.

Pero antes de que el patrón hubiérase desnudado, Antoñuelo el Gaviota, que había estado oyendo el diálogo, cogió uno de los cabos arrollados en la popa y, antes de que pudieran darse cuenta de su decisión sus compañeros, lanzóse rápido y decidido en el hirviente oleaje.

Todos dejaron escapar un grito, y todos corrieron a la borda para ver al que por ellos se sacrificaba.

Este no tardó en reaparecer sobre la superficie del mar, y una nueva lucha titánica y desesperada dio comienzo entre el mar poderoso y embravecido y el hombre. El Gaviota avanzaba cortando ágil las imponentes olas, no sin que de vez en cuando alguna le envolviese en su inmenso torbellino; ninguno de los de la barca respiraba. Antonio siguió luchando contra el terrible enemigo con indómita pujanza durante algunos minutos.

Un grito, un vibrante grito de victoria, que brotó al unísono en todas las bocas de los que tripulaban la Santa Elena, dominó un punto los fragores del mar; el Gaviota desplomábase en aquel instante ensangrentado y maltrecho sobre la roca que acababa de escalar, y después, agotando, sin duda, sus últimos brios, incorporóse trabajosamente, y momentos después sujetaba a la roca el fuerte cabo que había de ser la salvación de todos sus compañeros.

Y una hora después, cuando todos ellos, en una de las concavidades de las rocas, apiñábanse los unos contra los otros para mejor resguardarse del viento huracanado y del frío intolerable, sintió Antonio posarse suave una mano sobre su hombro y escuchó una voz susurrante, la voz de Pedro el Áncora, que le decía a la vez que ceñíale al cuello el escapulario que para él bordara la hija del señor Paco el Levantino:

-Tómalo, que es tuyo. Ya te lo explicaré yo to, y perdóname, Antoñuelo, perdóname, que nadie está libre nunca de una mala tentación ni de una malita hora.