El escándalo
Libro IV - Quién era Gabriela

de Pedro Antonio de Alarcón
1875


Parte I. Una mujer bien recibida en todas partes=

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-Cuando, a la edad de veintiún años, regresé de mi largo viaje por Europa, una de las primeras deidades aristocráticas que cortejé (o por quienes me vi cortejado) en Madrid, fue la Generala ***, mujer que estaría entonces en los treinta y cinco, alta, bella, elegantísima, impávida, familiarizada con el escándalo; esto es, sabedora de que el mundo conocía sus fragilidades, y atenta únicamente a que las ignorase su marido. El mundo, por su parte, no la castigaba de manera alguna: antes parecía premiar su desordenada vida con el continuo agasajo que le ofrecía en los salones, teatros y paseos. Hasta las damas de virtud ejemplar alternaban con ella cariñosamente, la visitaban, la convidaban a sus fiestas, y solían preguntarle por mí, dándose por entendidas de que yo era su amante del momento. ¡Tal anda el mundo, padre..., y sirva esto, ya que no de disculpa, de explicación a muchos errores de mi vida!

Cuando yo entré en relaciones con Matilde (así se llamaba la Generala), su marido (uno de los generales que más gloria habían alcanzado en la guerra civil, hombre ya de cincuenta y cinco años, muy entregado a las contiendas políticas) acababa de ser enviado de cuartel a Canarias contra su voluntad..., lo cual en sustancia quiere decir que estaba desterrado de la Península. De buena gana se hubiera llevado el general a su mujer al africano archipiélago, pues la adoraba ciegamente; pero Matilde aparentó tanto miedo al mar, que aquél prefirió el dolor de la ausencia a imponerle los tormentos de la navegación; con lo que la infiel esposa, sola ya en Madrid, tuvo mayor holgura para seguir mancillando las honradas canas de su marido en unión de feroces desalmados de mi jaez...

-Principia usted a hablar como Dios manda... -murmuró el jesuita.

-¡Es que ahora pienso en Gabriela! -respondió Fabián.

Aquel mal concertado matrimonio no había tenido hijos, con gran contentamiento de Matilde, que sólo pensaba en conservar su hermosura, y con evidente disgusto del viejo soldado, que estaba siempre deseando servir de algo sobre la tierra. Ello fue que, antes de salir para Canarias, escribió a un hermano suyo residente en Aragón, escaso de bienes de fortuna, suplicándole que le cediese (y enviase desde luego a Madrid, para que acompañase a Matilde) una de sus tiernas hijas, a la que adoptaría más adelante y nombraría su heredera. La Generala, más rica aún que su marido y que no unía a sus otros defectos el de codiciosa, holgóse en cierto modo de esta determinación, lejos de apesararse de ella; pues tiempo hacía (me dijo) que «deseaba que el general la amase y cuidase menos, y que contrajese nuevas afecciones de cualquiera índole en que emplear la excesiva y abrumadora ternura de su alma.» Son palabras textuales suyas.

-¡Y elocuentísimas! -añadió el padre Manrique.



Parte II. La niña aragonesa

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Llegó, pues, a Madrid Gabriela.

Tendría entonces catorce o quince años; pero aún estaba vestida de corto, en atención, sin duda, a su retrasada naturaleza física, que parecía agobiada bajo el peso de un precoz idealismo. Sin embargo, su gracioso semblante, indicio apenas de lo que pronto llegó a ser, ostentaba ya una belleza expresiva, aunque infantil, que hablaba directamente al alma, y cautivaban todavía más los corazones su claro ingenio, su buena crianza moral y social (debida exclusivamente a sus padres, con quienes había vivido siempre en el campo) y su angelical inocencia, cariñosa condición y reposada y constante alegría. La primera impresión que sentí al verla fue de miedo; de un miedo semejante al que causa la mucha luz a las personas desaseadas o mal vestidas.

Cuando Gabriela llegó a Madrid, hacía ya un mes del destierro del general, y llevaba yo casi el mismo tiempo de estar en relaciones con su esposa y de no salir a ninguna hora de su casa... Matilde me quería con el ansia ardiente que caracteriza los últimos amores de las grandes pecadoras, sobre todo cuando cogen entre sus garras un corazón juvenil, y yo estimaba en ella, no tanto su persona, como el fanático amor que me profesaba. ¡Necio de mí! ¡Me envanecía de ser objeto de aquel culto criminal y, huérfano y solo sobre la tierra, complacíame en arrimarme a aquel hogar ajeno, en disfrutar de su calor robado, en creerme allí dentro de mi casa, en dejarme dirigir por aquella afable tutora, que más me parecía a veces una madre que una querida!

La inexperta recién llegada no tardó en preguntar quién era yo, y Matilde le dijo:

«-Considérale como una especie de hermano tuyo. Su difunta madre, que fue mi mejor amiga de la niñez, y que murió hace un año en Italia, me lo recomendó en sus últimos momentos, entregándole una carta para que me la presentase cuando viniese a Madrid... El pobre llegó hace pocas semanas... y yo lo quiero ya como si fuera mi hijo...»

Excusado es decir que no dejé de confirmar esta sacrílega invención de la adúltera; invención que había de servir también para deslumbrar a su marido cuando regresase... Ello es que Gabriela se dio por satisfecha, y que desde tal momento contrajimos una de aquellas deliciosas amistades de los hombres con los niños, de la experiencia con la ignorancia, de la misantropía con la candidez, que hacía exclamar a lord Byron: «¡Lástima que estos pequeñuelos se conviertan en hombres!»

Matilde, que me adoraba cada vez más, y cuyo mayor empeño era que me tomasen cariño todos sus parientes, todas las personas que entraban en la casa y hasta su misma servidumbre (preparando así el terreno para imponerme a su esposo cuando regresase y forzarlo a ser mi amigo), holgóse mucho en que nos entendiésemos y llevásemos tan bien la gentil aragonesa y yo, y se deleitaba grandemente al oírnos tutearnos, al verme a mí reír y jugar con ella, cual si yo fuera otro niño de su edad, al mirarla a ella engolfada conmigo en graves coloquios referentes a mis viajes, a mis estudios y a mis aficiones artísticas, como si fuese una mujer hecha y derecha, y al observar, finalmente, la admiración y el respeto que sentía hacia mí aquella celestial criatura en medio de la más tierna confianza.

Natural era que la pobre niña, ignorante del odioso papel que yo representaba en la casa, y acostumbrada ya a oír a su segunda madre celebrarme desde por la mañana hasta la noche «como al joven más honrado, más discreto, más valiente, más sabio y más distinguido de toda España y aun de todo el mundo», me profesase aquel amor infantil, aquella franca idolatría, aquel reverente culto que yo estaba tan lejos de merecer... Pero más natural era aún el que yo me avergonzase, como me avergonzaba muchas veces, al comparar mi alma con la de Gabriela, y contemplara con aversión, con tedio y hasta con asco el amor de Matilde, o sea la criminal torpeza del único vínculo que ligaba mi existencia a la de aquel ángel de quince años.

Ni ¿cómo había yo de ser insensible al divino encanto de semejante intimidad con un ser tan noble, tan puro, tan bello, tan inocente? ¡Era la primera vez que trataba a un niño; la primera vez que me comunicaba con un espíritu candoroso; la primera vez que me miraba en agua cristalina; la primera vez (desde que murió mi madre) que respetaba a una criatura de Dios, que la creía superior a mí, que envidiaba sus virtudes, que me arrepentía de mis vicios!... Así es que cuando aquella niña me hablaba, creía yo escuchar gorjeos de aves que me llamaban al cielo; cuando contemplaba sus ojos, figurábame que penetraba en el cielo mismo; cuando la veía sonreír, parecíame que Dios me perdonaba mis pecados...

Asegúrole a usted, padre mío, que por entonces no había considerado todavía a Gabriela como a una amable criatura de distinto sexo, como a una doncella adolescente, como a una futura mujer... ¡Hubiera sido Gabriela un niño en vez de una niña, y la adoración que me inspiraba no habría cambiado en manera alguna! Lo que yo amaba en ella era la limpieza de su corazón, la santidad del afecto que me tenía, la aureola angelical de su niñez, todas aquellas músicas y fragancias del cielo para mí desconocidas, que ponían en actividad y como que me revelaban las mejores facultades de mi espíritu.

Por lo demás, Gabriela reunía condiciones especiales y puramente humanas para conturbarme de tal modo. Era aragonesa...,y ya comprenderá usted todo lo que quiero decir con esto. Era la personificación más expresa y aquilatada que pueda imaginarse de aquella raza nobilísima cuya impertérrita sinceridad e invencible constancia han sido en todo tiempo asombro y admiración del mundo. Era sencilla, confiada, crédula; pero, así que formaba una opinión, que aprehendía una fe, que concebía un sentimiento, no había manera de arrancárselos. Tenía, en suma, lo que hoy llamaríamos el valor de sus convicciones, y una lógica implacable, como todos los niños y como todos los aragoneses... Digo esto, suponiendo que habrá usted reparado en que el aragonés, por varonil y rudo que sea y por muchos años que cuente, parece siempre niño; habla con la inconsiderada ingenuidad de los enfants terribles, que dicen ahora los franceses; no conoce el peligro, ni mide las consecuencias de sus actos; allá va a donde le impulsa su corazón; pide justicia y defiende su derecho con el generoso ímpetu de la inocencia; quéjase cándidamente y en son de maravilla de las más comunes ruindades de los hombres; no da, en fin, nunca cuartel a la iniquidad ni al absurdo, y de aquí la fama de terco y obstinado que tiene entre las gentes; terquedad y obstinación que la patria historia denomina fortaleza, magnanimidad, heroísmo... Pero divago...

-No divaga usted -pronunció el jesuita-. Lo que hace es profundizar en busca de las raíces de las cosas, y me alegro de verle ya tan reflexivo. Todo cuanto acaba usted de decir acerca de Gabriela y de los aragoneses puede resumirse en una fórmula que le dará a usted mucha luz para apreciar ese periodo de su vida... ¡Aquella niña era franca, ingenua, valerosa, implacable como lo es siempre la conciencia!... ¡Aquella niña era su conciencia de usted!

-¡Usted lo ha dicho! -exclamó Fabián fervorosamente-. ¡Aquella niña era el limpio espejo en que yo veía la fealdad de mi conducta! Porque hay que notar (y es a lo que iba cuando principié a discurrir acerca de su carácter) que todas sus observaciones, todos sus razonamientos, todas sus preguntas me hacían ruborizarme, y avergonzaron también algunas veces a Matilde.

«-¿Cuándo trabajas, Fabián?» -solía interrogarme.

«-Tía... -le dijo una noche a la Generala-: ¡las gentes van a figurarse que Fabián está enamorado de usted al observar que no sale de esta casa!... En cambio, cuando yo sea más grande, todo el mundo dirá que es mi novio... ¡Cómo nos vamos a reír entonces!»

«-Si tanto te gustan los niños, Fabián... -preguntóme en otra ocasión-, ¿por qué no te casas? Yo he oído decir que para tener hijos es menester casarse.»

«-Fabián, ¿tienes novia? ¿Por qué no la tienes?»

«-¿Por qué no has ido hoy a misa? ¡Dices que no has salido de casa hasta las tres..., y la última misa es a las dos!»

«-Tía, ¿le ha escrito usted a tío que Fabián está en Madrid y nos acompaña a todas horas? ¿Cómo es que el general no se refiere a él en sus cartas? ¡Yo se lo contaba todo en las que le escribí cuando llegué!... ¿Por qué no me habrá contestado sobre el particular? ¿Dejaría usted de meter mi carta dentro de la suya? ¡Yo quiero que el tío ame a Fabián tanto como nosotras!»

«-Fabián, ¿a qué hora te marchaste anoche? ¡Juraría que te oí toser a las cuatro de la madrugada!»

«-Dime, Fabián: ¿y por qué no has traído a España el cadáver de tu madre? ¡Cruel! ¡Dejarlo en tierra extranjera!...»

«-Tía, ¿por qué se opone usted siempre a que cuente a mis padres en mis cartas lo muy bueno que es Fabián para nosotras?»

«-Fabián, ¿por qué no haces mención de tu padre en tus conversaciones? ¿No te refirió tu madre su historia? ¡Me gustaría tanto oírtela contar!»

«-Tía, ¿por qué no cuelga usted en el gabinete el retrato de Fabián? ¿Por qué lo tiene usted escondido en aquel armario? ¿Por qué no quiere usted que yo lleve uno chiquito en mi guardapelo, como el que lleva usted en el suyo?»

Interminable fuera mi tarea si hubiera de decir todas las frases por el mismo orden que pronunciaba diariamente aquella candorosa niña, y las fulminantes réplicas, llenas de lógica y buen sentido, que oponía a nuestras balbucientes contestaciones... Baste asegurarle a usted que Matilde y yo llegamos a temerle como a un juez, y que ésta hubiera quizá acabado por odiarla (¡yo de manera alguna!) si su hechicero rostro, su celeste bondad y el entrañable cariño que nos tenía no compensaran con exceso la especie de tormento a que nos sometían sus interrogatorios. La amábamos, pues, ambos cada día más, como los padres delincuentes aman a los mismos hijos a quienes afrentan y perjudican con sus crímenes; la respetábamos como se respeta a todo aquel de quien se abusa o a quien se engaña, y sentíamos a su lado tales remordimientos..., a lo menos yo..., que hubo ocasiones en que me faltó poco para decirle: «¡Aborréceme, niña mía: yo soy indigno de que poses en mí tus ojos!»



-¡Qué alma tan hermosa le debe usted a Dios! -exclamó el padre Manrique-. ¡Qué trabajo le ha costado a usted siempre no ser bueno!

-¡Mucho, padre! -contestó Fabián-. ¡Y ése es mi mayor delito! ¡Eso es lo que más me pesa hoy! ¡Yo he sentido siempre honda pena al realizar el mal, y hoy me encuentro con que el haber sido malo me incapacita ya para realizar el bien! ¡Nadie cree ya en mí!

-¡Bah, bah! -repuso el sacerdote-. ¡Creo yo! ¡Cree usted mismo! ¡Y, sobre todo, cree Dios, testigo de todos los pensamientos humanos! No se preocupe usted, pues, con el porvenir: cuénteme lo pasado..., y confíe en que ya pondremos remedio a las enfermedades de su espíritu.

-¡No lo espero, mi querido padre! -suspiró Fabián-. Pero, en fin..., continúo, como si lo esperara...



Parte III. Gabriela

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Había llegado entretanto para Gabriela la hora crítica y solemne de su transfiguración. La niña se convertía en mujer por momentos, o, más bien dicho, este cambio se había verificado ya bruscamente y como por ensalmo, bajo el disfraz de las infantiles vestimentas, antes de que Matilde pronunciara la frase gráfica y sacramental de: «¡Esta muchacha no cabe dentro de la ropa!...»; frase que yo traduje al lenguaje poético, exclamando: «Sí, sí: la mariposa quiere romper su capullo.»

Hubo, pues, que ponerla de largo; y por cierto que el día que esto se realizó quedamos absortos ante su espléndida hermosura. ¡Dijérase que una magnolia se había abierto repentinamente, trocándose de comprimido pimpollo en flor magnífica y olorosa! ¡Dijérase que un velo de nubes acababa de desgarrarse, dejando libre campo a la triunfante y refulgente luna!

Es el momento de retratarle a usted la portentosa figura de Gabriela, tal como apareció entonces a nuestros ojos, y tal como dejé de verla al poco tiempo... ¡ay! ¡Para siempre quizá! ¡Para siempre, mi querido padre, en justo castigo de mis pecados!

Había crecido hasta ser más bien alta que baja y más mujer que adolescente... Perdóneme usted lo profano de la comparación, y perdónemelo también la sombra adorada de aquella noble virgen; pero la verdad es que tenía la cabal estatura y las ricas y acabadas proporciones de la Venus de Milo, que se guarda en el Museo del Louvre. Sin embargo, sólo un artista de profesión como yo hubiera traslucido la clásica perfección de su belleza, honestísimamente disimulada por su decente y recatada manera de vestir, de andar y de sentarse. Infundía, pues, invencible respeto aquella misteriosa, inconsciente beldad, púdica por instinto, y no resultaba audaz y provocativa como la diosa griega, sino atemperada y venerable como las doncellas cristianas, castas, cuanto hermosas, que prefirieron el cielo a la tierra, y cuyas efigies reciben culto en los altares.

Gabriela era blanca como el mármol nuevo, con un suave sonrosado en las mejillas, que las hacía semejarse a dos delicadas rosas de primavera, abiertas junto a las últimas nieves del invierno. Su altiva frente, un poco grande, pero de artística traza, parecía el trono de la inteligencia y el sagrario del candor. Sus cabellos eran luz; sus ojos cielo; nido de gracias su linda boca; regalada música su voz, y un premio que nadie merecía cada sonrisa suya. Tras aquel cielo de sus azules pupilas veíase más cielo..., ¡y era su alma! La melodía de su voz llegaba hasta el corazón como una caricia, o como leve, piadosa mano que curaba las heridas sin lastimarlas, o como el propio bálsamo de salud... Y, en fin, todo aquel semblante tan hechicero, tan sencillo, tan leal, tan sublime y tan franco a un mismo tiempo, ostentaba no sé qué sello de extranjería en la tierra, no sé qué aire inmortal, no sé qué tipo o qué blasón divino... ¡Indudablemente Gabriela era un ángel!

Por lo demás, de tan aturdida, locuaz y bulliciosa como había sido hasta el postrer momento de la niñez, tornóse grave y reflexiva desde la primera hora de la juventud, sin perder por eso su afable ingenuidad ni su alegría, bien que ésta resultase ya moderada por una plácida serenidad, que tenía algo de beatitud celeste. Y, en efecto: la viveza de su imaginación y la natural tendencia de su carácter aragonés a considerarlo todo, así las ideas como los sentimientos, de un modo absoluto, categórico, decisivo, a muerte o a vida (como le decía yo), no tardaron en lanzarla a la región de las aspiraciones eternas y de las complacencias abstractas, en busca del Bien incondicional; y, procediendo con su inflexible lógica de siempre, en el mero hecho de no ser atea, fue mística, amó verdaderamente a Dios sobre todas las cosas, como manda el Decálogo; y le entregó su alma antes de empezar a vivir, con el mismo afán y premura que le entregan la suya a última hora ciertos moribundos..., después de una larga vida de abominación.



-¡Hijo! ¡Mi querido hijo! -exclamó el padre Manrique con entusiasmo-. ¿A qué ha venido usted aquí pidiéndome que lo cure? ¡Usted está curado radicalmente, o cuando menos, conoce tanto como yo la medicina de todo mal!

-¡Le engaña a usted el deseo, padre mío!... Ahora no habla mi pobre corazón: habla mi crítica. No trato de mí, sino de Gabriela. ¡Yo no he tenido nunca fuerzas para abrazar el bien!

-¡Pero basta que lo conozca usted y lo ame de esa manera!...

-¡Oh!... ¡No basta!... Y, sobre todo, ¡ya es tarde!...

-¡Eso... lo veremos! -repuso el jesuita.

-¡Desgraciadamente lo verá usted muy pronto! -replicó Fabián.



Dije a usted antes, y tengo que repetir ahora, que Gabriela, en medio de su misticismo, se hallaba muy tranquila y contenta en este valle de lágrimas. No, no era, ni por asomos, la devota entristecida que enferma y muere de nostalgia del cielo... Era una valiente amazona que miraba sin miedo la ruda batalla del mundo, segura de vencer siempre, o dispuesta a morir antes de ser vencida. Entraba en lucha contra el mal con la serenidad y el denuedo de la que nació heroína, o como si continuase entre nosotros una profesión a que se hubiera acostumbrado en el Empíreo durante aquella terrible guerra de las milicias celestes que describió el inimitable épico inglés en tan grandiosos versos...

Era, pues, admirable el equilibrio de su naturaleza privilegiada, así en el orden moral como en el físico. Juventud, hermosura, talento, alegría, inocencia, fuerza, valor, todo lo juntaba. Su belleza parecía el reflejo de su bondad. La salud de su cuerpo retrataba la salud de su espíritu. Dijérase que para ella se había inventado la fórmula antigua de mens sana in corpore sano.

Y, sin embargo (vuelvo a rogarle a usted que me crea), yo no la amaba todavía como se ama a una mujer. La veneraba demasiado para llevar tan alto mi ambición. A las santas no se las ama con idolatría mortal. Los santos no tienen sexo. No sé qué pudor invencible o respeto supersticioso me hacía considerar a Gabriela como a un ser superior y extraño a la órbita de mi vida. Era yo, en fin, a su lado el súbdito delante de la reina... ¡Podría ella bajar hasta mí los ojos...; pero, mientras no lo hiciera, nunca me propasaría yo a alzar los míos hasta su soberana hermosura!

Por el contrario: al verla aparecer, clavábalos en tierra lleno de confusión y de bochorno. La misma Matilde, a pesar de todo su descaro, no podía soportar en mi presencia las miradas de aquella extraordinaria criatura... ¡Gabriela (repito) había llegado a ser acusador espejo en que veíamos nuestra fealdad, o inevitable luz que delataba nuestras miserias! No ya con preguntas, como antes, sino con su solo aspecto, establecía una serie de penosas comparaciones entre lo que éramos y lo que debíamos ser; entre ella y nosotros; entre la propia Matilde y yo, y entre mi persona y la del ausente marido. Semejantes comparaciones nos humillaban y escarnecían a todas horas; pues harto comprenderá usted que al fulgor de la belleza, de la castidad, de la fe religiosa y de los nobles pensamientos de Gabriela, Matilde resultaba marchita, impura, criminal, ingrata, sin lozanía física ni prenda alguna moral, y yo aparecía a mis propios ojos como un vicioso grosero, adorador de mustios encantos que otros hombres habían dejado ya con hastío, como un ladrón que merodeaba en la casa ajena aprovechando la ausencia de su dueño; como un asesino de la honra del noble y proscrito general; como un traidor...



-¡No siga usted!... -interrumpió el padre Manrique-. ¡Está usted escarneciendo la memoria de su señor padre!... Quiero decir: está usted repitiendo las más terribles palabras de Lázaro en la célebre noche de la consulta...

Fabián bajó la cabeza, murmurando:

-¡Es verdad, y siempre que pienso en Gabriela me pasa lo mismo!... ¡Oh! Si Gabriela hubiese estado junto a mí aquella noche, los santos consejos de Lázaro habrían prevalecido en mi decisión... Pero el ángel de mi guarda me había dejado ya solo en este mundo..., ¡y solo, enteramente solo he vivido en él hasta hoy, que tengo la dicha de hallar a usted!

-Olvida usted a Lázaro... ¡Él hizo también esfuerzos extraordinarios para apartarlo a usted del mal!...

-Puede que los hiciera, en efecto... ¡Pero ya me era odioso, y, además, estaba Diego a mi lado!... ¡Diego..., el huracán que avivaba todos los incendios de mis pasiones!

-¡No olvide usted lo que acaba de decir!... Eso, y no otra cosa, era Diego en su vida de usted... ¡Principia usted a ver claro, muy claro!... Pero volvamos a Gabriela.

-Volvamos a Gabriela... -repitió Fabián.



Parte IV. «Amor, ch'a nullo amato amar perdona»

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Hacía ya algún tiempo que la joven se había vuelto muy taciturna, sobre todo en los breves momentos en que estaba sola conmigo. No parecía, sin embargo, triste ni enojada. Era su silencio como el de la meditación, o más bien como el que se guarda para escuchar. Tal vez se escuchaba a sí misma, tratando de enterarse de algo que balbucía su espíritu. O dijérase que escuchaba... y hasta oía lo que nosotros pensábamos y ocultábamos en su presencia...

Yo me incliné a creer esto último, y principié a advertir a Matilde:

-Gabriela no me habla ni me mira sino lo puramente indispensable... Gabriela calla y observa mucho... Gabriela sospecha de nuestras relaciones...

-¡Te engañas! -me respondía Matilde-. Yo leo en el alma de Gabriela como en un libro abierto, y sé además... cosas que ella y yo hablamos cuando tú te marchas... Puedes tranquilizarte completamente.

Ni aun así me tranquilicé. A todas horas echaba de menos la familiaridad y la confianza con que antes me trataba la joven... ¡No, no podía contentarme con la mansa dulzura y la actitud pasiva, muy semejantes a costosa indulgencia, que habían sucedido el antiguo entusiasmo fraternal, a aquel tierno afán por escudriñar mi vida, a aquellos continuos asaltos dados a mi alma!

-¡Repara que es ya una señorita... -seguía diciéndome Matilde-, y que no tiene nada de particular que reserve algo sus pensamientos! ¡Dejaría de ser mujer si procediera de otro modo!

-¡Pero es que, en el presente caso, esa reserva envuelve una censura!...

-Estás equivocado: esa reserva corresponde a tu propia seriedad. Tú no te das cuenta, por lo visto, de que hace algunos meses la tratas con demasiado respeto..., lo cual es muy peligroso..., o por lo menos, muy inconveniente para la amistad de hermano que quieres seguir manteniendo con ella. A las niñas no se les debe dar importancia... De lo contrario, se tornan fatuas y presumidas, y pierden toda la gracia y ligereza de su edad. Trátala igual que antes, y verás cómo ella hace lo mismo.

Intenté seguir el consejo de la Generala, que me pareció muy atinado; pero, en vez de librarme de mis recelos, di ocasión a que Matilde concibiese otros mucho más graves. Gabriela respondió con sequedad a mis nuevas bromas, con desvío a mis llanezas, con enojo y hasta con dolor a mi alegría... Pero al ver que yo me ponía entonces más triste que nunca, como muy herido de su esquivez, ella solía volver a contentarse y a tratarme con afabilidad y dulzura... En resumen: el día que yo estaba melancólico, Gabriela cantaba y reía, y hasta me invitaba a cualquiera de nuestros pasados juegos; y el día que yo me mostraba regocijado y aturdido, ella parecía callada e indiferente como una estatua.

-Tenías razón, Fabián... -me dijo entonces Matilde-. Hay que mudar de sistema con mi sobrina...

Y, al hablar así, la infiel esposa temblaba ligeramente, mientras que una mortal palidez cubría su rostro.

-Es menester -continuó- que no le des bromas; que la trates muy superficialmente, o, por mejor decir, que no le hagas caso alguno...; que la induzcas, en fin, a creer que no reparas en las alternativas de su conducta contigo...

-¿Por qué me lo dices? -interrogué-. Y, sobre todo, ¿por qué me lo dices con esa voz y con esos ojos?

-Voy a ser enteramente franca. Si yo te quisiese menos, si yo te quisiera como he querido a otros hombres, no daría el paso que estoy dando, sino que te hubiera dicho hace días: «Fabián: mi marido va a venir. Es menester que nos separemos para siempre...»

-¡Cómo! -exclamé-. ¿El general viene a España?

-Es muy posible que venga pronto... Pero no se trata ahora de eso... Se trata de si tú me quieres o no me quieres.

-¡Yo te quiero..., y lo sabes! -le respondí.

-Sé que me quieres como un niño..., y como un niño mimado... Pero yo necesito saber que me quieres también como un hombre..., es decir, como un hombre formal, de palabra, de conciencia...

-Pues ¿qué sucede? ¿Qué te ha dicho esa muchacha?

-Necesito saber -continuó Matilde- que eres incapaz de someterme, en pago del entrañable amor que te tengo, al martirio más bárbaro, más horrible, más espantoso...

-¡Explícate de una vez! ¿Qué nos ocurre?

-Todavía... nada. ¡Pero yo conozco el mundo, y quiero prevenir las cosas a tiempo! Conque dime, Fabián, ¿cuento contigo?

-¡Para todo!

-¿No abusarás nunca de mi confianza?

-¡Jamás!

-Pues bien, escucha: Gabriela te ama...

Yo me sentí como deslumbrado, o más bien como resucitado. Una alegría del cielo estremeció lo profundo de mi corazón, y mi pobre alma resplandeció agradecida, al modo del universo cuando sale el sol después de la tormenta...

Todo esto fue rápido como un relámpago. Observé que Matilde tenía clavados sus ojos en los míos, y echéme a reír inmediatamente.

-¡Tú deliras! -le dije-. ¡Eso es un absurdo!

La infeliz guardó un instante de silencio, durante el cual su inquisidora mirada parecía querer leer dentro de mi cabeza... Y enseguida añadió:

-Pero, en fin, ¿si no me equivocase?...

-¡Sería lo mismo! -contesté apresuradamente.

-¿No te halagaría su pasión? ¿No tratarías de fomentarla? ¿No corresponderías a ella en secreto?

-¡Qué locura! -exclamé con gran energía, como para ahogar otra voz que murmuraba ya lo contrario en lo hondo de mi conciencia.

Matilde respiró; estrechó mis manos entre las suyas, y echóse a llorar y a reír al mismo tiempo, con el franco abandono de quien recobra su perdida paz.

¡En cambio, yo había perdido la mía para siempre!

-Quedarnos, pues... -añadí entonces hipócritamente, enjugando con mis labios las últimas lágrimas de aquella insensata-, en que eso que me has dicho de Gabriela no tiene más fundamento que una cavilosidad de tu parte..., una suspicacia como tantas otras con que me has atormentado...

Y, pronunciadas estas palabras, púseme a escuchar ávidamente, deseando oír su completa refutación.

-¡Lo que te he dicho de Gabriela -respondió Matilde- tiene fundamento y mucho! Por consiguiente, ya que cuento contigo, es menester que discurramos la manera de atajar el mal...

-¿Te ha revelado algo Gabriela?

-¡Oh! No... ¡Ella no sabe nada!

-¿Cómo que no lo sabe? -exclamé lleno de asombro-. Amiga mía, tú has perdido el juicio... ¡Te juro que no te comprendo!

-Porque no conoces a Gabriela. Si la conocieras como yo, entenderías perfectamente que pueda estar enamorada de ti sin darse cuenta de ello. Gabriela es la sencillez y la espontaneidad personificadas. Ignora completamente nuestras relaciones, cuya mera posibilidad no puede alcanzársele, y lleva mucho tiempo de oírme celebrarte a todas horas y de ver la adoración que te profeso. Es joven como tú, y pasa a tu lado la mayor parte del día... La naturaleza tiene sus leyes, y Gabriela dejaría de ser mujer si, por resultas de todo esto, su corazón y su espíritu no estuvieran viviendo de tu vida, sometidos a tu influencia y alimentándose de tu ser, complemento del suyo y necesidad de su organismo... Hasta aquí la razón de que te ame. En cuanto a la razón por qué lo ignora, es algo más sutil; pero no por eso la consideres vana paradoja... Gabriela no conoce el amor sino de nombre; no había amado todavía; no habla con nadie que pueda explicarle lo que experimenta ahora, y carece, por tanto, de términos de comparación para apreciar el estado de su alma. Como es tan natural lo que sucede; como nada se opone a su satisfacción de verte y de oírte; como no recela perderla; como no le cuesta trabajo lograrla; como no contrasta nunca con la prohibición ni con la privación, no ha llegado todavía a graduar su intensidad ni a agradecer su goce. Pero si de pronto dejara de verte; si descubriese que tu corazón era de otra mujer; si, por ejemplo, averiguara nuestras relaciones..., adquiriría la conciencia de su amor, y a la muda complacencia de que hoy disfruta sucedería una pasión activa y devoradora. Observa, si no, el despecho que ya experimenta por instinto cuando la tratas como a una niña o con el atolondrado júbilo de quien no le profesa un sentimiento inefable y místico en consonancia con el suyo... Y observa, de otra parte, la ufanía y alborozo de que da muestras cuando te ve triste, inquieto y como necesitado de su concurso para ser feliz... ¿Por qué me miras tan espantado? ¿Te asombra oírme hablar este lenguaje, analizar tan íntimamente el amor, reducirlo a fórmulas casi científicas?... ¡Ah, Fabián mío!... ¡El amor es mi única ciencia..., y, además, hoy vienen en mi ayuda la funesta lucidez y dolorosa perspicacia de los celos!...

-¿Conque eso es todo? -respondí yo, sediento de mayores pruebas de mi ventura-. Pues, amiga mía, no me convenzo... Creo que ves visiones... ¡Precisamente hace algunas semanas que Gabriela no me mira!...

-¡No te mira... cuando tú la miras a ella! Pero cuando no puedes observarlo, apenas aparta de ti sus ojos...

-Lo cual podrá muy bien consistir en que efectivamente sospecha nuestras relaciones... -repliqué, mirando al suelo y dibujando con el bastón sobre la alfombra, para que no se pudiese leer en mi rostro la alegría del alma-. Gabriela me espía..., y, en vez de ese amor que me supones, comienzo ya a inspirarle odio y desprecio... Créeme, Matilde: lo mejor que podemos hacer es evitar su fiscalización, vernos menos; vernos a solas; no vernos acá... Yo dejaré de visitaros, por mucho que me cueste...

-¡Eso... de manera alguna! -prorrumpió Matilde-. ¡No exageres las cosas! Para conllevar nuestra situación bastará que yo te celebre menos en presencia de Gabriela, y con que tú la trates superficialmente, según ya te he dicho...

-¡Pero es que yo no puedo soportar su desprecio ni su odio!... ¡Esta idea, que no consigues arrancarme, de que conoce y abomina nuestras relaciones me llena de confusión y de vergüenza!

-¡Qué terquedad!... Me pones en el caso de ser más explícita. ¡Pero cuidado, Fabián, que no abuses de lo que te voy a decir! Tan cierto y tan positivo es que Gabriela no te desprecia ni te odia, que ayer la sorprendí con mi guardapelo en la mano, contemplando extasiada tu retrato... Llevaba ya algunos minutos de estar así abstraída y medio llorosa, cuando notó mi presencia: púsose muy colorada, y me dijo sonriendo sin ingenuidad: «No sé qué hay en el rostro de Fabián que no se cansa una de mirarlo...» ¡Creo, amigo mío, que este lance no necesita explicación..., y que ya no volverás a hablarme de sospechas, espionaje, odio ni desprecio de esa ambiciosa señorita!

Yo estaba como embelesado desde que oí aquella melodía celeste, transmitida a mí por un ángel caído. Costóme, pues, gran trabajo disimular de nuevo, fingir una carcajada, abrazar a Matilde, y prorrumpir en las siguientes sacrílegas frases:

-¡Estamos conformes! ¡Estamos de perfecto acuerdo! Pues, señor, mataremos en su cuna ese amorcillo de adolescente, que lo mismo podría haber sentido Gabriela por el más lindo de tus lacayos. ¡Nada temas, Matilde mía!... ¡Yo te adoro, y sabré corresponder a tu noble franqueza! ¡Dentro de una semana Gabriela se habrá cansado ya de mirarnos a mi retrato y a mí!... ¡Te lo juro solemnemente!

Matilde, no obstante todo su saber, creyó en mi sinceridad y en mi constancia. Y es que ni el amor ni los celos son tan lúcidos y perspicaces como ella me dijo.



Parte V. Las cadenas del pecado

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No debo ocultar a usted que, durante aquel plazo de una semana, lejos de hacer algo para desimpresionar a Gabriela, procuré acabar de enamorarla con el pretendido remedio que puse a su pasión... ¡Perdone usted, y considere que desde el punto y hora en que Matilde me reveló y demostró que Gabriela me amaba, yo no fui dueño de mi voluntad, ni de mi corazón, ni de mis pensamientos, ni de mi conciencia!

¡Oh, gloria! ¡Oh, infierno! Un ángel se había acercado a mi alma... Mi disfraz lo había atraído, le había inspirado confianza, le había hecho creer que yo era digno de su nobilísima compañía... ¡Estaba redimido... o podía redimirme! ¡Dios me ponía en el camino de la virtud..., o me daba un guía que me sacase del abismo de mis dolores! Pero, ¡oh, desventura!, yo tenía prometido no salir de aquel abismo; yo había jurado esquivar a aquel ángel; yo había dado palabra de rechazar aquella mano que me tendía el cielo; yo no podía (para decirlo terminantemente) permanecer al lado de Gabriela sino como amante de Matilde; ¡yo tenía que desdeñar a la que ya adoraba y que acariciar a la que ya aborrecía, o que alejarme a un mismo tiempo de la una y de la otra!

Adoraba, sí, a Gabriela. ¡La adoraba sin duda alguna antes de saber que ella me amaba, y la revelación de Matilde no había hecho más que prestar las alas del aire a un incendio encerrado en mi corazón! Como le dije a usted hace poco, yo no me había atrevido hasta entonces a ver en Gabriela una criatura mortal, una mujer colocada al alcance de mis esperanzas ni de mis deseos; pero, al saber que aquella seráfica virgen palpitaba por mí, todo mi ser se abrasó en amor de su alma, en adoración de su hermosura, en sed de las limpias aguas de su pureza, y sentíme lleno de orgullo, penetrado de agradecimiento, devorado de curiosidad, ansioso, en fin, de oír a aquellos labios de santa, pero también de diosa, decirme entre las lumbraradas del rubor: «¡Fabián, tuya soy: yo te amo!»

¡Sublimes emociones de mi primero, de mi único amor!..., ¿adónde sois idas? ¡Ay! Por lo tocante a ella, ¡cuán cierto era que me amaba! No sé cómo la miré la primera vez que compareció en mi presencia después que Matilde me arrancó la venda de los ojos; no sé qué le dijo aquella mirada mía..., pero ello fue que la arrogante doncella se detuvo asombrada; una modestia divina enrojeció su semblante; tembló ligeramente, y sus párpados se inclinaron hacia la tierra... Parecióme contemplar a la Virgen del Beato Angélico en el momento que responde al mensajero de Dios: Ecce ancilla Domini...

¡Y, sin embargo, desde aquel mismo instante principié a insultar y escandalizar deliberadamente su generoso y puro sentimiento! «Que mi alma había abrigado ya muchos amores; que a la sazón estaba prendado de la esposa de un amigo mío; que yo no me casaría nunca; que la constancia amorosa se oponía las leyes naturales...»: estas y otras abominaciones proclamé aquel día y los siguientes delante de la noble aragonesa, entre las despiadadas risas de Matilde, quien dicho se está que se guardaba muy bien de llevarme la contraria.

Gabriela principió por condenar mis declaraciones con tanta indignación como denuedo: después (todo esto en el primer día) me estuvo mirando a la cara horas y horas, como dudando de la verdad de mis palabras, y sin pronunciar ninguna por su parte; al otro día dijo que estaba enferma, y no se presentó delante de mí; y al otro y en los que se siguieron, mostróseme tranquila, mansa, afable, como resignada con su dolor y hasta complacida de padecer, no hablando más que de asuntos místicos, y oyendo con una indulgente sonrisa de duda mis alardes de insensibilidad y descreimiento.

¡Faltábanme las fuerzas para proseguir aquella comedia infernal! Todas las noches, al salir de casa de Matilde, derramaba torrentes de lágrimas, y, en lugar de encaminarme a mi albergue, me estaba hasta el amanecer contemplando el cerrado balcón del aposento de Gabriela, abjurando, con muda contrición, todo lo que había hecho y dicho aquel día, y murmurando en las tinieblas todas las bendiciones y todas las protestas de amor que no le había dirigido estando a su lado... ¡Íbame luego a mi casa, y no dormía, no vivía!... No hacía más que pensar en Gabriela y analizar sus menores palabras, sus gestos, sus actitudes, sus miradas de la víspera, deduciendo de aquel examen esta horrible verdad, que acrecentaba mis tormentos: «¡Todavía me ama!»

-«¡Ay! -exclamaba entonces, en medio de la más cruel desesperación-. ¿Por qué he sido malo hasta ahora? ¿Por qué no me ha de ser posible principiar a vivir otra vez, perdiendo la memoria y la responsabilidad de mis pasadas acciones? ¿Por qué no conocí a esta niña antes que a la mujer de quien soy amador infame? ¿Por qué no la he encontrado en otra casa?... ¡Entonces podría alejarme del mal sin apartarme del bien! ¡Entonces no me vería obligado a confundir en una sola mirada a Matilde y a Gabriela! ¡Entonces no tendría que pagarle a la adúltera con impuros halagos la dicha de haber contemplado al ángel de mi guarda!»

No tardó Matilde en observar mi inquietud y mi angustia y en leer dentro de mi corazón.

«-¡Pobre Fabián mío! -díjome al fin un día-. Conozco todo lo que estás padeciendo, y me da pena verte sonreírme mientras que tu alma llora secretamente. ¡No disimules más! Yo estoy agradecida a los esfuerzos que haces por sofocar y ocultarme un sentimiento que es superior a ti..., y debo corresponder con generosidad a tu sacrificio. ¡Lo que sucede debía suceder!... Gabriela es joven como tú... ¿Qué cosa más natural sino que la ames? Dime si es así, y cuenta desde ahora con la abnegación de mi cariño. De todo modos, al cabo tendríamos que separarnos... Yo te doblo casi la edad, y pronto seré vieja, mientras que tú habrías de casarte tarde o temprano... Prefiero, pues, que permanezcas en mi casa, en mi familia, a mi lado, ya que no con el título de amante, que acabarías por dejar, con el de hijo... ¡Así no te perderé nunca! Hasta ahora he sido feliz sin atender más que a gozar de tus halagos... En adelante lo seré procurando tu ventura, pagándote toda la que te debo, consagrándome a tu felicidad y a la de Gabriela como una verdadera madre.»

Aunque yo era muy joven, dudé de la sinceridad o de las fuerzas de Matilde, y le negué resueltamente, durante algunos días, que estuviese enamorado de Gabriela. Pero esforzó ella tanto sus razones; desvaneció de tal manera mis recelos; mostróseme tan tierna, tan grande y tan generosa, que acabé por creer en su lealtad y en su heroísmo, y, dando rienda suelta a mi comprimida pasión, caí de rodillas a sus plantas, y le dije:

-¡Bendita seas! ¡Bendita seas por la felicidad que me has dado en este mundo y por la nueva dicha que te voy a deber! Tu sublime conducta me impone la obligación de ser sincero contigo... ¡Es cierto, sí! ¡Amo, adoro, idolatro a Gabriela!... ¡Pero cree que también te quiero a ti más que nunca; cree que te admiro y te reverencio como a una madre..., como a una santa, como a un ser sobrenatural, como a un dios!

Un rayo que hubiera caído a los pies de Matilde no le habría causado más horror que estas palabras mías.

-¡Infame! ¡Perjuro! ¡Malvado! ¡Conque es verdad que la amas! -prorrumpió frenéticamente.

Y quiso llorar, no pudo, lanzó un sollozo, y cayó al suelo, agitada por una violenta convulsión verdadera o fingida.


Resultado de esta escena fue que, a propuesta mía, y entre lágrimas y besos, Matilde y yo acordamos separarnos para siempre. Y, en efecto, algunas horas después salía yo de aquella casa en son de eterna despedida, bien que sin haber dicho adiós a Gabriela y sin esperanza de volver a hablarle nunca... Es decir, que salía de allí como había entrado... (y perdóneme la memoria de mi padre, si vuelvo a emplear el horrible símil de Lázaro). ¡Salía furtivamente, como un verdadero ladrón, llevándome en las garras, no sólo la honra del general, sino el amor propio de Matilde y el corazón de Gabriela!...

Para colmo de desdicha, al llegar a mi casa, y cuando ya estaba arrepentido de aquel rompimiento y deseando que Matilde flaqueara y me llamase, pasé maquinalmente la vista por un periódico y leí estas líneas:

«Acabamos de saber que el general*** y los demás altos militares que estaban en el cuartel en Canarias han recibido orden del gobierno para regresar a Madrid, y deben desembarcar en Alicante de un momento a otro. Felicitamos a la nueva situación, etc., etc.»

-¡No hay esperanza! -exclamé entonces-. ¡Ya no puede Matilde flaquear y llamarme! ¡Ya no puedo yo arrepentirme e ir a demandarle clemencia! ¡Ya no puedo ver a Gabriela de manera alguna! ¡La venida del general me cierra herméticamente las puertas de aquella casa! ¡La fatalidad se ha encargado de sancionar nuestra separación! ¡El infierno ha conseguido alejarme de Gabriela!



Parte VI. La necesidad por gala

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Me equivocaba... ¡Aún no había terminado aquella repugnante historia en que la única verdadera víctima era la nobilísima doncella cuyo corazón estábamos desgarrando los dos adúlteros y cuya inocencia acabaríamos por escandalizar sacrílegamente! Tres días después de mi rompimiento con Matilde, recibí la siguiente carta:

Fabián: no llores ni me maldigas. Ven a verme. Te necesito. En cambio, te daré toda la 
felicidad que deseas. 
Tu madre, 
MATILDE 

Y debajo de estos renglones había otro... ¡escrito de puño y letra de Gabriela!... que me hizo temblar de amor y de respeto, o más bien de remordimientos y de gratitud, como bien inmerecido. Decía así:


 Ven... para que sea feliz tu 
 GABRIELA 



Abismos de horror entrevieron mis ojos al través del velo de gloria y de ventura que envolvía esta carta; pero acudí al llamamiento sin vacilar... ¡La misma muerte érame preferible al dolor y a la desesperación en que había pasado aquellos tres días, lejos de Gabriela!

Encontré sola a Matilde cuando penetré en su gabinete. Estaba pálida, como si acabara de salir de una enfermedad.

En la efusión de mi agradecimiento por la generosa carta que me había escrito, quise apoderarme de sus manos y besárselas; pero ella me esquivó tristemente, y me dijo:

-Ya sabía yo que vendrías si Gabriela te llamaba. En cuanto a ella, puedo asegurar que todavía ignora el valor de las palabras, dictadas por mí, que te ha escrito al pie de mi carta... Pero descuida..., que hoy mismo te cumpliré la promesa de hacerte dichoso, y, para que no dudes de mi sinceridad, he querido que tú propio oigas la explicación que voy a tener con Gabriela... Bueno será, sin embargo, que me explique también contigo..., no ya como tu amada que fui, sino como tu mejor amiga que quiero ser... Siéntate, pues, y escucha.

Yo callaba... ¡La tristeza de Matilde me causaba espanto! ¡Parecíame una nueva forma de amor!

Ella suspiró profundamente, como si aquel silencio mío le arrebatase su última esperanza, y ya, desde entonces, marchó resueltamente al anunciado sacrificio.

-¡Fabián! -exclamó, con una dignidad y una fortaleza de que nunca la hubiera creído capaz-. Debo ser sincera contigo... Yo te adoro todavía; pero ni mi amor ni mi compasión entran por nada en lo que te voy a decir..., en lo que voy a hacer... No: no te he llamado para pedirte de nuevo el lugar que ocupé en tu corazón, ni tampoco llena de generoso afán por tu felicidad y la de Gabriela... ¡No soy tan grande! Te llamo, obligada a ello, por mi propia conveniencia; por puro egoísmo; para que me salves, en fin, del grave riesgo que corren mi bienestar y hasta mi vida... Oye lo que me sucede.

Y entonces me contó la siguiente historia:

Su marido había llegado a Madrid, enterado (seguramente por algún anónimo) de que existía un joven llamado Fabián Conde, que no salía a ninguna hora de su casa. Guardóse, sin embargo, de preguntarle por mí a Matilde (sospechando sin duda su deshonra), y púsose a averiguar la verdad del caso. Pronto le confirmaron criados, amigos y parientes que llevaba yo cerca de dos años de visitar íntimamente a la Generala a todas horas del día y de la noche; por lo que el celoso marido pasó de la pregunta a las pesquisas, y encontró en el cuarto de Matilde, y en sus muebles, cinco o seis retratos míos (uno de ellos en el famoso medallón) y varios pañuelos y otros regalos con mis iniciales...

Provistos de estas armas, y también de un puñal y un veneno, el general, que era esencialmente trágicos, encerróse con su mujer y le dijo:

-Aquí tienes las pruebas de que eres la querida de un cierto Fabián que hace dos días ha interrumpido la continua corte que te ha hecho durante mi ausencia... ¡Mátate con este veneno, o yo te mato con este puñal!

Matilde se echó a reír, y abrazó cariñosamente al anciano, diciéndole entre sus alegres carcajadas:

-¡He aquí una prueba de tu amor, que me enloquece de júbilo! ¡Cuán feliz soy al verte celoso, y cuán equivocado estás al serlo!

El general se quedó desconcertado..., y a los pocos segundos mostrábase dispuesto a admitir como buena cualquier explicación, en vista de la serena, descuidada y seductora actitud de su esposa.

Entonces le dijo ésta: que yo amaba locamente a Gabriela, y que Gabriela también estaba enamorada de mí, no siendo otro el motivo de mis frecuentes visitas; que ella, Matilde, había sido débil y condescendiente con nosotros, permitiéndonos vernos y hablarnos a todas horas, por considerarme un buen partido para la joven; pero que no había permitido se formalizara ningún compromiso hasta que viniese el general y diese su asentimiento; que cierta persecución de la policía, por razones políticas, había dado margen a que algunas noches me quedase yo a dormir en su casa; que aquellos retratos y aquellos pañuelos habían sido regalados por mí a Gabriela, la cual se los había ido entregando a ella por no creerse autorizada a guardarlos, y, en fin, que si al general le quedaba alguna duda, llamase a la hermosa niña y la interpelase sobre el asunto.

Matilde conocía el corazón humano, y muy especialmente el de su marido. Adivinó, pues, desde luego que éste se avergonzaría de llevar adelante sus averiguaciones tan pronto como temiese estar calumniando la inocencia y ofendiendo el verdadero amor. ¡Y así fue! El noble veterano se echó a llorar, cayó de rodillas, pidió perdón a Matilde..., y tuvo a mengua comprobar la verdad de aquellas atrevidas explicaciones.

Pero también sabía Matilde que los celos del general revivirían seguramente si hechos ulteriores no confirmaban mi noviazgo con Gabriela, y de aquí la carta que ella me había escrito llamándome, y las palabras que hizo añadir a la pobre niña...

-No me agradezcas, por tanto -concluyó Matilde-, el sacrificio que voy a hacer uniéndote a la venturosa rival que me ha robado tu corazón... ¡Dios sabe que no lo hago por virtud, sino por necesidad! Pero el tiempo cambiará nuestra situación respectiva. Yo trataré de extinguir los recuerdos de tu cariño y de curar la herida de mi amor propio; y cuando esto consiga y pueda sentir hacia ti una noble amistad, en vez de la adoración y el rencor que juntamente me inspiras hoy, me complaceré en haber contribuido a tu dicha, en presenciarla, en no haberme quedado sin ti para siempre, y en ser como una segunda madre... de tus hijos, ya que nunca pueda pasar como madre tuya a los ojos de mi conciencia...

-¡Oh, Matilde! -exclamé, profundamente conmovido por estas últimas palabras-. ¡Tú te calumnias! ¡Tú eres la mujer más grande, el ser más sublime que he encontrado sobre la tierra!... ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Yo procuraré merecer tanta generosidad a fuerza de veneración y cariño! ¡Yo seré tu hijo, tu hermano, tu siervo! ¡Yo besaré la huella de tus pasos!...

Y, hablando así, quise coger de nuevo sus manos y besárselas.

Matilde me rechazó con mayor severidad que antes, y tiró del cordón de la campanilla.

-¡Que venga la señorita Gabriela! -dijo al criado que acudió.

Yo caí de rodillas ante la Generala, exclamando:

-¡Dime antes que me perdonas!

Ella me miró entonces de una manera indefinible, que me dio miedo... Pero luego se pasó las manos por los ojos y la frente, y, señalando a su tocador, exclamó con renovada energía:

-¡Déjame en paz! Entra ahí, y oye mi conversación con Gabriela... Es menester que, para cuando mi marido vuelva esta noche, la joven sepa ya que es tu prometida y que le pertenecen tus retratos y demás objetos que esta mañana han podido causar mi perdición...

Yo obedecí con ruin humildad, y entré en el tocador de Matilde, el cual estaba separado de su gabinete por unas cortinas.

Poco después llegaba Gabriela a presencia de la Generala.



Parte VII. Luz y sombra

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Empezaba a caer la tarde.

Era el 27 de abril... ¡Lo tengo muy presente!

Matilde y Gabriela se sentaron delante de una gran reja que daba al jardín de la casa.

Por los hierros de aquella reja trepaban los endebles y enmarañados tallos de un jazmín, cuyas nevadas florecillas recibían los últimos resplandores del sol poniente...

Matilde se había colocado de espaldas al tocador.

A Gabriela la veía yo frente a frente por entre el filo de las dos cortinas.

Estaba pálida, pero tranquila como su inocencia, y más hermosa que nunca... En sus ojos resplandecían sentimientos de mujer, de los cuales seguramente se había dado ya cuenta durante aquellos tres borrascosos días...

-¡Es mi esposa!... -murmuré en lo profundo del alma, con un recogimiento y una unción que jamás creí pudiera llegar a inspirarme la alegre niña de otros tiempos.

-¡Hija! -pronunció al fin Matilde con voz trémula-. Te debo una explicación de las palabras que, a mi ruego, has escrito hoy a Fabián, al pie de una carta mía que no te leí...

La aragonesa se sonrió humildemente, en prueba de ilimitada confianza. ¡Aquella sonrisa hubiera desarmado al demonio!

Matilde no fue desarmada, y continuó:

-Habrás extrañado también, aunque nada me has dicho, que nuestro pobre Fabián no haya parecido por acá hace dos días...

-¡Tres con hoy, mi querida madre! -respondió Gabriela melancólicamente.

-Y, además de extrañarlo, lo sentirás mucho..., lo sentirás con toda el alma... ¿No es cierto, querida mía?

Gabriela levantó los ojos al cielo, y murmuró:

-¡Lo siento por él!

-¡Pues qué!, ¿tú no le amas?

La casta beldad se llevó una mano al corazón, y dijo:

-Yo no sabía anteayer lo que era amar... Hoy... siento aquí una angustia infinita, que, si no es la muerte, de seguro es el amor.

-¡Es el amor! -repuso Matilde con fatídico acento.

Callaron un instante.

La Generala debió recordar entonces que yo era testigo de aquella escena, y dijo valerosamente:

-Pues bien, hija mía, tengo una buena noticia que darte: Fabián te ama tanto como tú a él.

-¡Ojalá! -murmuró piadosamente la joven, como si rezara por mí; como si mi ventura le importase más que la suya; como si acabaran de decirle que podía redimir mi alma.

Matilde no comprendió aquella exclamación, y dijo:

-No lo dudes, Gabriela... Si Fabián te lo ha ocultado hasta hoy; si ha asegurado en tu presencia que tenía innobles amoríos; si se ha calumniado a sí propio, mostrándose incapaz de puros y grandes sentimientos, todo ha sido por culpa mía...

Los ojos de Gabriela expresaron el mayor y más inocente asombro.

-¡Por culpa de usted!... -profirió luego con adorable candor-. ¡No lo comprendo, mi querida madre!

-¡Sí!... -continuó Matilde-. Yo le ordené que procurase combatir y desalentar tu pasión hasta que el general viniese y dijera si aceptaba a Fabián por esposo tuyo...

-¿Y qué? -prorrumpió la joven con inefable regocijo-. ¿El general lo acepta?

-Sí, hija mía; el general y yo os anticipamos desde hoy nuestra bendición...

Un sollozo cortó aquí la palabra a Matilde.

Yo participé de aquella emoción, y me sentí lleno de piedad y de agradecimiento hacia tan heroica mujer...

Gabriela, por su parte, cruzadas las manos y alzados al cielo los ojos, en los cuales reverberaban los últimos destellos del sol de aquel día, parecía un serafín cantando las alabanzas del Eterno.

La voz de la Generala, que volvió a sonar, me detuvo en el instante en que yo iba a salir de mi escondite y a postrarme a sus pies.

-Esta misma noche -continuó diciendo la presunta víctima- escribiremos a tus padres pidiéndoles su consentimiento. Antes habremos visto a Fabián, y yo le habré presentado a mi marido, lo cual quiere decir que acabará por quedarse hoy a comer acá, lo mismo que en los mejores tiempos de vuestros disimulados amoríos... ¡Ah! ¡se me olvidaba! aquí tienes estos retratos, este medallón y estas flores marchitas... Son los regalos que Fabián te ha ido destinando (y depositando sumisamente en mi poder) los días de tu santo, de tu cumpleaños, de año nuevo, etc., etc. Yo he dejado de entregártelos hasta hoy por no alimentar en tu corazón unas esperanzas que podía haber disipado la llegada del general... Pero ya no hay miedo... Ya es Fabián tuyo, y tú eres de Fabián... ¡Abrázame, hija mía, y sé tan feliz como te mereces!

Matilde no se pudo contener al pronunciar aquellas últimas palabras y hacer entrega de las prendas de nuestros pasados amores... Echóse, pues, a llorar amarguísimamente. Entonces Gabriela, llorando también, se precipitó en sus brazos y le cubrió el rostro de besos, mientras que yo penetraba en el gabinete y me arrojaba a los pies de aquel tiernísimo grupo, que resumía todos los afectos de mi alma.

Gabriela, al verme, ocultó la ruborizada faz en el seno de la que consideraba nuestra madre. Ésta se apresuró a enjugar sus lágrimas con no sé qué presteza febril o puramente dramática; levantóse tranquila en apariencia, y tratando de sonreírse, impulsó blandamente hacia mí a la conturbada joven, y se retiró por su parte al opuesto lado del gabinete, donde se dejó caer en una butaca.

-¡Fabián! -había dicho entretanto-. Aquí tiene usted a su esposa... ¡Hágala usted feliz!...

-¡Matilde! -murmuré, siguiendo a la Generala en vez de acercarme a Gabriela.

-¡Déjeme usted ahora, Fabián! -dijo la pobre mujer con imponente resignación-. Estoy muy fatigada... Luego hablaremos nosotros... No se inquiete usted por mí... Desenoje usted a Gabriela. ¡El general estará aquí dentro de una hora, y es menester que nos encuentre a todos muy amigos!

¡Terrible egoísmo del amor! Yo tomé estas palabras al pie de la letra, y, aprovechando el permiso de Matilde, y utilizando ferozmente su dolorosa magnanimidad, me acerqué a Gabriela como si estuviéramos solos; le cogí una mano, y contemplé con arrobamiento su peregrina hermosura.

El sol se había puesto, y los resplandores del crepúsculo, filtrándose a través de los jazmines de la reja, sólo iluminaban aquel lado de la habitación, dejando en sombra el sitio en que había quedado Matilde.

Gabriela, inocente, dichosa, triunfante, estaba de pie, a mi lado, junto a la florida reja, dejándome estrechar y acariciar aquella mano tibia y suave, confiada y cariñosa, que no temblaba entre las mías, sino que facilitaba ingenuamente la comunicación de los amantes efluvios de nuestras almas, de nuestros corazones, de nuestra sangre juvenil..., alimento ya de dos vidas que principiaban a fundirse en una sola.

Alzó al fin ella la pudorosa vista, nos miramos..., y sus ojos y los míos quedaron contemplándose infinitamente, inmóviles y como extasiados, sin vislumbrar otro mundo que el abismo de luz de nuestras ansias. Hablábanse y besábanse nuestras pupilas, y yo advertía con inefable orgullo que, efectivamente, en las de Gabriela fulguraba toda la pasión de la mujer al través de la santidad del ángel, dejándome ya presentir a la tierna esposa, con su dulce aureola de dulce compañera y de futura madre...

-¡Gabriela mía!...

-¡Fabián mío!... -murmuraron al fin nuestros labios, buscándose indeliberada e instintivamente.

Pero antes de que se tocaran, un sordo gemido sonó allá en las tinieblas que envolvían el fondo del gabinete.

¡Era Matilde, de quien nos habíamos olvidado!

Yo me quedé helado de terror, y solté la mano de Gabriela.

Ésta retrocedió avergonzada y confusa; alzó las cortinas de una puerta inmediata y desapareció rápidamente.

-¡Pobre Matilde mía! -exclamé entonces, corriendo asustado hacia la implacable Generala-. ¡Perdona!... ¡He sido cruel!... ¡He sido egoísta!

-¡Muy egoísta! ¡Muy cruel! -respondió ella con enronquecido acento, enjugándose las lágrimas que bañaban su rostro-. ¡Yo creía que, siquiera hoy, me guardarías la consideración de no acariciarla en mi presencia!...

-¡Perdona!... ¡Perdona, santa mía!

-¡Oh! ¡No! -prosiguió Matilde-. ¡Tú eres quien has de perdonar!... ¡Yo debí morir el día que descubrí que no me amabas!... ¡Y yo me moriré!... Descuida... ¡Yo me moriré!

Parecióme que el mundo se hundía en torno mío, y, para evitar la total ruina de mis esperanzas, contesté atolondradamente:

-¡No digas eso! Yo te amo más que nunca... Yo os amaré a las dos... Tú serás siempre mi Matilde.

Y, conociendo el ascendiente que tenían sobre ella, más que mis palabras, mis caricias, cubrí su rostro de atropellados, ruidosísimos besos, que la fementida no tardó en principiar a pagarme...

Un lamento más triste que el anterior resonó entonces dentro del gabinete, y al mismo tiempo oímos, detrás del cortinaje que había cedido paso a Gabriela, el sordo golpe de un cuerpo que se desploma.

Fuimos allá y vimos que la joven, en lugar de irse a su aposento, como nosotros nos figuramos, se había ocultado, llena de turbación y de curiosidad, hijas de su inocencia, detrás de aquellas cortinas, y que desde allí lo había oído todo...

-¡La hemos matado! -grité fuera de mí, tratando de socorrer a la infortunada joven.

-¡Tú nos has matado a las dos!... -rugió Matilde, impidiendo que me acercara a Gabriela-. ¡Vete!... ¡Vete! ¡Ya no tengo defensa contra los celos de mi marido!

-¡Tú no morirás! -repuse entonces ferozmente-. ¡Dios conserva vivos a los demonios para castigo de los culpables como yo!... ¡Matilde! Escucha la última palabra que oirás de mis labios..., oye el resumen de nuestra historia: ¡Maldita seas!

Dije, y salí definitivamente de aquella casa, loco de amor y desesperación.



Parte VIII. La fuente del bien

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Como loco estuve, en efecto, muchos días. Mi primer movimiento fue huir, sin pararme a examinar la extensión del daño que había hecho, pareciéndome en ello al asesino y al incendiario, y a todo el que comete un delito horrendo, indisculpable, para el cual no cree posible hallar perdón ni en su conciencia ni en la ajena... Huí, digo, sin atreverme a averiguar si Gabriela había muerto aquella noche, si se había marchado de la casa, si con sus declaraciones o con su silencio consumó la perdición de Matilde a los ojos del general, ni si éste pensaba o no pedirme razón de sus agravios...

Pero no imagine usted que mi fuga fue material; no crea usted que huí de Madrid... De donde huí verdaderamente fue de la virtud, del deber, de mí mismo, de mi propia memoria... Lo que hice fue desesperar del bien para siempre y arrojarme en brazos del mal; buscar refugio y compañía en los vicios, únicos amigos que no me desdeñarían ya en el mundo; intimar con los jóvenes más escandalosos que imperaban entonces en ciertos salones, en los dorados garitos y en los lupanares públicos o privados; dejarme llevar del huracán de la disipación y de las corrientes de la moda; no perdonar baile, festín, aventura galante, bastidores de teatro, ocasión de desafío, mesa de juego, ni desenfrenada orgía; y todo ello... con tal de no quedarme nunca solo, con tal de no pensar en Gabriela, con tal de no tener noticias suyas, o más bien dicho, con tal de no tenerlas de mí propio... ¡Horrorizábame la idea de entrar en cuentas con mi alma!

Pronto, sin embargo, oí decir a personas indiferentes que Gabriela había regresado a Aragón.

El mismo día que supe esto fue también el primero que me encontré a Matilde en la calle... Iba en carretela descubierta, al lado de su infortunado esposo, el anciano y digno caudillo, que la miraba en aquel instante con adoración y arrobamiento. Él no me conocía... ¡Ella me miró imperturbable y descuidada, como si tampoco me conociera! Digo más: la graciosa sonrisa que en aquel instante dirigía a su marido no se heló en sus labios, ¡y sonriéndole pasó y desapareció, más espléndidamente ataviada que nunca, más hermosa, más cínica, más desvergonzada!

Yo sentí un profundo dolor y luego un extraordinario bienestar...

Era que Matilde acababa de morirse en mi corazón.

A la noche oí contar en el Casino que la Generala*** tenía un nuevo amante; ¡y hasta hubo quien dijo que me había reemplazado con dos!...

Alegréme intensamente. ¡Aquello equivalía a echar paletadas de tierra sobre un cadáver cuya pestilencia hubiera podido inficionar el resto de mi vida!

Borróse, pues, poco a poco hasta el recuerdo de Matilde en mi atormentado corazón..., el cual ya no sintió hacia ella ni amor, ni odio, ni tan siquiera desprecio... ¡Érame, y me es hoy su persona, indiferente de todo punto; y puedo compararla a los cabellos que fueron nuestros, que luego nos dejamos cortar, y que gentes extrañas pisotean enseguida a nuestra presencia en el sucio salón de la peluquería!



-¡Es usted muy inhumano con sus cómplices! -exclamó el padre de almas, sonriéndose al oír aquel implacable símil.

-¡Tiene usted razón! -contestó Fabián, cerrando los ojos como para contemplar mejor los tiempos pasados...

Y después dijo:

-No he vuelto a ver a Matilde. Pocos meses después falleció el anciano general, y ella se marchó a Italia, donde parece que ha vuelto a casarse...

-¡Dios tenga misericordia de sus culpas! -murmuró el jesuita.

-¡Yo la perdono..., pero con la condición de no volver a verla nunca! -respondió lúgubremente Fabián.

Y, pasado un rato, continuó de este modo:



-A los dos o tres meses de llevar aquella espantosa vida apoderóse de mi alma no sé qué invencible cansancio, hasta que un día quedéme atrás en la vertiginosa carrera del desorden y del escándalo, y halléme solo, desvalido y miserable, como soldado rezagado que ve desaparecer a sus camaradas y no tarda en caer en manos del enemigo. Mi enemigo era yo propio, según acabo de decir, y en tan funesta compañía torné al fin a mi desierta casa, sin esperanza alguna de ser dichoso...

Para colmo de infortunio, pronto observé que, por más que había revuelto y enturbiado mi vida, por más que había pisoteado y encenagado mi corazón, no había conseguido cegar en mi alma la fuente del bien, manantial inagotable de remordimientos. Por el contrario, tan luego como empezó a serenarse el fangoso mar de mis pasiones, vi dibujarse en su fondo la luminosa figura de Gabriela... ¡Allí estaba, fija, inmóvil, indestructible, cual mi propia conciencia, pero no echándome en cara, como ésta, mi infame conducta; no despreciándome ni escarneciéndome, sino triste y afable a un tiempo mismo, mirándome con lástima y sonriendo dulcemente en medio de su lloro, como para animarme a intentar una reconciliación con el cielo!

Aquella visión, que principió por causarme espanto, me fue inspirando poco a poco, primero una tímida confianza, y luego una fe ciega en la inagotable bondad y acendrado cariño de mi adorada. «¡Nunca podrá Gabriela -díjome todo mi ser- olvidar lo que sintió por mí la tarde en que se desposaron nuestras almas junto a la reja de los jazmines; ni su angelical misericordia me negará un generoso perdón cuando vea todo lo que padezco!»

No bien alimenté esta esperanza, mi pasión por Gabriela recobró su antiguo aliento y regeneró totalmente mi espíritu. Parecióme que resucitaba a una nueva vida. Desconocí y reprobé mis excesos y locuras de aquellos últimos meses, como si no fuesen actos míos (sin considerar que el mundo, a quien había escandalizado, los reputaría siempre tales), y principié a buscar a mi adorada con el mismo afán que había puesto poco antes en huir hasta de su recuerdo... ¡Así soy, padre mío; quiero decir, así era antes de consumarse mi desventura!

Lo primero que averigüé fue que Gabriela partió, en efecto, de casa del general al otro día de la terrible escena del gabinete. Di, pues, por cierto que había regresado a Aragón, a casa de sus padres, y me encaminé al pueblo en que éstos vivían.

Allí supe (no por ellos, a quienes no me atreví a presentarme, sino por el administrador de Correos) que la joven no había llegado a salir de Madrid, adonde sus padres le escribían con este sobre:

«Señora Abadesa del convento de***, para entregar a Gabriela de la Guardia. Madrid»

Torné a la corte; fui al mencionado convento, y obtuve que la abadesa se dignase a oírme.

A las primeras palabras que le dije con relación a Gabriela, preguntóme vivamente, y como si hiciese ya mucho tiempo que me esperaba:

-¿Es usted Fabián Conde?

-Sí, señora... -le respondí maravillado.

-Pues vaya usted al torno, y allí le pasarán una carta que tengo para usted hace tres meses. No se canse usted, por lo demás, en volver aquí ni en pedirme nuevas audiencias... Yo no puedo oír hablar, ni hablar por mi parte, del asunto a que dicha carta se refiere, ni menos permitiré jamás que usted se comunique de manera alguna con la persona por quien acaba de preguntarme.

Y, dicho esto, me saludó fríamente y bajó la persiana del locutorio.

Imagínese usted el afán con que volé en busca de aquella carta, que sólo podía ser de Gabriela...

De ella era, efectivamente, y en el bolsillo la traigo, con otras que leeré a usted dentro de poco...

Hela aquí:

«Fabián: sé que, tarde o temprano, vendrás a buscarme, no ciertamente por lo que yo soy, pobre criatura mortal llena de imperfecciones y miserias, sino por lo que Dios Nuestro Señor ha querido que mi humilde persona represente y signifique en tu desgraciada vida.

»Lo que no sé a punto fijo es cuándo y cómo vendrás. Podrás venir inmediatamente, impulsado por tu egoísmo, que a ti te parecerá amor y compasión. Podrás venir más adelante, impulsado por mejores sentimientos, esto es, por devoción al bien, creyendo, en tu locura, que yo soy el bien mismo... Podrás, en fin, venir muy tardíamente, cuando, próximo a la tumba, te veas ya desechado por el mal, como un instrumento inútil, en vez de haberlo desechado tú a él en tiempo hábil...

»Ello es que vendrás sin duda alguna, ora creyendo que me debes algo, que yo te necesito y que puedes darme una felicidad que no tienes, ora imaginando que yo puedo darte esa felicidad, perdonarte, absolverte, redimirte...; cosas todas que no cabe obtener sino de Dios, directamente y por los propios merecimientos.

»Como quiera que sea, te escribo esta carta al día siguiente de nuestra última entrevista y el primero que paso aquí a solas con mi Eterno Padre, para que no dejes de encontrar, al buscarme, el único bien que puedo darte ya en el mundo, que es un buen consejo.

»Fabián: no me juzgo ofendida por ti, ni te guardo rencor alguno. El ofendido es Dios, y el rencor te lo guardarás tú a ti mismo. Yo no he deseado más que tu bien, que hubiera sido el mío, y, al repudiarme como lo has hecho, tú eres el que resultas perjudicado. Quise guiarte por los senderos de la virtud, cuyos abrojos se convierten en blandas flores cuando no vacilamos en entregar nuestra carne a sus aparentes asperezas, y has preferido volver a los caminos del pecado, cuyas mentidas flores son el disfraz de punzantes espinas... Te compadezco, pues, con toda mi alma.

»Pero dirás tú, y hasta creerás, que te arrepientes, y que por eso me buscas, para que yo te reconcilie con el bien, o creyendo, repito, que el bien y yo somos una sola cosa... ¡Fabián! El bien no se busca meramente con el deseo: se busca con méritos y penitencia. No basta querer ser bueno: es menester serlo. No me busques, por tanto, tú mismo: haz que me busquen tus obras. Verás entonces cómo me hallas, aunque no me encuentres. Verás cómo me tienes, aunque no me veas. Verás cómo estoy dondequiera que tú estés. Verás cómo no me echas de menos, aunque yo desaparezca de este mundo. Verás cómo no necesitas de medianeros para obtener la paz, la dicha, la bendición de Dios. Porque Dios es el bien, y no yo, como sacrílegamente imaginarás algún día; y Dios solamente podrá hacerte feliz, cuando lo merezcas, sin necesidad de mi cooperación.

»Si yo creyera lo contrario, si yo creyera que permaneciendo cerca de ti, alentándote en tu camino, y hasta premiándote anticipadamente, pudiera contribuir al mejoramiento de tu alma, créeme, Fabián, en lugar de haberme encerrado en esta celda, me habría ido a tu casa, sin dolor ni resentimiento alguno por lo acontecido ayer tarde, y feliz, cuanto puede serlo una criatura humana, al verte en camino de salvación. Pero eso hubiera sido curarte en falso, sin extirpar las raíces del mal, cuando es indispensable que tú te cures solo; que andes sin compañía la gloriosa calle de la Amargura; que pruebes tus fuerzas contra Lucifer y lo venzas en singular combate, y que no te propongas otro premio de tu victoria que la victoria misma. Al que no le basta merecer el bien para ser feliz, no le pueden hacer dichoso todos los bienes del cielo y de la tierra.

»Adiós, Fabián. Nada temas por Matilde... Antes de dejarla he hablado con el general y echado sobre mí todo lo que hubiera podido comprometerla, afligir al venerable anciano y ser un peligro para ti. Así es que (¡Dios me perdone la mentira!), en concepto de mi tío, yo he sido tu prometida desde que llegué de Aragón hasta que ayer tarde rompí voluntariamente mi compromiso, prefiriendo el claustro al matrimonio. No desmientas nunca esta explicación, que deja en salvo a Matilde.

»Concluyo aconsejándote que no te afanes en procurar verme, ni en hacer llegar a mi poder cartas tuyas. Conoces mi constancia aragonesa. Todo lo que intentes con semejantes propósitos será inútil. ¡Yo no volveré a verte ni a hablarte ni a leer una palabra escrita de tu mano, sino en el caso de que llegues a merecerlo, no a tu juicio, sino al mío; no porque tú me lo digas, sino porque lo cuente la fama! Es el único voto que he pronunciado al pisar estos umbrales, y pienso cumplirlo religiosamente. Por lo demás, ten entendido que, aunque encerrada aquí, conoceré todas tus acciones y sabré día por día cuanto hagas, cuanto digas, cuanto pienses.

»Hasta la vista, en este mundo o en el otro,

Parte IX. El tormento de Sísifo

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-¡Prodigiosa carta! -exclamó el padre Manrique, cruzando las manos con fervorosa admiración-. Nadie diría que está redactada por una adolescente... Antes parece obra de un doctor de la Iglesia, largamente probado por el infortunio. ¡Bien que Gabriela, según resulta de todo lo que usted me ha contado, era de la raza de las Mónicas y Teresas y de la Santa Catalina de Alejandría! Como ellas y como los ángeles del cielo, tenía la ciencia infusa del bien, y su misión sobre la tierra era sacarlo a usted del abismo del pecado. Guarde usted esta carta y léala continuamente... Yo no tengo nada que añadir a sus saludables preceptos.

-¡Siempre la llevo sobre el corazón... -respondió Fabián-, y muchas veces la he leído! Sin embargo, confieso a usted que, cuando la recibí, no la aprecié debidamente, o, por mejor decir, no acerté a comprenderla. Sus más profundos consejos carecieron para mí de sentido, y sólo supe deducir de aquella especie de teología amorosa (así la calificó mi soberbia satánica), que Gabriela seguía queriéndome a pesar de todo, y que nada me sería más fácil que obtener su perdón y su mano, a pocas muestras que le diese de arrepentimiento y de cariño.

Ahora bien: como mi alma superabundaba en este cariño y este arrepentimiento (a lo menos, tal y como yo podía sentir semejantes afectos en aquel entonces), resolví desde luego todo lo contrario de lo que Gabriela me prevenía en su carta, creyendo, ¡loco de mí!, complacerla más realmente y probarle mejor mi pasión con un sitio en toda regla, que con la vida penitente que me aconsejaba.

Comencé, pues, a rondar el convento a todas horas. Gané al jardinero y al despensero, y por medio de ellos y de las sirvientas de la santa casa conseguí que Gabriela encontrase diariamente sobre la mesa de su celda una carta mía. En aquellas cartas le confesé todos mis pecados; le expliqué los remordimientos que me hizo sentir desde que, tan niña todavía, llegó de Aragón y fijó sus claros ojos en los míos; le pinté el inmenso amor que no tardó en inspirarme, primero hacia la virtud y luego hacia ella; el odio y la repugnancia con que de resultas miré ya a Matilde; mis luchas con ésta; mi debilidad de no romper con la adúltera por seguir viendo de cerca a mi adorado ángel, y las horribles escenas a que dio origen la llegada del general a Madrid. Le hablé, en fin, un día y otro de la vehemencia y sinceridad de mi amor, de mis propósitos de enmienda, de la triste soledad en que vivía y de lo necesitado que estaba de aliento y de esperanza, y le pedí, como a mi Ángel Custodio que era, que me guiase por la senda del bien, o sea que me escribiese de vez en cuando una palabra de consuelo, diciéndome que estaba contenta de mí y animándome en la batalla contra los espíritus de las tinieblas, o sea contra el mundo y contra mis pasiones...

Por lo demás, pasaba casi toda mi vida en la iglesia del convento. Allí estaba, desde que la abrían al amanecer hasta que la cerraban al mediodía, y desde que volvían a abrirla por la tarde hasta después de anochecido, sin apartar mis ojos del coro por si cruzaba la sombra de Gabriela al través de las celosías, y atento siempre a los cantos y rezos de las vírgenes del Señor, tratando de percibir entre sus voces la de mi adorada... ¡Pero todo fue inútil! ¡Ni Gabriela contestó a mis cartas, ni respondió cosa alguna a los recados verbales que hice llegar hasta ella, ni columbré su sombra a través de la gran reja del coro, ni distinguí siquiera una vez su dulce voz en los conciertos místicos que allí dentro resonaban!...

Principiaron a faltarme las fuerzas. Entonces volví a leer su carta, y fijé mi atención en estas frases: «No me busques tú mismo; haz que me busquen tus obras...» «No basta querer ser bueno; es menester serlo...» «Es indispensable que tú te cures solo; que andes sin compaña la gloriosa calle de la Amargura...; que no te propongas otro premio de tu victoria que la victoria misma.»

La tremenda austeridad de estos preceptos y la invencible constancia con que Gabriela subordinaba a ellos su conducta respecto de mí, causáronme espanto, y convirtieron mi desaliento en la más ruin cobardía. ¡Vime en la situación de un hombre que, después de haber marchado de sol a sol por ásperos breñales, oyera decir que todavía estaba tan lejos del punto en que se proponía descansar, como cuando emprendió su fatigosa jornada!

Desesperé, por consiguiente. Yo no podía, yo no sabía ser bueno a solas, sin público, sin recompensa, sin auxilio, ¡sin que a lo menos me constase que alguien me anotaba en cuenta el esfuerzo y el mérito de cada día!...



-¡Alguien! -exclamó el padre Manrique-. Pues ¿y usted? ¿No era nadie para llevar esa cuenta?...

-No me bastaba mi testimonio...

-¡Es verdad!... Usted no vivía entonces por dentro; usted no tenía vida interior, usted no tenía conciencia...¡Pero quedaba Dios, supremo testigo de todas nuestras acciones!

    -Olvida usted... -tartamudeó el joven.

-¡También es verdad! ¡Usted no se comunicaba tampoco con Dios, de resultas de no comunicarse consigo mismo! Continúe usted..., continúe usted... ¡Los términos del problema se van simplificando, y pronto lo resolverá usted sin mi ayuda!

-Digo que desesperé cobardemente. Parecióme que no era posible, que no era racional, que no era humano lo que Gabriela exigía de mí. Atribuía su silencio a terquedad aragonesa o a falta de amor. Creíla exenta de naturaleza mortal y de pasiones terrestres, y consideré que, pues no todos los hombres han nacido para santos..., yo no estaba en aptitud de consagrar toda mi vida a una lucha estéril, de la cual resultaría sin felicidad en este mundo ni bienaventuranza en el otro. Porque, ¿cómo ser feliz aquí abajo, amando a una mujer que se negaba a oírme? Ni ¿cómo escalar el cielo, sin ayuda de nadie, desde el infierno de mi desesperación?

-Siga usted... Siga usted... -replicó el padre Manrique con visible enojo-. ¡No intente disculparse! ¿Qué quiere decir eso de que no todos los hombres han nacido para santos? ¡Todos, señor don Fabián; todos podemos llegar a la beatitud, porque todos hemos nacido libres! Ya se lo dijo a usted Lázaro la noche de la consulta: «Los santos fueron hombres de nuestra misma arcilla.» ¡Sólo que ellos usaron de su libre albedrío abrazándose al bien, mientras que usted y yo, y la mayoría de los hombres, transigimos con el mal, a sabiendas de que ofendemos a Dios y manchamos nuestra alma!

-¡Es verdad! Mi conciencia, aun en los días que menos le he prestado oídos, me ha advertido siempre cuál era el camino de la perfección... Pero faltábanme fuerzas (o, a lo menos, tal me lo imaginaba) para marchar a solas por el áspero sendero de la virtud, y de aquí el que, con objeto de no oír los gritos de mis remordimientos, acabase siempre en mis recaídas por buscar el estruendo del mundo, el vocerío del escándalo, el vértigo de la orgía, el delirio de la embriaguez, hasta conseguir aturdirme, ensordecer, embrutecerme, o, cuando menos, no tener tiempo ni ocio para pensar en mi pobre alma.



Esto hice de nuevo en aquella ocasión. Abandonado por Gabriela, y no bastándome a mí mismo para ser dichoso, torné poco a poco a mi antigua vida, primero tímidamente, o sea procurando que mis excesos no fueran conocidos del público, a fin de que no pudiesen llegar a oídos de ella, y más tarde (cuando me convencí de que el mundo conocía mis nuevos extravíos, y que, por consiguiente, Gabriela no podría ya ignorarlos de manera alguna), entregándome a velas desplegadas a los cuatro vientos del libertinaje, escandalizando a Madrid con lo que mis aduladores y discípulos llamaban mi fortuna amorosa, y eclipsando a veces la audacia y la impiedad de don Juan Tenorio y de lord Byron.

¡Fue ésta, entre todas mis campañas de calavera, la más ruidosa, la más brillante, la más terrible!... ¡Llegué entonces al apogeo de mi execrable popularidad!... Los padres y los esposos se indignaban o temblaban al oír pronunciar mi nombre; las mujeres honradas ponían la cruz al verme; los hombres morigerados y pacíficos evitaban mi encuentro... En cambio, las hembras sin pudor, de cualquiera alcurnia que fuesen, se disputaban una mirada mía, mientras que los troneras más valientes y los duelistas de profesión procuraban apartarse de mi camino. ¡Mi cólera era tan avasalladora como mi amor! ¡Todo el mundo me temía!... ¡Solamente yo me despreciaba!

Despreciábame, sí, tan luego como me quedaba solo y pensaba en Gabriela; y, cual si la Justicia divina se complaciese en prodigarme estas horas de amarguísima soledad e insoportable tedio, me hallé pronto con que el vino se negó a enloquecerme y el sueño a coronarme de adormideras. Cuando, al remate de frenética orgía, todos los comensales estaban entregados al febril alborozo y a los delirios de la embriaguez yo permanecía frío y sereno, como la roca en medio de un mar alborotado; y cuando el sueño cerraba los ojos del último camarada que departía conmigo, o de la pobre mujer que reposaba entre mis brazos, sólo yo quedaba despierto, vigilante, pensativo, contemplando, a la luz de las moribundas lámparas y de la naciente aurora, las botellas vacías, las copas derribadas y a los calaveras y a las bacantes sumergidos en la estupidez del sueño, o sea en el negro océano del olvido...

Por entonces conocí a Lázaro y a Diego. Después de estas noches de disipación íbame a pasear mi insomnio y mi tristeza por las calles de Madrid durante las primeras horas de la mañana, y así es cómo pasé un día por delante del Colegio de San Carlos, y me ocurrió la lúgubre idea de penetrar en él a contemplar, muerta y despedazada, a una de aquellas sacerdotisas de Venus que acababa de morir en el Hospital General, y cuyo cadáver habían elegido los profesores en Medicina para estudiar no sé qué enfermedad del corazón...


Pocas semanas tardé en referir a Diego y a Lázaro, entre mis demás historias de amores, la relativa a Gabriela. Diego opinó, como yo, que era un delirio y un absurdo lo que la joven exigía de mí...

«-Gabriela -exclamó, resumiendo su dictamen- es un espíritu enfermo, una fanática, un ser privilegiado, si queréis; una criatura semidivina...; pero incapaz, por lo mismo, de subordinarse a las leyes de la naturaleza humana, y de labrar la felicidad terrena de débiles mortales como tú, como yo y como la casi universalidad de los hombres... Prefiero a mi Gregoria.»

Lázaro nos hizo la oposición, según costumbre, en nombre de sus ascéticas teorías, y me suplicó una vez, y otra, y ciento, que renunciase completamente al mundo; que me encerrase en mi taller de escultor a labrar estatuas de vírgenes y de santos, en vez de divinidades paganas; que pensase allí en Gabriela a todas horas, sin cuidarme de que mis amantes recuerdos llegasen a sus oídos, y, en fin, que procurara merecerla a mis ojos, aun sin esperanza de conseguirla.

La fría insistencia e insoportable pesadez con que Lázaro me predicaba continuamente en este sentido acabaron por hacerme odiosa aquella conversación, a tal punto (rubor me causa decirlo), que hube de prohibirle al cabo, con desabrida seriedad, que en adelante me hablase de Gabriela...

En cuanto a Diego, también recuerdo con rubor que trató indignamente más de una vez materia tan delicada y santa, presentándola por vulgares aspectos, y procurando ridiculizar a mis ojos el carácter y el pretendido amor de la joven aragonesa...

Pero yo necesitaba entonces creer que Diego estaba en lo justo, y nunca le prohibí ni le censuré que hablase en aquellos términos de la que seguía siendo, a pesar de todo, alma de mi alma.

Así vivía cuando sobrevinieron los sucesos que ya le he referido a usted, o sea la llegada de Gutiérrez a Madrid, portador de mi fortuna y de mi título de conde; la violenta discusión que Diego y yo tuvimos con Lázaro la noche de la célebre consulta; nuestro definitivo rompimiento con él; mi grave enfermedad, resultado de aquella espantosa escena; la rehabilitación de la memoria de mi padre y mi nombramiento diplomático para Londres. Tiempo es, por consiguiente, de que pase a contarle a usted la última parte de mi complicada historia, y de que sepa usted a qué extremo de desventura me han traído los errores de mi juventud..., ¡errores que no he conocido hasta que la fatalidad ha empezado a servirse de ellos para castigarme, y, sobre todo, hasta que sus palabras de usted han principiado a iluminar los abismos de mi alma!

¡Pueda usted asimismo indicarme una tabla de salvación en el tremendo conflicto que me rodea, y en que yo no veo otro refugio que el crimen para escapar de la deshonra! ¡Sí, padre! A los ojos de mi razón, no tengo hoy más remedio que matar a Diego o que causar la muerte de Gabriela; que ir a presidio como falsario, o que saltarme la tapa de los sesos... ¡Son las dos alternativas en que me ha colocado mi aciaga estrella!



-Todo eso es a los ojos de su razón de usted... -respondió tranquilamente el padre Manrique-. Falta ahora averiguar si a los ojos de la razón divina, o sea de la verdadera moral humana, hay algún medio de conjurar esos horrores... Cuénteme usted, pues, la última parte de su pobre historia.

-¡Es la única que le puedo referir sin sonrojarme! Óigala usted, padre mío.