​El escándalo
Libro I - Fabián Conde​
 de Pedro Antonio de Alarcón
1875


Parte I. La opinión pública editar

El lunes de Carnestolendas de 1861 -precisamente a la hora en que Madrid era un infierno de más o menos jocosas y decentes mascaradas, de alegres estudiantinas, de pedigüeñas murgas, de comparsas de danzarines, de alegorías empingorotadas en vistosos carretones, de soberbios carruajes particulares con los cocheros vestidos de dominó, de mujerzuelas disfrazadas de hombre y de mancebos de la alta sociedad disfrazados de mujer; es decir, a cosa de las tres y media de la tarde-, un elegante y gallardo joven, que guiaba por sí propio un cochecillo de los llamados cestos, atravesaba la Puerta del Sol, procedente de la calle de Espoz y Mina y con rumbo a la de Preciados, haciendo grandes esfuerzos por no atropellar a nadie en su marcha contra la corriente de aquella apretada muchedumbre, que se encaminaba por su parte hacia la calle de Alcalá o la Carrera de San Jerónimo en demanda del Paseo del Prado, foco de la animación y la alegría en tal momento...

El distinguido automedonte podría tener veintiséis o veintiocho años. Era alto, fuerte, aunque no recio; admirablemente proporcionado, y de aire resuelto y atrevido, que contrastaba a la sazón con la profunda tristeza pintada en su semblante. Tenía bellos ojos negros, la tez descolorida, el pelo corto y arremolinado como Antínoo, poca barba, pero sedosa y fina como los árabes nobles, y gran regularidad en el resto de la fisonomía. Digamos, en suma, que era, sobre poco más o menos, el prototipo de la hermosura viril, tal como se aprecia en los tiempos actuales, esto es, tal como lo prefiere y lo corona de rosas y espinas el gran jurado del bello sexo, único tribunal competente en la materia. En la Atenas de Pericles aquel joven no hubiera pasado por un Apolo; pero en la Atenas de lord Byron podía muy bien servir de Don Juan. Asemejábase, en efecto, a todos los héroes románticos del gran poeta del siglo, lo cual quiere decir que también se asemejaba mucho al mismo poeta.

Sentado, o más bien clavado a su izquierda, iba un lacayuelo (groom en inglés) que no tendría doce años, tiesecillo, inmóvil y peripuesto como un milord, y ridículo y gracioso como una caricatura de porcelana de Sèvres, especie de palillero animado, cuyo único destino sobre la tierra parecía ser llevar, como llevaba, entre los cruzados brazos, el aristocrático bastón de su dueño, mientras que su dueño empuñaba la plebeya fusta.

La librea del groom y los arreos del caballo ostentaban, en botones y hebillas, algunas docenas de coronas de Conde. En cambio, el que sin duda estaba investido de tan alta dignidad hacía gala de un traje sencillísimo y severo, impropio del día y de su lozana juventud, si bien elegante como todo lo que atañía a su persona. Iba de negro, aunque no de luto (pues los guantes eran de medio color), con una grave levita abotonada hasta lo alto, y sin abrigo ni couvrepieds que lo preservasen del frío sutil de aquella tarde, serena en apariencia, pero que no dejaba de ser la tarde de un 27 de febrero... en Madrid.

Indudablemente, aquel joven no cruzaba la Puerta del Sol en busca de los placeres del Carnaval. Algún triste deber le había sacado de su casa... Algún puñal llevaba clavado en el corazón... Así es que no respondía a ninguna de las bromas que, de cerca o de lejos, le dirigían con atiplados gritos todas las máscaras de buen tono que lo divisaban; antes las recibía con visible disgusto, con pena y hasta con miedo, sin mirar siquiera a los que lo llamaban por su nombre o hacían referencia a circunstancias de su vida...

Algunas de aquellas bromas lo habían impacientado e irritado de un modo evidente. Relámpagos de ira brillaron más de una vez en sus ojos, y aun se le vio en dos o tres ocasiones levantar el látigo con ademán hostil. Pero tales accesos de cólera terminaban siempre por una sonrisa amarga y por un suspiro de resignación, como si de pronto recordara algo que lo obligase a contener el impetuoso denuedo que revelaba su semblante. Veíase que el dolor y el orgullo reñían cruda batalla en el espíritu de aquel hombre... Por lo demás, bueno es advertir también que los enmascarados más insolentes procuraban apostrofarlo desde muy lejos y al abrigo de la apiñada multitud...

-¡Adiós, Fabián! -le había dicho un joven vestido de gran señora, saludándolo con el pañuelo y el abanico, y dando al mismo tiempo ridículos saltos.

-¡Mirad, mirad! ¡Aquél es Fabián Conde! -había exclamado otro, señalándolo al público con el dedo, cual si lo pregonara ignominiosamente-. ¡Fabián Conde, que ha regresado de Inglaterra!

-¡Adiós, conde Fabián! -había chillado un tercero pasando a su lado y haciendo groseras cortesías.

-¡Es un conde! -murmuraron algunas voces entre la plebe.

-Pero, ¿en qué quedamos, Fabián? -prorrumpió en esto a cierta distancia una voz aguda y penetrante como la de un clarín-: ¿eres Conde de título, o sólo de apellido, o no lo eres de manera alguna?

El auditorio se rió a carcajadas.

¡Auditorio terrible el pueblo..., la masa anónima..., el jurado lego..., la opinión pública!

Fabián se estremeció al oír aquella risa formidable.

-¡Calla! ¡Es un conde postizo! -dijo cierta mujer muy fea, que vendía periódicos.

-¡Pero es un real mozo! -arguyó otra bastante guapa, que vendía naranjas y limones.

El joven miró a ésta con agradecimiento.

-¡Pues bien podía haber echado por otras calles, supuesto que no va al Prado como todo el mundo! -replicó la primera, llena de envidia.

-¡Eh, señor lechuguino, vea usted por dónde anda! -gritó un manolo, mirando con aire de desafío al llamado Fabián.

Éste se mordió los labios, pero no se dio por entendido, y siguió avanzando lentamente, con más cuidado que nunca, refrenando a duras penas el caballo, que también parecía deseoso de pisotear a aquella desvergonzada chusma.

-¡Adiós, ilustre Tenorio, terrible Byron! ¿Has hecho muchas víctimas en Londres? -exclamaba en tanto otra máscara-. ¡Como voy vestido de mujer, no me atrevo a acercarme a ti!... ¡Eres tan afortunado en amores!

-¡Paso! ¡Paso!... -voceó más allá otro de aquellos hermafroditas-. ¡Paso a Fabián Conde, al César, al Gengiskan, al Napoleón de las mujeres!

El público aplaudió, creyendo que aquel su aplauso venía a cuento.

-¡Milagro, hombre! ¡Milagro! -añadió un elegante pierrot, haciendo mil jerigonzas-. ¡Fabián Conde no se ha disfrazado este Carnaval!... ¡Los maridos están de enhorabuena!

-¿Qué sabes tú? -agregó un mandarín chino-. ¡Irá a que lo vista con su traje de terciopelo rojo la dama de la berlina azul!

Nuevo aplauso en la muchedumbre, que maldito si sabía de qué se trataba.

-¡Fabián! ¡Fabián! -vociferó, por último, a lo lejos un lujoso nigromante, no con voz de tiple, sino con el grave y fatídico acento que emplean los cómicos cuando representan el papel de estatua del Comendador-: ¡Fabián! ¿Qué has hecho de Gabriela? ¿Qué has hecho de aquel ángel? ¡Te vas a condenar! ¡Fabián Conde! ¡Por la primera vez te cito, llamo y emplazo!

Estas palabras causaron cierta impresión de horror en los circunstantes, y un sordo murmullo corrió en torno de Fabián como oleada de amargos reproches.

El joven, que, según llevamos dicho, había soportado a duras penas las agresiones precedentes, no pudo tolerar aquella última... Botó, pues, sobre el asiento, tan luego como oyó el nombre de Gabriela, y buscó entre el gentío, con furiosa vista, al insolente que lo había pronunciado...

-¡Aguarda -dijo-, y verás cómo te arranco la lengua!

Pero reparó en que el público hacía corro, disponiéndose a gozar de un gran espectáculo gratis; vio, además, que el hechicero huía hacia la calle de Alcalá, metiéndose entre un complicado laberinto de coches; comprendió que todo cuanto hiciera tan sólo serviría para aumentar el escándalo, y, volviendo a su primitiva actitud de dolorosa mansedumbre, ya que no ilimitada paciencia, fustigó el caballo a todo evento, abrióse paso entre la gente, no sin producir sustos, corridas y violentos encontrones, y logró al cabo salir a terreno franco y poner el caballo al galope.

-¡Fabián! ¡Fabián Conde! ¡Conde Fabián! -gritaban entretanto a su espalda veinte o treinta voces del pueblo, que a él se le antojaron veinte o treinta mil, o acaso un clamor universal con que lo maldecían todos los humanos...

-¡Gabriela! ¡Gabriela! ¿Qué has hecho de Gabriela? -aullaban al mismo tiempo, corriendo detrás de él, los chiquillos que habían oído el apóstrofe del nigromante.

-¡A ése! ¡A ése! -clamaron otros más allá, creyendo que se trataba de un ladrón o de un asesino, y persiguiéndolo también encarnizadamente.

Por último, algunos perros salieron asimismo en pos del disparado carruaje, uniendo sus estridentes ladridos a la silba soez con que las turbas salpimentan todas sus excomuniones, y este innoble séquito fue acosando a Fabián hasta muy dentro de la calle de Preciados, como negra legión de demonios, ejecutora de altísima sentencia.

Una vez allí, y desesperando ya de darle alcance, detuviéronse los chiquillos y le tiraron algunas piedras, que pasaron muy cerca del fugitivo coche, mientras que los perros hacían alto y le lanzaban sus últimos y más solemnes aullidos de reprobación...

Entonces, viéndose ya sin testigos y libre de aquella batida infernal, el desgraciado joven entregó las riendas al groom, sepultó el rostro entre las manos y lanzó un sollozo semejante al rugido de león moribundo.

-¿Adónde vamos, señor? -le preguntó poco después el lacayuelo, cuyo terror y extrañeza podréis imaginaros.

-¡Trae! -le contestó el conde, empuñando de nuevo las riendas.

Y levantó la frente, sellada otra vez de entera tranquilidad, asombrosa por lo repentina. Para serenarse de aquel modo, había tenido que hacer un esfuerzo verdaderamente sobrehumano. Una tardía lágrima caía, empero, a lo largo de su rostro...

De la calle de Preciados salió el joven a la plazuela de Santo Domingo, que atravesó al paso, sin que las máscaras de baja estofa que allí había le dirigiesen la palabra; tomó luego por la solitaria calle de Leganitos, que, como situada ya casi extramuros, respiraba un sosiego impropio de aquel vertiginoso día, hasta que, por último, llegado a la antiquísima y ruinosa calle del Duque de Osuna, paró el coche delante de un caserón destartalado y viejo, cuya puerta estaba cerrada como si allí no viviera nadie.

Era el convento..., quiero decir, era la Casa de la Congregación denominada Los Paúles.

Fabián echó pie a tierra; acercóse a aquella puerta aceleradamente; asió el aldabón de hierro con el desatinado afán de un náufrago, y llamó.



Parte II. La portería del otro mundo editar

El edificio, que todavía existe hoy en la calle del Duque de Osuna con el nombre de Los Paúles, no alberga ya religiosos de esta Orden. La intolerancia liberal ha pasado por allí. Pero en 1861 era una especie de convento disimulado y como vergonzante, que se defendía de la Ley de supresión de Órdenes religiosas de varones, alegando su modesto título de Casa de la Congregación de San Vicente de Paúl, con que se fundó en 6 de julio de 1828.

Seguían, pues, viviendo allí en comunidad, tolerados por los gobernantes de entonces, varios Padres Paúles, bajo la dependencia inmediata de un Rector, o Superior Provincial, que a su vez dependía del Superior General, residente en París; dedicados al estudio, a la meditación o a piadosos ejercicios; gobernados por la campana que los llamaba a la oración colectiva, al refectorio o al recogimiento de la celda, y alejados del mundo y de sus novedades, modas y extravíos...; a lo cual se agregaba que solía hospedarse también allí de vez en cuando, en lugar de ir a mundana fonda, algún obispo, algún predicador ilustre o cualquier otro eclesiástico de nota, llegado a Madrid a asuntos particulares o de su ministerio.

Tal era la casa a que había llamado Fabián Conde.

Transcurrieron algunos segundos de fúnebre silencio, y ya iba el joven a llamar otra vez cuando oyó unos pasos blandos y flojos que se acercaban lentamente; luego pasaron otros momentos de inmovilidad, durante los cuales conoció que lo estaban observando por cierta mirilla que había debajo del aldabón de hierro, hasta que, por último, rechinó agriamente la cerradura y entreabrióse un poco la puerta...

Al otro lado de aquel resquicio vio entonces Fabián a un viejo que en nada se parecía a los hombres que andan por el mundo; esto es, a un medio carcelero, medio sacristán, vestido con chaqueta, pantalón y zapatos de paño negro, portador, en medio del día, de un puntiagudo gorro de dormir, negro también, que, por lo visto, hacía las veces de peluca; huraño y receloso de faz y de actitud, como las aves que no aman la luz del sol, y para el cual parecían escritas casi todas las Bienaventuranzas del Evangelio y todos los números de los periódicos carlistas. Dijérase, en efecto, que era naturalmente pacífico, manso, limpio de corazón y pobre de espíritu; que lloraba y tenía hambre y sed de justicia, y que había ya sufrido por ella alguna persecución. En cambio, su ademán al ver al joven, al groom y aquel tan profano cochecillo, no tuvo nada de misericordioso.

-¡Usted viene equivocado! -dijo destempladamente sin acabar de abrir el portón y tapando con su cuerpo la parte abierta.

-¿No es éste el convento de los Paúles? -preguntó Fabián con dulzura.

-¡No, señor!

-¿Cómo que no? Yo juraría...

-¡Pues haría usted mal en jurarlo! ¡Ya no hay conventos! Ésta es la Congregación de Misioneros de San Vicente Paúl.

-¡Bien! Es lo mismo...

-¡No es lo mismo!... ¡Es muy diferente!

-En fin, ¿vive aquí el padre Manrique?

-¡No, señor!

-¡Demonio! -exclamó Fabián.

-¡Ave María Purísima! -murmuró el portero, tratando de cerrar.

-¡Perdóneme usted!... -continuó el joven, estorbándolo suavemente-. Ya sabrá usted de quién hablo..., del célebre jesuita..., del famoso...

-¡Ya no hay jesuitas! -interrumpió el conserje-. El rey don Carlos III los expulsó de España..., y ese padre Manrique, por quien usted pregunta, no vive acá, ¡ni mucho menos!... Sólo se halla de paso, como huésped..., ¡y esto por algunos días nada más!

-¡Gracias a Dios! -dijo Fabián Conde.

-¡A Dios sean dadas! -repuso el viejo, abriendo un poco más la puerta.

-¿Y está ahora en casa ese caballero? -preguntó el aristócrata con suma afabilidad.

-Sí, señor mío...

-¿Y está visible?

-¡Ya lo creo! Tan visible como usted y como yo...

-Digo que si se le podrá ver...

-¿Por qué no se le ha de poder ver? ¿No le he dicho a usted que está en casa?

-Pues, entonces, hágame el favor de pasarle recado.

-¡No puedo!... Suba usted si gusta... Mi obligación se reduce a cuidar de esta puerta.

Y, hablando así, el bienaventurado la abrió completamente y dejó paso libre a Fabián.

-Celda..., digo, cuarto número cinco... -continuó gruñendo-. ¡Ahí verá usted la escalera!... Piso principal...

-Muchísimas gracias... -respondió el joven, quitándose el sombrero hasta los pies.

-¡No las merezco! -replicó el conserje echando otra mirada de recelo al groom y al cochecillo, y complaciéndose en cerrar la puerta de golpe y dejarlos en la calle.

-¡Hum, hum! -murmuró enseguida-. ¡Estos magnates renegados son los que tienen la culpa de todo!

Con lo cual, se encerró de nuevo en la portería, santiguándose y rumiando algunas oraciones.

Fabián subía entretanto la anchurosa escalera con el sombrero en la mano, parándose repetidas veces, aspirando ansioso, si vale decirlo así, la paz y el silencio de aquel albergue, y fijando la vista, con la delectación de quien encuentra antiguos amigos, en los cuadros místicos que adornaban las paredes, en las negras crucecillas de palo, que iban formando entre ellos una Vía Sacra, y en la pila de agua bendita que adornaba el recodo de la meseta, pila en que no se creyó sin duda autorizado por su conciencia para meter los dedos; pues, aunque mostró intenciones de realizarlo, no se resolvió a ello en definitiva.

Llegó al fin al piso principal, y a poco que anduvo por una larga crujía desmantelada y sola, en la que se veían muchas puertas cerradas, leyó sobre una de ellas: Número 5.

Detúvose; pasóse la mano por la todavía ardorosa frente, y lanzó un suspiro de satisfacción, que parecía decir:

-«He llegado.»

Después avanzó tímidamente, y dio con los nudillos un leve golpe en aquella puerta...

-Adelante... -respondió por la parte de adentro una voz grave, melodiosa y tranquila.

Fabián torció el picaporte y abrió.



Parte III. El padre Manrique editar

La estancia que apareció a la vista del joven era tan modesta como agradable. Hallábase esterada de esparto de su color natural. Cuatro sillas, un brasero, un sillón y un bufete componían su mueblaje. Cerca del bufete había una ventana, a través de cuyos cristales verdegueaban algunas macetas y entraban los rayos horizontales del sol poniente. Dos cortinas de percal rameado cubrían la puertecilla de la alcoba. Encima del bufete había un crucifijo de ébano y marfil, muchos libros, varios objetos de escritorio, un vaso con flores de invernadero y un rosario.

Sentado en el sillón, con los brazos apoyados en la mesa, y extendidas las manos sobre un infolio abierto, encuadernado en pergamino, cuya lectura acababa de interrumpir, estaba un clérigo de muy avanzada edad, vestido con balandrán y sotana de paño negro y alzacuello enteramente blanco. No menos blancas eran su cara y su cabeza; ni el más ligero asomo de color o de sombra daba matices a su cutis ni a los cortos y escasos cabellos que circuían su calva. Dijérase que la sangre no fluía ya bajo aquella piel; que los nervios no titilaban bajo aquella carne; que aquella carne era la de una momia. Tomárase aquella cabeza fría y blanca por una calavera colocada sobre endeble túmulo revestido de paños negros.

Hasta los ojos del sacerdote, que eran grandes y oscuros, carecían de toda expresión, de todo brillo, de toda señal de pasión o sentimiento: su negrura se parecía a la del olvido. Sin embargo, aquella cabeza no era antipática ni medrosa; por el contrario, la noble hechura del cráneo, la delicadeza de las facciones, lo apacible y aristocrático de su conjunto, y no sé qué vago reflejo del alma (ya que no de la vida), que se filtraba por todos sus poros, hacía que infundiesen veneración, afecto y filial confianza, como las efigies de los santos. Fabián creyó estar en presencia del propio San Ignacio de Loyola.

El clérigo se incorporó un poco, sin dejar su sitio, ni casi su postura, al ver aparecer al joven.

-¿Es el ilustre padre Manrique a quien tengo el honor de hablar? -preguntó reverentemente el conde, deteniéndose a la puerta.

-Yo soy el indigno siervo de Dios que lleva ese nombre -contestó con gravedad el anciano.

Y, designándole una silla que había al otro lado del bufete, añadió con exquisita cortesía:

-Hágame la merced de tomar asiento y de explicarme en qué puedo servirle.

Hablando así, tornó a sentarse por su parte, y cerró el libro, después de registrarlo.

Fabián no se había movido de la puerta. Sus ardientes ojos recorrían punto por punto toda la habitación y se posaban luego en el sacerdote con una mezcla de angustia, agradecimiento, temor retrospectivo y recobrada tranquilidad, que no le permitía andar, ni hablar, ni respirar siquiera... Había algo de infantil y de imbécil en su actitud, hija de muchas emociones, hasta entonces refrenadas, que estaban para estallar en lágrimas y gemidos...

Sin duda lo conoció así el jesuita. Ello fue que dejó su asiento, acercóse a Fabián, y lo estrechó entre los brazos, diciéndole:

-Cálmese usted, hijo mío...

-¡Padre! ¡Padre! -exclamó por su parte Fabián-. ¡Soy muy desgraciado! ¡Yo quiero morir! ¡Tenga usted piedad de mi alma!

Y, apoyando su juvenil cabeza en la encanecida del padre Manrique, prorrumpió en amarguísimo llanto.

-¡Llore usted, hijo! ¡Llore usted! -decía el anciano sacerdote con la dulce tranquilidad del médico que está seguro de curar una dolencia-. ¡Probablemente todo eso no será nada!... ¡Vamos a ver!... Siéntese aquí, con los pies junto al brasero... Viene usted helado, y además tiene usted algo de calentura.

Y, acompañando la acción a las palabras, colocó a Fabián cerca de la lumbre, que removió luego un poco con la paleta.

Enseguida penetró en la alcoba, de donde no tardó en volver trayendo un vaso de agua.

-Tome usted para el cuerpo... -le dijo afablemente-. Después..., cuando usted se calme, trataremos del espíritu, para el cual hay también un agua purísima, que nunca niega Dios a los verdaderos sedientos.

-¡Gracias, padre! -suspiró Fabián después de beber.

-No tiene usted gracias que darme... -replicó el sacerdote-. Dios es la gracia, et gratis datur. A esa agua del alma me refería hace un momento.

-¡Dios!... -suspiró Fabián, inclinando la frente sobre el pecho con indefinible tristeza.

Y no dijo más.

El jesuita se calló también por el pronto. Cogió otra silla, sentóse enfrente del conde y volvió a menear el brasero.

-Continúe usted, hijo mío... -añadió entonces dulcemente-. Iba usted a hablar de Dios.

Fabián levantó la cabeza, pasóse las manos por los ojos para acabar de enjugarlos, y dijo:

-Es usted muy bueno, padre; pero yo no quiero engañar a usted ni quitarle demasiado tiempo, y paso a decirle quién soy, cosa que todavía ignora, y a explicarle el objeto de mi visita.

-Se equivoca usted, joven... -replicó el padre Manrique-. Aunque no le conozco a usted, yo sé ya quién es y a qué viene. Al entrar me lo dijo usted todo, sólo con decirme que era desgraciado... Esto basta y sobra para que yo le considere un amigo, un hermano, un hijo. Por lo demás, hoy tengo mucho tiempo libre. Hoy es la gran fiesta del mundo, como ayer y como mañana... Pasado mañana, Miércoles de Ceniza, empezarán a venir los heridos de la gran batalla que Satanás está librando a las almas en este momento. Puede usted, de consiguiente, hablar de cuanto guste..., y, sobre todo, hablar de Dios Nuestro Señor...

-Sin embargo -repuso el conde, eludiendo aquel compromiso-, mi historia propia ha de ser muy larga, y debo entrar en ella resueltamente. Ahora lo que no sé... es cómo referir ciertas cosas... Mi lenguaje mundano me parece indigno de que usted lo escuche.

-Hábleme usted como cuando confiesa... -insinuó el jesuita con la mayor naturalidad.

-Padre, yo no confieso nunca... -balbuceó Fabián, ruborizándose.

-Pues ya ha principiado la confesión. Continúe usted, hijo mío.

El desconcierto del joven era cada vez más grande.

-Me he explicado mal -se apresuró a añadir-. Yo confesé algunas veces..., antes de haber pecado..., cuando todavía era muy niño. Mi madre, mi santa madre me llevaba entonces a la iglesia. Pero después...

-Después, ¿qué?

-¡Mi madre murió! -gimió Fabián melancólicamente.

-¡Ella nos escucha! -pronunció el padre Manrique, alzando los ojos al cielo y moviendo los labios como cuando se reza.

Fabián no rezó, pero se sintió conmovido hasta lo profundo de las entrañas ante aquella obsequiosa oración.

-Conque decíamos... -prosiguió el clérigo, así que acabó de rezar- que, por resultas de haberse quedado sin madre, ya se creyó usted dispensado de volver a la iglesia...

-No fue ésa la verdadera causa... -replicó Fabián con mayor turbación-. Mucho influyó sin duda alguna aquella pérdida en mi nuevo modo de vivir... Pero además...

-Además... ¿qué?... ¡Vaya! Haga usted otro esfuerzo y dígamelo con franqueza... ¡Yo puedo oírlo todo sin asombrarme!

-Ya sé que usted es el confesor favorito de nuestras aristócratas... -repuso el joven atolondradamente-. Por eso el nombre de usted, unido a la fama de sus virtudes y de su talento, llena los salones de Madrid..., mientras que su reputación como orador...

-¡Cortesano! -interrumpió el padre, reprimiendo una sonrisa de lástima-. ¡Quiere usted sobornarme con lisonjas!

Fabián le cogió una mano y se la besó con franca humildad, diciendo:

-Yo no soy más que un desgraciado, a quien no le queda otro refugio que la bondad de usted, y que se alegra cada vez más de haber venido a esta celda... Aquí se respira... Aquí puede uno llorar.

-¡Sea todo por Dios! -prosiguió el eclesiástico, cuya sonrisa se dulcificó a pesar suyo-. Conque... ¿decía usted que además?... Estábamos hablando de la Iglesia de nuestro divino Jesús...

-¡Oh, se empeña usted en oírlo! -exclamó avergonzado el conde-. Pues bien, padre: ¡no es culpa mía!... ¡Es culpa de estos tiempos! ¡Es la enfermedad de mi siglo!... ¡Si supiera usted con qué afán busco esa creencia! ¡Si supiera cuánto daría por no dudar!...

-Pero, en fin... ¿Lo confiesa usted, o no lo confiesa?

-Sí, padre: ¡lo confieso! -tartamudeó Fabián lúgubremente-. Yo no creo en Dios.

-¡Eso no es verdad! -prorrumpió el jesuita, cuyos ojos lanzaron primero dos centellas y luego dos piadosas lágrimas.

-¿Cómo que no es verdad?

-¡A lo menos no es cierto, aunque usted se lo imagine insensatamente! Y, si no, dígame usted, desgraciado: ¿quién le ha traído a mi presencia? ¿Qué busca usted aquí? ¿De qué puedo yo servirle si no hay Dios?

-Vengo en busca de consejo... -balbuceó el conde-. Me trae un conflicto de conciencia...

El anciano exclamó tristemente:

-¡Consejo! ¿Pues no está su mundo de usted lleno de sabios, de filósofos, de jurisconsultos, de moralistas, de políticos? Usted, por lo que revela su persona, debe vivir muy cerca de todas esas lumbreras del siglo que le han arrebatado la fe que le inspiró su madre... ¿Por qué viene, pues, a consultar con un pobre escolástico a la antigua, con un partidario de lo que llaman ustedes el obscurantismo, con un hombre que no conoce más ciencia que la palabra de Dios?

-Podrá ser verdad... -respondió Fabián ingenuamente-. Ahora me doy cuenta de ello... ¡Yo he venido aquí en apelación contra las sentencias de los hombres!... ¡Yo he venido en busca de un tribunal superior!... Sin embargo..., distingamos...: no he venido porque yo crea en ese tribunal, sino porque dicen que usted cree...

-¡Donosa lógica! -exclamó el jesuita-. ¡Viene usted a pedir luz al error ajeno! ¡Viene usted a hallar camino en las tinieblas de mi superstición! ¿No será más justo decir que viene usted dudando de su propio juicio, desconfiando de sus opiniones ateas, admitiendo la posibilidad de que exista el Dios en quien yo creo?

-¡Oh! No, padre..., ¡no! ¡Usted me supone menos infeliz de lo que soy! Yo no dudo: yo niego. ¡Mi razón se resiste, a pesar mío, a creer aquello que no se explica!

-¡Se equivoca usted de medio a medio! -replicó el anciano desdeñosamente-. ¡Usted cree en muchas cosas inexplicables! ¡Usted principia por creer en la infalibilidad de su razón, no obstante ser ella tan limitada que no se conoce a sí misma! Y si no, dígame: ¿Sabe cómo la materia puede llegar a discurrir? Y, si por fortuna no es usted materialista, ¿sabe lo que es espíritu? ¿Sabe cómo lo inmaterial puede comerciar con lo físico? ¿Sabe algo, en fin, del origen y del objeto de esa propia razón en que tanto cree, y a la cual permite a veces negar que los efectos tengan causa, negar que el mundo tenga Criador, negar que pueda existir en el infinito universo un ser superior al hombre? ¿Sabe usted otra cosa que darse cuenta de que ignoramos mucho en esta vida? «Sólo sé que no sé...», dijo el mayor filósofo de los siglos.

-Padre, ¡me deslumbra usted, pero no me convence! -respondió Fabián cruzando las manos con desaliento.

-¡Ya se irá usted convenciendo poco a poco! -repuso el padre Manrique, sosegándose-. Pero vamos al caso. Decía usted que lo trae a mi lado un conflicto de conciencia... Expóngamelo, y veamos si su propia historia nos pone en camino de llegar hasta el conocimiento de ese pobre Dios, cuyo santo nombre no se cae nunca de los labios de los llamados ateos, como si no pudieran hablar de otra cosa que de la desventura de tenerle ofendido... ¡Por algo más que porque tengo sotana y manteo me habrá usted buscado, en lugar de ir a casa de un médico o de un jurisconsulto!... Y digo esto del médico, porque supongo que la conciencia figurará ya hoy también en los tratados de Anatomía. Conque hable usted de su conflicto.

-¡Ah! Sí... -murmuró el joven, como si estuviera solo-. ¡Por algo he buscado a este sacerdote! La sabiduría del mundo no tiene remedios para mi mal, ni solución para el problema horrible que me abruma... La sociedad me ha encerrado en un círculo de hierro, que ni siquiera me deja franco el camino de la muerte... ¡Oh! ¡Si me lo dejara!... Si suicidándome pudiera salir del abismo en que me veo, ¡cuán cierto es que hace ya tres días todo habría terminado!...

-¡No todo! -interrumpió el padre Manrique-. ¡Siempre quedaría pendiente la cuenta del alma..., que es de fijo la que le impide a usted suicidarse!

-¡La cuenta del alma! -repitió el joven-. ¡También es eso cierto! Yo le llamaba la cuenta de los demás, la cuenta de los inocentes... Pero veo que en el fondo...

-En el fondo es lo mismo... -proclamó el sacerdote-, y todo ello significa la cuenta con Dios! ¿Se convence usted ya de que no es ateo? Si lo fuera..., no tiene que esforzarse en demostrármelo, se habría pegado un tiro muy tranquilamente, seguro de poner así término a sus males y de olvidarlos... Todo esto dice el trágico semblante de usted... Pero, amigo, usted no abriga esa seguridad: usted teme, sin duda, no matar su alma al propio tiempo que su cuerpo; teme recordar desde otra parte los infortunios de la tierra; teme acaso que allá arriba le pidan cuenta de sus acciones de aquí abajo.

-¡Ojalá creyese que allí puede uno darlas! -prorrumpió Fabián con imponente grandeza-. ¡Ya habría volado a los reinos de la muerte a sincerarme de la vil calumnia que me anonada hoy en la vida!

-¡No es menester ir tan lejos ni por tan mal camino para ponerse en comunicación con Dios! ¡Desde este mundo le es fácil a usted sincerarse a los ojos del que todo lo ve!... -respondió el discípulo de San Ignacio.

-¡Pero es que yo no puedo ya vivir en este mundo! ¡Lo que a mí me sucede es horrible, espantoso, muy superior a las fuerzas humanas!

-¡Joven! ¡Pobre idea tiene usted de las fuerzas humanas! -replicó el jesuita-. ¡Nada hay superior a ellas en nuestro globo terrestre cuando el limpio acero del espíritu se templa en las mansas aguas de la resignación! Yo niego que los males de usted sean incurables... ¡Los he visto tan tremendos convertirse de pronto en santo regocijo! Pero, en fin, sepamos qué le sucede a usted... De lo demás ya trataremos..., pues confío en que nuestra amistad ha de ser larga... ¡Con un joven tan gallado, de fisonomía tan noble, y que tan fácilmente llora y hace llorar a quien le escucha, es fácil entenderse! Aguarde un poco... Voy a echar la llave a la puerta, para que nadie nos interrumpa. Además, le pondré a usted aquí otro vaso de agua, ya que el primero le ha sentado tan bien. ¡Oh, la vida..., la vida!... La vida se reduce a dos o tres crisis como ésta.

Así habló el padre Manrique; y, después de hacer todo lo que iba indicando, sentóse otra vez enfrente del joven; cruzó los brazos sobre el pecho, cerró los ojos y agregó solemnemente:

-Diga usted.

Fabián, que había seguido con cierto arrobamiento de niño mimado o de bien tratado enfermo el discurso y las operaciones del jesuita, asombrándose de hallarse ya, no sólo tranquilo, sino hasta casi contento, tuvo que recapacitar unos instantes para volver a sentir todo el peso de sus desventuras y coordinar el relato de ellas...

No tardó en cubrirse nuevamente de nubes el cielo de su alma, y entonces principió a hablar en estos términos: