​El escándalo
Libro V - La mujer de Diego​
 de Pedro Antonio de Alarcón
1875


Parte I. Despedida y juramento editar

-Muchas y diversas causas (que no ocultarán a la penetración de usted), por ejemplo: la honda impresión que produjeron en mi ánimo la desastrada muerte de mi padre y el suicidio de doña Beatriz; la grave enfermedad en que me había visto a las puertas del sepulcro; el repentino favor de mi siempre contraria suerte (que en una hora me devolvía nombre, honra, títulos de nobleza y un gran caudal); el eco de los discursos de Lázaro, que no cesaban de resonar en mis oídos, y que yo quería desmentir de alguna manera; la invencible melancolía con que, a mi pesar, recordaba nuestro rompimiento; la dulce satisfacción que no pude menos de experimentar ante el halago y el respeto con que la sociedad saludó en mí al heredero del rehabilitado conde de la Umbría; aquella benevolencia y mansedumbre a que nos predisponen siempre las prosperidades inesperadas o largo tiempo combatidas, y, por último, el martirio, que acababa de conocer, de mi pobre madre, abandonada y ofendida por mi padre (martirio que se confundía en mi imaginación con el de Gabriela, ofendida y abandonada por mí); todas estas causas, digo, dieron lugar a un profundo y verdadero cambio en mis sentimientos y en mis ideas; miré con mayor disgusto que nunca mi vida pasada; tomé horror al libertinaje; propúseme ser hombre de bien, si no hasta el punto que Lázaro me había predicado tantas veces y que Gabriela me prevenía en su inolvidable carta, hasta donde alcanzasen mis fuerzas y mi decidida voluntad; y, como consecuencia de todo, díjele a Diego, al tiempo de despedirme de él para marchar a mi Embajada:

-Ve pensando en casarte, amigo mío... Yo me casaré a mi vuelta de Inglaterra, o, si no, me marcharé a explorar el interior de África. ¡Basta ya de escándalos y abominaciones!

Diego se sorprendió mucho al pronto; pero luego reflexionó y dijo:

-¡Lo comprendo! Quieres pagarle a la suerte sus favores; deseas ser virtuoso, imponerte deberes, contribuir a la felicidad de alguien...

-¡Acabas de leer en mi alma, queridísimo Diego! -prorrumpí con una emoción inexplicable.

Él me estrechó en sus brazos, no menos conmovido que yo, y continuó de este modo:

-¡Pues se dijera que tú has leído también en mi corazón al aconsejarme que me case! Desde que, gracias a tus recomendaciones, mi parroquia de médico crece como la espuma; desde que, merced al dinero que me has prestado, me veo establecido en una preciosa casa..., demasiado grande y bella para mí solo; y muy particularmente, desde que te contemplo feliz y en vísperas de abandonarme para marchar a esa Embajada, me paso las noches pensando en escribirle a Gregoria, dándole la noticia que hace tantos años espera..., a saber: que Diego Diego no tendría inconveniente en llamarla su mujercita...

-¡Bien por Diego Diego! -exclamé yo, devolviéndole su abrazo.

Y ambos nos echamos a llorar como dos criaturas.

-Supongo... -prosiguió mi amigo- que lloras de alegría como yo, al considerar lo buenos y lo felices que todavía podemos ser en otro estado; sin que estas lágrimas representen ni por asomos un homenaje fúnebre o regalo de despedida a nuestra amistad de solteros...

-¡Qué disparate!... -contesté yo calurosamente-. ¡Al contrario! Nuestra amistad se estrechará con dobles vínculos, o sea con el amor que se tendrán nuestras mujeres... ¡Es menester que sean tan amigas como nosotros lo somos hoy!...

-¡Seremos cuatro hermanos! -replicó Diego-. Gregoria te quiere ya sin conocerte... Mi deseo hubiera sido que la vieses y tratases antes de irte, a fin de que me dieras tu opinión acerca de su persona, hoy que entre ella y yo no existe todavía compromiso alguno. Pero desde hace un mes se halla en Torrejón, de donde no vendrá ya hasta las ferias... En fin, ¿qué remedio? ¡Esperaré para declararme a que regreses..., pues ya te tengo dicho que mi mayor desventura fuera casarme con una mujer que no te gustara! ¿Cuánto tiempo estarás en Londres?

-Seis meses a lo más... Es el plazo que me he dado a mí mismo para resolver definitivamente acerca de mi porvenir.

-¡Perfectísimamente! Aguardaré tu regreso... ¿Qué haría yo sin ti en ésta y en ninguna circunstancia grave de mi vida? Querré, pues, cuando llegue el caso, que tú te encargues de pedir oficialmente a mi futura; que seas después el padrino de la boda; que luego lo seas de los bautizos, y que mis hijos tengan en ti un segundo padre, por si este hígado de mis pecados, que siento más ensoberbecido cada día, me mata, como temo, demasiado pronto... Pero hablemos algo de tu novia... ¡Excusado es decir que no la tienes, pues, de lo contrario, yo lo sabría antes que tú mismo!...

-La tengo... y no la tengo... -le contesté-. Y me explico así, porque bien te consta que no hay más que una mujer en el mundo a la cual pueda yo entregar mi corazón y mi nombre...

-¡Cómo!... ¿Gabriela? -exclamó Diego lleno de asombro-. ¿Piensas todavía en la sobrina de Matilde?

-¡Nunca he dejado de pensar en el ángel de mi guarda! -contesté yo solemnemente.

Diego, que, como ya sabe usted, era bueno en algunas ocasiones, y que aquel día estaba entregado a sus mejores sentimientos, simpatizó con la piadosa adoración que revelaban mis palabras, y dijo inclinando la frente:

-¡Haces bien! Gabriela, en medio de sus excentricidades, es la única mujer que puede darte la felicidad, y también la única digna de poseer tu corazón, cuando tu corazón se purifique... ¡Falta ahora saber si habrá manera humana de decidirla a casarse contigo!

-Eso es lo que a ti te toca averiguar durante mi ausencia... ¡Sólo tú me quieres lo bastante y tienes el talento, la energía y los medios de persuasión necesarios para convencerla!

-¿Sigue en el convento?

-No lo sé; pero es lo más probable. Hace ya cerca de dos años que no me he acercado a aquella santa casa..., y, después de lo que en esos dos años he hecho de mi corazón, de mi fama y de mi conciencia, no me atrevo a pasar por allí ni a pronunciar el nombre de Gabriela delante de las personas a quienes solía pedir noticias suyas... Me parecería un sacrilegio, una profanación. Es menester, por consiguiente, que tú lo hagas todo, que la busques; que la halles, dondequiera que se esconda; que le digas que ya soy otro hombre, y que la convenzas de que para mí no habrá en adelante más mujer que ella, ni otro solaz ni esparcimiento que contemplar su dulce imagen en el fondo de mi alma. Asegúrale todo esto, sin temor a inducirla a engaño... ¡Por la memoria de mi madre te juro que nunca te arrepentirás de haberle respondido de mí!... ¡Maldígame desde el sepulcro la noble mártir que me llevó en sus entrañas si falto algún día a este juramento!

-¡Basta! -contestó Diego con una fe que se transmitió a mi espíritu y lo inundó de gozo-. ¡Gabriela será tuya! ¡La amistad que te profeso y el crédito que doy a lo que por tu madre que me acabas de jurar (¡a mí, ay triste, que no puedo jurar por la mía!), me servirán de ariete y fuerza para derribar los muros del convento y los no menos resistentes de la voluntad de tu adorada! Márchate, pues, descuidado. ¡Aquí quedo yo!

-¡En ti confío! -le contesté, abrazándole de nuevo.

Y partí.



Parte II. Diego, fiador de Fabián editar

Hasta cinco meses después, Diego no me habló de Gabriela en ninguna de sus cartas, sino que se limitó a responder a mis frecuentes interpelaciones con esta sencilla fórmula: «Tus asuntos corren de mi cuenta. Déjalo todo a mi cuidado.» Pero al cabo de aquel tiempo, cuando ya principiaba yo a desesperar del logro de mis esperanzas, me escribió la carta que voy a leer...

Mucho ha de maravillar a usted su contenido, como a mí me sorprendió y maravilló entonces; y eso que yo conocía de antemano a Diego, y sabía hasta dónde rayaban su decisión, su impavidez, su apasionada elocuencia, su irresistible gracejo o imponente seriedad, y todas sus demás aptitudes para dominar y persuadir a los humanos... Así es que yo no vacilo en declarar que sólo él hubiera realizado los verdaderos milagros de que me daba cuenta en estos términos:

«Queridísimo Fabián Conde, conde Fabián y Fabián mío:

»Como médico que soy, hace tres meses, del convento de *** (plaza improductiva, que me he procurado a trueque de la muy bien retribuida que desempeñaba en el hospicio, lo cual quiere decir que me debes para ante Dios no sé cuantos miles de reales); como grande amigo que ya soy además de aquella madre abadesa que tan ásperamente te recibió cierto día, y poseedor de toda su confianza, de su más alta estima y de su más profundo miedo (pues la buena señora ha llegado a creer que no se morirá hasta que yo quiera, y que, si yo me empeño, no se morirá nunca); y, en fin, como íntimo confidente y casi hermano que soy también de una encantadora aragonesa, llamada Gabriela de la Guardia, la cual hace tiempo que pide a Dios por ti... y por sí misma... en aquel santo retiro, tengo el gusto de participarte que no cesan de llegar a dicho convento fidedignos informes (transmitidos por confesores, sacristanes y despenseros) acerca de la vida ejemplar que llevas en las orillas del Támesis, y por cuyos merecimientos yo mismo te felicito.

»Háblase, en efecto, de las cuantiosas limosnas que das a los católicos pobres del país y a los papistas emigrados de Italia y Portugal; de cómo has resistido las seductoras miradas y sonrisas de más de una lady non sancta; de tus concienzudos trabajos diplomáticos mientras has estado encargado de la Legación en ausencia de tu ministro; del culto ferviente que rinde tu alma al recuerdo de Gabriela, «a quien no te atreves a escribir hasta que ella te autorice para tan grande honor», y, en fin, de otras muchas cosas que el médico de la casa confirma, repite y glosa siempre que va por allí, sin contar con las que el médico adivina, deduce o inventa, como, verbigracia, que el antiguo escéptico Fabián Conde va ya a misa; que se confiesa como Dios manda; que ha ayunado la última Cuaresma, y que poco ha faltado para que se vaya a Italia con Lamoricière a pelear bajo la bandera del Padre Santo... Y como los primeros hechos citados son ciertos y notorios, según comunicaciones de la policía clerical de Gabriela y de la abadesa, y como los que yo he inventado tienen por garantía mi cara de juez infalible y la idea que hay en el convento de lo mucho que he contribuido a volverte a la senda de la virtud, resulta que nuestra pertinaz, denodada y hermosa aragonesa (muy más hermosa ciertamente de cuanto me hicieron imaginar tus celebraciones, y muy más enamorada de ti que el primer día) comienza a flaquear y a conmoverse (por más que trate de ocultármelo), mientras que la madre abadesa no ha tenido inconveniente en decirle hoy delante de mí que 'si continúas hasta fin de año dando tan evidentes muestras de arrepentimiento será cosa de escribir a Aragón a cierto padre y a cierta madre, rogándoles aconsejen a su hija que trueque la blanca toca de su indefinido noviciado por la corona de la condesa de la Umbría».

»Oír yo esta luminosa idea; arrancarle a la superiora una carta para los padres de Gabriela, en que les recomienda desde luego tan ventajoso proyecto de enlace, y disponerme a salir esta noche para Aragón, todo ha sido una cosa misma...

»Parto, pues, dentro de dos horas, con la carta de la abadesa en el bolsillo y sin que Gabriela conozca nuestro complot. ¡Figúrate tú si me será o no fácil convencer a los padres de tu adorada de lo muchísimo que conviene a ésta dar la mano de esposa a un hombre joven, gallardo, de talento, título de Castilla, millonario, amigo de los ministros y que la quiere con toda su alma... ¿Qué les importará a aquellos señores, ni qué puede importar a quien no lleve las cosas a tanta exageración como Gabriela, el que hayas hecho más o menos locuras amorosas durante tu vida de mozo? «¡Mejor! (dirán ellos). ¡Así no las hará después de casado!»

»Conque hasta la vuelta de mi embajada, de cuyo éxito no te permito dudar... Pero antes de cerrar esta carta, hablemos un poco de mí y de la pobre Gregoria; pues también nosotros somos gente, y también nos queremos ya demasiado para seguir solteros.

»Van a cumplirse los seis meses que creíamos iba a durar tu ausencia, y por muy pronto que yo consiga acabar de reducir a Gabriela, todavía pasará, cuando menos, otro tanto tiempo antes de que puedas venir del modo que tú me indicas, o sea con autorización expresa de la desconfiada joven y en la absoluta seguridad de que se casará contigo...

»Pues bien, mi querido Fabián, ni Gregoria ni yo podemos esperar tanto... Non possumus... ¡Te lo juro por los ojos negros de mi futura costilla!

»En cuanto a la historia de esta repentina impaciencia, después de lo mucho que he hecho esperar y desesperar a Gregoria, es la siguiente:

»Desde que te fuiste, volví a empeorar de este endiablado hígado mío, capaz de producir bilis bastante para amargar todos los ríos del mundo; por cuyas resultas recorría yo otra vez las calles de Madrid como recorre el león su jaula del Retiro, mirando a la gente de reojo y murmurando entre dientes, entre colmillos y entre muelas: «¡Voluntad y fuerza no me faltan!...¡Si no os despedazo a todos, es porque no puede ser!» Y conociendo que de seguir las cosas de aquella manera, iba a volverme loco o a morirme, y comprendiendo que la absoluta soledad en que me habías dejado era la causa principal de la exacerbación de mi perpetua ictericia, insté a Gregoria para que volviese inmediatamente a Madrid, declaré a la madre mi atrevido pensamiento el día que llegaron, y apeguéme a la complacidísima hija como a mi única tabla de salvación...

»La veo, pues, todos los días y casi a todas horas. Doña Rufa y ella me cuidan, miman y agasajan como a un nietecillo mal criado. Almuerzo, como, paseo y voy al café o al teatro en compañía de las dos, y las noches inclementes juego al tute con la que ha de ser mi suegra, mientras que devoro a miradas a la que ha de ser mi esposa... Pero, con todo esto, llegan las doce de la noche..., y tengo que irme a mi solitaria vivienda, en lugar de quedarme allí..., como me lo mandan imperiosamente todas las leyes divinas y humanas, exceptuando de entre las primeras aquella que ha establecido la aduana matrimonial a las puertas del paraíso del amor... Figúrate, por tanto, la violencia que me costará cada noche interrumpir el tierno diálogo de mis ojos con los ojos de Gregoria... ¡precisamente en el momento en que los ojos de Gregoria, haciendo traición a la reserva y timidez de la soltera, principian a hablarme en el dulce estilo que me hablarán los de la casada!...

»¡Conque... ya ves que no podemos aguardar tu venida para recibir la indispensable bendición, como tampoco pude aguantar tu exequátur para entablar la demanda matrimonial! En resumen: tú serás desde ahí, por medio de poderes, padrino de nuestra boda, la cual se verificará pocos días después de mi regreso de Aragón.

»Para ello tenemos ya tomada casa y comprado parte de los muebles. La madre de Gregoria se irá a Torrejón a ponerse al frente de nuestros estados, que consisten en unas viñas, un molino y algunas casas, todo ello correspondiente a la legítima paterna de mi futura y tasado en más de doscientos mil reales... De modo que voy a ser todo un señor propietario, así como más adelante llegaré a ser verdaderamente rico; pues, según he llegado a entender, doña Rufa tiene mucho dinero ahorrado, y con el tiempo heredará de un tío suyo no sé cuántos cortijos y olivares...

»Por lo demás, no temas, mi querido Conde, que ni las riquezas ni el amor puedan alejarme de ti, ni aminorar el cariño del alma que te profeso... Al contrario: hoy más que nunca mi espíritu se halla como identificado con el tuyo, y no tendré por felicidad la que a ti no te lo parezca, la que tú no presencies y aplaudas, la que tú no consideres digna de ti, y, por consiguiente, de mí. Así lo ha comprendido Gregoria, a quien he contado toda tu vida, aventuras, triunfos y grandezas, por lo que desea... y teme conocerte, como se desea y teme un examen. Su mayor gloria, pues, será que la juzgues digna de su Diego, y de aquí su temor de no gustarte... «Entonces me aborrecerías y te arrepentirías de haberte casado conmigo», suele decirme... Y yo la tranquilizo, contestándole que tú y yo nos hemos acostumbrado de tal manera a sentir y a pensar de un mismo modo, que más fácil me parece que te enamores de ella cuando la conozcas (como yo he estado expuesto a enamorarme de tu Gabriela), que el que le des calabazas en el mencionado examen. ¡Y la verdad es, amigo Fabián, que mi Gregoria, no obstante su prosaico nombre y su mediana alcurnia, nada tiene que envidiar a ninguna princesa conocida ni por conocer! Es hermosa, discreta, más perita que yo en artes, literatura y otras cosas, elegante y distinguida como las que van en carretela propia a la fuente Castellana, y, sobre todo, yo la amo... ¡Tu Diego la ama!, ¡tu pobre Diego, tan viejo y valetudinario! ¡La amo, sí, yo que no había amado nunca! ¡La amo, y ella me corresponde cual si mi amor mereciera el suyo! ¡La amo, Fabián, y, por consecuencia, tú le tomarás también cariño, tú aprobarás mi elección, tú no nos harás desgraciados con una censura cruel de nuestra dicha!

»¿Ves cómo soy para ti el amigo de siempre? ¡Ningún hombre le habrá dicho jamás a otro lo que yo acabo de decirte! Bien es cierto que tampoco ningún hombre habrá podido disponer nunca del alma y de la vida de nadie, como tú puedes y podrás eternamente disponer hasta de la última gota de sangre de tu

DIEGO.»

«Posdata:

»Calmada la emoción con que te he escrito las últimas líneas, veo que se me ha olvidado lo principal que tenía que decirte.

»Necesito que, mientras yo voy a Aragón y vuelvo, me envíes lo siguiente por la estafeta del Ministerio de Estado:

»1.º Un poder a tu administrador para que te represente como padrino en mi casamiento.

»2.º Un buen retrato tuyo para mi despacho, y otro, todavía mejor, para la sala.

»Y 3.º Tu regalo de bodas, que debe ser un corte de vestido, con sus adornos correspondientes y acompañado del último figurín publicado en Londres...

»Dicho vestido se lo pondrá mi futura para ir al altar. ¡Esmérate, por consiguiente!

»Epílogo. No te remito hoy el retrato de Gregoria, porque, de dos que le han hecho con este fin, no le ha gustado ninguno. A mi regreso se volverá a retratar, y te enviaré su dulce imagen... Adiós.»



Innecesario creo, padre mío, comentar la segunda parte de la precedente carta, o sea la relativa al casamiento de Diego... Vuelvo, pues, por ahora, a lo concerniente a Gabriela.

Era verdad casi todo lo que le habían contado a ésta relativamente a mi arrepentimiento y a la buena conducta que observaba yo en Inglaterra... Sin haber llegado (pues yo no debo ocultarle a usted cosa alguna) a las prácticas religiosas que me había atribuido Diego, ni tan siquiera al conocimiento de la Providencia de Dios... (suprema felicidad que hasta ahora me ha negado mi mala estrella), profesaba ya un profundo amor al bien, afanábame por adelantar algo en el camino de la virtud, y hacía más esfuerzos por merecer a Gabriela a los ojos de mi conciencia, que por obtenerla efectivamente.

La carta de Diego me llenó, por tanto, de regocijo en este punto, pues vi que, sin yo procurarlo, Gabriela empezaba a conocer y premiar mis buenas intenciones; y, si bien sentí mucho que mi amigo me hubiese supuesto actos meritorios que yo no realizaba, no por eso agradecí menos los grandes servicios que me estaba prestando, y que ya no dudé fueran coronados por el éxito más venturoso. «¡Gabriela será mi esposa!» (díjeme con inefable júbilo); y esta esperanza prestóme nuevo aliento para seguir luchando contra las tentaciones del mundo y contra mi perversidad.

En tal estado, recibí al cabo de algunos días esta otra carta de Diego:

«Queridísimo Fabián:

»¡Victoria en toda la línea!

»Acabo de llegar de Aragón. Dejo convencidos a los padres de Gabriela de que ésta debe darte la mano de esposa, lo cual quiere decir que los dejo prendados de tu persona y también de la mía.

»¡La madre, particularmente, no hará en adelante más que lo que yo quiera! Es una santa mujer, a quien he hecho llorar y reír a un mismo tiempo, contándole a mi modo tus pretendidas maldades, y que hoy te adora ya tanto como su propia hija, y tal vez más, si esto fuera posible.

»En cuanto al padre (que es un rudo caballero, medio aristócrata, medio campesino, como los que salen en algunas comedias de Calderón), sólo te diré que ha reconocido en ti un hombre muy hombre, lo cual constituye la primera recomendación para un aragonés, y que no ha llorado ni poco ni mucho, sino que se ha reído extraordinariamente, oyéndome referir tus aventuras amorosas. ¡Ya comprenderás, por supuesto, que ni él ni su mujer sabían (y que yo me he guardado muy bien de contarles) que una de estas aventuras fue a costa del difunto general, hermano de tu futuro suegro! Gabriela tuvo la misericordia de no revelar a su familia las verdaderas causas de su retirada al convento, sino que les dijo que procedía así por mera vocación religiosa; y como el general murió en la misma creencia, y Matilde no ha de venir a descubrir la verdad, queda orillado este grave inconveniente del asunto.»

-¡Orillado!... ¡Otra vez el pícaro verbo! -murmuró el padre Manrique-. ¡Siga usted!... ¡Siga usted!..., ¡y no me haga caso!¡Qué aficionados eran ustedes a orillar!

Fabián continuó leyendo:

«Por lo demás, el padre de Gabriela se ha extasiado oyéndome contar la historia de tus innumerables desafíos, en que siempre resultabas triunfante; me ha admirado a mí, como a cazador denodado e infatigable en dos batidas que hemos dado a los lobos y jabalíes de aquellos montes, y como a tirador de barra y jugador de pelota, ejercicios en que he tenido el honor de vencerlo; y, por resultas de todo, ha quedado en ir a Madrid dentro de cuatro meses a sacar del convento a Gabriela y ponerte por sí mismo en posesión de su mano. ¡Creo que no tendrás queja de mí!

»Entretanto soy portador de una carta para Gabriela, firmada por don Jaime y doña Dolores (así se llaman tus futuros padres políticos), en que combaten los escrúpulos de la muchacha, le piden que te perdone todas tus calaveradas y le aconsejan que se case contigo. La abadesa y yo haremos el resto, sin contar con la parte reservada al propio don Jaime cuando venga a Madrid...

»Y basta por hoy. Voy a ver a Gregoria, que ni siquiera sabe que he llegado. Mañana visitaré a Gabriela y te escribiré nuevamente.

»Tuyo del alma,

DIEGO.»

La carta del día siguiente fue aún más satisfactoria para mi corazón. Óigala usted:

«Queridísimo Fabián:

»Gabriela ha llorado mucho leyendo la carta de sus padres; la ha besado luego, y cayendo, en fin, de rodillas, ha dicho reverentemente: '¡Hágase la voluntad de Dios!'

»Después de rezar largo tiempo y de llorar otra vez, abrazada a la madre abadesa, hase vuelto hacia mí y pronunciado estas palabras:

»'-Sentiré que se engañe usted y que, por darle a su amigo una soñada felicidad temporal, cause la perdición de su alma. ¡Asómbrame que tan pronto haya podido arrepentirse eficazmente y afirmarse en el propósito de la enmienda!'

»'-¡Yo lo fío!' -le he contestado resueltamente.

»'-Y yo admito esa fianza... -ha exclamado Gabriela tendiéndome la mano-. Usted debe de conocer a su amigo mejor que nadie... ¡Quiera Dios que no se arrepienta usted nunca de haberme respondido de él!'

»Estas frases me han inspirado profundo respeto; y, no ya con los labios del amigo, sino con el alma del hombre honrado; no ya pensando en tu felicidad, sino en la de aquella angelical criatura, le he dicho, colocando su mano sobre mi corazón y dejando hablar a mi conciencia:

»'-¡Si llego a arrepentirme algún día, yo se lo diré a usted para que rechace a Fabián! ¡Y si ya fuese tarde, porque estuviera usted unida a él con lazos indisolubles, yo me encargaré de desagraviar a Dios y a usted!'

»'-Pues estamos casi conformes... Dentro de cuatro meses, cuando venga mi padre, daré una contestación definitiva...' -me ha replicado Gabriela, retirándose, no sin dirigirme antes una mirada en que he leído todo el amor que te profesa y las inmensas angustias de su alma.

»Ahora bien, amigo mío... Con la seriedad que constituye la base de mi carácter y que se merece un asunto tan delicado, yo te pregunto:

»¿He hecho bien en fiarte? ¿No volverás nunca a mal camino? ¿Serás siempre bueno y leal con el ángel que voy a colocar a tu lado? ¡No me engañes, por Cristo vivo, que yo no quiero engañar a Gabriela!

»Otro día te escribiré de mis asuntos personales.

»Tuyo,

DIEGO.»

Mi contestación a esta carta fue brevísima.

Hela aquí:

«Diego mío:

»Renuevo el juramento que te hice espontáneamente la noche de nuestra despedida:

»-¡Por la memoria de mi madre te juro que nunca te arrepentirás de haberle respondido de mí a Gabriela! ¡Maldígame desde el sepulcro la noble mártir que me llevó en sus entrañas si falto algún día a este juramento!

»Queda contestada tu solemne pregunta.

»Ahora tú me dirás cuándo puedo escribir a Gabriela y cuándo debo regresar a Madrid.

»Tuyo,

FABIÁN.»


Parte III. Casamiento de Diego editar

Según me había anunciado mi amigo, a los pocos días recibí esta otra carta suya:

«Conde de la Umbría:

»Hoy le toca hacer el gasto a mi Gregoria, de quien todavía no te he hablado desde que regresé de Aragón.

»Decididamente nos casamos a fines de esta semana, si para entonces está acabado el traje de boda, que es archiprecioso, como escogido por vuecencia.

»Gregoria te escribirá a continuación dándote las gracias e incluyéndote su retrato, que al fin consiguió le hicieran a su gusto... Dime francamente si mi mujercita te parece tan hermosa como a mí.

»Repararás que tiene puesto el aderezo que le has mandado. Por cierto que hemos sentido mucho hayas hecho un gasto tan enorme... Con el vestido había bastante, y de intento te marqué el regalo que queríamos, para que no te metieras en más honduras. ¡Lo mismo que el reloj y la cadena que me envías a mí! ¡Tú te has propuesto anonadarme con tus millones!... Pero sabe que yo no consideraré nunca pagado mi cariño con perlas ni brillantes, sino con otro cariño igual, y trabajo te mando si intentas eclipsarme en este punto.

»Mucho nos ha complacido a Gregoria y a mí la carta que nos escribes haciendo votos por nuestra felicidad, que nunca será completa hasta que tú la presencies en compañía de la hermosa hija de don Jaime.

»Volviendo al vestido, no te ocultaré que Gregoria (cuyo gusto es delicadísimo para estas cosas) lo halló al principio más rico que vistoso; pero hemos estado en la Castellana y en el Teatro Real; le he hecho parar la atención en los trajes de nuestras más elegantes aristócratas, y se ha convencido de que el que tú le has regalado es de última, y ya está contentísima con él.

»Pasado mañana acabarán de amueblarnos la casa. Es algo pequeña, pero nueva y muy bonita, y desde el balcón del comedor se descubre el jardín de un palacio inmediato. Nosotros hubiéramos preferido que tuviese jardín propio, como la tuya; pero no somos bastante ricos como para tener flores al alcance de la mano, y habremos de contentarnos con verlas desde lejos o con ir a tu casa a merodear en tus lilas y rosales. Por lo demás, es cuarto segundo sin entresuelo, lo cual equivale a un principal de los que lo tienen.

»Anteayer estuvimos en tu casa Gregoria, su madre y yo, acompañados de un tapicero, a fin de que viese el comedor y procurase en lo posible arreglar el nuestro en la misma forma, y que las cortinas y la sillería sean de un color semejante al de las tuyas... bien que todo ello de maderas y telas más baratas; pues el culto que rendimos a tu amistad y a tus gustos no debe llegar hasta arruinarnos. ¡Por cierto que en aquel comedor me acordé mucho de Lázaro y de nuestra última escena con él!...

»Y, pues que he nombrado a Lázaro, te confesaré que de buena gana lo buscaría para que fuese testigo de mi boda, caso de hallarse en Madrid... Pero no me atrevo. Mi corazón lo compadece y lo perdona: mi misma conciencia tal vez lo absuelve de algunas cosas que antes me parecían malas en él, y que hoy (a fuer de hombre formal próximo a casarme) no considero dignas de censura... ¡Mas, aun así, le temo, y seguiré esquivándole, por la seguridad que tengo de que es un hipócrita muy envidioso, que podría sembrar la cizaña entre Gregoria y yo!... ¡Nada! ¡nada! ¡No lo busco!

»Conque, adiós... Ésta es mi última carta de soltero. Pasado el primer cuarto de la luna de miel te escribiré acerca de Gabriela, a quien ya habré podido enseñar tu contestación, que espero, a mi anterior. Entretanto, nada nuevo tengo que decirte con respecto a la futura condesa de la Umbría, sino que sigue adorándote y rezando, y que, siempre que me despido de ella, después de terminada mi visita de médico a todas las madres monjas, me dirige una mirada profunda como el cielo, que viene a significar algo por este estilo: 'Dígale usted a Fabián que yo lo amo tanto como Gregoria lo ama a usted, y que deseo que él me ame a mí tanto como usted ama a Gregoria.'

»Y, a propósito... ¡se me olvidaba!... Gabriela le ha bordado a Gregoria un pañuelo preciosísimo, y le ha regalado además un relicario, un acerico y un rosario de semillas de Jerusalén. Sin embargo, todavía no se han visto.

»Adiós, vuelvo a decir. Recibe mil afectos de la señora de Diego y un abrazo del alma de

DIEGO DIEGO.»

Al pie de esta carta hay algunas líneas de letra de Gregoria, que dicen así:

»Mil gracias, señor Conde (o amigo Fabián, que es como dice Diego que debo llamar a usted), por sus hermosos regalos, en que siento se haya excedido de tal modo, pero que demuestran que no me guarda usted rencor por haberme atrevido a disputarle un poco de lugar en el corazón de su gran amigo y camarada de malos pasos.

»Allá va mi fotografía, que no creo ha salido bien del todo, y quedamos esperando como el santo advenimiento los dos retratos de usted que le tenemos pedidos para la sala y el despacho. No sea usted desdeñoso con los pobres y dígnese sacarnos de penas.

»Su carta, en que habla tan favorablemente de mi enlace con Diego, me ha gustado mucho aunque haya en ella bastante lisonja, y excusado creo decirle a usted que también puede considerar como una hermana a su afectísima

GREGORIA.»

El retrato de Gregoria, que recibí con esta agridulce carta, me produjo una impresión indefinible, muy parecida al miedo.

Indudablemente era una mujer hermosa, pues la fotografía no suele favorecer mucho al bello sexo, y Gregoria resultaba allí sumamente agradable... Conocíase que tenía grandes y expresivos ojos negros, muy sombreados de cejas y pestañas, enérgicas y regulares facciones, espléndidos hombros y arrogantísimo talle... Pero todo esto, que constituía lo que se suele llamar una buena moza, le daba cierto aire de altivez, desafío y presunción, muy peligroso, y cuando menos mortificante, para un hombre tan soberbio como yo. Antojóseme que aquella figura me decía: «No te temo. ¡Atrévete, si eres capaz, a disputarme el corazón de Diego o a disputarle el mío! ¡Todos tus decantados medios se estrellarán en mi talento y en mi virtud!»

¡Tuve, pues, durante una hora por cosa averiguada (¡tan suspicaz fue siempre mi imaginación en casos de amor propio!) que Gregoria estaba ya en armas contra mí, considerándome su enemigo natural, o que, fatigada de oír a Diego referir mis triunfos amorosos, dábame a entender, con su provocativa actitud, que era gran suerte mía no haber tropezado nunca con una mujer como ella!

Yo no sé si la prometida de Diego pensaba algo semejante al tiempo de hacerse el retrato que me destinaba... Yo no sé si por eso leía yo en su rostro aquellas hostiles ideas... Yo no sé si fue de mi parte una intuición o un presentimiento... Yo no sé si usted lo calificará de tentación del demonio... El caso es que pasé aquella hora contemplando fijamente, y no sin inquietud, la malhadada fotografía, hasta que, por último, parecióme más natural reírme de mis cavilaciones, y escribí a Diego una larga carta, en que, a vuelta de muchas cosas relativas a su casamiento, puse un párrafo que venía a decir de este modo:

«Dale mil gracias a Gregoria por su retrato, y recibe tú mi felicitación. La virtud y la hermosura resplandecen de igual modo en la noble faz de la que va a ser compañera de tu vida. Me enorgullezco de tener tal hermana.»

Finalmente, dos semanas después, recibía esta carta de Diego:

«Queridísimo Fabián:

»Perdónale al hombre más venturoso que puede haber sobre la tierra el cruel egoísmo (compañero siempre de la dicha) de no haberte escrito en tantísimo tiempo.

»Hace ocho días que Gregoria es mi mujer y que yo no me conozco a mí mismo. Mi antigua misantropía se ha convertido en veneración y amor al género humano, de tal manera que me falta poco para ir de casa en casa pidiendo perdón a todos los vecinos de Madrid por mis pasadas ferocidades, y su venia y licencia para ser tan dichoso como lo soy por la misericordia de Dios. Paréceme que todo el mundo estaría en su derecho, arrebatándome un bien que tanto he tardado en saber apreciar, y vivo asustado y vigilante, como el avaro en medio de sus tesoros, y temiendo a cada momento que vengan a robarme mi felicidad.

»Gregoria vale mil veces más de lo que yo me había imaginado. Prescindamos de su magnífica hermosura y del amor con que me enloquece. Su talento y su juicio son verdaderamente asombrosos. Hasta aquí no había hecho más que dejármelos adivinar, pero, desde que nos hemos unido para siempre, ha desplegado ante mí todos los tesoros de su inteligencia. ¡Qué seguridad de juicio! ¡Qué conocimiento tan profundo del corazón humano! ¡Qué rectitud y qué justicia en sus determinaciones! ¡Qué fortaleza de ánimo para no transigir en nada con el mal! En fin, chico: de hoy en adelante me ahorrará el trabajo de pensar en cosa alguna, pues sólo con seguir sus consejos procederé siempre como un sabio.

»Por lo demás, aquellos conocimientos artísticos y literarios que te dije poseía, son mucho más extensos de los que su modestia me ha dejado sospechar durante nuestro largo noviazgo. Bástete saber que en su primera juventud (hoy tiene veintiocho años) ha hecho versos...; lo cual te digo muy en reserva, pues cuando noches pasadas me lo contó (y me los leyó), exigióme palabra de honor de no referírtelo, porque dice que tú debes de ser muy burlón. Pero la verdad es que los tales versos no se prestan a burla, a lo menos en mi humilde dictamen.

»Para que mi dicha sea completa, sólo me falta que vengas y ocupes en mi despacho la butaca fumadora que lleva ya tu nombre, y en nuestra mesa el lugar que te hemos designado. Después le haremos sitio a Gabriela, y más adelante a todos los chicos que Dios nos envíe...

»Llegaron tus retratos, que son notabilísimos. Te encuentro grave y triste en los dos, particularmente en el más grande. Ya están colocados en mi despacho y en la sala. Los marcos han agradado de tal suerte a Gregoria, que quiere que mi retrato tenga uno por el estilo, si es que aquí saben tallar y dorar las maderas de ese modo.

»Pero dirás que tardo ya mucho en hablarte de Gabriela... Tienes razón. Hoy la he visto, después de diez días en que (perdona) no había parecido por el convento, y le he leído tu admirable carta, en que me juras de nuevo ser hombre de bien el resto de tu vida. La noble doncella me ha dicho que deseaba conservar un papel tan interesante, y se lo he entregado. A tu pregunta sobre cuándo podrás escribirle, me encarga que te responda que 'lo que tengas que decirle te lo digas a ti propio, hasta lograr convencerte de que no te estás engañando respecto de tus propósitos o de tus fuerzas.' Y, en cuanto a tu regreso a Madrid, dice que 'debe ser posterior a la venida de su padre y a la conferencia que celebrará con él acerca de tus pretensiones.' Resultado: que no quiere que le escribas, y que yo te avisaré cuándo puedes venir, lo cual creo será dentro de tres o cuatro meses.

»Descuida en mí, entretanto, y quédate con Dios. ¡Quédate con Dios, sí! No te lo digo como rutinaria fórmula, sino porque deseo muy de veras que continúes avanzando en la senda del bien. ¡Fabián!: te lo dice el mismo hombre que ha aplaudido insensatamente todos tus excesos y locuras: ¡Fuera de la ley no hay felicidad posible!... ¡El amor legítimo de una esposa, la paz doméstica, el respeto de nuestros semejantes, ofrecen tanta dulzura al alma, como acíbar y veneno encuentra en sus más victoriosas luchas contra la sociedad! ¡No te rías de mí al leer estas máximas si no quieres que te aborrezca Gregoria, y no te rías de Gregoria si no quieres que te aborrezca yo!

»Mil afectos de ella, que te escribirá otro día (pues hoy está muy atareada con los sobres de las esquelas en que damos parte de nuestro enlace a sus muchos conocimientos), y recibe un abrazo muy apretado de tu felicísimo, aunque no muy bueno de salud,

DIEGO.»



Parte IV. Gregoria editar

Transcurrieron cuatro meses, que yo pasé en Londres, y que me parecieron cuatro siglos. La seguridad de que Gabriela me amaba más que nunca; la dureza con que me trataba al propio tiempo; la carencia de una carta suya que me diese a probar la divina lisonja de aquel cariño; la prohibición que me impedía desahogar mi alma en su alma, expresándole mi agradecimiento, mi adoración y mis propósitos de consagrar toda mi vida a su felicidad; tantas esperanzas en el aire, sin el alimento de una palabra, de una mirada, de un signo cualquiera que las renovase continuamente, y el temor, que por lo mismo asaltábame a todas horas, de si Gabriela estaría perdiendo en aquel momento su fe en mí; de si estarían deslizando en sus oídos alguna calumnia a que diese crédito; de si, juzgándose engañada otra vez, habría resuelto profesar o estaría profesando en aquel instante...; todo esto, digo, convirtió mi pasión en angustia infinita y mortal zozobra, que no me dejaba punto de reposo. ¡Ningún hombre habrá padecido nunca los tormentos de amor que yo sufrí aquellos meses en mi destierro! ¡Ninguna mujer habrá sido nunca querida, venerada, idolatrada como Gabriela llegó a serlo entonces por mí! Y, en consecuencia de todo (me atrevo a decírselo a usted por vez primera), mi alma llegó a purificarse de todas las ruindades pasadas; comencé a ser bueno verdaderamente; conocí que merecía misericordia y hasta premio; creíme, en fin, digno de que Gabriela me diese la mano de esposa.

Tal era mi situación, cuando recibí un telegrama de Diego, que decía de este modo:

«Don Jaime llegará a Madrid dentro de quince días. Ven inmediatamente. Gabriela lo permite. Don Jaime lo desea. Yo lo mando.

DIEGO.»

Imagínese usted el inefable gozo de que esta parte llenaría mi alma, así como mi profundo agradecimiento a Diego.

«-¡A él se lo debo todo! -repetía yo a cada instante, llorando de regocijo ante la idea de estrecharlo entre mis brazos-. ¡Gabriela y Diego serán siempre dueños de mi corazón! Gabriela, porque en ella cifro la dicha, y Diego, por ser él quien me la da. Pero ¿qué no había hecho ya Diego por mí en este mundo? ¡Cuando yo estaba en lucha con la sociedad, púsose resueltamente a mi lado y derramó su sangre en mi defensa!... ¡Cuando una cruel enfermedad me llevó a las puertas del sepulcro, él me cuidó y me salvó la vida!... ¡Y hoy, en fin, que emprendo el camino del bien y que no aspiro a más felicidad que Gabriela, él se constituye en mi fiador, él hace que me perdone, él me une a ella para siempre! ¡Oh, Diego! ¡Diego! ¡Cómo podré yo demostrarte todo mi reconocimiento, todo mi cariño!»

Pensando de este modo (es decir, pensando más en Diego que en Gabriela, pues a Diego iba a verlo inmediatamente, y con Gabriela no esperaba avistarme hasta después que su padre llegara a Madrid), crucé como una exhalación la distancia que media entre las orillas del Támesis y las del Manzanares...

En la estación de Madrid me aguardaba Diego.

-¡Gabriela es tuya! -fue lo primero que me dijo al abrazarme.

-¿Cómo está Gregoria? -le pregunté yo galantemente y como posponiendo mi dicha a su dicha.

-Esperándote en casa... -me respondió con agradecido rostro.

-¡Vamos allá! -repuse, abrazándolo repetidas veces-. ¿Y tú?, ¿cómo estás, Diego mío? -añadí después, reparando en que sus manos y su frente ardían-. ¿Eres tan feliz como esperabas?

-Soy todo lo feliz que se puede ser...-me contestó tristemente.

-¿Qué te pasa? -repliqué lleno de espanto-. ¿Qué te pasa, Diego de mi vida?

-Lo de siempre... Mi salud, que no es buena... ¡El hígado me come!

En efecto: estaba verde, flaco y calenturiento como en los peores accesos de su ictericia.

-Pero, en fin, ¿Gregoria? - murmuré.

-¡Es una santa..., es una mártir..., es una heroína, cuando me soporta! Pero ¡ay!, no sé por qué, estoy más triste y melancólico que nunca... Ella hace lo que no es decible a fin de distraerme; me obliga a salir y entrar, me lleva a visitas y a los teatros; me acaricia o me reprende como a un niño... ¡Todo inútil! ¡He vuelto a cobrar aversión al género humano, y a recelar y desconfiar de todo el mundo!...

-¡Tonterías! -exclamé-. Ya te curaremos entre Gregoria y yo.

-¡Oh, sí! ¡Me haces mucha falta! Tú alegrarás mi espíritu enfermo... Tú me curarás, a fin de que no me muera ahora que puedo ser feliz. ¡Amo tanto a Gregoria, que me horroriza la idea de dejarla, de irme al otro mundo sin ella!... Pero basta de mis cuitas, y hablemos un poco de tu felicidad. Ya te he dicho que Gabriela es tuya...

-¡Diego de mi alma!

-¡Ni una palabra más! ¡No te lo digo para que me lo agradezcas, sino para que te alegres y me alegres a mí! Tengo carta de don Jaime, en que me anuncia que dentro de diez días estará entre nosotros. Ahora bien: yo consideré desde luego que en lugar de esperarte él en Madrid, te tocaba a ti esperarlo a él: se lo consulté a Gabriela, y convino conmigo en que debía llamarte inmediatamente. «Queda, pues, prejuzgado -le dije- que se casará usted con Fabián...» Ella se puso colorada como una amapola, y me respondió: «Perdone usted que no conteste a esa pregunta hasta que me la haga mi propio padre.» Y, al hablar así, me dirigió la primera sonrisa que he visto dibujarse en su divina boca... ¡Yo te regalo esa sonrisa como una joya de inapreciable valor!

Departiendo de esta manera llegamos a casa de Diego, en tanto que mis criados transportaban el equipaje a mi propia casa.

No sin inquietud subí las escaleras de la morada de mi amigo, recordando la impresión hostil y como de susto que me causó el retrato de su hermosa mujer... «¡Dios mío! -iba yo diciéndome-. ¡Que congeniemos Gregoria y yo! ¡Que nos seamos mutuamente agradables! ¡Que pueda yo vivir como entre hermanos con ella y su marido! ¡Estoy fatigado de luchas!... ¡Estoy necesitado de paz!...»

Diego, entretanto, cual si adivinara mis pensamientos, me decía por su parte, subiendo delante de mí con impaciencia vertiginosa:

-¡Vamos a ver qué tal te parece mi media naranja! ¡Vamos a ver si apruebas mi elección! ¡Espero que no quedarás disgustado!

¡Fatal estrella mía! ¡La mujer de Diego me desagradó profundamente! No bien la vi, experimenté la misma aversión y miedo que me produjo su retrato. No bien la oí hablar, conocí que la Naturaleza y nuestra respectiva educación habían puesto mil abismos entre nosotros, y que, por consecuencia, jamás lograríamos entendernos.

Gregoria era, en efecto, como me lo dejó presentir su fotografía, el tipo de la mujer presuntuosa, afectada, dominante; una buena moza muy vulgar, infatuada con una virtud más vulgar todavía: una marisabidilla de pueblo, echándola de madrileña culta y elegante; una necia, propensa al drama, rebosando suficiencia a cada paso, y que parecía provocar a todo el mundo a competir con su honradez, con su hermosura y con su ingenio; era, en fin, el tipo de la mujer fuerte, no de índole, sino de profesión y mala fe, y además otra cosa que sólo puede definirse en un vocablo provincial, cuyo significado no sé si usted conoce...

-Estoy al cabo de todo... -pronunció el jesuita, sonriéndose-. Quiere usted decirme que era cursi.

-¡Justamente!

-La Academia Española ha prohijado ya la palabrilla... -continuó el padre Manrique-, y la incluirá en su próximo Diccionario, como muy expresiva y generalizada (1). Por lo demás, desde que me leyó usted las cartas de Diego relativas a Gregoria, había yo adivinado (perdónemelo Dios) que lo de cursi le venía como de molde.

-¡Oh! ¡sí! -replicó Fabián-. ¡Era cursi en todos los conceptos: cursi su virtud, cursi su hermosura, cursi su pretendida elegancia, cursi su lenguaje, cursi cuanto hallé en su vivienda! ¡Era la más ridícula falsificación que pueda imaginarse de todo lo culto, elevado y noble, y mi pobre Diego, que no conocía sino de oídas las verdaderas grandezas sociales, había tomado por de buena ley aquella moneda falsa, y estaba orgullosísimo de su adquisición!

-¡Aquí tienes a Fabián! -exclamó el desgraciado-. ¡Ahí tienes a Gregoria!

Y, hablando así, me impelió hacia ella como si desease que la abrazara.

Gregoria retrocedió un paso en actitud de defensa, aunque tendiéndome al mismo tiempo la mano.

-Celebro el honor, señor conde... -dijo teatralmente, cual si lo más importante en aquel momento fuese mi título de nobleza.

-¡Qué conde, ni qué diablos! -prorrumpió Diego-. Llámale Fabián...

-Señora... -había yo contestado maquinalmente.

-¡Vaya! ¡vaya! -continuó Diego-. ¡Esto no es lo convenido! ¡Fuera cumplimientos! ¡Aquí no hay condes ni señoras, sino hermanos para el resto de la vida! ¡Debéis tutearos!...

Yo me sonreí galantemente, estrechando la mano de Gregoria.

-¡Qué cosas tienes, hombre! -le dijo ésta a Diego con cierto desdén-. Es demasiado pronto... ¿Verdad, usted, amigo mío?

Yo me incliné afectuosísimamente, sin saber contestar... y por sustraer un instante mi rostro a la inquisidora mirada de Diego.

-Conque ¡vamos a ver!...-me preguntó entonces el cuitado-. ¿Qué te parece mi costilla? ¡Con franqueza!...

-Es muy hermosa... -respondí acaloradamente, de miedo a no responder nada.

-¿Qué ha de decir el señor? -adujo Gregoria con engreimiento-. ¡Te has propuesto sin duda sofocarme delante de él ofreciéndome a sus ojos como una de esas mujeres que gustan de galanterías! Yo, señor conde, no soy hermosa; pero me alegraría de parecérselo a mi marido.

-¿Eh? ¿qué tal? -exclamó Diego, entusiasmado, aunque mostrando todavía inquietud acerca del efecto que me estaría causando su esposa.

-Tiene mucho talento... -contesté.

Gregoria resplandeció de orgullo. Diego me abrazó.

La escena era en la sala principal, iluminada a giorno como toda la casa.

Una criada, fea y de alguna edad, con traje lugareño, estaba asomada a la puerta, oyendo la conversación.

Serían las ocho de la noche.

-¡Tomará usted algo!... -dijo Gregoria, sentándose en el sofá-. ¿Quiere usted un refresco? ¡Con toda confianza!... ¡Ínstale tú, hombre! ¡Jesús, qué pavo eres!

-Desearía un vaso de agua... -respondí yo.

-Pero ¿qué? -observó Diego-. ¿No vas a comer con nosotros?

-¿Qué dices? ¿El señor no ha comido? -exclamó Gregoria con un terror indescriptible.

-Comí hace dos horas en El Escorial... -me apresuré a decir, mintiendo piadosamente.

-Pues lo que es mañana... ¿no es verdad, Diego?..., come usted con nosotros.

-No faltaré de manera alguna.

-A las seis -tartamudeó Diego con voz sorda.

El pobre estaba humillado por la imprevisión de su mujer, comprendiendo, como yo, que no había dispuesto para aquella noche una comida presentable, y que por eso no me instaba, como le hubiera convenido a mi pobre estómago, ya que no a mis crispados nervios...

La criada me alargaba entretanto un vaso de agua en un plato como cualquier otro.

-Francisca, te dije esta tarde...-murmuró Gregoria hecha un basilisco- que al señor se le traía el agua en la bandeja de plata... Perdone usted, Fabián...

-Señorita... -respondió la criada-; no estaba puesta la llave del armario de las cosas finas... ¡Conque éste es el señorito Fabián! -añadió luego-. ¡Bien se le conoce en la cara lo muy travieso que, según dicen ustedes, ha sido! ¡Tiene unos ojos... que ya!... ¿Cómo está la señorita Gabriela?

-¡Ya ves que aquí te quieren hasta los gatos de la casa! -profirió Diego-. ¡Charlamos tanto de ti!...

Yo me ahogaba.

-¡Pues es verdad! -dijo Gregoria, hablando a voces y con destemplado acento, que era otra de sus habilidades-. ¡Todavía no le he preguntado a usted por Gabriela! ¡Bien que usted no tendrá más noticias que las que le haya dado éste!... ¡Quiera Dios que no sea usted también travieso con esa pobre chica!

-¡No lo será! -exclamó Diego-. Fabián es ya otro hombre, y, además, me ha jurado portarse bien...

-¡Hum! -gruñó la criada.

No pude más, y me levanté para irme, bien que disimulando mi disgusto bajo una ruidosa carcajada, seguida de estas mentirosas declaraciones:

-Aunque yo fuera todavía malo, el cuadro de felicidad doméstica que tengo ante la vista; la dulce confianza que aquí reina; la honradez que respiran hasta las frases de esta afectuosa criada; las nunca por mí probadas delicias que acabo de adivinar entre ustedes, y, sobre todo, Diego, la severa virtud y elevado carácter de tu noble mujer, me servirían de edificación, ejemplo y estímulo para ser un modelo de esposos y darle tanta dicha a Gabriela como a ti te da mi nueva hermana Gregoria.

Diego lloró de júbilo al oírme hablar así, y me abrazó tiernísimamente... Lloró también la criada, y hasta mostró intenciones de recompensarme con otro abrazo. Sólo Gregoria se quedó estupefacta, como si acabara de perder una apuesta o de ser cogida en sus propias redes.

-¡Veremos! -dijo por último con aire de incredulidad-. ¡Condición y figura!

-Adiós..., adiós... -exclamé interrumpiéndola y fingiendo nuevas sonrisas-. ¡Hasta mañana! ¡Mil enhorabuenas, Diego! ¡Mil enhorabuenas! ¡Tienes una mujer admirable!

Y, sin dejar espacio a ninguna otra réplica, salí de aquella casa, murmurando en lo profundo de mi corazón:

-¡Pobre Diego! ¡Y pobre de mí, que tendré que volver a hablar muchas veces con su virtuosísima y abominable esposa!



-¡Padre! Perdóneme usted este desahogo... ¡Si la virtud no pudiese mostrarse bajo otro aspecto que el que me ofreció Gregoria, yo proclamaría a la faz del cielo y de la tierra que el vicio es mucho más afable, digno y generoso. Afortunadamente, la virtud se personifica también en seres tan dulces, tan atractivos, tan adorables como usted y como Gabriela, a cuyo lado no concibe uno otra felicidad que la de llegar a ser bueno y la de merecer entretanto sus indulgentes simpatías.

-¡Siempre seductor! -respondió el padre Manrique-. ¡Indudablemente es usted un hombre muy peligroso!... Pero yo procuraré no dejarme inducir a engaño por esos distingos acerca de la virtud, y seré inflexible cuando llegue el momento de fallar este largo y complicado proceso de su vida de usted.

-Ya está terminando... -respondió Fabián-. ¡Y justicia pido de aquí en adelante, que no misericordia!



Parte V. El padre de Gabriela editar

Al día siguiente fue Diego a almorzar conmigo después de haber estado en el convento y conferenciado largamente con Gabriela acerca de mi llegada a Madrid, y del saludable cambio que se advertía en mis ideas y sentimientos.

La noble joven lo había oído con inmenso júbilo y sin esforzarse ya por disimular el amor que me profesaba; pero había insistido en que era necesario que me abstuviese de intentar verla y de acercarme al convento hasta que su padre llegase de Aragón.

«-Dígale usted -había manifestado por último- que quedo dando gracias a Dios por haber escuchado mis oraciones y tenido piedad de un alma que siempre me fue tan querida. Dígale usted que no me considere como el término de sus esperanzas y anhelos de ventura, sino como una compañera de destierro que se complacerá en llevarlo de la mano, al través de este valle de lágrimas, a la verdadera felicidad, que es Dios. Dígale usted, en fin, que a pesar de todo el amor que le tengo, y aun después de casarme con él (suponiendo que el cielo así lo disponga), siempre me conceptuaré sierva de Dios antes que esposa suya, y que, si se me pusiese a optar entre uno y otro deber, preferiré servir a mi Eterno Padre.»

-Dile cuando la veas... -respondí con tanto fervor como mansedumbre-, que acepto sus condiciones; que, ayudado de ella, me atrevo a responder de mí, y que dejo a su misericordia el no privarme ya mucho tiempo de su dulce compañía. ¡Dile que estoy muy solo en esta triste vida!

Diego me miró profundamente, y exclamó:

-¡Yo mismo te desconozco y te creo! ¡Diga lo que quiera Gregoria, tu curación ha sido radical!

Traída a colación Gregoria tan fuera de tiempo, ya no se volvió a hablar de Gabriela. Eran dos conversaciones incompatibles. Eran dos figuras que se proscribían mutuamente.

Habló, pues, Diego de su mujer con aquel febril entusiasmo que él acostumbraba, y que parecía hijo de una duda propia o refutación anticipada de temidas objeciones ajenas...

-¡Qué feliz me has hecho anoche! -díjome, resumiendo-. El agrado y la admiración que te produjo Gregoria, y de que diste tan claras muestras, duplicó a mis ojos su mérito y aumentó en la misma proporción mi felicidad... ¡Parecíame que anoche era cuando verdaderamente me casaba!

-¿Y ella? ¿qué dice? -le pregunté con afectada cordialidad.

-Ella cavila todavía... ¡Ya se ve! ¡No te conoce tanto como yo; y, por otra parte, recuerda con inquietud todo lo que le tengo contado de tu descontentadizo gusto en punto a belleza física y de tus antiguas herejías respecto de la perfección moral! Así es que esta mañana me decía con una franqueza de ángel: «¡Es muy difícil que Fabián no desprecie a una pobre mujer de bien como yo!... Además, tu amigo no podrá perdonarme nunca el que le haya robado parte de tu alma. De todo lo cual... deduzco que tardará mucho tiempo en llegar a transigir conmigo, si ya no es que se dedica o contribuye indeliberadamente a hacerme desmerecer en tu concepto.» ¡Figúrate lo que le habré respondido! En resumen: la he dejado mucho más tranquila, y esta tarde quedarán ratificadas vuestras amistades.¡Es tan buena!... Desde anoche no piensa más que en la comida de hoy, a fin de que todo esté en regla y no eches de menos la mesa de los Grandes de España ni los restaurants de París y Londres... ¡Va a tirar la casa por la ventana!

Paso por alto la descripción de esta malhadada comida, ridículamente aparatosa, en que hubo de todo menos cordialidad y regocijo, por más que los tres aparentásemos estar contentos... Omito las duras reprimendas de Gregoria a la criada, cada vez que ésta delinquía, a juicio de aquélla, contra las reglas de la buena sociedad en el modo de servir la mesa, de presentar los platos o de nombrar las cosas que habían llevado de la fonda y que la pobre Francisca nunca había visto... Tampoco haré mención de las mil impertinentes interpelaciones y excusas que me dirigió la mujer de mi amigo para demostrarme que sabía anticiparse a críticas y censuras que maldito si a mí se me estaban ocurriendo, o para hacerme creer que ella no envidiaba nada de lo que no había en su casa, ni tenía que aprender cosa alguna de los aristócratas más elegantes, ni se creía inferior a mí en buen gusto, ni a Gabriela en virtud, ni a Carlo Magno en majestad, ni a Sócrates en sabiduría. ¡Sólo a fuerza de fingida humildad, de cortés indulgencia, de estrepitosos aplausos y de risas de aprobación conseguí evitar más de una peligrosísima polémica, impidiendo al propio tiempo que Diego notase lo muy mortificado que yo me hallaba y lo desagradabilísima que me iba siendo su esposa!

Así y todo, mi amigo, aunque sin darse cuenta de la causa, sentíase mal, en medio de la satisfacción que le proporcionaban mis constantes elogios a su mujer, y no bien terminó la comida, me propuso que saliésemos un rato a vagar por las calles, según nuestra antigua costumbre, y a respirar el aire de la noche. Vine yo en ello sin resistencia alguna, lo cual no le supo muy bien a Gregoria, por más que intentase disimular su despecho, y un momento después la dejamos sola y defraudada en aquel teatro de sus recientes triunfos..., ¡demasiado fáciles y breves para que pudieran lisonjear su desmedido amor propio!

Dicho se está que, tan luego como nos vimos solos, se restableció la confianza, o sea la comunicación, entre Diego y yo, y tornamos a probar la alegría y la dulzura de nuestras antiguas pláticas; y tanto fue así, que no nos separamos hasta la una de la noche, hora en que mi amigo tomó la vuelta de su casa, más prendado de mí que nunca, y no sin decirme reiteradamente al tiempo de despedirse:

-¡Que nos veamos mucho, Fabián! Estoy enfermo del cuerpo y del alma, y te necesito. ¡No me abandones, no!... Me he acostumbrado a creer que me perteneces como el hijo a su padre, como el esclavo a su señor; y prefiero morir, o matarte, a consentir que te emancipes y me dejes solo...

¡Y mientras pronunciaba estas atroces palabras, el cuitado se sonreía, como para atenuar su gravedad e inducirme a reconocer tan pavorosa deuda!


Pasó una semana, durante la cual no volví a casa de Diego, bien que Diego fuese diariamente a la mía. La necesidad de hacer algunas visitas oficiales en mi calidad de secretario de Legación, y el arreglo de mi casa y de mis negocios, abandonados durante tan larga ausencia, explicaban y disculpaban suficientemente mi conducta a los ojos de Diego; pero la verdadera razón de mi retraimiento era la profunda antipatía que me causaba su mujer, antipatía que iba ya rayando en odio.

Así las cosas, llegó a Madrid don Jaime de la Guardia.

Diego y yo salimos a esperarlo. El noble viajero nos abrazó a los dos cordialísimamente, y, tanto aquel generoso arranque de benévola confianza como su hidalga, hermosa y respetable figura, me cautivaron y subyugaron desde luego.

Personifique usted en un hombre como de cincuenta y cinco años, muy arrogante y fuerte todavía, la gentileza y sencilla majestad de Gabriela, y formará juicio del caballero aragonés. Sus ingenuos ojos y puras facciones recordáronme mucho la belleza de mi adorada, cuyo clásico rostro me parecía contemplar, no ya modelado en suave cera, sino esculpido en bronce y algo agigantado...

¡Por lo demás, no pude menos de sentir amarguísimos remordimientos al verme abrazado con tan confiada efusión por un hermano del digno general cuyas canas había yo mancillado inicuamente!

-Gabriela me ha prohibido -díjome don Jaime, del modo más afectuoso- tratarle a usted como a un yerno, o sea como a hijo de mi alma, hasta que ella me consulte no sé qué cavilosidad o escrúpulo de monja..., ¡que luego resultará la nada entre dos platos! Y como Gabriela es la dulce tirana que nos gobierna a todos, no tengo más remedio que obedecer sumisamente... Hasta la noche, pues, amigo mío... Hágase usted cuenta de que no nos hemos abrazado todavía.

Y, así hablando y abrazándome nuevamente, se marchó con dirección al convento.

Yo le dije entonces a Diego, lleno de angustias:

-¿Irá a referirle Gabriela a su padre mis amores con la Generala?

-¡De manera alguna! -me respondió mi confidente-. Ya te he dicho que entre la abadesa y el confesor de la joven y yo hemos convenido en la fórmula con que se ha de resolver tan espinoso caso de conciencia. Gabriela le preguntará hoy a su padre: «¿Perdona usted a Fabián incondicionalmente todas sus pasadas culpas? Por enormes que éstas sean, y por mucho dolor y repugnancia que a usted le causen las que con el tiempo pueden llegar a su noticia, ¿no se arrepentirá usted nunca de haberlo perdonado, como yo lo perdono?» Hablando así, Gabriela no escandalizará ni afligirá el ánimo de su padre; no fomentará tampoco tu difamación y la de Matilde (lo cual sería un pecado mortal), ni menos podrá ser acusada en tiempo alguno de haber desconocido que don Jaime de la Guardia tenía algo que perdonar a Fabián Conde antes de llamarlo su hijo...



-¿Y Gabriela aceptó semejante expediente? -prorrumpió el jesuita con inusitada violencia.

-Sí, señor.

-¡La desconozco!... ¡Perdóneme Dios si no estoy en lo justo; pero estimo que Diego, la madre abadesa y el mismo confesor aconsejaron a la joven una mala cosa! Si no hubiese Gabriela de aprovechar en beneficio de su amor el perdón que, por medio de reticencias, le pedía a su digno padre, en buen hora le ocultara que usted había contribuido al deshonor de un individuo de su familia... Mas aquella liga de egoísmo y de caridad, de interés y de abnegación, constituye un verdadero fraude a los ojos de la conciencia, y, por consiguiente, a los del Supremo Juez que está en los cielos... ¡Mucho ama Gabriela a usted cuando su luminoso espíritu de santa no reparó en esta sombra de pecado!

-¡Pobre Gabriela! -gimió Fabián.

Y, viendo que el padre Manrique no añadía cosa alguna, sino que meneaba la cabeza de arriba a abajo y apretaba la boca, como quien, lleno de dolor y asombro, toma la resolución de no hablar, continuó diciendo por su parte:



-Aquella noche fui a ver a don Jaime en compañía de Diego.

El noble aragonés me recibió en sus brazos, exclamando con aquella sana alegría que me recordaba la niñez de Gabriela:

-¡Vamos..., hombre! ¡Pídame usted la mano de la muchacha!

-¡Padre de mi vida! -le contesté.

Y rompí a llorar como lloro ahora... ¡Huérfano y solo durante tantos años, era aquélla la primera vez desde que murió mi madre, que encontraba el dulce amparo de la familia y la augusta sombra de la autoridad paternal!

-Desde mañana... -continuó don Jaime, cuando hubo dominado la muda emoción que le produjo mi llanto-, desde mañana empezaremos a arreglar los papeles y dentro de un mes se verificará el casamiento. No puedo dedicar a ustedes ni un día más. Hago mucha falta en mi casa; sin contar con que este pícaro Madrid no me ha gustado nunca.

Poco más referiré a usted de lo mucho que hablamos aquella inolvidable noche, la única de mi vida que me he considerado verdaderamente feliz... ¡Ardo ya en deseos de terminar, y marcho derecho al desenlace de todas las historias referidas!

Diego y yo comimos con don Jaime en su fonda, pues fueron inútiles todas mis súplicas de que se hospedase en mi casa...

-Te hablaré de tú, si quieres, desde ahora mismo... -me respondió con singular donaire-; pero déjame aquí a mis anchas...

Y, como yo insistiese en mi ruego, puso fin al asunto con estas inapelables palabras:

-¡No te canses! ¡He dicho que no, y soy aragonés! Lo que sí te pido es que vengas a verme todos los días y a todas horas..., para luego hablarle mucho de ti a mi mujer, que me abrumará a preguntas...

-Pues en ese caso... -exclamó Diego, cuyo semblante y tono de voz expresaban hacía ya rato algo muy parecido a celos, o a la envidia que siente un niño hacia el nuevo hermano que viene a robarle caricias paternas-; en ese caso, yo, que ahora no les hago a ustedes falta alguna en Madrid, me marcharé mañana a Torrejón, donde tengo que arreglar algunos negocios. Dentro de dos domingos estaré de vuelta.

«El domingo que viene estaré de vuelta», entendí yo... Pero, según me han explicado después, su frase fue la que he dicho anteriormente.

El día en que ocurría aquella conversación era también domingo... Y especifico estas cosas por la funestísima importancia que les ha dado luego la fatalidad...

-Va usted a saber -dije a don Jaime, en lugar de responderle a Diego- la causa del viaje de nuestro amigo...

-¡Cuidado con lo que hablas! -prorrumpió el hipocondriaco, temiendo que hubiese yo traslucido y fuera a revelar lo que su pobre corazón sentía.

-Este modelo de amigos generosos... -proseguí, sin hacerle caso- va a Torrejón de Ardoz a vender ganado y trigo, a fin de reunir dinero y desempeñar espléndidamente su papel de padrino de mi boda. Porque... ¡ya se ve!..., como es un señor casado, no puede meter la mano en mi caja... ni dejar de hacerme ciertos regalos. ¿No es así, mi buen Diego? ¡Con franqueza!

Diego se echó a reír cariñosamente, y me estrechó la mano como pidiéndome perdón.

-No digo mi hacienda... -exclamó al mismo tiempo-: ¡toda mi sangre daría por tu felicidad!

-¿Lo está usted viendo? -repuse yo-. ¡Siempre ha sido así!...

-¡Qué! ¿Te parezco mal? -replicó, volviendo a nublarse.

-¡No, hombre, no!... ¡Al contrario! Te permito que te arruines... ¡Haz cuanto quieras por mí!... Todo le parecerá poco a mi cariño... -le contesté acariciándolo.

Don Jaime tendió también la mano a Diego en muestra de gratitud, y le dijo:

-Espero que a su regreso de Torrejón tendrá usted la bondad de llevarme a su casa y presentarme a su señora. Deseo mucho conocerla y tratarla.

-Será un honor muy grande para ella -contestó Diego, recobrando por completo la alegría.

Y se puso a tararear y a dar vueltas por el cuarto como un chico que se desenoja de repente.

-Ya había yo conocido cuando estuvo en Aragón -díjome entonces al oído el buen don Jaime- que este hombre era muy hipocondriaco. ¡Todo cuidado es poco para tratar con él!... De la hipocondria a la locura no hay más que un paso.

Tales fueron, en resumen, los incidentes más notables de aquella conversación.

Por lo demás, y para colmo de ventura, al llegar a mi casa me encontré con esta carta de Gabriela:

«Fabián:

»Mi padre te ha perdonado todo el mal que puedes haber hecho en el mundo hasta contra su propia persona.

»Yo... ¡no tengo que decirte cuánto te amo!

»Sin embargo, no vengas a verme hasta el día de nuestro casamiento... No me escribas tampoco... Déjame a solas con Dios todo el tiempo que aún he de permanecer en esta santa casa. Yo no debo entenderme contigo hasta el instante en que, a la vista de esta comunidad de hermanas mías, en la propia iglesia de este convento, al pie del altar, mi padre y Diego te presenten a mí, para que mi confesor bendiga nuestro enlace, declarando en nombre de Dios que es tu esposa,

GABRIELA.»

¿A qué misterioso presentimiento, a qué seráfica intuición obedecía ese singular empeño de mi adorada de no verme ni oírme hasta el instante mismo de la celebración de nuestro matrimonio? ¿Adivinaba que éste no se celebraría nunca? ¿Sospechaba todo lo que ha llegado a suceder? ¿O procedía tan sólo por un resto de terquedad y rencor, acordándose todavía del cruel desengaño que recibió aquella tarde infausta en que me llamó suyo junto a las rejas de los jazmines?

¡No sé!... Lo único que veo ahora es que en aquello, como en todo, Gabriela procedía con maravilloso instinto... ¡Dijérase que olfateaba la tempestad que no tardó en rugir sobre nosotros, y que ya ha tronchado todas las flores de mis esperanzas!

A la mañana siguiente se marchó Diego, según que nos había anunciado. ¡Marchóse, sí, tan cariñoso conmigo como siempre, y completamente seguro, a mi juicio, del amor fraternal y de la inextinguible gratitud que le profesaba mi alma!... ¡Sin embargo (¡ah!, ¡esto es espantoso!), aquí da fin la historia de nuestra amistad, y cuando, dentro de poco, vuelva a aparecer en escena aquel desgraciado, ya no verá usted en él al tierno y solícito camarada de mi vida, sino al arcángel exterminador encargado de darme la muerte!



Parte VI. Eva editar

La catástrofe que me abruma se originó de una manera muy casual y prosaica, o sea por resultas de vulgarísimos accidentes. Verdad es que la pólvora estaba ya enterrada, a lo que vi luego, y que sólo faltaba leve chispa de lumbre para que sobreviniera el terremoto.

Sabe usted que desde la tarde de la célebre comida en casa de Diego, en que tan mal lo pasamos todos, no había yo vuelto a ver a Gregoria. Podrá decirse que la amistad y la cortesía me aconsejaban más que nunca no dejar de visitarla durante la ausencia de su marido; pero otras atenciones, menos desagradables para mí que el trato de aquella mujer, me hicieron diferir la visita hasta que, suponiendo ya de regreso a mi amigo, extrañé que éste no hubiera ido a verme, según su costumbre.

Partiendo, pues, del error de que al irse nos había dicho «el domingo que viene estaré de vuelta», me encaminé a su casa el primer domingo siguiente al día de su marcha, no dudando de que ya estaría en Madrid, y temeroso de que hubiese llegado enfermo o de que se hallase enojado conmigo a causa de mi descortesía para con su esposa.

Serían las cuatro de la tarde cuando llamé, no sin hacer antes gran acopio de alegría y paciencia, a fin de que mi tercera entrevista con Gregoria diese mejor resultado que las dos anteriores...

-¿Qué pasa por aquí? -principié a gritar con deliberado júbilo, no bien me abrió la puerta la criada-. ¡Hola, familia! ¡Muy buenas tardes! ¡Aquí hay un peregrino que pide hospitalidad por ocho horas! ¡Aquí hay un desertor que viene a quedarse a comer, a hablar hasta por los codos y a echar un sueño en una butaca; a descansar, en fin, después de seis días de ímprobos trabajos!

A estas voces acudió Gregoria, muy grave y circunspecta, y me dijo:

-¡Ah! ¿Es usted, señor conde? ¡Dichosos los ojos que lo ven a usted!

-Perdóneme usted, mi querida Gregoria... -le respondí, sin dejar el tono de chanza-. Confieso que me he portado infamemente con usted; pero, en cambio, hoy vengo decidido a estarme aquí hasta las doce de la noche. ¡Digo..., porque supongo que me darán ustedes bien de comer!...

-No tengo inconveniente. Usted viene a su casa.

-Es usted muy fina..., ¡demasiado fina! Pero... ¡vamos a ver! ¿Dónde está nuestro viajero, que no sale a recibirme?

-¿Pregunta usted por Diego? ¿Pues no sabe usted que se marchó a Torrejón?

-¡Cómo!... ¿No ha regresado todavía? -pregunté estupefacto.

-¡Hágase usted de nuevas! -replicó Gregoria-. ¡Demasiado sabe usted que se despidió por quince días!

-Juro a usted que ignoraba... -murmuré, retrocediendo maquinalmente hacia la puerta.

-¡Oh! ¡No se vaya usted por eso! -añadió enfáticamente-. Diego me conoce..., y no llevará a mal el que su esposa reciba y atienda a usted como si él estuviera en Madrid. Ahora, si usted ve que ha de aburrirse demasiado no estando aquí su amigo...

-¡Gregoria! -respondí con ingenua efusión-. Mi mayor deseo es serle a usted agradable... ¡Oh, sí! ¡Bien sabe Dios cuánto me alegraría de que usted me quisiese tanto como Diego!

Mi enemiga palideció ligeramente al oír estas palabras, cual si hubiesen llegado a su conciencia.

Pero, reparando, sin duda, en que la criada estaba delante, se limitó a decir:

-Luego hablaremos. Pase usted... -y me señalaba la puerta del despacho de Diego-. Yo voy a dar algunas órdenes. Sígame, Francisca.

-¡Conque se queda usted a comer! -exclamó la sirvienta con estúpido regocijo-. ¡Me alegro! ¡Verá usted cómo hoy no me equivoco al servir las salsas!

Profundamente disgustado entré en el despacho de mi amigo, y púseme a discurrir qué me convendría más: si inventar un pretexto para ir enseguida a la calle, o si aprovechar aquella ocasión para captarme el afecto y la confianza de la que ya he calificado de enemiga mía. Haciendo lo primero, me exponía a irritarla más y más, confirmándola en su idea de que yo la despreciaba o la aborrecía. Haciendo lo segundo, corría el riesgo de pasar unas horas de aburrimiento y humillación, dado que no consiguiese desvanecer las prevenciones, sobrado justas, de Gregoria; pero, en cambio, si lograba engañarla respecto de mis sentimientos, o éstos mejoraban después de una explicación mutua, desaparecería la barrera que principiaba a alzarse entre Diego y yo. Opté, pues, por quedarme.

-Diego se alegrará mucho -dije entre mí- cuando venga, y vea que su mujer y yo somos ya verdaderos amigos...

Oí en esto que abrían y cerraban la puerta de la calle, y adiviné que era la criada que iba al mercado o a la fonda. Dolióme ser tratado con tanto cumplido y dar ocasión a semejantes trastornos; por lo que, dejándome llevar de mi natural vehemencia, y creyendo inmejorable aquella coyuntura para entrar con Gregoria en un terreno de fraternal confianza salí del despacho gritando:

-¡Gregoria! ¡Gregoria! ¿Dónde está usted?

Y, divisándola en un cuarto de tocador que había frente al despacho -cuando yo la creía guisando en la cocina-, me acerqué allí atolondradamente, y le dije desde la puerta:

-¡Por lo visto, usted no quiere que seamos amigos!

Gregoria, que estaba polvoreándose de blanco el rostro, asaz moreno de suyo, y que se vio cogida in fraganti en aquella operación, se puso verde de ira, y exclamó escondiendo la acusadora borla:

-Señor conde, ¿qué significa esto? ¿Cómo entra usted aquí sin avisar? ¿Cree usted que está en casa de la Generala?

Yo me eché a reír por amor a la paz más que por otra cosa, y repliqué humildísimamente:

-Perdóneme usted la llaneza... Confieso que me he excedido... Pero creyendo observar que la criada salía a la calle, venía a decirle a usted...

-La criada ha salido, efectivamente... -interrumpió Gregoria con mayor enojo-. Mas no justifico que por eso, al ver que estamos solos, se crea usted autorizado...

¡Diome frío al oír esta repugnante advertencia! Me dominé empero, y respondí naturalísimamente:

-Vuelvo a decir que reconozco haber hecho mal... muy mal..., en tomarme la confianza de salir del despacho en busca de usted. Pero urgíame rogarle, como le ruego, que llame a la criada... ¡Para banquetes, basta con el del otro día, que por cierto fue magnífico!... Hoy quiero que me trate usted como de la familia, con entera franqueza, como a un hermano de Diego... Llame usted, pues, a Francisca, y que no traiga nada de la calle.

Gregoria se quedó muy cortada al oírme hablar así. Un destello, que me pareció de bondad, relució en sus ojos, y dijo soltando la borla:

-Dispénseme usted también el que me haya dejado llevar de mi genio... Amigo mío, los pobres no tenemos más capital que nuestro orgullo..., cuando tratamos con magnates como usted. Pasemos, pues, al despacho, ¡y pelillos a la mar! Usted comerá lo que le demos, y tendrá paciencia si nos arruina.

-¡Muy bien dicho! ¡Esto es hablar! ¡Así quiero que me trate usted! -exclamé realmente satisfecho al verme otra vez en terreno llano.

Y volví a abrigar la esperanza de que aquella tarde llegásemos Gregoria y yo a ser amigos, o algo menos que enemigos mortales.

De vuelta en el despacho, ocupé yo el sillón de Diego, y permanecí silencioso algunos minutos, comprendiendo que era muy arriesgado iniciar conversaciones con una mujer tan propensa al drama.

Ella se quedó de pie, dándome la espalda y haciendo como que repasaba los libros del estante.

-¡Cuántos volúmenes -exclamó de pronto, sin volver hacia mí- podrían escribirse con las barrabasadas que ha hecho usted en este mundo!

-¡Desgraciadamente, es verdad! -respondí de muy mal humor, no sólo a causa de mi sincero arrepentimiento, sino porque me disgustaba aquel empeño de Gregoria de ver siempre en mí al antiguo libertino y no el leal amigo de su esposo, al fiel amante de Gabriela, al hombre recobrado de sus pasadas locuras.

-¡Qué tontas son las mujeres! -continuó-. ¡Y qué afortunado ha sido usted en no dar con ninguna que le siente la mano y que le haga ver que no todo el campo es orégano!

-¡Olvida usted que he encontrado a Gabriela! -interrumpí ceremoniosamente.

-¡Pobre Gabriela! ¡Enamorada de usted como las demás! Yo hablo de una mujer que hubiese sabido resistir a esa magia que, según cuenta el bobalicón de Diego, tiene usted para engañarnos... ¡Lo que es conmigo, hubiera usted perdido el pleito! ¡A mí no me gustan los conquistadores!

Yo me callé. ¿Qué habría de contestar a aquellas simplezas?

-¡Si por algo me he casado con Diego... -prosiguió diciendo la provinciana, sin cambiar de actitud y como si hablara con el estante-, ha sido por la modestia sublime con que el pobre se creía incapaz de atraer las miradas de ninguna mujer en que usted hubiese fijado las suyas! ¡Ah, cuánto mejor es Diego que usted! ¡Cuánto más digno de ser amado! Los hombres como usted no agradecen nada... ¡Creen merecérselo todo! Pero ¿qué es eso?, ¿se duerme usted? ¿O se figura que estoy diciendo disparates?...

Yo procuraba sonreírme, en tanto que hacía voto de no ir más a aquella casa sino en compañía de Diego. ¡Y esto las menos veces posible!...

Volvióse Gregoria hacia mí, y al verme tan afable y tranquilo (en apariencia), soltó una carcajada nerviosa, y dijo dulcificando su voz:

-Hace usted bien en no incomodarse... ¡Todo ha sido broma! Me perdona usted otra vez, ¿no es verdad? ¡Oh!... ¡Yo necesitaba desahogarme de alguna manera! ¡Me ha tenido usted privada tanto tiempo de la dicha de ser esposa de Diego!... ¡Porque ello es que, hasta que usted le dio su venia, el pobre se guardó muy bien de pedir mi mano! No me lo niegue usted... ¡Lo sé todo!...; Diego no me calla nada. Conque, vamos... -añadió enseguida con mayor dulzura, echándose de codos sobre el bufete, a cuyo otro lado estaba sentado yo-. Dígame usted la verdad: al venir hoy acá, dispuesto a pasar la tarde y la noche bajo este humilde techo, ¿ignoraba usted que Diego seguía ausente?

Disgustáronme sobremanera su actitud y su pregunta. En sus ojos brillaba no sé qué de ironía diabólica, que me recordó al Yago de Shakespeare... ¡Hoy mismo no puedo discernir todavía qué maraña de víboras, no de ideas, bullía aquella tarde en la cabeza de Gregoria! Ello fue que consideré urgentísimo aclarar en el acto nuestra situación respectiva, y que empecé a decir con solemnidad:

-Cuando Diego se despidió de mí, pronunció estas palabras: «Hasta el domingo que viene...»

«-Hasta dentro de dos domingos...», fue lo que dijo a usted y a don Jaime. ¡Repito a usted que Diego me lo cuenta todo!... ¡Por cierto que ésta es la hora en que aún no tengo el gusto de conocer al tal don Jaime!...

-Pues, señor, entendería yo mal aquella frase de Diego... -repliqué fríamente-. No hay nada perdido...

-¡Absolutamente nada! -repuso ella, irguiéndose como la culebra cuando la pisan.

Y se puso de nuevo a mirar al armario.

-Digo que no hay nada perdido... -me apresuré a añadir en tono más afable-, porque el haber encontrado a usted sola me proporciona la ocasión de darle algunas quejas amistosas y ver si es posible que nos entendamos.

-¡Hola! -exclamó con blandura la hija de Eva, pero sin volverse hacia mí-. ¡Esas son palabras mayores!... Explíquese usted francamente.

-No deseo otra cosa hace muchos días. ¡Gregoria! -proseguí, dejándome llevar de la más noble emoción-. ¡Es usted muy injusta conmigo!... Usted no puede imaginarse lo que yo quiero a Diego, ni lo que me intereso por usted y por su felicidad, a causa de ser la esposa del que considero como un hermano... ¡Yo quisiera hallar también en usted una dulce hermana, una confiada amiga..., y, mal que me pese, veo que me odia usted cada día más!...

Gregoria soltó la carcajada sin dejar de mirar al estante, acaso por no mirarme a mí.

-Yo no aborrezco a usted -replicó enseguida-. Lo que me pasa es que no me fío de su decantado arrepentimiento tanto como Diego y como Gabriela. El que malas mañas ha, tarde o nunca las perderá, dice el adagio... ¡Por eso creo que Diego debió pensarlo mejor antes de responderle a la pobre niña de que no le dará usted otro chasco como el pasado!... Pero, en fin, yo no pienso mezclarme en estas cosas, aunque sí le ruego a usted que, cuando vuelva a las andadas... (como volverá usted sin duda alguna), no arrastre en pos de sí a mi marido, no lo aparte de sus deberes, no le inspire odio hacia esta pobre mujer, a quien usted, acostumbrado a tratar marquesas, hallará no sé cuantos defectos, y a quien, por lo mismo, no profesa usted muy buena voluntad... ¿Cree usted que soy tonta y que no veo que Fabián Conde me tiene declarada la guerra a muerte?

-¡Al contrario, Gregoria! ¡Muy al contrario! -respondí con dolor-. Usted es quien abomina de mí desde que por primera vez oyó a Diego pronunciar mi nombre... Usted me ha mirado siempre como a un rival, como a un enemigo de su ventura, cuando precisamente es usted quien amarga y compromete la mía. Porque usted lo sabe: yo no puedo vivir sin Diego, y Diego es además mi fiador para con Gabriela... ¡Tiemblo al pensar en lo que sucedería si Diego, dando oídos a los consejos de usted, llegase a creer que, en efecto, hace mal en responderle de mí a mi prometida! ¡Gabriela me rechazaría tan luego como él retirase su fianza, y entonces... yo no sé lo que sería de mí! ¡Ah Gregoria! ¿Cuánto mejor es que los cuatro vivamos estrechamente unidos; que usted se acostumbre a mirarme sin temor ni recelo, y que procuremos entre todos devolver la salud y la alegría al pobre enfermo que nos ama tanto? ¡Gregoria! Se lo suplico a usted en nombre de Gabriela: ¡Crea usted que yo soy bueno!, ¡crea usted en mis leales intenciones!, ¡crea en mi amistad! ¡Sea usted, en fin, generosa conmigo, y no me perjudique, por Dios, en el corazón de mi amigo Diego!

¡En mal hora pronuncié esta última frase! Gregoria se volvió hacia mí como una pantera herida, y principió a gritar desaforadamente:

-¡Caballero! ¡Usted me insulta! ¡Usted me maltrata! ¿Eso es decir que soy un estorbo entre usted y su antiguo camarada de libertinaje?...

-¡No he dicho tal cosa!... Repórtese usted...

-¡Ha dicho usted mucho más! ¡Ha dicho que yo le abomino..., que le detesto!... ¿Por qué, ni para qué? ¡Yo soy una mujer de mi casa y de mi marido, que no tiene que meterse en querer ni aborrecer a los demás hombres! ¡Yo no soy una mujer de esas que usted está acostumbrado a tratar. ¡Ah!, ¡yo le preguntaré a Diego si él cree también que soy incompatible con una amistad que, por lo visto, vale más que yo, y tomaré las determinaciones que hagan al caso! ¡Bien me lo decía mi madre! ¡Muchas, muchísimas veces me anunció que usted, cuando regresara de Londres, me disputaría el corazón de Diego! ¡Esto es una infamia! ¡Venir a insultarme aprovechándose de que estoy sola!

Así dijo aquella furia del Averno, y, por remate de su discurso, echóse a llorar amargamente.

Era para volverse loco.

Atropellé, pues, por todo género de temores, y cogiendo el sombrero, le dije con frialdad:

-También me explicaré yo con Diego cuando venga, y espero que sabrá hacerme cumplida justicia. Entretanto, señora, siento mucho haberla incomodado, y beso a usted los pies.

-¡Oh! ¡No lo digo por tanto!... Quédese usted... -replicó serenándose de pronto, y queriendo apoderarse de mi sombrero-. Mi intención no ha sido plantarle en la calle...

-Sin embargo, con el permiso de usted me marcho ahora mismo.

-¡No sé por qué!... Aquí no ha pasado nada... Digo más, creo que ni usted ni yo estamos en el caso de afligir a Diego contándole estas tonterías que nos hemos echado en cara a fin de desahogarnos y poder llegar a entendernos... Dice el refrán que los buenos amigos han de ser reñidos... Aquí está mi mano... ¿Quiere usted más?

-Gregoria, le agradezco a usted mucho esas palabras... -respondí, alargándole también la mano-; pero déjeme usted ir.

-¡Hombre! ¡Coma usted aquí siquiera, ya que vino a eso! ¿Qué dirá, si no, Francisca cuando vuelva?

En esto sonó la campanilla.

Gregoria salió a abrir, y yo detrás de ella sin soltar el sombrero.

Era la criada, seguida de un mozo de fonda.

-Conque, señora, adiós... -dije avanzando hacia la puerta.

-¿Cómo? ¿Se marcha usted? -gritó Francisca.

-Sí...; estoy malo...

-¡Calla! Y mi señorita tiene los ojos encendidos de llorar... ¡Válgame María Santísima! ¿Qué ha pasado aquí?...

Gregoria contestó inmediatamente:

-¡Nada! Que al señor conde le ha dado un vahído..., y yo me he asustado mucho. Adiós, Fabián; que se mejore usted.

-Adiós, Gregoria...-respondí-. ¡Que me avisen ustedes cuando venga Diego!

Y tomé por la escalera abajo, con la celeridad y la agitación del que escapa vivo de una emboscada.