El escándalo :VIII

​El escándalo
Libro VIII - Los padrinos de Fabián​
 de Pedro Antonio de Alarcón
1875


Parte I. Donde el jesuita divaga y se contradice editar

-Muy buenos días, señor Fernández -profirió el discípulo de Loyola, sin sacar las manos de debajo del manteo-. ¿Qué tal se ha pasado la noche?

-¡Usted aquí -exclamó Fabián, creyendo que soñaba-. ¿Qué hora es?... ¿Y Lázaro? ¡Ah, se ha llevado todas mis cartas! ¡Consumóse mi sacrificio!... ¡Adiós, Gabriela mía!... ¡Adiós para siempre!

El padre Manrique aguardó a que el joven se calmara, y luego le dijo con fingida indiferencia:

-¿Pregunta usted por Lázaro? Precisamente salía de acá en el instante que yo iba a llamar a la puerta... ¡Por cierto que nos reconocimos en el acto, a pesar de no habernos visto nunca!... «¿Es usted el padre Manrique?» -me preguntó al encontrarse conmigo-. «¿Es usted Lázaro?» -le preguntaba yo al mismo tiempo-. Y nos pusimos a hablar como dos amigos de toda la vida... ¡Apreciable sujeto!

-¡Un santo, padre Manrique..., un santo! ¡Cómo lo envidio! ¡Él tiene todo el valor que a mí me falta!

-¿No se lo decía yo a usted? Y, a propósito: también conozco ya al hermano de Lázaro..., o sea al famoso marqués de Pinos y de la Algara... Cuando yo subía la escalera acompañado de nuestro Lázaro a secas (que había retrocedido para conducirme en busca de usted), tropezamos de manos a boca con el joven chileno, el cual me reconoció también inmediatamente. ¡Por lo visto, usted había pasado la noche buscándome amigos!... ¡Y qué amigos tan buenos!... Lázaro y el marqués se abrazaron cariñosamente al encontrarse, y acto continuo me dijeron ambos con igual ufanía: «¡Aquí tiene usted a mi hermano!...», lo cual me bastó para comprender (después de lo que usted me había contado) que aquellos jóvenes eran dos ángeles fuertes, vencedores de algún demonio que los había tenido separados mucho tiempo.

-¡Vencedores del demonio de la calumnia!, ¡vencedores de otra Gregoria! -prorrumpió Fabián-. ¡Lázaro había sido calumniado como yo!

-¡Lo mismísimo que me había figurado! Pero hablemos de usted...; pues ya me contará Lázaro su propia historia, y si no, me la referirá su hermano, que no tardará en subir en nuestra busca... Conque vamos a ver, mi querido Fabián: ¿cómo está ese espíritu? Yo no he podido dormir en toda la noche pensando en usted; y, no bien Dios echó sus luces, me dije: «Busquemos a nuestro pobre navegante..., y busquemos de camino a Lázaro...; pues indudablemente estarán juntos...» Y ¿querrá usted creerlo?, no bien llegué a este barrio, en que me dijo usted vivía su amigo, todo el mundo me dio razón de su casa... ¡Ah! ¡Cómo lo aman las gentes!... Y es que, a pesar de su reserva para ejercer la caridad, no hay quien ignore que gasta sus rentas en limosnas. «¡Es un santo!», me han dicho, como usted, cuantas personas se han enterado de que venía a esta casa.

Según costumbre, el padre Manrique estaba fingiendo que divagaba en su discurso; pero, en realidad, no perdía de vista su objeto. Era éste en aquel instante consolar y fortalecer a Fabián, y, la verdad sea dicha, lo consiguió mejor celebrando las virtudes de Lázaro que lo hubiera logrado por medio de exhortaciones directas.

Comprendiólo al cabo nuestro joven, y exclamó afectuosísimamente:

-¡No me abandone usted nunca, padre mío! ¡Tiene usted el don de endulzar mi alma! Ya sabrá usted que Lázaro ha ido a conferenciar con Diego...

-Tanto lo sé..., que he leído la hermosa carta que le escribe usted a su infeliz adversario...

-Pues entonces sabrá usted también que he escrito a don Jaime y a Gabriela... ¡A Gabriela..., padre mío!... ¡Renunciando a su amor! ¡Renunciando a su mano!...

-Lo sé todo...; lo sé todo...; y de todo, lo más grande y plausible que, a mi juicio, ha hecho usted, ha sido no aprovecharse de la muerte de Gutiérrez para eludir el más tremendo golpe con que le amenazaba Diego. ¡La espontánea declaración que usted ha escrito y firmado acusándose de falsedad y estafa, va a anonadar al marido de Gregoria! ¡Así se lucha contra el mundo! ¡Así se conquista el cielo! Ahora sólo falta que formalice usted sacramentalmente su confesión de ayer tarde, a fin de que yo pueda absolverle... Pero tiempo tendremos después para todo...

Por aquí iba la conversación cuando llamaron a la puerta del gabinete de cristales...

Eran el administrador y el notario, precedidos de Juan de Moncada.

Aquéllos le traían a Fabián la escritura de cesión de sus bienes paternos, el acta de renuncia del condado de la Umbría y los demás documentos que les había encargado.

Firmólos todos sin vacilar, y, cogiendo entonces la copia de la escritura de cesión, se la entregó al padre Manrique, diciéndole:

-Había mandado que le llevasen a usted esta especie de testamento, a fin de que se encargase de cumplirlo...; pero ya que está usted aquí, tengo a suma honra entregárselo con mi propia mano...

-¡Una limosna de diez millones de reales! -observó con énfasis el administrador-. ¡No se quejarán los niños expósitos!

-Diez millones de reales... -respondió fríamente el padre Manrique, guardándose el papel debajo de la sotana- representan un puñado de polvo de este planeta que Dios sacó de la nada y que puede reducir otra vez a la nada con idéntica facilidad.

El que así decía acababa de celebrar como exorbitantes las limosnas de Lázaro... Comprendió Fabián Conde la sublime delicadeza de esta aparente contradicción, y contestó inmediatamente:

-No envuelve mérito alguno, con respecto a mí, lo que acabo de ejecutar. ¡Téngaselo Dios en cuenta a mi difunto padre, en cuyo nombre obro!

-¡Oh..., sí! Pero ¡renunciar también a su título de conde!... -murmuró el notario, recogiendo el acta en que esto aparecía.

-¡Respeten ustedes la voluntad de Dios! -contestó Fabián, saludando ceremoniosamente a los dos comentadores.

Éstos se retiraron tan asombrados como la noche anterior.

-¡Bien, hijo mío! -exclamó entonces el jesuita-. Estoy muy satisfecho de usted.

Juan quiso también decir algo a su heroico amigo; pero se lo impidió la emoción, y hubo de contentarse con besarle las manos.

-Tome usted, padre... -agregó Fabián, entregando al sacerdote una cartera muy abultada-. Guárdeme usted este dinero, que acaso es el único resto de mis bienes legítimos; además de aquella pobre tierra en que está sepultada mi madre; y de las galas del Himeneo, que ya se han trocado en sudario de mis amores... Más adelante dispondremos lo que haya de hacerse con esta suma que pongo en sus manos... Dependerá del rumbo que tome mi vida... Pero si muero hoy, gástela usted en sufragios por mi alma... Y ahora, señores, adiós... Me voy a mi casa a esperar a los padrinos de Diego...

-¡A los padrinos de Diego! -gritó espantado Juan-. ¡Diego y usted van a batirse!... ¡Oh! En ese caso usted necesitará también padrinos... Ruégole que admita mi concurso.

-Y también el mío... -añadió el anciano sacerdote con una expresión indefinible-. ¡Todo podrá ser que me recusen los contrarios al ver mi traje clerical!... Pero en el ínterin, quizás le sirva a usted de algo este pobre viejo...

Fabián no pudo menos de sonreírse, y dijo con cierta satisfacción, apoyándose en el hombro de Juan de Moncada:

-Pues, señor... ¡nadie diría que me suceden tantas y tan horrendas cosas! Me siento como aliviado de un peso enorme, y advierto en mí no sé qué especie de buen humor... que no he tenido desde antes de la muerte de mi madre.

-Es que su conciencia de usted va poniéndose a flote... -respondió el padre Manrique-. Es que acaba usted de arrojar al Océano mucho cargamento inútil que hacía zozobrar la nave de su alma. Conque marchemos... ¡Vayamos en busca de esos terribles padrinos! ¡De seguro no se hallarán tan alegres y tranquilos como los de usted! A lo menos, a mí me da el corazón que la victoria va a ser nuestra...

-¡Muy belicoso está usted, padre Manrique! -dijo tristemente el hermano de Lázaro.

-¿Qué? ¡Belicoso yo! -repuso el jesuita-. ¡De manera alguna! Lo que estoy es muy confiado en la fuerza y en la sabiduría del tercer padrino de Fabián..., o, por mejor decir, del primero...

-¿Quién es? ¿Lázaro acaso?

-No, amigo mío...

-Pues ¿quién?

-¡El mismo Dios!... -respondió el jesuita.

-Yo le explicaré a usted todas estas cosas en la calle... -dijo Fabián al otro joven-. ¡Por cierto que va usted a hallar en mi historia muchos puntos de analogía con la de Lázaro!...

Hablando así, los tres nuevos amigos salían ya del vetusto caserón, no sin haber encargado antes al portero que, cuando fuera su amo, le dijese que en casa de Fabián lo aguardaban.



Parte II. Las nueve de la mañana editar

El reloj del comedor de casa de Fabián marcaba las nueve menos cuarto.

Sentados a aquella mesa que presenció la célebre consulta en que fue vencido Lázaro, almorzaban a la sazón el padre Manrique, Juan de Moncada y el que ya había dejado de ser conde de la Umbría.

Lázaro no había regresado todavía de su conferencia con Diego.

Los criados, sabedores ya sin duda de todo lo ocurrido al groom la noche anterior, y asombrados de ver un clérigo en la casa, comprendían que pasaba algo extraordinario y en pugna con sus murmuraciones de la víspera... Servían, pues, la mesa con aire preocupado y medroso, a la manera de empleados públicos en día de cambio de Ministerio.

El almuerzo había sido silencioso y triste. Sólo Fabián se había mostrado algo expresivo, sacando diferentes conversaciones ajenas al caso en que se encontraban... Pero estas conversaciones no lograron tomar incremento, y al término de cada una exclamó Juan con febril impaciencia.

-¡Pero ese Lázaro, que no viene!...

En fin, cuando el almuerzo hubo terminado, y el padre Manrique y los dos jóvenes se quedaron solos, Fabián no pudo ya contenerse, y poniendo una mano sobre la del jesuita, dijo con melancólica resignación:

-¡Sólo siento a la pobre Gabriela!

-Gabriela se basta a sí misma... -respondió el anciano-. ¡Ya la conoce usted! ¡Será monja en la tierra, y después santa en el cielo!...; y allí, como aquí, pedirá a Dios por el hombre de quien fue Ángel Custodio durante los días de tribulación...

-Usted irá a verla algunas veces... ¿no es verdad? -indicó Fabián en tono suplicante.

-Sí, señor...; iré a verla... -contestó el padre Manrique-; sobre todo, si no vuelve usted a indicármelo, ni me pide nunca que le refiera mis visitas. ¡Gabriela ha muerto para usted, y usted ha muerto para Gabriela..., a menos que Dios disponga otra cosa!...

En este momento sonó un timbre.

Fabián se puso más pálido de lo que ya estaba.

El padre Manrique y el joven chileno se miraron con una angustia que tampoco pudieron disimular.

El reloj marcaba las nueve en punto.

-Ahí están los padrinos... -murmuró Fabián con triste y reposado acento-. ¡Déme Dios valor... para ser lo que en el mundo se llama cobarde!

-Señor... -decía al mismo tiempo un criado, alzando una cortina y en actitud de anunciar...

-¡Que pasen! -respondió Fabián sin dejarlo concluir.

Sonaron pasos en la habitación inmediata; alzóse nuevamente la cortina, y apareció un hombre en el comedor.

Era Lázaro.

-¿Solo? -preguntó Juan vivísimamente.

-¡Solo! -respondió Lázaro, dejándose caer en la primera silla que encontró, como si no le quedasen fuerzas para dar un paso más...

Pero desde allí saludó a Fabián Conde con un ademán de triunfo y una mirada de inmenso regocijo, diciéndole entre los respiros de la fatiga:

-¡Victoria!... ¡Victoria, Fabián mío!... ¡Diego, me envía en busca de tu perdón!

El padre Manrique y Juan de Moncada se pusieron de pie al oír las palabras de Lázaro: Juan de Moncada para abrazar a Fabián con delirante alegría; el padre Manrique para elevar al cielo su radiosa faz y sus cruzadas manos, como en acción de gracias.

Fabián permaneció inmóvil en su asiento, y, cuando Juan lo estrechó entre sus brazos, lo halló rígido y frío como un cadáver...

Pero la reacción no se hizo esperar... El atormentado joven se puso de color de grana, la indignación y la ira estallaron por sus ojos en lágrimas de fuego, y, alzándose como un gigante que rompe sus cadenas, dijo con atronadora voz:

-¡Ah!... ¡Ya soy libre! ¡Conque el insensato reconoce su infamia y mi inocencia!... ¡Conque el verdugo me pide perdón! Es tarde... ¡Yo no lo perdono! ¡Yo no lo perdonaré jamás!

-¡Fabián! -gritó Lázaro, corriendo hacia él...

-¡Ahora soy yo quien necesita sangre! -prosiguió el cuitado-. ¡Ahora soy yo quien desafía al hombre vil, al ingrato, al inicuo que me ha tenido tres días bajo sus pies! ¡Lázaro!... ¡Juan!...: id..., corred..., no perdáis un momento, y decidle al calumniador, decidle al ruin expósito...

-Señores..., me retiro... Queden ustedes con Dios... -interrumpió en este punto el padre Manrique, cogiendo su sombrero y encaminándose hacia la puerta.

Fabián, aterrado, suspendió su discurso.

El jesuita se detuvo entonces, y dijo señalando al cielo:

-¡El ingrato, el verdadero ingrato..., es usted!

Fabián dejó caer los brazos a lo largo de su cuerpo, bajó la cabeza y se desplomó sobre la silla.

-¡Es verdad! -murmuró.

El padre Manrique retrocedió al oír esta frase; soltó el sombrero, y sentándose al lado del abatido joven, le dijo con blandura:

-No olvide usted lo que hablamos anoche en mi celda... Por lo demás, paréceme indispensable que, ante todo, oiga usted a Lázaro, y sepa por qué medios y hasta qué punto se ha dignado la Misericordia divina indultar a usted de tan justa pena...

Fabián se tapó el rostro con las manos y balbuceó desfallecidamente:

-Tiene usted razón... Habla, Lázaro..., y nunca dudes de mi profundo agradecimiento...

Lázaro, que había estado limpiando sus quevedos de oro, calóselos entonces y habló de la siguiente manera:



Parte III. Obras son amores editar

«-No es acreedor ciertamente Diego a la dureza con que lo has tratado en un momento de disculpable trastorno... ¡Acabo de dejar al infeliz en bien lastimoso estado; a tal punto que, por mucho daño que te haya hecho, antes merece tu compasión que tu ira!... Pero entro en materia, desde luego.

»Cuando llegué a su casa, ya estaba levantado... Díjome que no había dormido, y harto lo revelaba su semblante.

»Se hallaba el pobre loco (pues tal nombre había que darle en aquel momento) preparando unas pistolas de combate, y sonreíase espantosamente al mirarlas. Él mismo salió a abrirme con aquellas armas en la mano, y me introdujo en su despacho, diciéndome:

»-Creí que eran los padrinos... Los tengo citados a las ocho para darles mis últimas instrucciones... ¡A muerte, Lázaro..., a muerte! He buscado dos capitanes de infantería, que ni siquiera sé cómo se llaman... ¡Los primeros que tropecé en la calle!... Gente ruda, de feroz aspecto, aficionada a las balas... ¡Dos tigres sedientos de sangre como yo!... Conque... vamos a ver... ¿qué te trae por aquí? ¡Supongo que no vendrás a sermonearme de nuevo!... Sin embargo, por si tienes tal intención, te diré que estoy decidido a matarlo..., y que lo mataré indudablemente..., y a ti, y a mi mujer, ¡y al mundo entero que se me ponga por delante!...

»Yo le dejaba hablar para adquirir el derecho a que me oyese; pero en esto se abrió la puerta del despacho y apareció su mujer... ¡Su mujer!... ¡Pavorosa criatura!... ¡La propia efigie del pecado!

»-Caballero... -me dijo con una voz seca y desapacible que crispó mis nervios-. ¡Todo lo sé!... Supongo que usted es uno de los padrinos... Pues bien: le advierto que estoy resuelta a avisar a la policía y a que todos ustedes vayan a la prevención...

»-¡Cállate tú, y no te mezcles en mis negocios! -prorrumpió Diego groseramente-. ¡Este caballero no es padrino de nadie!... Es mi amigo Lázaro.

»-¡Ah! ¿El señor es?... ¡Ya!... ¡ya recuerdo! ¿Conque han hecho ustedes las amistades? ¡Me alegro muchísimo! ¡El cielo le trae a usted por esta casa!... Por supuesto que usted, cuando viene tan temprano, lo sabrá también todo... ¡Hay que impedir a todo trance ese desafío! ¡Yo he sido engañada!... ¡Diego me prometió no armar pendencia, ni darse por enterado del asunto, si yo le decía toda la verdad!... ¡Y vea usted en qué estado se encuentra desde que se la dije!... ¡Usted no sabe qué días y qué noches estoy pasando!

»Yo guardé silencio.

»Gregoria me miró entonces con desconfianza, y un relámpago de repentino odio brilló en sus pupilas. No hubiera sido más pronta la víbora en escupir su veneno.

»Diego exclamó entonces:

»-¡Gregoria, vete!... Y, por lo demás, no delires... ¡Tengo la llave de la puerta y no la soltaré!... Cuando me vaya te dejaré encerrada, así como a Francisca, de modo que no podréis avisar a la autoridad... ¡En fin, no se me escapará la presa!... Conque, retírate... ¡Este caballero puede tener que decirme algo!...

»Quizás fuera aprensión mía; pero me pareció que la voz del hipocondriaco revelaba tedio, cansancio, instintivo desvío...; un comienzo, en suma, de aversión a su esposa.

»Ella respondió:

»-¡No creo que deba ser un secreto para mí lo que este caballero tenga que decirte!...

»-¡Sin embargo, señora... -expuse yo terminantemente-, desearía hablar a solas con mi amigo!...

»Gregoria tembló de rabia.

»-¡Ya lo oyes!... -repuso Diego.

»-Disimule usted... -añadí yo.

»-¡Oh! Me iré..., ¡me iré!... -tartamudeó ella, mirándome, ora con miedo, ora con furor-. ¡Que les aprovechen a ustedes sus secretos!

»Y sin dignarse contestar a mi respetuoso saludo, salió bruscamente del despacho, cerrando de golpe la puerta y diciendo con ásperos gritos:

»-¡Para esto se casa una! ¡Quién había de decírselo a mi madre!

»Diego seguía inspeccionando las pistolas.

»-Vengo de parte de Fabián... -le dije cuando nos quedamos solos.

»-¡Lo presumía! -contestó Diego riéndose sardónicamente-. ¡El traidor tentará todos los medios de quedar impune! Pero se equivoca... Por lo que respecta a ti, supongo que ya te habrá engañado... y vendrás a abogar por él...

»-¡Vengo solamente a entregarte una carta suya!

»-¡Guárdatela!... ¡Me la figuro! ¡Será elocuentísima!... ¡Tan elocuente que dará asco!

»-Tiene la elocuencia de los hechos...; y en ella no te pide nada.

»-Pues ¿para qué me escribe entonces?

»-¡Por lástima al estado en que te encuentras!

»-¡Que la tenga de sí mismo! Dentro de dos horas veremos quién es más digno de compasión... Desengáñate: ¡me escribe porque me teme!

»-Y yo diría que tú no lees su carta porque le temes a él. Si no es así, leéla... Aquí la tienes.

»-¡No la leo!

»-Es decir, ¿que tienes empeño en no salir de tu error?

»-No: es que yo no doy fe a palabras ni a escritos de nadie.

»-Pero se la darás a las obras... ¡Te repito que se trata de hechos!

»-Pues bien: dímelos..., y ahórrame el disgusto de ver la letra de aquel malvado...

»-El primer hecho es que Fabián Conde, sabedor de la muerte de Gutiérrez y de que no te ha sido posible identificar la verdadera persona del antiguo inspector de policía, se denuncia a sí mismo como estafador y falsario en una declaración de su puño y letra, dirigida al juez, que te envía a ti... para que tú la presentes. Toma...

»Diego se quedó asombrado.

»-¿Y con qué fin hace esto? -me preguntó, después que hubo leído la declaración.

»-Para que no creas que, si se defiende con tal interés del cargo que le diriges, lo verifica por miedo a ninguna especie de castigo, sino por amor a la verdad y a tu persona...

»-¡Pero es que yo puedo no ser generoso y presentar esta declaración a los tribunales!... ¡Es que yo la presentaré sin duda alguna!...

»-Te he dicho que para eso te la envía.

»Diego soltó las pistolas, sentóse en un sofá y se pasó la mano por la frente, cubierta de sudor.

»-¡A ver! ¡A ver! Dame esa carta... -dijo enseguida-. ¡Tú eres demasiado hábil, y lograrías hacerme ver lo blanco negro!... Me conviene más oír los aullidos del monstruo... ¡Él y yo no podemos engañarnos!

»Le di tu carta, y principió a leerla para sí con aire desdeñoso...

»Pero desde que recorrió las primeras líneas se puso grave y como pensativo, y, cuando hubo terminado la primera página, comenzó otra vez su lectura, en lugar de volver la hoja...

»-¡Dime, Lázaro!... -exclamó luego sin mirarme-. ¿Y es verdad esto que dice el mozo?...

»-¿Qué?

»-Lo de haber conferenciado con un sacerdote...

»-¡Vaya si lo es!... ¡Y nada menos que con el padre Manrique! Juntos los dejé en mi casa hace una hora...

»El semblante de Diego continuó transfigurándose y enlobregueciéndose cada vez más; pero no ya con las sombras del odio y de la furia, sino con las tinieblas y el luto de una mortal congoja.

»De pronto soltó una carcajada convulsiva, y dijo:

»-¡Ah, farsante!...: ¡qué manera de mentir! Afortunadamente no lo creo...

»-¿Qué es lo que no crees? -interrogué yo.

»-Lo de que ha dado a los niños expósitos (¡villano epigrama, cuyo alcance no puedes tú entender!) aquellos ocho millones que robó al fisco...

»-Sin embargo, es la pura verdad... Yo mismo fui testigo anoche de la escritura de cesión.

»-¡Toma! Pues ¿y esto? -continuó en tono de zumba, cual si no hubiese oído-. ¡Que ha escrito a don Jaime y a Gabriela, revelando al primero sus amores con Matilde, y a la segunda mi fulminante acusación! ¡Mentira también! ¡Necesitaría verlo para creerlo!...

»-Yo mismo acabo de enviar a don Jaime de la Guardia las dos cartas de Fabián... -repliqué solemnemente.

»-¡Es que tampoco te creo a ti! ¿Te figuras que no veo clara la estratagema?... ¡Uno y otro os habéis repartido los papeles para embaucarme!

»Así dijo...; pero su rostro expresaba una incertidumbre espantosa.

»Sonó en esto un campanillazo.

»-¡Gracias a Dios! ¡Ya están ahí los padrinos! -rugió entonces el sin ventura, tornando, al menos en apariencia, a su ferocidad y a su risa-. ¡Basta de embrollos y debilidades! ¡Os conozco a los dos! ¡Tan desalmado eres tú como él! ¿Qué noticias tienes del marqués de Pinos y de la Algara?

»Pensé en tu inocencia, Fabián, que no en la mía; y a fin de poder servirte mejor, contesté inmediatamente y sin enfadarme.

»-En mi casa está la persona por quien preguntas... ¡En mi casa está..., acreditándome a todas horas la fe y el cariño que tú me niegas!...

»Volvió a sonar la campanilla.

»-¡Cómo mientes! -exclamó Diego, dirigiéndose a la puerta-. Aquel chico volvió a América con ganas de ahogarte... Y si no, ¿por qué no me lo presentaste ayer? Pero voy a abrir... ¡Ahora caigo en que tengo la llave de este infierno!...

»-¡Aguarda, por favor! -le dije, estorbándole el paso-. ¿Tendrías fe en mis palabras, y reconocerías que Fabián puede ser también inocente, si mi hermano el marqués de Pinos viniese dentro de un momento y te dijera que otra mujer -su propia madre, madrastra mía- inventó contra mí una calumnia casi idéntica a la que tu esposa ha inventado contra Fabián Conde?

»-¡Respeta a la mujer que lleva mi apellido! ¡Respeta a la señora de esta casa! -exclamó con una especie de frenesí-. ¡Yo tengo la culpa de que la insultes...; yo, que te he dado oídos, aun sabiendo que eres otra serpiente venenosa! ¡Paso!, ¡paso!

»Y salió, repeliéndome materialmente.

»Oí entonces abrir la puerta de la calle y que una voz ruda preguntaba:

»-¿El señor de Diego?

»-Yo soy... -respondió éste-. ¿Qué ocurre?

»-Esta carta... de la Fonda Española.

»Cerróse la puerta; y ya se acercaba Diego al despacho, cuando estalló en el pasillo un fuerte altercado entre los cónyuges...

»Procuraban ambos hablar en voz baja; pero era tal la vehemencia de la disputa, que percibí a intervalos las siguientes frases de Gregoria:

»-¡Nada! ¡Es que ya no me quieres!... ¡Lo mismo será este amigo tuyo que el otro!... ¿No me dijiste que lo desheredó su padre?... ¡Tú no has debido consentir que me arroje del despacho!... ¡Oh!...; vámonos a mi pueblo... ¡Yo no quiero estar en Madrid ni un día más!

»A lo cual había respondido el iracundo esposo con estas o parecidas palabras:

»-¡Déjame en paz! ¡Yo sé lo que me hago!... ¡Las mujeres... a la cocina! ¡Calla o te estrangulo!... ¡Al infierno es adonde iremos todos!

»Pasaron después algunos instantes de silencio..., y Diego entró en el despacho afectando tranquilidad.

»-¿Sabes que tenías razón? -me dijo con una especie de pueril asombro, mezclado de dolor y mansedumbre-. ¡El que llamaba era un criado con una carta de don Jaime!... Aquí la tengo... Veamos lo que dice...

»Y sentóse; temblando como un azogado...; y leyó...; y el mismo luto de antes cubrió su descompuesto rostro.

»-¿Será posible? -exclamó al terminar la lectura.

»Y clavó en el suelo una mirada inmóvil, atónita, pertinaz y nula a un tiempo mismo; como la de algunos ciegos, o como la de los cadáveres a quienes ninguna mano amiga ha cerrado los ojos...

»Me apoderé yo entonces de aquella carta, y vi que decía lo siguiente:

»'Señor don Diego de Diego:

»'Muy señor mío: Acabo de recibir dos cartas del señor conde de la Umbría, una para mí y otra para mi hija, en las cuales el hombre por quien usted salió fiador desiste del proyectado casamiento con Gabriela, alegando dos motivos distintos: uno relacionado con usted, y que usted desgraciadamente no podría prever al dar su fianza, y otro que tiene relación con mi familia, y que no comprendo me ocultase usted la vez primera que tuve el gusto de hablarle.

»'De cualquier modo, como ambos extremos tocan muy de cerca a mi honor, y se trata además de la felicidad de mi hija, ruego a usted que me espere hoy a las once en esa su casa, adonde iré en busca de las explicaciones o satisfacciones que se me deben y que espero de su caballerosidad.

»'Suyo, afectísimo servidor, Q.S. M. B.,

JAIME DE LA GUARDIA.'

»-¡Ya ves! ¡Ya lo has leído! -exclamé, sentándome al lado del pobre enfermo-. ¿Dirás todavía que Fabián y yo nos hemos confabulado para engañarte?...

»Diego no me respondió, pero volvió en sí, y cogiendo otra vez tu carta -que había dejado a medio leer sobre el bufete-, se abismó de nuevo en su examen.

»-¡Que no se batirá!... ¡Que se dejará maltratar por mí! -murmuró sordamente, pero ya sin ira, al llegar a este pasaje de tu escrito-. ¡Lo desconozco!... ¡Lo desconozco!...

»Y siguió leyendo:

»-Qué yo moriré de todas maneras... Que se acerca mi última hora... -gimió melancólicamente-. ¡Es verdad! ¡Entre unos y otros me habéis matado!... ¡Pobre Diego!... ¡pobre Diego!...

»-Lee..., lee... -dije yo, designándole el párrafo en que explicabas la conducta de Gregoria.

»-¡Oh! ¡Esto es imposible!...-exclamó lleno de espanto-. ¡Esto no puede ser verdad! ¿Cómo quieres tú que yo crea semejante horror? ¡Es mi mujer! ¿Sabes tú lo que significan estas palabras? ¡Soy yo mismo; es mi carne; es mi sangre; es la personificación de mi honra; es la mujer de Diego!

»-Eva era la mujer de Adán... -repuse yo-. Pero continúa... Ya queda poco.

»-¡Ay de mí! -suspiró desconsoladamente-. Creo que he leído demasiado... Mas no son sus palabras... ¡sus elocuentes obras son las que me abruman y aniquilan!... ¡Renunciar su título!, ¡regalar sus millones!, ¡dejar a Gabriela!, ¡delatarse a los tribunales!... ¡Ah, Lázaro, Lázaro!... ¿Qué va a ser de mí si ahora resulta que Fabián es inocente? ¿Dónde esconderé mi vergüenza? ¿Dónde esconderé mis remordimientos?

»-¡Siempre te quedará el cariño de tu esposa!, ¡siempre te quedará el corazón de tu amigo Lázaro!... Ya ves que el mismo Fabián lo reconoce...; Gregoria ha querido separaros 'por lo mucho que te ama, y temerosa de perder tu amor...'

»-¡Oigámosla! -saltó de pronto-. Voy por ella... ¡Quiero interrogarla delante de ti!... En medio de todo, yo puedo estar impresionado en este momento... Vengo enseguida...

»-¡Espera!... ¡te lo suplico! -insistí yo, señalando a tu carta-. Ya queda poco... ¡Lee! ¿Estás viendo? ¡Se va a Asia!¡Va a morir defendiendo la verdad contra el error!... ¡Va a morir predicando la fe del Crucificado!

»-¿Qué he hecho yo, Dios mío?, ¿qué he hecho yo de este hombre?... -exclamó con una gran agitación que crecía por momentos-. ¡Necesito hablar con Gregoria!... ¡Déjame, Lázaro!... Te juro que no la mataré...

»-Acaba... Lee... -repetí yo, poniéndole tu carta ante los ojos-. Mira lo que dice...; que no busca ni tan siquiera tu amistad...; que, aunque llegues a hacer justicia a su cariño, nunca volveréis a veros ni a hablaros; que procede desinteresadamente..., y que te emplaza para el cielo, donde verás un día su inocencia y tu ingratitud...

»-¡El cielo..., su inocencia..., mi ingratitud!... -respondió el infortunado maquinalmente.

»Y, llegando otra vez al colmo de la excitación, principió a gritar con voz terrible:

»-¿Quién habla aquí del cielo? ¡Al infierno!..., ¡a los profundos infiernos es adonde iremos todos! ¡Gregoria! ¡Gregoria! ¡Ven inmediatamente!

»Y luego añadió, sollozando sin lágrimas:

»-¡Ay, Lázaro! ¡Esta carta de Fabián me ha quitado la vida!... ¡Conque el marqués era tu hermano! ¡Conque tú eres inocente también! ¡Dile a tu hermano que venga a visitar al pobre Diego Diego!...

»-¡Vamos a ver! ¿Qué pasa aquí? -chilló en esto Gregoria, penetrando en el despacho amarilla como la cera, pero afectando valor y enojo.

»En mi entender, había estado escuchándonos y sabía a qué altura se hallaba su proceso.

»-¡Te he llamado para matarte!... -bramó Diego, cogiendo una pistola-. ¡Prepárate a morir si no me confiesas ahora mismo que Fabián es inocente!...

»Yo me interpuse entre los dos esposos.

»-¡Caballero!... -articuló Gregoria sin mirar a Diego y dirigiéndose a mí con tal frialdad, que su voz me pareció el silbido de una culebra-. ¿No ha venido usted ex profeso a decirle a mi marido que me mate? ¡Pues deje usted que lo haga! ¡Tira, Diego!... Aquí tienes el pecho de tu esposa... ¡Hiérelo..., ya que lo desean tus amigos!...

»-¡De rodillas, señora!... -proseguía intimándole Diego, sin dejar de apuntarle cuando la hallaba a tiro-. ¡Sólo la verdad puede desarmar mi brazo! ¡Ya sabe usted que estoy loco! ¡Ya sabes, esposa del condenado, que soy capaz de matarte y matarme!... ¡Confiesa, pues!...¡Y tú, Lázaro, déjame! ¡Mira que también soy capaz de matarte a ti!

»-Pues si estás loco... -decía entretanto Gregoria-, a mí me vive todavía mi madre... ¡Ella me defenderá en este mundo!...

»-¡Es que también puedo quejarme a los tribunales y presentar una demanda de divorcio!...

»-¡Confiesa! -repitió Diego, logrando cogerla de un brazo y arrimándole una pistola a la frente.

»La pobre mujer dio un alarido.

»-Me has lastimado... -balbuceó.

»Yo arranqué otra vez a Gregoria de manos del furioso, y amparándola con mi cuerpo -en tanto que ella se acurrucaba en un rincón, poseída ya de un miedo franco y declarado-, exclamé:

»-¡Señora, no tema usted nada mientras me quede un soplo de vida!... Y tú, Diego, suelta esa arma, que nunca debiste empuñar contra tu mujer! ¡Gregoria va confesar ahora mismo su disculpable falta; conociendo que, de hacerlo así, pondrá término a esta bárbara escena, evitará un desafío, cruel de todas suertes (pues tan grave es matar como morir), y te devolverá la salud y la dicha!...

»-¡Que confiese... y la perdono en el acto!... -agregó Diego, con la infantil sencillez propia de su complicado carácter-. ¡Que confiese, y nos iremos a Torrejón, o a París, como ella deseaba, a que me vean los médicos!... ¡Que diga la verdad, y yo le agradeceré el exceso de cariño que la indujo a desear separarme de un hombre a quien suponía peligroso para nuestra felicidad!... De todos modos, ¡insensata!, ya has logrado tu objeto, pues Fabián Conde y Diego no volverán a verse en esta vida... Confiesa, pues, Gregoria... ¡Confiesa!... ¡Mira que, de lo contrario, no me quedará más recurso que levantarme la tapa de los sesos!

»-¡Ca! ¡No eres tú hombre de tantos bríos! -respondió Gregoria desde su rincón, siguiendo con una curiosidad infernal la boca de la pistola, que Diego aplicaba en aquel instante, ora a su garganta, ora a una de sus sienes...

»Diego se quedó espantado y bajó el arma -y yo mismo retrocedí, como desamparando a Gregoria-, al ver aquellos ojos, al oír aquella frase...

»La astuta mujer comprendió en el momento hasta qué punto había empeorado su causa con tal exclamación -que nos permitió sondear el negro fondo de su conciencia-, y se apresuró a decir humildemente:

»-¡Prefiero confesar la verdad!... ¡Yo no quiero que te mates, Diego mío! Pero nos iremos a Torrejón..., ¿no es cierto? ¡Recuerda que me lo has jurado!... Nos iremos con mi madre, lejos de estos amigos tuyos que tanto miedo me causan..., y seremos felices, muy felices...

»Diego no oía... Era indudable que seguía viendo la cara con que Gregoria le había dicho aquella frase, equivalente a una excitación al suicidio...

»Creció, pues, el susto de ella, y, jugando el todo por el todo, con la temeridad que sólo poseen los débiles, se acercó a Diego y le rodeó con sus brazos, sonriendo de una manera cariñosa y diciéndole casi al oído:

»-¡Ingrato! ¿No conoces que todo mi crimen consiste en quererte más que tú a mí? ¿No conoces que hasta el aire me estorba? ¿No conoces que, si he mentido una vez... (¿y quién no ha mentido muchas?), ha sido porque tenía celos de tu amistad hacia Fabián? ¿No conoces que te idolatro?

»Diego se estremeció convulsivamente, sin mirar a su mujer...

»-¡Diego mío!... ¡Mi Diego!... -prosiguió ésta, buscándole la cara con la suya...

»-¡Calla! -exclamó entonces él, en el tono de quien delira-. ¡No me interrumpas!... ¿De modo, perversa, que ahora salimos con que Fabián es inocente?

»-¡Sí!... -respondió Gregoria-. Pero, en cambio, yo soy tu mujer... ¿Qué digo tu mujer?... ¡Yo soy mucho más! ¿Lo habías olvidado acaso..., al amenazarme con esta pistola?

»Y, acercándose a su oído, añadió unas palabras que no percibí, pero que adiviné en el acto.

»Diego la miró entonces..., lanzó un hondo y largo suspiro, y balbuceó mansamente:

»-No sigas... ¡No acabes de matarme!... ¡Demasiado presente lo tengo!... ¡Por ese infortunado hijo te perdono! Toma... Vete a tu cuarto... ¡No puedo más!

»Y, así diciendo, le alargó la pistola con aire imbécil, y luego la llave de la puerta de la escalera; y, por último, viendo que Gregoria no se movía, la acarició, pasando una trémula y enflaquecida mano por los negros cabellos de la calumniadora...

»Ésta me saludó sin mirarme, y salió del aposento con firme paso, después de dejar sobre la mesa el arma que poco antes empuñaba su marido.

»Voy a concluir.

»No bien nos quedamos solos, Diego ocupó su sillón enfrente del bufete; rompió la declaración en que te delatabas a la justicia, y me entregó los pedazos tal y como yo te los entrego a ti; y, finalmente, llevándose las manos al pecho, como para sofocar un punzante dolor, me dijo con asombrosa tranquilidad:

»-He muerto... Fabián me lo pronosticaba en su carta..., y el corazón me lo confirma con sordos latidos... ¡Dime qué debo hacer antes de morir para desagraviar a Fabián y poner remedio a todos los males que ha causado!

»-Nada tienes que hacer... -respondí yo afablemente-. Basta con que le escribas dos líneas reconociendo tu error... Fabián no necesita más..., y hasta podría pasar sin eso... En cuanto a tu salud, ya cuidaré yo mismo de remediarla...

»-Sin embargo, yo quiero hablar con él... Díselo de mi parte. Dile que necesito su perdón...; pero no así como quiera, sino oído de sus labios..., y que le pido licencia para ir a demandárselo de rodillas... Por lo demás, harto sé lo que tengo que escribir a don Jaime y a Gabriela...

»-No me toca a mí decirte a eso ni que sí ni que no... -respondí cordialmente-. ¡Ignoro qué camino tomará Fabián en vista de esta novedad con que no contaba!

»Diego bajó la cabeza, y un momento después se puso a escribir, en tanto que yo daba gracias al Todopoderoso, que había hecho resplandecer tu inocencia en este mundo de engaños y de injusticias.

»He aquí ahora la carta de Diego... Al entregármela estrechó mi mano silenciosamente, y después, al despedirme en la puerta del despacho, sólo tuvo fuerzas para exclamar.

»-¡Que vengas!...

»Dicho lo cual se encerró, echando la llave.»

-Tú me dirás ahora, querido Fabián, si quieres leer, o si prefieres que yo lea en voz alta la carta de Diego.

-Lee... -murmuró Fabián con solemne tristeza.

Lázaro leyó lo siguiente:

«Al conde de la Umbría.

»Madrid, 28 de febrero de 1861.

»Querido Fabián: No merezco que me perdones; tampoco merezco que me permitas hablarte ni verte; pero considera que me quedan pocos días de vida; que voy a comparecer en el Tribunal de Dios, y que tú eres hoy el árbitro del futuro destino de mi alma...

»Te han calumniado... Lo sé. Sé que siempre fuiste mi mejor y más leal amigo, y te pido humildemente perdón por mi duda de algunos días... ¡días horribles, en que ha padecido cruelísimos dolores mi pobre corazón, de resultas de no poder dejar de amarte! Mi insensato furor no era, en suma, sino la medida de mi cariño.

»Adiós, Fabián. Compadécete de Gregoria, o cuando menos del hijo que no he de conocer..., y dispón de la poca vida que le resta a tu desgraciado amigo, que no quisiera morir sin verte,

DIEGO.

»Quedo escribiendo a Gabriela y a don Jaime...»



Parte IV. El hombre propone... editar

Al terminar Lázaro la lectura de aquella nobilísima carta, Fabián era muy otro de cuando pedía a gritos la sangre y la vida de Diego.

Ya le había inspirado sentimientos de conmiseración el relato de la terrible escena en que el engañado marido vio clara la verdad; pero las humildes palabras que le escribía aquel hombre de hierro trocaron su lástima en admiración y gratitud... Así es que las oyó con entusiasmado semblante y alzada la vista al cielo, en tanto que alargaba una mano a Lázaro y la otra al jesuita quien atraía a su vez cariñosamente a Juan para que participase de la felicidad y la gloria de aquel triunfante grupo.

-¡Gracias, Dios mío! -exclamó, por último, Fabián Conde, cuando todos estaban ya como pendientes de sus labios-. ¡Gracias por haberme anticipado en este mundo la justicia de que estaba tan sediento! ¡Gracias también a usted, mi querido padre, que al marcarme el camino que debía seguir para desenojar a Dios, me ha proporcionado implícitamente los medios de iluminar el corazón de mi amigo! ¡Él me ha creído por mis obras; mis obras han sido hijas de mi fe en Dios; y esta fe, que nunca se extinguirá ya en mi alma, usted me la inspiró con sus predicaciones! ¡Gracias, finalmente, a ti, generoso Lázaro, que me has pagado con tantos beneficios mis antiguas injurias, y que me has edificado y fortalecido con el ejemplo de tus grandes virtudes! ¡Yo te felicito lleno de amor y de alegría por la justicia que también has encontrado en el hidalgo corazón de este digno hermano tuyo! Y ahora escucha la contestación que darás de mi parte a Diego, si el padre Manrique no tiene nada que oponer a mis palabras.

«-Le dirás ante todo que no le escribo por sujetarme desde hoy a la regla de conducta que habré de seguir respecto de él todo el tiempo que aún permanezcamos en este mundo, y que será la misma que ya le anunciaba en mi carta..., a saber: no tratarlo más, no verlo, no escribirle, hacerme cuenta de que hemos muerto el uno para el otro..., a fin de que la rehabilitación por que tanto he suspirado no me proporcione ninguna ventaja temporal, ninguna dicha terrena; ¡pues ventaja y dicha fueran para mí indudablemente ver en mi casa a Diego... dentro de algún tiempo, cuando se hubieran cicatrizado mis heridas!...

»No venga, pues, a verme como desea; no lo intente jamás... ¡Es el único favor que le pido, hoy que pudiera abusar de su indulgente benevolencia!... En cambio, yo lo perdono, y perdono a su mujer sin reserva de ninguna especie, y pediré a Dios a todas horas que los colme de felicidad... Añádele que mi consejo es que acceda a los deseos de Gregoria y se marchen a Torrejón. Allí los aires y la paz del campo acaso mejoren su cuerpo y su espíritu... ¡Dile, en fin, que lo abrazo con toda mi alma por última vez, y que, si muere antes que yo, y es verdad que va a haber en el mundo un hijo de su sangre, éste encontrará siempre abiertos unos brazos donde quiera que se halle Fabián Conde!...

»Hasta aquí lo tocante de Diego. Ahora, padre Manrique, hablemos algo de mí...

»No recele usted, como indicaba hace poco, que se me haya olvidado nuestra larga conversación de ayer... ¡No seré yo con Dios tan ingrato y tornadizo!... Por el contrario, ¡mantengo en la hora de la bonanza todo lo que prometí durante la tempestad! Así, pues, aunque don Jaime de la Guardia..., aunque la misma Gabriela... (¡la voz del infeliz amante temblaba al pronunciar este adorado nombre!...) me pidiesen que el casamiento a que renuncié anoche se llevase a cabo, yo rechazaría como un crimen tan anhelada felicidad... ¡Proceder de otro modo podría dar margen a que se creyera que mis decantados sacrificios habían sido una indigna farsa! Diego (vuelvo a decir) ha creído en mi inocencia al ver que yo renunciaba a todas las dichas del mundo... ¡No debo, por consiguiente, ni quiero tampoco destruir los fundamentos de su fe! Lo hecho, pues, hecho está... ¡Y, así como no he de recobrar los millones que fueron de mi padre, ni su título de conde, ni las demás cosas a que renuncié en el momento de la tribulación para aplacar a Dios y a Diego, del propio modo, y por mucho que a mi corazón le cueste, tampoco recobraré a Gabriela!...

»En resumen: le prometí a usted ayer, y le dije a Lázaro, y le escribí a Diego que me iría de misionero a Asia si escapaba con bien, o a lo menos con vida, del conflicto en que se hallaban mi honor y mi conciencia..., y por nada del mundo faltaré a tan solemnes compromisos. Soy, por tanto, de usted, mi querido padre... Disponga de mí... Nada tengo ya que hacer en esta casa que fue mía, y que hoy pertenece a los pobres expósitos... ¡Partamos! ¡Vámonos a aquel convento en que tan dulces horas pasé ayer! ¡No se me negará allí una humilde celda en que albergarme mientras llega la hora de mi marcha al Extremo Oriente! ¡Ni usted me negará tampoco la preparación indispensable para ser recibido en la Iglesia de Cristo, primero como absuelto pecador, y después como ministro del altar y predicador del Evangelio!»

Un religioso silencio acogió este severo discurso. El padre Manrique y Lázaro se miraban interrogativamente, como cediéndose la palabra para el caso de que al uno o al otro se le ocurriese algo que objetar a aquel razonamiento. Juan lloraba mansamente como llora la melancolía.

-Nada hay que oponer a lo que acaba usted de decir... -exclamó al fin el padre Manrique levantándose-. ¡No hubiera hablado de otra suerte nuestro padre San Francisco de Borja al renunciar el marquesado de Lombay y el ducado de Gandía para ingresar en la Compañía de Jesús! Partamos, pues... ¡Ustedes, amigo Lázaro y amigo Juan, a casa de Diego!... ¡Usted y yo, mi querido hijo, al convento de los Paúles!

-Partamos... -respondieron todos.

-Espero -dijo entonces Juan modestísimamente- que volveremos a reunirnos para que decidan ustedes de mi porvenir. Lázaro y yo no logramos entendernos. ¡Él renuncia a todo, y, en cambio, exige que yo me aproveche de su generoso sacrificio!...

-No me mortifiques, Juan... -expuso Lázaro cariñosamente-. Ya te convenceré de que mis consejos son justos.

-Y, sobre todo... -observó el padre Manrique-, ya sabe usted dónde estamos Fabián y yo. Vaya usted a vernos.

Fabián se despedía entretanto de su administrador y de sus criados, dando tales órdenes en favor de éstos, que las reverencias, las lágrimas y las bendiciones lo fueron acompañando hasta que traspasó el umbral de la que había dejado de ser su casa.

-Ya volveré yo y arreglaremos esta especie de testamentaría... -dijo el sacerdote al administrador.

Llegados a la calle los cuatro amigos, Lázaro y Juan montaron en un coche, y partieron..., mientras que el padre Manrique y Fabián Conde (conviniendo en que ellos no tenían prisa y en que la mañana estaba muy hermosa) emprendieron a pie el camino del convento de los Paúles.

Al salir de su calle, Fabián se detuvo y volvió la cabeza, a fin de divisar por última vez la casa en que había vivido y que acababa de alhajar para recibir a su esposa...

Un sollozo se escapó entonces de su pecho, y sus labios balbucearon todavía este nombre:

-¡Gabriela!

El padre Manrique, que lo notó, se embozó hasta los ojos y apretó el paso...

Fabián siguió detrás de él maquinalmente.



Parte V. Dios dispone editar

Media hora después, y precisamente en el momento en que el jesuita y Fabián llamaban a la puerta de la hospedería de San Vicente de Paúl, vieron entrar a todo correr en aquella solitaria calle el mismo coche -antigua propiedad del ex conde de la Umbría- en que Lázaro y Juan se habían ido a casa de Diego.

-¡Padre!... -exclamó Fabián-. ¡Aquél es mi coche!...¡Y en él viene Juan de Moncada!... Y... ¡mire usted!, ¡nos indica que nos detengamos!...

-¡Pronto!, ¡pronto! ¡No hay momento que perder!... -decía al cabo de unos segundos el hermano de Lázaro, abriendo la portezuela del coche, parado ya delante de los Paúles-. ¡Vengan ustedes conmigo!... ¡Diego se muere! ¡Una hemoptisis espantosa!... ¡El médico no le da una hora de vida!...

-¡Dios santo! -gimió Fabián, retrocediendo, en lugar de obedecer al joven-. ¡Yo no quiero verlo!... ¡Yo no puedo ir!... ¡Yo no quiero encontrarme con Gregoria!...

-¡Lea usted!... -repuso Juan, bajando del coche, y alargándole un papel manchado de sangre-. ¡Estas palabras las ha escrito casi expirando!... ¡Bien claro lo dice la letra... Lázaro le suplica a usted también que vaya...

Fabián leyó el ensangrentado papel, que decía así, en caracteres casi ininteligibles:

«Fabián: De rodillas y muriéndome te pido por Jesucristo que vengas a endulzar la agonía de tu

DIEGO.»

El joven miró al padre Manrique con espantados ojos, y murmuró lúgubremente:

-Debo ir...

-¡Vamos! -respondió el jesuita.

Y los tres subieron al coche, que partió a escape.

Juan les fue diciendo por el camino que, cuando Lázaro y él llegaron a casa de Diego, ya había tenido éste el primer vómito de sangre, no muy copioso, pero bastante a llenarlo de pavor; que soportó con mansedumbre la noticia de que Fabián se negaba a hablar con él; que estuvo muy cariñoso con los dos hermanos, felicitándose de verlos tan amorosamente unidos; que Gregoria, aterrada por el informe del médico acerca de aquel accidente de su esposo, estaba a su lado, vestida de luto, bañada en lágrimas y realmente conmovida; y que, hallándose todos así, le sobrevino a Diego otro vómito, y luego un tercero, tan abundantes ambos, que casi lo habían dejado sin sangre en las venas...

Con esto llegó el coche a la casa fatal.

El padre Manrique y Juan subieron delante a fin de preparar a Diego.

Fabián los siguió; pero se quedó en la sala principal, donde le estaba aguardando Lázaro.

Según le dijo éste, Diego acababa de tener un cuarto vómito, y estaba expirando... Lo habían conducido a su cama desde el despacho, que fue donde le acometió aquella funesta crisis de sus antiguos males... Gregoria se hallaba con él.

Fabián, sombrío y silencioso, fluctuaba indudablemente entre la piedad y el rencor, entre los restos de su antiguo cariño a Diego y el dolor, todavía vivo, de los crueles insultos que de él acababa de recibir... ¡No era lo mismo perdonar desde lejos, que hallarse en presencia del que algunas horas antes lo despedía ignominiosamente desde un balcón de aquella misma casa, llamándole canalla y ladrón, y amenazándole con la fuerza pública! ¡Hay situaciones que tolera el alma, pero que no pueden soportar los nervios! ¡La sangre no es tan generosa ni sufrida como la conciencia!... El lodo mortal no deja nunca de ser lodo.

¡Y luego tener que ver a Gregoria!... ¡Acaso tener que hablarle..., cuando por su causa había perdido el calumniado joven la suma dicha de unirse a Gabriela! ¡Era, en verdad, horrible, muy horrible, el nuevo sacrificio que la desventura imponía a Fabián Conde!...

Así se lo manifestó a su amigo Lázaro...

-¡Acéptalo como penitencia!... -respondió éste-. Dios te lo agradecerá.

-Pase usted... -decía en aquel mismo instante el padre Manrique saliendo de la alcoba.

Fabián avanzó lentamente.

-Procure usted que Diego no hable... -le advirtió Juan al paso muy quedamente-. Opina el médico que la primera agitación que ya tenga el pobre enfermo será también la última.

Penetró Fabián en la mortuoria estancia.

Diego, medio incorporado en la cama, tenía vueltos los ojos hacia la puerta, y al ver aparecer a Fabián, los cerró y volvió a abrirlos por vía de saludo.

Fabián avanzaba con un dedo puesto sobre los labios, recomendándole absoluto silencio.

Los ojos del moribundo sonrieron como de gratitud, y después, entristeciéndose y elevándose al cielo, expresaron claramente una súplica.

Fabián le cogió la mano derecha -aquella terrible mano que tan amenazadora se alzaba el día precedente-, y se la besó repetidas veces en señal de perdón y de olvido.

Los ojos de Diego se mojaron, y al propio tiempo sonrieron con algo de su antigua irresistible gracia... Enseguida los volvió hacia el médico, y agitó los labios como para significarle que quería hablar...

-Ni una palabra... -murmuró el facultativo.

Entonces se movió una masa negra que respiraba al otro lado del lecho -y en que no había reparado Fabián-, y el rostro de Gregoria, pegado hasta aquel momento contra las sábanas, dejóse ver como trágica aparición, en tanto que su quebrantada voz decía:

-No hables...

-Media palabra no más... -balbuceó Diego, tan quedo y tan despacio, como si temiera que se le escapase el último aliento-. Te pido una gracia... -continuó diciendo, sin soltar la mano de su antiguo amigo-. Dime que me la concederás...

-¡Lo que quieras!... -murmuró Fabián con generoso acento, en que vibraban la piedad y el cariño.

Diego reunió otras pocas fuerzas y añadió:

-Júrame que no dejarás de hacerlo...

-¡Te lo juro!... -respondió Fabián.

-Pues oye... Para que me perdone Dios... -y al decir esto, miró al padre Manrique e hizo un esfuerzo de que no se le hubiera creído capaz-; para que no me miren con horror los ángeles del cielo..., ¡cásate con Gabriela!

Un nuevo personaje, que acababa de penetrar en la alcoba, llegó a tiempo de oír aquellas supremas palabras del moribundo...

Este personaje era don Jaime de la Guardia.

Fabián no lo había visto entrar... Así es que, al oír la súplica de Diego, se estremeció como si acabara de recibir una mortal herida; tornó los ojos ya hacia el anciano sacerdote, y se arrojó en sus brazos, exclamando dolorosamente:

-¡Padre mío! ¡Explíquele usted que eso es imposible!

Pero Diego ya había expirado.

Así lo anunció un lastimero grito de Gregoria, la cual estrechaba entre sus brazos el cadáver del que había sido su esposo.