El escándalo :III
Parte I. Cadáveres humanos
editarAun a riesgo de que tache usted de incoherente mi narración, necesito ahora retroceder un poco en ella, a fin de dar a usted completa idea de las dos singularísimas personas con quienes consulté aquella noche el grave asunto que me había propuesto Gutiérrez...
Y tomo desde algo lejos mi referencia a esas dos personas, porque precisamente son las que más figuran en mi vida, que no por afán pueril de sorprender y maravillar a usted con el relato de historias de seres misteriosos... Semejante entretenimiento fuera indigno de usted y de mí, y más propio de un folletín que de esta especie de confesionario... En suma: por dramáticos que le parezcan a usted los hechos que paso a referirle, no crea que reside en ellos el verdadero interés de la tragedia que aquí me trae... Esta tragedia es de un orden íntimo, personal, subjetivo (que se dice ahora), y los sucesos y los personajes que voy a presentar ante los ojos de usted son como un andamio de que me valgo para levantar mi edificio; andamio que retiraré luego, dejando sólo en pie el problema moral con que batalla mi conciencia... Óigame usted, pues, sin impacientarse...
-Descuide usted -dijo el padre Manrique-. Ya hace rato que me figuro, sobre poco más o menos, adónde vamos a parar. Cuénteme usted la historia de esas dos personas. Nos sobra tiempo para todo.
El joven vaciló un momento; púsose aún más sombrío de lo que ya estaba, y dijo melancólicamente:
-Diego y Lázaro...: los dos únicos amigos que he tenido en este mundo, y de los cuales ninguno me queda ya...; Diego y Lázaro..., nombres que no puedo pronunciar aquí, donde se da crédito a mis palabras, sin que mi corazón los acuse de ingratos y de injustos..., son las personas a que me refiero... ¡Ah, padre mío! Mire usted estas lágrimas que asoman a mis ojos, y dígame si yo habré podido ser nunca desleal a esos dos hombres!
-¡Profundo abismo es la conciencia humana! -murmuró el padre Manrique, asombrado ante aquel nuevo piélago de amargura que descubría en el alma de Fabián-. ¡Cuánta grandeza y cuánta miseria viven unidas en su corazón de usted! ¡Cuántas lágrimas le he visto ya derramar por fútiles motivos! ¡Y cuán insensible se muestra en las ocasiones que más debiera llorar! Prosiga usted..., prosiga usted..., y veamos quiénes eran esas dos hechuras de Dios, que tanto imperio ejercen en el espíritu descreído de que hizo usted alarde al entrar aquí.
Estas severas palabras calmaron nuevamente a Fabián.
-Tiene usted razón, padre... -dijo con una sonrisa desdeñosa-. ¡Doy demasiada importancia a mis verdugos!... Por lo demás, no se trata aún del actual estado de mis relaciones con Diego y Lázaro; trátase ahora de cuándo y dónde los conocí, de cómo eran entonces, de por qué les tomé cariño, y de la memorable consulta que celebré con ellos la noche que siguió a mi conferencia con Gutiérrez.
-¡Exacto! -respondió el padre Manrique, acomodándose en su silla-. Por cierto que tengo mucha gana de que lleguemos a esa consulta...
-Pues bien... -continuó Fabián-: Diego, Lázaro y yo nos habíamos conocido dos años antes, precisamente en un lugar muy lúgubre y melancólico..., en la Sala de Disección de la Facultad de Medicina de esta corte, o sea entre los despedazados cadáveres que sirven de lección práctica a los alumnos del antiguo Colegio de San Carlos.
Diego iba allí por razón de oficio; esto es, como médico; Lázaro por admiración a la muerte, como muy dado que era al análisis de la vida, de las pasiones, del comercio del alma con el cuerpo y de todos los misterios de nuestra naturaleza, y yo a perfeccionarme en la anatomía de las formas, por virtud de mi afición a la escultura.
Creo más; creo que los tres íbamos allí, principalmente, impulsados por una triste ley de nuestro carácter, o sea por una desdicha que nos era común, y que sirvió de base a la amistad que contrajimos muy en breve. ¡Los tres carecíamos de familia y de amigos, los tres estábamos en guerra con la sociedad, los tres éramos misántropos; y yo, que parecía acaso el menos aburrido, pues solía frecuentar lo que se llama el mundo, y andaba siempre envuelto en intrigas amorosas, pasábame, sin embargo, semanas enteras de soledad y melancolía, encerrado en mi casa, renegando de mi ser y acariciando ideas de suicidio! Lisonjeábanos, por tanto, y servía como de pasto a la especie de ferocidad de nuestras almas, la compañía y contacto con los cadáveres; aquel filosófico desprecio que nos causaba la vida, mirada al través del velo de la muerte; aquella contemplación de la juventud, de la fuerza y de la hermosura, trocadas en frialdad, inercia y podredumbre; aquel áspero crujir de la carne de antiguos desgraciados, bajo el escalpelo con que Diego y Lázaro buscaban en unas entrañas yertas la raíz de nuestros propios dolores, y aquella rigidez de hielo que encontraba yo bajo mi mano al palpar las formas, ya insensibles y mudas, que poco antes fueron tal vez codicia y galardón de embelesados adoradores...
-¿Y no pensaba usted más? -exclamó el padre Manrique-. ¿Era eso todo lo que se le ocurría a un hombre como usted en presencia de los inanimados restos de la hermosura terrena?
-Pues ¿qué más?
-¿Y usted me lo pregunta? ¿No conoce usted la historia de la conversión del duque de Gandía? ¿No ha oído usted hablar de San Francisco de Borja?
-Sí, señor. He leído que se le considera como el segundo fundador de...
-De la Compañía de Jesús... -agregó el jesuita-. Esto es, ¡de mi santa casa! Pues bien: aquel hombre vio la inmortalidad y el cielo en los fétidos despojos de una mujer que fue comparada en vida con las Tres Gracias del paganismo... «Haec habet et superat...», decían de ella los poetas.
-Cuentan que San Francisco de Borja estaba enamorado de la emperatriz... -observó Fabián.
-Aunque así fuera..., que no lo sé..., su misma idolatría pecaminosa vendría en apoyo de mi interrupción. Lo que yo he querido hacerle a usted notar es que aquel hombre, después de haber sido «un gran pecador» -según él mismo confiesa-, llegó a ser un gran santo..., y todo por haber parado mientes una vez en la vanidad de los ídolos de la tierra. ¡Usted, en cambio, se alejaba más y más de Dios al reparar en los engaños de esta vida!
Fabián tuvo clavados los ojos un instante en aquel formidable atleta, tan débil y caduco de cuerpo, y luego prosiguió:
-Andando el tiempo, mis ideas llegaron a ser menos sombrías...; y por lo que toca al periodo de que estoy hablando, yo creo que mi desesperada tristeza merecía alguna disculpa. No tengo necesidad de explicarle a usted su verdadera causa... ¡Demasiado comprenderá usted, con su inmenso talento y suma indulgencia, que la historia de mi padre, escondida en mi corazón años y años, era como acerba levadura que agriaba todos mis placeres! ¡Yo no podía mirar dentro de mí sin someter a horribles torturas la soberbia y el orgullo que constituyen el fondo de mi carácter! ¡Yo sabía quién era! ¡Yo me repetía a todas horas mi execrado nombre!
-¡Joven! -exclamó el padre Manrique, sin poder contenerse-. ¡Santos hay en el cielo que fueron hijos de facinerosos! Pero tiempo tendremos de hablar de estas cosas y de otras... -añadió enseguida-. Perdóneme tantas interrupciones, y discurra como si estuviera solo...
-Así lo haré, padre mío... -respondió Fabián-, pues las advertencias de usted empiezan a mostrarme el mundo y mi propia vida de un modo tan nuevo y tan extraño, que temo acabar por no conocerme a mí mismo, ni saber explicar lo que me sucede.
El jesuita se sonrió y guardó silencio.
El joven continuó en esta forma:
Parte II. Retrato de Diego
editar-Diego era más infortunado que yo... Si yo detestaba entonces mi nombre, él ignoraba completamente el suyo. Diego era expósito..., circunstancia que no supe hasta algunos meses después, que me la reveló él mismo. Pero, cuando le conocí, díjome que había nacido en la provincia de Santander, y que su apellido era también Diego. -«¡Capricho de mis padres! -solía exclamar naturalísimamente-. ¡Pusiéronme Diego en la pila para que me llamase Diego Diego». ¡Y el desgraciado se reía!
Pero aquí debo hacerle a usted otra advertencia a fin de ahorrarle cavilaciones inútiles. No imagine ni por un instante que esto de ser expósito Diego haya de tener al cabo relación alguna, material o dramática, con la presente historia, dando lugar a reconocimientos, complicaciones y peripecias teatrales... No; no se distraiga usted pensando en si el infeliz resultará luego pariente mío o de cualquier otro de los personajes que ya he mencionado o que después mencione... ¡Ay! Mi pobre amigo ha sido siempre, y es, y morirá siendo, sin duda alguna, un expósito en prosa; quiero decir, un expósito sin esperanza ni posibilidad de llegar a conocer el nombre de sus padres...; y si yo he traído a cuento su triste condición, sólo ha sido como dato moral necesario para la mejor inteligencia de su carácter y de sus acciones.
En cuanto a Lázaro... (repare usted en esta fatídica coincidencia de nuestras tres historias), fuese cualquiera su propia alcurnia, conociésela o no la conociera, ello es que nunca hablaba de sí, ni de su familia, ni de su pueblo natal, y que, cuando le preguntaban cómo se llamaba, siempre respondía con una sublime serenidad llena de misterio: «Lázaro a secas.» Parecía él, por consiguiente, el verdadero expósito; pero (según verá usted más adelante) nosotros teníamos motivos para sospechar, muy al contrario, que sabía demasiado quién era y que le asistían razones para no decirlo.
Volviendo a Diego, debo añadir que su tristeza y su esquivez hacia el género humano procedían de otras causas a más de la ya referida. Según confesión propia, en su infancia había pasado hambres y desnudez, y para seguir su carrera había tenido que trabajar, primeramente en un oficio mecánico, y luego como enfermero de varios hospitales, ganando matrículas y grados por oposición, a fuerza de incesantes estudios, y viéndose obligado algunas veces a sostener titánicas luchas contra bastardas recomendaciones del valimiento o de la riqueza. Por resultas de todos estos sinsabores había contraído la terrible dolencia físico-moral que se llama pasión de ánimo, y padecía frecuentes ictericias que le ponían a la muerte. Cuando yo le conocí acababa de doctorarse en Medicina y Cirugía, y ya contaba con alguna parroquia en las clases pobres. Sabía mucho, aunque tan sólo en su profesión, y seguía estudiando incesantemente... «No me contento con menos que con ser otro Orfila», solía decirnos como la cosa más natural del mundo.
Por lo demás, en aquel entonces era un hombre de veintisiete años; muy fuerte, aunque delgado; más bien alto que bajo; de músculos de acero, y cuyo color pajizo, tirando a verde, demostraba que por sus venas fluía menos sangre que bilis. Llevaba toda la barba, asaz espesa, bronca y oscura; era calvo, lo cual le favorecía, pues daba algún despejo a su nublado rostro; tenía grandes ojos garzos, llenos de lumbre más que de luz, pobladas y ceñudas cejas, la risa tardía, pero muy agraciada, y una dentadura fuerte y nítida, que alegraba, por decirlo así, aquel macerado semblante. Dijérase que tan lóbrega fisonomía había sido creada ex profeso para reflejar la felicidad, pero que el dolor la había encapotado de aciagas nubes. ¡Ay! Nada más simpático, en sus momentos de fugitivo alborozo y confianza, que mi amigo Diego... ¡Nada más huraño y feroz que su tristeza! ¡Nada más violento y extremado que su ira!
Completaré su retrato físico diciendo a usted que Diego no le debía ninguna elegancia a la naturaleza ni al arte. Tenía poco garbo y grandes los pies, las manos y las orejas; ignoraba casi todas las reglas de la vida social, e iba vestido, si bien pulcramente, con poquísimo gusto a fuerza de querer desmentir su pobreza. Menos dinero que sus variados trajes, harto vistosos, le hubiera costado vestirse como la generalidad de las personas decentes..., y al cabo le enseñé a hacerlo así; pero, al darle aquellas lecciones, procuré que no cayese en la cuenta de que le corregía en materia tan delicada... ¡Nunca me lo hubiera perdonado!... ¡La idea de parecer ridículo le volvía loco! No olvide usted esta circunstancia, padre mío.
Conque vamos a Lázaro.
Parte III. Retrato de Lázaro
editarÉl fue quien primero llamó mi atención en el Colegio de San Carlos, no sólo por su notable hermosura y distinguidísimo porte, sino también por la profunda y general instrucción que revelaban (todavía ignoro si adrede o contra su voluntad) sus modestas y sobrias razones. Nadie nos presentó, ni yo sé cómo llegamos a cruzar las primeras palabras. Ello es que un día (a propósito de una hermosa mano de mujer que vimos suelta y rodando por aquellos suelos) nos enredamos en conversación..., y cuando quisimos acordar, reparamos en que hacía más de tres horas que estábamos hablando como los mejores amigos del mundo.
Lázaro era entonces, y seguirá siendo, si vive, uno de aquellos hombres que no se parecen a ningún otro, y que, vistos una vez, no pueden olvidarse nunca: figuras sin plural, que corresponden a un determinado sujeto, de modo tan peculiar y tan íntimo, como si le comunicaran el ser y la vida, lejos de recibirlos de la entidad que representan. La inmovilidad moral (he creído yo siempre), la fijeza de las ideas, la pertinacia de propósitos, un gran genio, una virtud inexpugnable o una perversidad incorregible, deben de modelar estos tipos tan auténticos, consustanciales del espíritu que los anima.
-¡Habló el escultor! -dijo el padre Manrique, saludando a Fabián con galantería.
-Pues que no le desagradan a usted mis resabios de artista -contesto el joven-, detallaré la figura de Lázaro, con tanto más motivo, cuanto que de este modo comprenderá usted mucho mejor el que yo pasara largo tiempo sin saber si aquel hombre, con rostro de ángel, era un malvado muy hipócrita o un verdadero dechado de virtudes.
Tenía Lázaro, cuando yo empecé a tratarle, unos veintitrés o veinticuatro años; pero su aniñado rostro le daba un aire aún más juvenil, mientras que el sereno abismo de sus ojos parecía ocultar otros diez o doce años de meditaciones. Aquellos ojos eran azules como el cielo, tristes y afables como una paz costosa, y bellos... cuanto pueden serlo ojos de tal edad, en que nunca brillan relámpagos de amor... Lázaro era pequeño, fino, rubio, blanco, pálido; pero con esa palidez misteriosa que no procede de las dolencias del cuerpo, sino de los dolores del alma. Otra de las singularidades de aquel rostro consistía en su decidido carácter varonil, impropio de la suavidad de sus puras y correctas facciones. Así es que el tenue bozo dorado que sombreaba su boca y circundaba con leves rizos el óvalo de su cara, le daba tal vez un aire más enérgico y masculino que a Diego sus broncas y espesas barbas oscuras. Es decir, que si por acaso aquel joven se parecía a un ángel, era a un ángel fuerte como el que acompañó a Tobías, o a un ángel batallador como el que venció a Lucifer, o al mismo Lucifer, tal como lo describe Milton.
Y ahora, humillando el estilo, concluiré diciendo que Lázaro era elegante sobre toda ponderación en medio de la mayor sencillez, como quien debe a la Naturaleza una organización noble y exquisita, de la cual daban evidentes indicios sus diminutos pies e incomparables manos.
Por lo que respecta a la parte moral, la impresión que me dejó Lázaro luego que hubimos tenido nuestro primer coloquio (en que hablamos de todo lo del mundo, menos de nosotros mismos), sólo puedo compararla a aquella especie de cansancio previo que le produce al perezoso la idea del trabajo. Había tal orden en sus pensamientos, tal lógica en sus raciocinios, tal prontitud en su memoria, tanta precisión y claridad en su lenguaje, tanto rigor en sus principios morales, y miraba de frente con una impavidez tan sencilla los deberes más penosos, que desde luego comprendí que mi pobre alma no podría contribuir nunca con la suma de cualidades, ni mi vida con la cantidad de tiempo y de atención necesarias para costear un largo comercio con aquel intransigente predicador. Debo añadir que al mismo tiempo concebí por primera vez la sospecha de si Lázaro sería un solemne hipócrita, o cuanto menos alguno de aquellos moralistas puramente especulativos y teóricos que incurren luego en las mismas debilidades de que acusan a los demás hombres... Suspendí, sin embargo, mi juicio, y rendí homenaje, cuando menos, al indisputable talento y vasta erudición de Lázaro.
El padre Manrique no cerraba los ojos, sino que los tenía clavados en Fabián con extraordinaria viveza.
Indudablemente, aquella lucidez psicológica y aquella sagacidad para el análisis habían llamado mucho la atención del jesuita, haciéndole comprender que no tenía delante un calavera vulgar, afligido por desventuras materiales, sino la viva personificación de una gran tragedia íntima, espiritual, ascética en el fondo, aunque revestida de tan mundanas formas...
Fabián continuaba diciendo entretanto:
Parte IV. De cómo hay también amigos «encarnizados»
editar-Al día siguiente de nuestro encuentro, Lázaro me presentó a Diego, a quien llevaba él algunos días de tratar en aquel mismo sitio, y de cuyas grandes prendas de corazón, ya que no de inteligencia, hízome al oído grandes elogios, que resumió al fin en esta frase: «Tiene -me dijo- el genio de la pasión y la intuición del sentimiento. Cuando se irrita lo sabe todo.»
A pesar de estas recomendaciones, Diego no me gustó al principio bajo ningún aspecto, y él mismo solía mirarme con altivez y displicencia, comprendiendo sin duda que me desagradaba. Pero Lázaro, tenaz siempre en sus propósitos, insistía en admirarlo y en celebrármelo, aplicándole para ello el microscopio de su minuciosa crítica, hasta que al fin logró inculcarme su opinión, imponerme su gusto y hacerme dar importancia a aquel semisalvaje, que tan poco tenía de común conmigo.
Diego agradeció profundamente mis primeras demostraciones de afecto y confianza. Una alegría inexplicable y de todo punto desusada en él, y aun en mí, comenzó a reinar en nuestra relaciones. A propuesta suya se acordó que los tres nos hablaríamos de tú, merced que nunca habíamos otorgado a ningún hombre. Llevóme a su pobre casa, donde vivía sólo con una vieja, a quien daba el nombre de madre, y que me dijo había sido su nodriza. Me contó algunos días después, sin lágrimas pero temblando, y como si cumpliese un penoso deber, lo de que era expósito...; confidencia que sentí y me causó miedo, pues parecióme que con ella me encadenaba para siempre a su trágica desesperación, tal y como las serpientes forman el grupo de Laocoonte... Finalmente, aquellos mismos días me reveló otro secreto, que por entonces juzgué de menor importancia, y que hoy es la verdadera serpiente que me ahoga...: díjome que conocía en Torrejón de Ardoz a una señorita llamada Gregoria, que solía venir a Madrid algunas temporadas, con la cual presentía que llegaría a casarse; que no tenía noviazgo con ella, pero que ella adivinaba también que sería con el tiempo su esposa; que el no haberle dicho todavía nada consistía en que aún no la amaba lo bastante si bien era persona que le convenía por varias razones, y, en suma, que cuando se decidiese a ello principiaría por enseñármela, para que yo le diera mi opinión, pues él quería que su mujer fuese del agrado de un hombre tan inteligente como yo en la materia...
¿A qué este afán de Diego por hacerme tan graves e innecesarias revelaciones? A Lázaro no le había confiado, ni llegó a confiarle después, aquellos secretos... ¿Por qué los depositaba en mí? Sobre todo el de su triste nacimiento, ¿a qué referírmelo tan espontáneamente? ¿Para obligarme a amar, a compadecer, a no abandonar nunca a quien me dispensaba aquella honra de poner su infortunio bajo la tutela de mi generosidad y de mi cariño? ¿Para librarse del temor de que yo descubriese algún día por mí mismo la verdad y me alejase indignado de un expósito que me había ocultado que lo era? ¿Para limpiarse de aquella fea nota, a los ojos de su conciencia, por medio de la confesión, y poder ser en adelante, como lo fue, altanero, exigente y descontentadizo conmigo, en medio de la tierna amistad que me acreditaba? ¡Misterio profundo, que usted me ayudará después a descifrar!
Otras muchas cosas me dijo Diego en las primeras efusiones de nuestra confianza. Confesóme, entre ellas, que hacía ya algunos meses que oía hablar de mí, de mi arrogancia desdeñosa con los hombres más temidos y respetados, de mi fortuna con las mujeres, de mis triunfos como escultor, de mis ruidosos desafíos, en que siempre había salido triunfante, etc., etc.; que una de las cosas que más había deseado en la vida, no obstante su genio misantrópico, había sido conocerme y tratarme, bien que sin esperar nunca lograrlo, siendo él persona tan esquiva; y, en fin, que se alegró extraordinariamente de verme en el Colegio de San Carlos y de que Lázaro me presentase a él..., por más que lo disimulara al principio. Aplaudió incondicionalmente todo lo que sabía de mí y todo lo que le conté; y yo, ¡ay, triste!, halagado por aquellos aplausos, no dejé de contarle cosa alguna; no hubo honra de mujer débil ni ignominia de marido engañado que no entregase al ludibrio de su misantropía; no omití el nombre de mis víctimas, ni las circunstancias más agravantes de mis abusos de confianza en el hogar ajeno..., y quedé, en consecuencia, ligado a aquel hombre por mis confidencias propias, como ya lo estaba por las suyas.
A todo esto, él había excitado ya en repetidas ocasiones mi admiración, mi entusiasmo y mis más dulces sentimientos, justificando en gran parte la alta idea que Lázaro formó desde luego de su impetuoso corazón y sensibilidad extremada... No una, sino muchas veces, dio muestras delante de mí de un valor indomable, terciando quijotescamente en cuestiones callejeras que no le atañían, y poniéndose siempre de parte del débil contra el fuerte, contra las autoridades y hasta contra el público, sin reparar en el número ni en la calidad de los adversarios... Otras lo vi hacer limosnas muy superiores a su posición, llorar ante las desgracias más comunes de la vida, servir de sostén al anciano, levantar al caído, salvar al que rodeaban las llamas, y dar albergue en su pobre domicilio a niños vagabundos durante las crudas noches de invierno, repartirles su humilde cena..., abrigarlos con su propia ropa... Lo cual no quitaba que al otro día, si estaba de mal humor, buscase querella a cualquier buen hombre sólo porque lo había mirado a la cara, o que fuese cruel y sarcástico hasta la inhumanidad con el necio inofensivo, con la humilde fea, con el pobre, con el jorobado, con el paria...
Esta mezcla de cualidades y defectos, tanta pasión, tanta impresionabilidad, tanta energía y tanta flaqueza juntas, acabaron por dominarme completamente, y pronto conocí que Diego se había apoderado de mi ser, que gobernaba mi conciencia, que superaba mi carácter, que me causaba terror y lástima, y que le respetaba, le temía, no podía vivir sin él de manera alguna, y preferiría en cualquier caso dar mil vidas a perder un ápice de su aprecio.
Él, por su parte, tenía hacia mí una idolatría anómala, de que nunca habrá habido ejemplo; algo de afecto maternal, una especie de culto protector, no sé qué veneración sin vasallaje, que me halagaba y humillaba a un tiempo mismo. Él me reñía, me acariciaba, me amenazaba, estaba orgulloso de mí, tenía celos de mi ausencia, y hacíame referirle mis menores pensamientos, consideraba suyas mis empresas amorosas, gozaba con mis triunfos, aplaudía todas mis acciones, aun aquellas que en otros le parecían vituperables, y creo que hubiera muerto antes de conceder que yo era un simple mortal sujeto a error y susceptible de derrota. En fin, para decirlo de una vez, ni él ni yo teníamos familia, ni amigos, ni verdaderas queridas, sino vulgares amoríos con pecadoras más o menos encopetadas, y habíamos cifrado el uno en el otro, confusa y tumultuosamente, todas las fuerzas sin empleo de nuestros huérfanos corazones. Así es que Lázaro, el frío y descorazonado Lázaro, hablando un día de la formidable amistad que había estallado entre Diego y yo, pronunció estas proféticas palabras: «Sois dos incendios que os alimentáis y devoráis mutuamente.» ¡Y así ha sucedido, padre mío... Diego va a ser hoy causa de mi muerte, y yo de la suya... ¡Pobre Diego! ¡Pobre de mí!
Parte V. «Angelus Domini...»
editar-Hábleme usted más de Lázaro... -interrumpió el padre Manrique-. Necesito definírmelo mejor... Y, sobre todo, no olvide usted que tiene que relatarme la consulta que celebró con él y con ese Diego acerca de la proposición de Gutiérrez.
-A eso voy... -respondió Fabián.
Pero antes de que éste hubiera añadido frase alguna, se oyó a lo lejos el son discorde de varias campanas, que ni repicaban a vuelo ni doblaban con tristeza, sino que parecía que se saludaban de torre a torre, que se daban una noticia o que se despedían del mundo hasta el día siguiente.
-La oración... -murmuró el clérigo-. Yo tengo que rezarla... Usted hará lo que guste. «Angelus Domini nuntiavit Mariae et concepit de Spiritu Sancto. Dios te salve, María..., etc., etcétera.»
Fabián contestó sin vacilar.
-«Santa María, Madre de Dios: ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén, Jesús.»
Después de las otras dos Avemarías, del Gloria y de la bendición, el jesuita añadió cariñosamente:
-Buenas noches, amigo mío.
-Buenas noches, mi querido padre -respondió Fabián.
Mientras tanto, lejanos gritos y el rodar de algún que otro coche comenzaron a turbar el absoluto silencio que había reinado toda la tarde en una calle tan excéntrica.
-La marea principia a bajar... -pronunció el padre Manrique.
-¡Sí! -respondió el joven-. Las máscaras regresan del Prado.
-Es decir, que por hoy -repuso el clérigo- terminó la alegría común, y no le queda ya a cada uno más que su tristeza particular. En cambio, usted me parece esta noche menos desesperado que esta tarde... ¡Verdad es que, al llegar aquí, me exageró un poco su situación!... Díjome no recuerdo qué espantos a propósito del estado de su alma, y acabo de ver que sabe usted rezar perfectamente... Por cierto que no creo que haya perdido usted nada con responder a mis tres Avemarías...
-Absolutamente nada... -contestó Fabián obsequiosamente.
-¡Es que tampoco podrá decirse que ha hecho usted un acto ocioso, indiferente o ajeno a su conciencia! -continuó el jesuita-. Por el contrario, ¡nada más natural sino que, amando y reverenciando a Jesucristo, nuestro Señor, de la manera que antes me dijo usted (¡y que demasiado comprendo!), se haya asociado a la salutación que la Cristiandad agradecida dirige a la Santa Madre del Crucificado!...
-¡Vamos a cuentas, padre mío! -exclamó entonces el conde con afectuosa viveza-. Ahora soy yo el que provoca la cuestión... ¡Entendámonos antes de continuar, y sepa yo de una vez con quién hablo!...
-Habla usted con un sacerdote católico.
-Bien; pero usted no habrá leído solamente libros de Teología...
El jesuita se sonrió con tal expresión de desdeñosa lástima, que Fabián se apresuró a decir:
-Perdone usted si mis palabras...
-Usted es el que ha de perdonar... No me he reído de usted, sino de esas mismas obras que me pregunta usted si he leído. ¡Hijo, la incredulidad es más antigua de lo que usted se figura!... Cuando yo nací, la Enciclopedia había parido ya a la Diosa Razón, y la Diosa Razón había ya bailado, borracha y deshonesta, delante de la guillotina. Además, aunque tan viejo, me he criado en el siglo de usted, y, aunque humilde clérigo, de poquísimas luces, he leído los autores alemanes a que sin duda usted se refiere...
-Y ¿qué me dice usted de ellos?
-Que me parecen mucho más sabios y elocuentes San Agustín y Santo Tomás, al par que más amigos del hombre, más caritativos, más generosos, más penetrados del verdadero espíritu de Dios, tal y como ese espíritu, alma del alma humana, se regocija o se entristece, conforme hace bien o mal al prójimo...
-Pero, ¿usted habrá visto...?
-No se moleste usted, señor conde. ¡Supongo que su intención, al venir a mi celda, no habrá sido convertirme a la impiedad! Ahora, si lo que usted se propone es que yo le convierta a la fe, no espere que lo haga por medio de silogismos... No es mi sistema. Le dije a usted hace un rato que yo no tengo formado muy alto concepto de la razón humana, sobre todo cuando se trata de comprender la razón divina. Para mí, en el alma del hombre hay muchas facultades que valen, y pueden, y saben, y profundizan más que la razón pura. Refiérome a esas misteriosas potencias reveladoras que se llaman conciencia, sentimiento, inspiración, instinto...; a esos ensueños, a esas melancolías, a esas intuiciones, que son para mí como nostalgias del cielo, como presentimientos de otra vida, como querencias del alma enamorada de su Dios. Me dirá usted, dado que lo sepa, que la razón humana es, sin embargo, uno de los lugares teológicos...; y a eso le responderé a usted que la mía, aun después de ilustrada por las obras en cuestión, no me dicta nada que se oponga a los dogmas de la Iglesia, ni que contradiga las voces misteriosas con que mi espíritu me habla de su propia inmortalidad. Pero repito que no tengo por costumbre entrar en discusiones escolásticas con los penitentes, y mucho menos con los impenitentes como usted.¡A Dios no hay que explicarlo y demostrarlo con argumentos, como un teorema matemático! A Dios se le ve en todas partes, y muy particularmente en el fondo de nuestra conciencia, cuando nuestra conciencia se halla limpia. ¡Siga usted desembarazando la suya del cieno de los pecados, y no tardaremos en hallar los puros veneros de la fe! Conque pasemos a otra cosa, señor conde..., pues de todo ha de haber un poco en nuestra primera entrevista. Va usted a otorgarme la merced de acompañarme a tomar una jícara de chocolate... Soy viejo..., comí temprano... y es mi hora... Aprueba usted el plan..., ¿no es cierto?
Y, hablando así, tiraba del cordón de la campanilla.
-Yo apruebo todo lo que usted disponga... Yo haré todo lo que usted quiera... -respondió Fabián con inmensa ternura-. ¡Ah! Suponiendo que salga con vida de la presente crisis, y por muchos años que dure mi existencia, nunca se borrará de mi memoria esta tarde de Carnaval que he pasado con usted.
-Yo pasaré ya pocas en el mundo... -replicó el anciano-; pero tampoco olvidaré jamás estos momentos en que Dios me permite ser el ministro de su misericordia y devolverle la salud a un alma enferma.
-¡Y también a un cuerpo enfermo, padre! -repuso Fabián con alguna alegría-. Ya no tengo fiebre..., y conozco que el chocolate va a saberme a néctar...
-¿Y por qué no a maná?
-¡Pues a maná! Por eso no hemos de reñir... Lo cierto es que todavía no me he desayunado hoy, y hace tres noches que no he dormido...
-¡Cuánta locura! -exclamó el sacerdote desde la puerta, dando sus órdenes a otro sirviente por el estilo del portero que ya conocemos-. ¡Cuánta locura! ¡Y todo por nada..., o por menos que nada!
-¡Ah! ¡No diga usted eso!... -replicó Fabián-. Todavía no hemos llegado a la verdadera tragedia... Todavía no le he hablado a usted de Gabriela, del ángel de mi vida... ¡Todavía no le he hablado a usted de la mujer de Diego, demonio encargado de castigarme!... ¡Todavía no tiene usted idea del tremendo conflicto en que se hallan mi honor y mi conciencia!
-Puede ser que me equivoque... -respondió el jesuita-. Pero, en fin, tomemos el chocolate, y luego veremos cómo orillar lo que quiera que a usted le ocurra. Nihil clausum est Deo. ¿Ve usted? ¡Soy tan malo, que hasta le hablo a usted en latín para seducirlo y perderlo!... Porque, ¿quién lo duda? ¡Gran perdición sería para usted el que yo le convenciera de que tiene un alma inmortal y de que hay Dios! ¡En el acto le despreciarían una porción de alemanes y filoalemanes que se saben ya de memoria todo lo que hay, y también lo que no hay, fuera de la tierra y más allá de esta vida! ¡Vamos, hombre! ¡Póngase usted otro poco de dulce, y no me mire con esos ojos tan espantados...! ¡Usted no tiene la naturaleza vulgar de los que se asustan de los jesuitas...!
Terminada la colación, que para Fabián fue casi una cena, pues el padre Manrique le obligó a tomar algo más de chocolate y almíbar, nuestro joven obtuvo la venia del eclesiástico, y prosiguió su historia en estos términos:
Parte VI. Las maldades de Lázaro
editar-Creo adivinar la razón de que me haya usted pedido que le hable más de Lázaro. Parécele a usted imposible que un hombre que tan lúcidamente discernía el bien y el mal dejase de ser un santo, y hasta imagino que ha sentido usted ya hacia él aquella simpatía que inspiraba al principio a todo el mundo, y a que no fuimos ajenos Diego y yo durante algunos meses... Pues oiga usted, y ¡admírese del grado de hipocresía a que puede llegar un hombre!
Diego y yo, no obstante lo muy consagrados que estábamos el uno al otro, veíamos frecuentemente a Lázaro, con quien habíamos intimado... todo lo que se podía intimar con él. Digo esto último, porque era cada vez más misterioso, no hablaba nunca de sí, salía muy poco de su casa, y hasta creímos comprender que no le agradaba se le visitase en ella. Pero él nos buscaba a nosotros cada dos o tres días, yendo por la mañana al Colegio de San Carlos, o por la tarde a mi estudio, donde Diego estaba casi siempre viéndome modelar el barro o labrar la piedra de mis esculturas..., y nunca nos dedicaba menos de un par de horas.
Lázaro era muy preguntón, y desde que llegaba poníase a examinarnos, como una especie de médico, de confesor o de abuelo, acerca de todo cuanto habíamos hecho, hablado y aun pensado durante su ausencia. Parecía al pronto muy indulgente, y nos escuchaba sonriendo y limpiando sus quevedos de oro (operación a que se entregaba con grande afán siempre que se entablaba conversación con él); pero, cuando ya lo habíamos enterado hasta de nuestros menores pensamientos, poníase los anteojos, sacaba a relucir las inflexibles teorías de su moral estoica, comparaba con ellas todo lo que le habíamos dicho, nos demostraba que éramos reos de mil clases de delitos y pecados, y nos aconsejaba cosas tan impracticables en la sociedad profana y en nuestro modo de pensar de entonces, como estas de que me acuerdo: que huyese yo de cierta linda casada que principiaba a mirarme con buenos ojos; que Diego desistiese de hacer oposición a cierta cátedra, sólo porque aspiraban también a conseguirla otros médicos más pobres que él; que rehuyésemos duelos ya concertados; que diéramos la razón a quien nos llenaba de insultos si considerábamos que nosotros le habíamos inferido antes tal o cual ofensa; que pidiésemos perdón a éste; que nos retractásemos ante aquél; que hiciésemos tal o cual abjuración pública; que no tuviésemos, en fin, lo que en el mundo se llama orgullo, dignidad, carácter y valor... con relación a los hombres, ni galantería, gratitud ni entrañas con relación a las mujeres...
Perdóneme usted, padre, lo que le voy a decir... Es una cosa de que me arrepiento hoy..., pues reconozco que algunos de los consejos de Lázaro eran excelentes..., ya que no hijos de una sana intención... ¡Sí! Ahora conozco que debí seguirlos al pie de la letra, sin reparar en quién me los daba... Pero la verdad es que entonces, Diego y yo, parando más la atención en el consejero que en el consejo, respondíamos a sus exhortaciones con grandes carcajadas, lo abrumábamos a chistes e improperios, le poníamos apodos ridículos, y acabábamos haciendo la caricatura de su propia vida, que «por lo ignorada y misteriosa -le decíamos- no podía servirnos de edificante ejemplo»; hasta que el pobre muchacho, aburrido y triste, aunque sonriendo siempre con no sé qué humillante indulgencia, nos volvía la espalda y se iba a su escondrijo, para tornar a los pocos días tan cariñoso e intolerante como si nada hubiera pasado entre nosotros.
Diego no cesaba de predicarme lo mismo que yo sospechaba; a saber: que Lázaro era un hipócrita consumado, y que tenía envidia de nuestra intimidad; envidia de nuestras cualidades, malas o buenas, para luchar y vencer en la arena del mundo; envidia, por último, de los mismos excesos que nos reprochaba. Convencíme al fin de ello, y desde entonces Diego y yo principiamos a escudriñar y criticar las acciones de Lázaro con tanto ensañamiento como él censuraba las nuestras, bien que nosotros no lo hiciésemos en su presencia, sino luego que se apartaba de nosotros.
Nuestro sistemático y suave adversario vivía enteramente solo en uno de aquellos vetustos caserones de la parroquia de San Andrés, de enormes rejas y nobiliario aspecto, que guardan el carácter del primitivo Madrid. Todo el edificio corría por su cuenta, desde el inmenso portal y el herboso patio, hasta la erguida torre en que anidaban las lechuzas. Un portero de avanzada edad habitaba en el piso bajo, y era el único sirviente de nuestro amigo, el cual ocupaba por su parte un gran salón del piso principal, que le servía de despacho, de comedor y de dormitorio. Para llegar a aquel aposento había que pasar por otros no menos espaciosos, decorados todos con antiguos muebles de mucho gusto, grandes cortinajes ya muy estropeados y muchos cuadros al óleo de bastante mérito. Indudablemente, allí había vivido una familia acaudalada y noble; tan noble, que en algunos muebles y en todas las cortinas se veían diferentes escudos de armas y sendas coronas de barón, de conde o de marqués.
Pero ¿quién era Lázaro? (nos preguntábamos nosotros). ¿Ocupaba todo aquel palacio por derecho propio o en ausencia de sus amos? ¿Descendía de aquellos barones, condes y marqueses, o del portero?
«-Del portero», decretaba Diego categóricamente. Y luego añadía:
«-La fórmula de Lázaro a secas es una maña de que se vale para que sospechemos si descenderá de aquellas blasonadas cortinas.»
Yo traté de informarme entre los nobles acerca de tal caserón, y sólo averigüé que pertenecía a los herederos de una señora inglesa que se crió en Madrid, donde contrajo matrimonio con cierto marqués portorriqueño, el cual, habiendo enviudado al año siguiente, regresó a América, sin que se hubiese vuelto a saber de él. ¿Y quiénes son esos herederos? -pregunté-. «Se ignora... Pero puede usted preguntarlo en la misma casa, donde parece que vive... no se sabe si un medio pariente, o si un administrador de aquella familia; un joven, en fin, muy guapo y muy formal..., que también tiene aire como de inglés.»
No eran noticias las más a propósito para sacarnos de dudas respecto a quién era Lázaro... ¡Quedaba tanto que averiguar relativamente a la dama inglesa y al marqués portorriqueño! «En cambio -exclamaba Diego con aire de fiscal-, el portero es un personaje real y efectivo, que tenemos ante los ojos. ¡Repito que es hijo del portero!»
Como quiera que fuese, nosotros deducíamos de todo esto un cargo contra Lázaro; a saber: que nos despreciaba o se despreciaba... Porque, si no, ¿a qué tantos misterios con dos amigos a quienes abrumaba a preguntas y de los cuales recibía diarias confidencias? ¿No nos creía dignos de poseer sus secretos? Pues ¿por qué se decía nuestro amigo? ¿La indignidad estaba de su parte?... Pues ¿por qué no la confesaba humildemente? O ¿por qué no nos huía si esta indignidad procedía de una de aquella tachas contagiosas que no pueden dispensarse de ningún modo, como la del ladrón o la del verdugo?
Lázaro no tenía amores, y aseguraba, además, que nunca los había tenido. Las mujeres eran para él letra muerta. Mirábalas impávido (suponiendo que las mirara), y ni siquiera las distinguía con su odio o con sus censuras. Dijérase que ignoraba que existiesen...; lo cual nos parecía monstruoso, repugnante y seguro indicio de la perversión de su naturaleza. Muchas veces sospechamos si dentro de su casa, al otro lado de una puerta que había en su aposento, y la cual le vimos cerrar aceleradamente en dos o tres ocasiones al encontrarse con nuestra visita, tendría guardada alguna princesa de las Mil y una noches que le hiciese despreciar el resto de las mujeres... Pero esto mismo aumentaba nuestro enojo contra él; pues argüía, de ser cierto, no sólo el que pagaba con ofensivos recelos nuestra franqueza y nuestro cariño, sino también la falsedad de sus palabras y la hipocresía de su conducta.
Otras varias quejas teníamos de Lázaro. Por ejemplo: una vez que cometí la torpeza de nombrarlo mi padrino para un duelo con cierto marido prematuramente celoso que me prohibió la entrada en su casa, dio la razón a los representantes de mi adversario, reconociendo que mi mala fama justificaba la determinación de éste. Quedé, pues, en una posición desairadísima, y ¡gracias a que Diego (que era mi otro padrino), para sacarme de ella a su modo, insultó a los padrinos contrarios; batióse con los dos; hirió al uno y fue herido por el otro, y todo esto antes que yo hubiese podido enterarme de lo que ocurría!... Interpelado Lázaro por mí, encogióse de hombros, y me dijo que había procedido con arreglo a su conciencia. Yo estuve por ahogarlo; pero lo perdoné como se perdona a un loco, y al día siguiente me batí con el tal marido, y le derribé una oreja de un sablazo...
-¡Jesús! -exclamó el padre Manrique.
-¡No me juzgue usted a mí ahora! -protestó Fabián ardientemente-. ¡Estamos juzgando el egoísmo y mala intención del cobarde Lázaro!... Continúo, pues.
Sin embargo de todas estas malas pasadas, nosotros seguíamos siendo amigos suyos por admiración a su talento, por lástima de su soledad, por la invencible simpatía que inspiraban su figura y sus maneras, y por el inexplicable ascendiente que siempre han ejercido sobre los caracteres impetuosos estos hombres pasivos, fríos, taciturnos e incomprensibles, y hasta muchas veces los mismos ingratos. Añádase que él no omitía medio de obligarnos y servirnos en todo aquello que menos nos interesaba, a nuestro juicio, pero que más debiera interesarnos en su opinión; comportándose el muy taimado de tal manera, que nosotros resultábamos a la postre mortificados y agradecidos, mientras que él aparecía (a los ojos de quien no le conociese) como un héroe de abnegación y humildad.
Una de sus reglas de conducta era, indudablemente, no debernos nada, no admitir ningún obsequio nuestro, y procurar, por otro lado, que le echásemos de menos a todas horas. Jamás consintió en comer en mi casa: siempre descompuso nuestros planes de ir con él a jiras campestres, a paseo o al teatro; siempre alegaba algún pretexto baladí, pero que implicase el cumplimiento de un sagrado deber, como, por ejemplo: que tenía que ir a ver... al aguador de su casa, que se hallaba enfermo, o a dar lección de escritura... al hijo del zapatero de enfrente, o a cuidar... a uno de sus perros que estaba muy malo...; ¡pretextos que ajaban doblemente nuestro amor propio, pues, por una parte, teníamos que reconocernos inferiores a Lázaro en virtudes, y por otra, inferiores a un perro para su cariño! En cambio, cuando nosotros estábamos enfermos (y créalo usted, más deseosos de morir que de sanar) se constituía a la cabecera de nuestra cama, no se apartaba de allí ni de día ni de noche, nos agobiaba materialmente con sus cuidados y era implacable cómplice del médico para no tolerarnos ni la más ligera infracción del régimen. ¡Es decir, que, de un modo o de otro, se complacía en atormentarnos y en humillarnos con aquella regularidad continua, con aquella formalidad insoportable y con aquel rigor impropio de la flaca naturaleza humana! Si Diego me dominaba a mí, él nos dominaba a los dos.
Pero usted se sonríe, como diciéndome: «¡Todavía no he oído ni una sola acusación fundada y racional contra el pobre Lázaro! Cuanto ha hecho y dicho hasta ahora es bueno en el fondo; y, por lo tocante a las cosas que no hacía ni decía, a sus abstenciones, a sus reservas, a sus austeridades (ciertamente extraordinarias, pero no sobrehumanas), tal vez consistirían en que tenía más de ángel que de hombre, que era un verdadero santo...»
-¡Figúrese usted que digo todo eso! -respondió el jesuita, asombrado de aquella lucidez de Fabián.
-Lo mismo discurríamos algunas veces Diego y yo... -prosiguió tristemente el joven-, y no otra era la razón principal de que siguiéramos tratando y aun respetando a Lázaro. ¡En medio de nuestra ligereza, no queríamos exponernos a condenar a un justo! Pero ¡ay! pronto vino un hecho real, fehaciente, indestructible, a convencernos de que no nos habíamos equivocado en nuestros malos juicios, y de que aquel hombre, con rostro de serafín, era un monstruo de maldad y de disimulo.
-¡Todo sea por Dios! -exclamó el jesuita-. ¡A ver! Cuénteme usted eso...
Parte VII. Lázaro convicto y confeso
editar-Una noche -continuó Fabián- fuimos Diego y yo a casa de Lázaro a enterarnos de su salud, pues no lo habíamos visto hacía una semana. Subimos seguidamente, por ser muy conocidos del portero, y al llegar al salón que precedía al suyo (y que se hallaba casi a oscuras, mientras que en éste había mucha luz), oímos grandes voces, y vimos, sin ser vistos, que un elegante mancebo, acaso menor de veinte años, alto, moreno y de expresivo rostro, estaba de pie, con los puños crispados en ademán amenazador y mirando furiosamente a nuestro amigo; el cual permanecía sentado en una butaca, lívido, inmóvil, sudoroso y con la vista clavada en tierra.
-¡Confiesa usted, pues, que es un infame!... -gritaba el desconocido.
-Confieso que soy muy desgraciado... -respondía Lázaro humildemente.
Diego y yo nos detuvimos.
-¿Confiesa usted que atentó al honor de mi madre?... -prosiguió el forastero.
-No lo puedo negar... -tartamudeó Lázaro-. Pero ni aun así te doy el retrato... ¡Es lo único que me queda!
-Pues, entonces, ¡defiéndase usted!... Aquí traigo dos pistolas...
-Yo no me bato...
-¡Luego también es usted cobarde!
-Lo que tú quieras. Déjame en paz.
-¡En paz! ¡Donosa ocurrencia! ¡Dígame usted dónde está ese retrato, o si no, dispóngase a morir ahora mismo!
-Harías mal en matarme, Juan... -pronunció entonces Lázaro con lágrimas en los ojos-. ¡Hay en el cielo un alma que no te lo perdonaría nunca!
-¡Traidor! -bramó el otro joven-. ¡Y te atreves a invocar el alma del padre que te desheredó!
-Me desheredó... ¡es cierto! -replicó maquinalmente Lázaro.
Diego y yo nos estrechamos las manos en las tinieblas.
-Conque ¡por última vez se lo digo a usted! -prosiguió el llamado Juan-. ¡Elija entre darme el retrato o recibir la muerte! ¡Ya comprenderá que no he venido desde Chile a Madrid para dejar las cosas como estaban!
-Pues haz lo que gustes... -respondió Lázaro cerrando los ojos.
-¡Ante todo, le cruzaré a usted esa cara hipócrita, a ver si asoman a ella los colores de la vergüenza!
Así dijo el atrevido adolescente, y dio otro paso hacia Lázaro.
-¡Adentro, qué diablos! -exclamó entonces Diego, arrastrándome en pos de sí-. ¡En medio de todo, Lázaro es nuestro amigo!
Y penetramos en el lugar de la escena a tiempo de evitar que Lázaro fuese abofeteado.
Éste se puso de pie al vernos entrar, y se colocó entre el desconocido y nosotros, dando muestras de un terror indecible.
-¿A qué venís aquí? ¿Quién os ha llamado? -voceó como un energúmeno.
-¡Quita allá, cobarde! -exclamó Diego, con la voz y el ademán que hubieran empleado un padre o un hermano mayor-. ¡Nos trae tu buena suerte para que volvamos por tu honra!
-¿Qué emboscada es ésta? -dijo el insolente jovenzuelo mirándonos con altanería.
-¡Caballerito! ¡Vea usted lo que habla! -gritó Diego, avanzando hacia él-. ¡Nosotros no somos sicarios de nadie, ni aguantaremos lo que acaba de aguantar el pobre Lázaro!
-¡Por favor! -gimió éste, poniéndose de rodillas ante Diego-. ¡No le ofendas! ¡No le pegues! ¡Diego mío! ¡No le pegues! ¡Yo le perdono!... ¡Él no tiene la culpa de nada!
-He aquí mi nombre y mis señas -le decía yo entretanto al adolescente, alargándole una tarjeta.
-¡Un duelo!... -sollozó Lázaro, arrastrándose hacia mí y cruzando las manos con infinita angustia-. ¡Yo te lo prohíbo, Fabián! Este caballero tiene derecho para hablarme como me ha hablado...
-Pero ¿sabes tú lo que te ha dicho? -prorrumpí lleno de asombro.
-Lo sé.
-¿Y lo toleras?
-No tengo otro remedio.
-¡Qué horror! -exclamamos Diego y yo, apartándonos de Lázaro.
Juan, sereno y fierecillo como un león cachorro, me alargaba entretanto su tarjeta.
Yo la tomé y leí:
EL MARQUÉS DE PINOS
Y DE LA ALGARA
Fonda Peninsular.
A todo esto, Lázaro había corrido hacia un armario, del cual sacó cierto rollo, que se conocía era una pintura en lienzo.
-Toma el retrato... -le dijo al marqués-. Acabó la cuestión... Dispensa, en cambio, la actitud de estos señores, a quienes ha cegado el cariño que me profesan.
El mancebo cogió la pintura y dijo:
-¡Seguramente no saben estos caballeros quién es usted! ¡De lo contrario, lo despreciarían como yo!
Y, saludándonos a Diego y a mí, salió de la habitación, no sin decirme al paso con la mayor urbanidad:
-Las señas de mi casa están en la tarjeta.
Diego quiso marchar detrás de él, pero yo lo contuve.
-Las cosas... ¡en regla! -dije-. Si él quiere buscarme, ya sabe dónde vivo, pues me anticipé a darle mis señas. Ahora, si Lázaro quiere que sea yo el que busque a ese joven, dispuesto estoy como siempre. Mañana irás a desafiarlo de mi parte...
-No sólo no quiero eso, sino que os ruego y mando que olvidéis lo ocurrido... -respondió Lázaro con pasmosa tranquilidad.
Y principió a hablarnos de cosas indiferentes.
Nosotros permanecimos allí media hora, esperando a ver si nos daba alguna explicación respecto de aquel lance que tan malparado lo dejaba a nuestros ojos; pero él, completamente sereno, como si ya hubiesen transcurrido años desde que pasó el peligro, llegó hasta reír y bromear acerca de otros asuntos, sin referirse ni por asomo a la escena que acabábamos de presenciar.
-¡Vámonos! ¡Esto no se puede sufrir! -exclamó Diego de pronto, interrumpiendo a Lázaro en medio de una frase.
Y salió de la habitación sin despedirse de él.
Lázaro se sonrió, y me dijo alargándome la mano:
-Hasta mañana.
-Como gustes... -le contesté con indiferencia.
En efecto, al siguiente día fue a vernos a mi estudio, y pasó con nosotros las dos horas de costumbre sin hablar ni una palabra de los sucesos de la víspera ni dar muestras de turbación ni pena... A los tres días volvió, y sucedió lo mismo; y de este modo continuamos algunos meses..., durante los cuales mi aversión hacia aquel cuitado rayó casi en odio..., bien que nunca en desprecio, ¡que era lo que en verdad se merecía!...
Conque vamos a ver, mi querido padre, ¿qué dice usted ahora de Lázaro?
-Ahora no digo nada... -respondió el jesuita bajando la cabeza-. Continúe usted su relación.
-Tampoco le dijimos nada a él ni Diego ni yo durante aquellos meses, por más que a solas hubiésemos convenido desde el primer instante en que era un malvado, acreedor a todos los insultos que le había dirigido el joven marqués.
En cuanto a éste, ni nos buscó, ni volvimos a tener otra noticia suya que la de haberse marchado de Madrid a la semana siguiente de nuestro cambio de tarjetas. Así se lo dijeron a Diego en la fonda, adonde fue a preguntar por él, no con ánimo hostil, ni con propósito de verlo, sino por mera curiosidad...
Diré, en fin, que si seguíamos recibiendo a Lázaro (pues lo que es a su casa no volvimos nunca, ni tampoco a la Sala de Disección), era... por un conjunto de debilidades que me atrevo a clasificar en esta forma: porque la osadía y frescura de su silencio acerca de la vergonzosa historia que entrevimos aquella noche nos tenía como estupefactos, desconcertados y sin acción; porque Diego, que ignoraba quiénes fuesen sus propios padres, y yo, que seguía creyéndome hijo de un traidor a la Patria, no podíamos resolvernos a aumentar la aflicción y la soledad de un desheredado; porque el inmenso talento, las virtudes exteriores, la aparente humildad y la igualdad de conducta de aquel hombre extraordinario, no nos ofrecía tampoco ocasión crítica para un rompimiento; y, en suma, porque, después de haber defendido tanto nuestros pecados contra su catonismo, no nos parecía lógico echarla de Catones al juzgar los suyos...
-¡Pues es claro! -murmuró el padre Manrique con la más delicada ironía.
Fabián no reparó en ello, y continuó:
Parte VIII. La consulta
editar-Así las cosas, llegó, como digo, la noche en que después de la conferencia con Gutiérrez me vi solo, enfermo, inundado por una parte de alegría al saber que mi padre no había sido traidor a la Patria, y por otra de sobresalto y miedo ante la tragedia de que era protagonista el indigno marqués de la Fidelidad, sin resolverme, con todo, a emplear los medios que se me proponían para recobrar mi verdadero nombre.
-Necesito -pensé- consultar a Diego y Lázaro. El uno con su gran corazón, y el otro con su clara inteligencia; el primero con su inmenso cariño, y el segundo con las propias sutilezas de su mala voluntad, me darán mucha luz en este gravísimo negocio.
Envié, pues, a llamarlos inmediatamente, y una hora después estábamos juntos y sentados a la mesa; Diego, comiendo; Lázaro, limpiando sus anteojos (pues, según costumbre, dijo que ya había comido), y yo... haciendo cual si comiera.
A todo esto, cada vez me sentía con más calentura; y por cierto que aquel estado de mi sangre no dejaría de influir en el tono y giro de la inolvidable escena que se siguió. Mi voz era breve y seca, y pronto conocí que había puesto nervioso a Diego.
Diego, por su parte, estaba hacía algunos días peor que nunca de la atrabilis. El verdor de su rostro y la lumbre de su mirada daban miedo... Parecía (y disimule usted la imagen) un muerto con fiebre.
Lázaro se hallaba tranquilo.
Luego que sirvieron el café y nos quedamos solos, díjeles con la mayor solemnidad:
-Vais a saber para qué os he llamado. Preparaos a decidir de mi vida, de mi hacienda y de mi nombre, así como de la fama póstuma del padre que en hora aciaga me dio el ser.
Y entonces les referí todo lo que usted ya conoce: mi niñez en la casa de campo; la calumniosa historia de la muerte del conde de la Umbría, tal como mi pobre madre la había creído cierta y me la contó en sus últimos momentos; la historia verdadera de aquel mismo trance según acababa de revelármela Gutiérrez, y la tercera historia que necesitábamos fingir, en opinión del antiguo polizonte, para rehabilitar el nombre de mi padre por lo relativo a la Patria, sin sacar a relucir el sangriento drama de sus amores con doña Beatriz de Haro...
-¡Ahí tenéis toda la verdad y toda la mentira! -concluí diciéndoles-. Reflexionad vosotros ahora; pesad los inconvenientes y las ventajas de seguir el plan de Gutiérrez; ved si se os ocurre otro medio mejor de vindicar a mi padre, de recobrar mi título de nobleza y de entrar en posesión de un gran caudal, y, en último caso, tened entendido que a mí me sobra corazón para todo, lo mismo para morir defendiendo mi corona de conde de la Umbría, que para continuar siendo a los ojos del mundo el misterioso personaje llamado Fabián Conde.
-¡Salud al conde de la Umbría! -gritó Diego, poniéndose de pie y abrazándome gozosamente.
-¡Salud a Fabián Conde! -dijo Lázaro con desabrido acento y permaneciendo sentado.
Diego se creyó herido por aquella buscada contradicción retórica, y exclamó sin poder contenerse:
-¡Habló la envidia!
-Y por tu boca habló el egoísmo... -respondió Lázaro sin alterarse.
-¡Insolente! -replicó Diego-. ¡A otro que no fueras tú le pediría cuenta de ese insulto!...
-Yo no te he insultado; yo he puesto un nombre a tu amistoso interés, o, por mejor decir, he calificado un error de tu juicio, mientras tú has calumniado mis intenciones...
-¡Haya paz, o doy por terminada la consulta! -exclamé tranquilamente-. La verdad es que tú te has excedido, mi buen Diego... En cuanto a Lázaro, espero que explicará su calificación.
-Lo haré con mucho gusto. Yo he creído que Diego, llevado del entrañable amor que te profesa, te aconsejaba con su salutación que fueras egoísta...; que atendieses únicamente a tu conveniencia particular, que prescindieras de todo género de consideraciones...
-Y tú, ¿qué opinas? Dímelo sin ambages.
-Yo... -respondió Lázaro- creo que no puedes aceptar en conciencia la proposición de Gutiérrez.
-De buena gana la rechazaría... -proclamé yo entonces-. Y para eso os he llamado: para que me ayudéis a excogitar un medio de conciliarlo todo.
-No tienes más que uno... -se apresuró a añadir Lázaro.
-¿Cuál?
-El que ya te he propuesto: vivir y morir llamándote Fabián Conde.
Yo lo miré con asombro y desconfianza, y no respondí nada al pronto.
Pero Diego vino en mi ayuda.
-¿Es decir... -articuló, mirando al techo- que tú, mi querido Lázaro, crees que Fabián debe dejar al mundo en la creencia de que su padre fue traidor?
-Justamente.
-¡Permíteme que me ría! -replicó Diego, soltando la carcajada-. ¡Vaya una moral y una religión que nos predicas hoy!
-La moral cristiana pura y simplemente... -repuso Lázaro, calándose sus quevedos de oro-; o, más bien, la moral eterna, la moral de todas las religiones, que consiste en escuchar y obedecer la voz de la conciencia...
-¡Perdona! -interrumpí yo-. Si mal no recuerdo, uno de los preceptos del Decálogo es Honrar padre y madre.
-¡Precisamente! Ese es el cuarto Mandamiento de la Ley de Dios, tal vez el primero de la Ley Natural.
-Pues bien: yo deseo volver por la honra del padre que me dio la vida; yo deseo borrar la calumniosa mancha que ennegrece su sepulcro; yo deseo rehabilitar su nombre...
-Todos esos deseos me parecen muy laudables... -replicó Lázaro-. Pero la rehabilitación de tu padre es imposible a la luz de la verdad...
-¿Por qué?
-Porque bien consideradas las cosas, no fue calumniado.
-¿Cómo que no fue calumniado? Pues ¿no has oído que se le acusa de haber sido traidor? ¿No has oído que esto es mentira? ¡Pruébeselo yo al mundo, y mi padre recobrará su limpia fama!
-Pero, ¿cómo vas a probárselo? ¡Por medio de falsedades!... Esto es: infringiendo otro Mandamiento de la Ley de Dios..., aquel que prohíbe levantar falsos testimonios y mentir. ¡Donosa manera de purificar una historia y de rehabilitar un nombre!
-Confieso -respondí yo- que algunas de las pruebas de que tengo que valerme son artificiales; mas el hecho probado no dejará por eso de ser cierto en sí mismo, como lo es en mi conciencia, como debe serlo en la tuya... ¡Mi padre no fue traidor a la Patria!
-Pero fue traidor... -repuso Lázaro.
-¡Ve lo que dices! -grité, sintiendo que toda la sangre se me subía a la cabeza.
-Digo lo estrictamente necesario. Hay que dar a las cosas su verdadero nombre... Para algo somos amigos...
-¡Buena manera de entender la amistad!... -prorrumpió Diego.
-Déjalo que hable... -añadí yo-. Quiero conocer su teoría... Prosigue, Lázaro...
-El fondo de mí teoría es éste: Bonum ex integra causa: malum ex quocumque defectu...
-¡Vaya! ¡Vaya! -interrumpió Diego, levantándose otra vez-. ¡Tú te estás burlando de nosotros! ¡Pues no va a hablarnos ahora en latín!
-¡Válgame Dios, amigo Diego, y qué intolerante estás hoy, qué impaciente, qué anheloso de que nuestro Fabián sea título de Castilla! ¡Modera tus ímpetus! ¡Al cabo triunfarás como siempre!... ¡Pues no has de triunfar!... Pero déjame a mí que cumpla un penoso deber de conciencia diciendo mi leal saber y entender.
-Habla, Lázaro... -repetí yo-, y acaba de desgarrarme las entrañas. De todos modos, mi corazón está chorreando sangre...
-Pues iba a decirte -continuó el implacable moralista- que la traición no tiene tamaño, y que tan traidor es el que vende a un hombre como el que vende un ejército; el que entrega una casa como el que entrega una ciudad. La familia, amigo mío, no es menos respetable que la Patria; sólo que, como la Patria representa el egoísmo y la utilidad del público, el público da más importancia a un delito de alta traición que a un oscuro adulterio... Pero a los ojos de Dios y de la conciencia no caben estas distinciones, y, para ti, como para mí, como para todo hombre honrado a quien le cuentes la historia de los amores de tu padre con la esposa del jefe político, resulta que el conde de la Umbría murió por traidor a dos familias...
-¡Lázaro..., no me precipites! -grité, mordiéndome los puños.
-No te precipites, Fabián... -respondió Lázaro-. Me has pedido mi opinión, y debo dártela, sin reparar en el efecto que te produce lo amargo de la verdad, o sea lo doloroso de la medicina. Iba diciendo que tu padre fue traidor al jefe político, a quien alejaba de su hogar, invocando hipócritamente para ello el sagrado nombre de Patria, mientras que él se olvidaba luego de que tal Patria existiese, abandonaba el castillo, comprometía la seguridad de la plaza llevándose la llave, introducíase como un ladrón en la casa ajena, y allí mancillaba la honra del confiado amigo y compañero... E iba a decirte que el conde de la Umbría fue además traidor a tu madre, tu pobre madre, quien, al oírlo, el día de las nupcias, jurar su fe de esposo a los pies de Jesús Crucificado, no sospechó que aquel hombre moriría en aras de otro amor, de un amor criminal e infame, sin acordarse de ella ni de su hijo...
-¡Basta, Lázaro! -gemí con amargura-. ¡No revuelvas más el puñal de tu elocuencia en las heridas de mi corazón! ¡Estoy convencido... de que debí matarme hace tiempo!
-Pero ¡hombre! -exclamó Diego, estrechándome en sus brazos-, ¿cómo te dejas persuadir por los sofismas de este enemigo del género humano? ¿Cómo tomas tan a pecho esa retórica fría con que desfigura las eternas leyes de la sociedad y de la naturaleza? ¿Desde cuándo una pasión amorosa, más o menos legítima, un galanteo, de que se puede acusar aun a los grandes hombres de la Historia, a César, a Carlos V, a Luis XIV, a Napoleón, ha impreso nota de infamia en la frente de un guerrero, ha justificado la pérdida de sus bienes, de su título y de su honra, y ha de obligar a los hijos a vivir ocultando su nombre como el de un facineroso, como el de un don Julián, como el de un Judas?... ¡Esto es llevar las cosas a la exageración, esto es delirar, esto es ridículo de parte de Lázaro..., suponiendo que hable de buena fe o que no se haya propuesto embromarte!...
-Muchas gracias, Diego, por esta última salvedad... -respondió Lázaro melancólicamente-. Está visto que tú y yo nos hablamos hoy por la postrera vez... La malquerencia de que me estás dando muestras tan amargas, me pone en la triste necesidad de librarte de mi vista en lo sucesivo. Pero, volviendo a Fabián, que es de quien se trata ahora, yo le pregunto: si Diego tiene razón, ¿por qué no prescindes de los artificios de Gutiérrez y le cuentas al mundo la verdadera historia de la muerte de tu padre? ¡Sólo entonces podrías gozar en conciencia de las ventajas, de los provechos, de las utilidades materiales, del dinero que te producirá su rehabilitación! De lo contrario, siempre te quedará el escrúpulo de si habrás empleado los testigos y documentos falsos de Gutiérrez, no para vindicar a tu padre -que ya está muerto y ha sido juzgado por Dios-, sino para ser conde y millonario...
-Haría lo que me dices... -murmuré tristemente-: diría toda la verdad al mundo si no considerase impío vilipendiar la memoria de la desdichada doña Beatriz de Haro, que amó a mi padre hasta el extremo de morir por él...
-¡Pues inspírate al menos en esa piedad que tanto te honra -continuó Lázaro-, y déjalo todo como está! ¡Respeta la obra de Dios! ¡Deja a doña Beatriz en su sepulcro, al cual no había bajado, tal vez, si no creyese que tu padre había perdido por ella el honor además de la vida! ¡Deja a tu padre compartir la desventura y el castigo de aquella cómplice y víctima de sus reprobados amores! ¡Deja vengada a tu santa madre, como la vengó el cielo, del perjurio y los ultrajes de su marido!... ¡Ella murió a los treinta y dos años, a consecuencia de los infortunios que le originó aquella doble traición conyugal, y, acaso, acaso, sabiendo que fue desamada y vendida por el hombre a quien entregó su corazón y su mano!... Porque, ¿quién te asegura que tu madre no tuvo nunca noticias de aquella o de otras infidelidades de su esposo, y que el veneno de este desengaño no contribuyó a su temprana muerte? ¡Hereda, Fabián mío, hereda los agravios y la tristeza de tu inocente madre, no el título y los tesoros del ingrato que acibaró su existencia! ¡No seas más feliz que aquella desventurada! ¡No la dejes sola, ofendida, inulta, sin ningún amigo que se asocie a su dolor, en aquella ignorada sepultura que nadie más que tú ha regado con sus lágrimas! El conde de la Umbría, impenitente adúltero, duerme muy satisfecho en el no bendecido panteón de doña Beatriz de Haro... ¡Tu madre no puede aguardar en su sagrada tumba sino al infortunado Fabián Conde!
Yo estaba profundamente conmovido por las palabras de Lázaro. Aquella peroración relativa a mi madre me había impresionado más que sus anteriores argumentos. Así es que le cogí una mano, y dije desesperadamente:
-¡Conque he de seguir viviendo sin honra! ¡Conque he de seguir ocultando mi nombre!...
-¡No vivirás sin honra y sin nombre! -se apresuró a reponer Lázaro-. Dios y tu conciencia sabrán que los tienes, y esto vale más que la equivocada opinión del mundo. Ahora, Diego, habla tú..., o, por mejor decir, falla este litigio; pues, en último resultado, Fabián hará lo que tú quieras...
Diego se mordió los labios, y replicó desdeñosamente:
-¡Y hará bien: que yo nunca le aconsejaré deserciones ni cobardías, sino la viril entereza de los caballeros! Cuando el Cid supo que su padre había recibido una bofetada, no se paró a averiguar el motivo de aquella afrenta, sino que corrió en busca del conde Gormaz, y le dio la muerte en el acto. ¡Esto han hecho siempre los buenos hijos, fuesen mejores o peores sus padres!...
-¡De lo cual podría deducirse -objetó Lázaro- que Fabián debe retar a duelo a Gutiérrez, o al marqués de la Fidelidad, o a los dos oficiales carlistas; pero no se deducirá de ningún modo que deba negociar con los asesinos de su padre, darles dinero, comprar testigos falsos, descubrir una parte de la verdad, ocultar la otra, forjar, en fin, una especie de novela y bautizarla con el pomposo nombre de rehabilitación!
-«¡Lázaro dice bien!» -oí resonar en lo profundo de mi conciencia.
-Mira, Lázaro; dejémonos de teologías... -repuso Diego con un soberano arranque de los suyos-. ¡Demasiado sé que me aventajas en sutilezas y en argucias! Pero lo que yo digo, a fuer de leal y honrado, es que eso que aconsejas a Fabián no lo ha hecho todavía ningún hombre. ¡Ningún hombre ha dejado de impedir, cuando ha podido, que el honor de su familia ruede por el lodo! ¡Ningún hombre ha permitido que su padre sea considerado como traidor a la Patria teniendo en sus manos las pruebas de que no lo fue! ¡Ningún hombre tiraría por la ventana un título de Castilla y ocho millones de reales (de que pudiera gozar legítimamente), sólo porque su padre tuviese la desgracia o la fortuna (que eso va en gustos) de agradarle a una hermosa mujer, casada con un reptil cobarde y venenoso! Por consiguiente, no le has aconsejado a Fabián más que rarezas y excentricidades, hijas de tu espíritu enfermo y de la adversidad con que batallas.
Semejante discurso, y sobre todo la violencia y la pasión con que lo pronunció Diego, determinaron un nuevo cambio en mis ideas: «Este es el que tiene razón...», díjome toda mi sangre. «Éste es el que habla el lenguaje de la naturaleza humana.»
Lázaro conoció que perdía terreno e hizo un esfuerzo extraordinario.
-¡Niego rotundamente -gritó con desusado brío- eso de que no haya hombre capaz de hacer lo que os propongo! ¡Muchos, muchísimos han hecho cosas más grandes!
-¡Oh! Sí..., ¡los santos! -exclamó Diego con terrible ironía.
-¡Precisamente! -respondió Lázaro, irguiéndose cada vez más.
-Pues bien...; ¡yo no soy santo! -recuerdo que murmuré entonces, de una manera que todavía me asusta.
-¡Porque no quieres! -replicó Lázaro-. ¡Todos los que hay en el cielo fueron de tu misma arcilla!
-¡Concluyamos! -exclamó Diego, plantándose delante de Lázaro-. Mírame a la cara, y respóndeme: ¿Harías tú lo que le propones a Fabián?
-¡Ya lo creo! -respondió Lázaro con absoluta calma.
-¡Hipócrita! -prorrumpió Diego, rechinando los dientes-. ¡Y me lo dices con esa frescura! ¡A mí, que tanto te conozco!
-Puedes injuriarme todo lo que quieras... -replicó Lázaro-. Te repito que será por última vez... Pero yo proclamo de nuevo que, aunque pecador empedernido, no sólo soy capaz de despreciar un nombre, un título y varios millones, sino que desde ahora mismo le prevengo una cosa a Fabián...
Y, al pronunciar estas palabras, la voz de Lázaro temblaba ligeramente.
-Te escucho... -le dije-. Pero mide bien tus expresiones.
-Las tengo medidas. ¡Fabián! Mucho te quiero...; muchísimo más de lo que puedes figurarte; pero yo no volveré a verte; yo no te saludaré en la calle; yo me arrepentiré de haberte conocido si te atreves a desenterrar un cadáver, a vestirlo de máscara, que eso será prestar a tu padre unas virtudes que no tenía, y a venderlo por bueno y honrado, en cambio de un título y de más o menos dinero.
-¡Basta! -grité fuera de mí, completamente dominado por la fiebre y por la ira-. ¡Tú no puedes hablar en estos términos, ni de mi padre, ni de nosotros, ni de ningún nacido!
-Yo puedo hablar de todo según mi conciencia... -contestó Lázaro.
-¡Tú no la tienes! -exclamó Diego.
-¡Más que vosotros! -replicó el mísero.
-¡Es claro! -dije entonces yo temblando como un epiléptico-. ¡Y por eso sin duda te desheredó tu padre! ¡De tal modo le honrarías!
Lázaro se puso pálido como la muerte.
-¡Ah! ¿Conque lo oísteis todo aquella noche? -balbuceó al cabo de un momento-. ¡Y bien!... es verdad... Mi padre me desheredó... Perdón os pido por no habéroslo dicho antes.
-Pues si eres un desheredado, ¡hombre inicuo! -rugió Diego-, ¿cómo te atreves a hablar de sentimientos filiales? ¿Cómo te atreves a invocar el cuarto Mandamiento? ¿Cómo te atreves a insultarnos?
-Te diré... -tartamudeó Lázaro, temblando tanto como yo-. Hay gran distancia... ¡Dios sabe toda la que hay entre ser privado de una herencia, y esto de cometer delitos para apoderarse de otra! Yo podré haber sido desheredado... ¡pero vosotros aspiráis a ser estafadores! He dicho.
-¡Canalla! -gritamos a un mismo tiempo Diego y yo.
Y, a un mismo tiempo también, levantamos la diestra sobre su cara. Pero nuestras manos se encontraron en el aire: reparamos en que éramos dos contra uno, y nos contuvimos.
Entretanto Lázaro, que estaba sentado, se echó a reír de una manera formidable; y, rápido y seguro como un tigre, saltó sobre nosotros, nos cogió a cada uno por un brazo con una fuerza espantosa y nos obligó a caer desplomados sobre nuestras sillas.
Entonces nos soltó, y dijo:
-¡Lo que es pegarme, no! ¡Qué equivocados estáis si creéis que os temo!
Dicho lo cual, giró sobre los talones y se dirigió lentamente hacia la puerta, sin cuidarse de lo que nosotros pudiéramos intentar contra él.
Diego y yo permanecimos inmóviles, estupefactos, sin acertar a volver de nuestro asombro, ante aquella fuerza hercúlea y aquella temeridad del que teníamos por cobarde.
-¡Es un bandido! -exclamó al fin Diego-. ¡Y a los bandidos se les mata!...
-O se les desprecia -respondí yo, sujetándolo para que no siguiese a Lázaro.
Éste había llegado ya a la puerta del comedor.
Allí volvió la cabeza, y nos miró un momento...
¡Estaba llorando!
Aquel hombre se había propuesto volvernos locos.
-¡Vete! -le dije-. Y procura que no nos veamos más...
-¡Ya me buscaréis! -respondió él, cerrando la puerta.
Parte IX. Para verdades el tiempo...
editarFabián calló un instante, aguardando, sin duda, a que el padre Manrique lo interrumpiese (como ya había hecho en otros pasajes críticos de su narración) y le dijera algo acerca de tan horrible escena; pero viendo que se callaba también, dio un suspiro y prosiguió hablando de este modo:
-Aquella noche creí morir: la calentura que sentía desde por la tarde se fue graduando cada vez más, y a la madrugada llegué a tal extremo de agitación y delirio, que Diego tuvo que sangrarme, temiendo (según me dijo después) por mi razón y hasta por mi vida. Pero la venida del día me devolvió algún reposo; lloré mucho..., y, a medida que lloraba, fueron desapareciendo los síntomas de fiebre cerebral que habían alarmado a mi buen amigo. ¡Si Diego no hubiera tenido la previsión de quedarse aquella noche a mi lado, yo no sé lo que habría sido de mí!
A las tres de la tarde fue Gutiérrez por mi contestación, o sea por la petición a las Cortes que me había dejado para que la firmara...
Diego, que seguía a la cabecera de mi lecho, me alargó entonces aquel papel y una pluma, haciéndome señas de que no hablase, y me dijo:
-¡Firma! El honor es antes que todo. Yo recibiré a Gutiérrez... Tú no estás hoy en disposición de despegar los labios.
Firmé...
(Aquí hizo Fabián otra pausa, de que tampoco se aprovechó el padre Manrique para decir cosa alguna. El joven se pasó una mano por la frente, y continuó:)
-Al cabo de poco tiempo, todo había sucedido tal y como me lo anunció Gutiérrez. Las Cortes habían rehabilitado solemnemente la memoria del general Fernández de Lara, declarando que mereció bien de la Patria con su heroica muerte, y yo había entrado en posesión de su hacienda, era conde de la Umbría, y estaba nombrado secretario de la Legación de España en Londres.
(Tercera pausa de Fabián.)
-¿De modo -preguntó entonces el padre Manrique, meneando el brasero- que el señor marqués de la Fidelidad se portó bien?
-¡Oh! ¡Muy bien!... -se apresuró a responder el joven.
-Por supuesto..., ¿llegarían ustedes a hablarse?
-Le diré a usted. Él lo deseaba mucho; pero yo me negué resueltamente a ello. Convínose, sin embargo, por medio de Gutiérrez, en que nos saludaríamos en público..., por el bien parecer...; de cuyas resultas, hoy, cuando nos encontramos en la calle, nos quitamos el sombrero, y, si nos tropezamos en algún salón, nos damos la mano, y hasta fingimos una sonrisa...; pero sin dirigirnos la palabra... ¡Oh!... ¡Lo que es eso, no lo haré jamás!
-¿Y Gutiérrez?... ¿Cobró? -siguió preguntando el anciano, fingiendo admirablemente una curiosidad pueril o femenina.
-Quince mil duros del marqués de la Fidelidad y quince mil duros míos... -contestó Fabián.
-¡Treinta mil duros!... Me parece bien... ¡Pues, señor, hay que convenir en que Lázaro tenía razón!
-¿Qué dice usted, padre? -exclamó el joven, aterrado ante aquella brusca salida del jesuita...
-Digo que Lázaro podía ser todo lo malo que ustedes se imaginaban; pero la noche de la famosa consulta habló como un sabio, y hasta como un santo...
-¡Ay de mí! -suspiró el conde de la Umbría-. ¡Temiendo estaba que fuera ésa su opinión de usted!
-¡Peregrino temor! ¡Al cabo de un año de consumado el hecho!
-¡Es que, desde hace meses, una voz secreta murmura en lo profundo de mi alma las mismas palabras que usted acaba de pronunciar!... ¡Es que yo no quería dar crédito a esa voz, ni reconocer en ella el grito de mi conciencia..., sofocado aquella noche por los violentos discursos de Diego y por mi propia cólera... ¡Y es otra cosa más horrible todavía!... ¡Es que el mismo Diego, no hace muchas horas, me ha echado en cara el haber seguido su consejo! «¡Lázaro tenía razón!», me dice también aquel insensato, olvidándose de que él fue quien le llevó la contraria con una vehemencia que rayaba en temeridad y fanatismo...
-¡Diego también ha abierto los ojos a la verdad! -exclamó el padre Manrique cruzando las manos-. ¡Misericordia de Dios! ¡Conque ya son ustedes todos buenos!
-¡No, padre! -respondió Fabián lúgubremente-. ¡Hoy, más que nunca, Lucifer se enseñorea de nuestras almas, a lo menos de la de Diego y de la mía! ¡Dijérase que la amistad que mediaba entre nosotros se ha convertido en una espada de dos puntas, que desgarra nuestros corazones!... Sí: hoy más que ayer ruge la tempestad sobre nuestras cabezas... Yo me he refugiado en esta celda por algunas horas, y no es otra la razón de que me crea usted algo tranquilo... Pero, cuando salga por esa puerta, los rayos de la ira con que Diego me persigue, y los bramidos de mi desesperación, ¡volverán a regocijar al infierno!
-Entonces... -replicó el anciano- no es la misericordia de Dios, sino su justicia, la que nos toca admirar en este instante... ¡Ya vendrá después la hora de la misericordia! ¡Diego revuelto contra usted!... ¡Cuán misteriosos, pero cuán seguros, son los caminos de la Providencia!
-¡Y qué terribles al mismo tiempo! -agregó Fabián con mayor espanto-. Pero este horrendo infortunio será objeto de la última parte de mi relación... Antes necesito retroceder de nuevo en la historia de mis errores y desventuras, y hablarle a usted extensamente de una mujer..., o, más bien dicho, de un ángel..., único astro radioso del cielo de mi vida... ¡Alborócese usted, padre mío! Voy a tratar del bien; voy a mostrar la faz luminosa de mi espíritu; voy a decirle a usted cuán próximo a reconocer la Providencia de Dios estuve ya un día, antes de rodar nuevamente al abismo de dudas de que nadie puede hoy sacarme; voy a hablar de la noble niña que le precedió a usted en el piadoso intento de resucitar mi alma; ¡voy a hablarle a usted de Gabriela!
-¡Mire usted un exordio que merece este apretón de manos! -exclamó el padre Manrique, cogiendo las de Fabián y estrechándolas entre las suyas-. Veo que vamos a hacer un gran negocio con habernos conocido... ¡Usted no es malo!... Pero, ¿qué estoy diciendo? ¡Nadie es malo de una manera irremediable! Nada hay cerrado para Dios, repito con el filósofo. ¡Hable usted, hable usted, y no tema fatigarme, aunque dure la conversación toda la noche!
Fabián besó de nuevo las flacas manos del discípulo de Loyola; tornó a sentir un bienestar indefinible, por el estilo del que hace llorar de alegría a los convalecientes, y continuó de este modo: