XXIV

Los ingleses llegaron despiadados, horribles, hambrientos de matanza y de botín, como hombres que habían estado luchando todo el día por ambas cosas. Precipitáronse entre la multitud, mas como no podían avanzar a causa de los entorpecimientos del camino, les fue difícil perseguir a los fugitivos, y toda la saña recayó sobre los que no habían podido escapar.

El botín era el más magnífico, el más rico y grande sin duda que en batalla alguna ha podido quedar a merced de vencedor furioso. Componíase de todo: en él había armas, material de guerra, víveres, alhajas, dinero y hermosura. No puede formarse idea de la apasionada codicia, de la brutal concupiscencia, del vengativo ardor con que los ingleses primero y los guerrilleros después cayeron sobre el magnífico tesoro abandonado. La menor resistencia producía la muerte. En poco tiempo todas las cajas fueron abiertas, todos los tesoros aprehendidos, muchas riquezas holladas.

Joyas, ropas, telas finísimas, muebles, cuadros, plata labrada, monedas, víveres de lujo que constituían la despensa ambulante de José, fueron esparcidos por tierra, y mil manos febriles arrebataban de un lado para otro los preciosos objetos. Según el genio de cada cual así se iban derechos los unos al oro, otros a las mujeres, y algunos a destrozar por puro instinto dañino cuanto veían delante. Entre las desgraciadas familias que se vieron en tan tremenda hora, hubo algún individuo que se dio la muerte antes que le pusieran la mano encima los feroces partidarios. Las señoras imploraban de rodillas piedad para sí y sus tiernos hijos, siendo muy contadas las que la alcanzaron. El vencedor es la más brutal e insensata bestia que engendra el mal en las tempestades humanas. Para esta electricidad furibunda que sabe elegir el sitio donde cae, no existe pararrayos.

En los primeros momentos, tanto salvaje atropello y brutal codicia produjeron un tumulto horroroso, en el cual los lamentos de mil y mil víctimas no permitían oír las voces y mandos militares. En la vasta extensión del camino, los soldados cometieron todo linaje de excesos, robando y asesinando. En vano algunos oficiales quisieron proteger a las infelices familias de paisanos: la soldadesca, aparentando obedecer, tan sólo cambiaba la escena de sus infames tropelías. Por aquí un soldado avanzaba en irrisoria apoteosis esgrimiendo el bastón de mando del general Jourdan, jefe de Estado Mayor del ejército fugitivo; otro cubríase acullá con el sombrero de José Bonaparte, y un tercero repartía a sus camaradas las pelucas que en vistosa y variada colección llevaba en su equipaje otro familiar del pobre Rey intruso.

Atreviose un sujeto de mal genio a descalabrar a cierto inglés, porque quiso posesionarse de la menor y más hermosa de sus hijas, y este rasgo de entereza costole la vida, salvándose su esposa, una de sus hijas y dos niños de corta edad, por milagro del cielo y la intervención compasiva de otros soldados. En lo de meter mano a los cofres de dinero, a los bolsones de cuero y a las cajas de guerra que contenían inmensos caudales, distinguíanse principalmente los aldeanos de los alrededores de Vitoria y multitud de individuos de equívoca conducta, que de la misma ciudad habían acudido.

Cuando la tristísima noche empezó a cubrir de oscuridad la fatal escena, mercaderes al menudeo, trajineros y gentezuela de esa que acude a todos los desastres para pescar algo, se reunieron allí en gran número. Como ellos lo querían todo para sí, hubo dimes y diretes y aun porrazos con los guerrilleros y los ingleses. Sin pedir permiso a Dios ni al diablo, los aldeanos cargaban sus caballerías de objetos preciosos, como si todo cuanto allí yacía hubiera sido siempre de su exclusiva propiedad; y mientras tanto no cesaban de aclamar a Fernando VII como el más grande de los Reyes, al lord como el más insigne de los generales nacidos y por nacer y a los guerrilleros como lo más selecto entre las hechuras de Dios.

Cuando la noche se oscureció más y la vergüenza de tales hechos tuvo un manto negro con que cubrirse, otros individuos de la peor calaña, se ocupaban en desnudar a los muertos y en buscar anillos y relojes y dijes en el cuerpo de los heridos... Mil farolitos temblorosos semejantes a las vagabundas claridades de un cementerio, rebuscaban con su luz siniestra por aquí y por allí, iluminando semblantes lívidos y destrozados cuerpos. Por otro lado los que habían recogido gran cantidad de dinero en duros españoles, se ocupaban en cambiarlos por oro a los ingleses, los cuales, como buenos mercaderes en toda la extensión del globo terráqueo, se hacían pagar la guinea a ocho pesos. Había quien acaparaba todas las ropas, ora sacándolas de los cofres, ora arrancándolas del cuerpo de vivos y muertos. Porque nada faltase, hasta hubo quien hizo acopio de la pólvora de los furgones, para venderla después a los guerrilleros de la Montaña y el Páramo. El vino obtenía preferencia y primas escandalosas, y toda la carretería y recuas de Vitoria tuvieron en qué ocuparse. Muchos aldeanos se enriquecieron con la rapiña de aquella noche, y en Álava y la Rioja existen todavía familias ricas cuya fortuna proviene de la batalla de Vitoria.

En cambio, si gran parte del gentío de Vitoria y de sus inmediaciones había acudido allí para recoger los restos del naufragio, muchas personas llegaban impulsadas por la simple vehemencia personal de la guerra, para contemplar el odioso imperio derrotado y sus armas perdidas; para gozar en el mísero castigo de los malos patriotas, y escupir los avergonzados semblantes de los traidores. Cuentan que algunos renegados a quienes no fue posible ni huir, ni cambiar de vestido, recibieron rápida muerte todos juntos en fiera hecatombe, sin que les valiese la ardiente protesta de abjurar y volver a los amores de la patria. Una mujer furiosa cayó sobre el grupo que formaban aquellos infelices al implorar piedad y alzó en su mano vigorosa un puñado de cabellos. Rugiendo los enseñó a la muchedumbre. Aquella y otras mujeres de las cercanías que acudieron a vociferar sobre el cadáver de la Francia vencida, habían mandado a sus hijos a las guerrillas, y algunas de ellas los habían perdido. Bravas como guerreras y resentidas como leonas, cobraban de tal manera sus deudas de sangre.

En la oscuridad de la noche los chillidos de las mujeres semejaban la algazara de pájaros rapaces picoteando aquí y allá, batiendo las fúnebres alas, destrozando con la inquieta garra. Sin callar un momento, algunas ayudaban a los hombres en el despojo, examinaban una tela, ponderando su finura, recogían herramientas abandonadas, sin dejar de responder con agudos vivas a todo lo que berreaban sus hermanos, sus padres o sus hijos.

Dos o tres de estas matronas discutían el modo de conducir cierta cantina ambulante que se habían apropiado, cuando se les acercó una afligida dama que parecía ser de las del convoy. Era hermosa aunque la palidez y susto le disimulaban su belleza. En su cabellera abundante y en su vestido no había más que desorden, un desorden de naufragio que daba más interés a su abatida persona; y con sus manos sin quirotecas se apretaba contra el pecho un chal, no bien puesto y sin duda arrebujado con precipitación al salir de su escondite.

-Señoras -dijo acercándose con timidez a las que tomaban el tiento al tonelete de la cantina-, si tienen Vds. corazón, si son Vds. mujeres, y tienen hijos, padres, esposos, denme un poco de agua para unos pobrecitos que se mueren de sed allí donde están los arcones grandes.

-Miren la pazpuerca -gritó una de las del grupo, que era tabernera en el barrio de Villasuso en Vitoria-. Teniendo, como tendrá, todo lo que ha robado, viene a pedirnos limosna.

-Yo no he robado nada, señora -repuso la dolorida envolviéndose en el chal con todo el empeño que el pudor y el fresco de la noche exigían de consuno-. A mí sí que me han quitado cuantas alhajas y dinero tenía; pero no me quejo, ni acuso a nadie.

-Ladrón que roba a ladrón...

-Por una casualidad nos hemos encontrado mi marido, mi hermano y yo en este funesto lance -prosiguió la dama-, porque ninguno de los tres somos, ni hemos sido jamás, afrancesados. Españoles rancios somos los tres; íbamos a Francia (adonde mi marido llevaba una comunicación secreta de la Regencia para el rey Fernando) y quiso nuestra infeliz suerte que nos juntásemos aquí con el malhadado convoy que ayer pereció... y nos tomaron por familia de empleados traidores... Pero no he sido yo tampoco de las peor tratadas (porque al punto me conocieron los oficiales ingleses, muchos de los cuales han frecuentado mi casa en Madrid) y he podido conservar alguna ropa... Otras pobrecitas señoras están allí envueltas en una sábana. ¿No les da a Vds. lástima? ¿No me favorecerán con un poco de agua y si es posible un poco de comida para mi esposo, secretario del virrey del Perú, y para mi hermano el veedor que era en Zaragoza cuando la célebre defensa?

Las tres alavesas se miraron como consultándose sobre lo que habían de hacer.

-La verdad es -dijo una con ínfulas de autoridad sobre las otras- que si no miente la señora en lo que ha dicho y hubo casualidad, bien se le puede dar lo que pide.

-¿La vamos a creer por lo que diga? -exclamó otra.

-No pido más que agua, señoras caritativas, agua por amor de Dios.

-Él la ampare.

-Bien poco es lo que pide -dijo la tercera que hasta entonces callara-. Y pues pasó ya el laberinto, hagamos una obra de misericordia. Aquí donde me veis, yo, que tuve alma para arrastrar a un jurado desde el camino hasta el árbol donde le ahorcaron, me muero de pena oyendo a esta señora... Allá va el agua... y aguardiente... y estas cortezas de pan... y estas sardinas rancias... y tres pares de guindas... y una pata de gallina fiambre, que estaba en el botiquín del Rey.

La dolorida iba recogiendo lo que la mujer indicaba al tiempo de dárselo, y corrió a donde aguardaban muertos de hambre y de sed el secretario del virrey del Perú y el veedor de Zaragoza.