El equipaje del rey José/X
X
-Detente -dijo Monsalud, a quien causaba rubor y angustia la idea de que al abrirse la puerta, descubriera Genara por su traje el engaño de su patriotismo y la verdad de su afrancesamiento-. Detente, Generosa, y reflexiona un momento sobre lo que vas a hacer... Te quiero más que a mi vida; te quiero no por egoísmo, sino con verdadero amor que pone por encima de todo el bien de la persona amada. No necesito llave para abrir esta puerta del cielo, Genara: basta un esfuerzo para echarla a tierra; pero no la romperé, no, porque mi propia estimación y sobre todo la tuya me lo prohíbe.
-Dices bien, yo estoy loca -murmuró la muchacha-. Acércate; que sienta yo tu respiración pasando por estas rendijas, Salvador mío. ¿No te marcharás todavía?
Monsalud, fatigado de la farsa que estaba representando y que repugnaba a la dignidad y lealtad de su alma generosa, mas sin deseos de ponerle fin alejándose de la dulce criatura amada, quiso variar de conversación, entablándola sobre un asunto que no tuviera relación con la guerra, ni con los franceses, ni con los guerrilleros.
-Niña mía -dijo-, se me había olvidado un asunto del cual pensé hablarte.
-¿Cuál?
-Durante este tiempo en que no nos hemos visto, he tenido celos, muchos celos. En Madrid me dijeron que querías al hijo de D. Fernando Garrote. Recordarás, que cuando éramos novios, él te hacía la corte, que Garrote y yo nos mirábamos con muy malos ojos, que por haber reñido primero de palabra y después de obra, tuve que salir de la Puebla jurándole enemistad eterna. Si después de esto, has tenido la debilidad, no digo de quererle, porque esto me parece imposible, sino de admitir sus galanteos, buscaré a ese fatuo y donde quiera que le encuentre, le mataré.
Contra lo que Monsalud esperaba, Genara no se escandalizó de lo que acababa de oír ni menos contestó a los agravios del mancebo con mimos y lloros, según costumbre tan antigua como el mundo. Oyó él tras los maderos una risita que no le hizo feliz, y después estas palabras.
-¡Qué tonto eres! No hagas caso de eso. Cierto es que Carlos Garrote me hace la corte y quiere casarse conmigo. Me envía regalitos, ramos de flores, va a misa a la misma hora que yo, y algunas veces viene con sus amigos a desgañitarse bajo las rejas de esta casa, acompañado de guitarras y bandurrias.
-Genara, Genara, me estás destrozando el corazón -exclamó el mancebo con fuego-. ¿Por qué te ríes?
-Me río de él. Y no es mal muchacho, Salvador -continuó Genara-. Tiene buen porte, muy bueno, sí, y también excelentes cualidades, sólo que no es amable ni delicado como tú, sino brusco, serio, y...
-Y fatuo y vanidoso y soplado -interrumpió Monsalud-. Veo que no te disgusta mi enemigo.
-Ni me gusta, ni me disgusta -dijo la doncella, aplicando su boquita a las hendiduras para que se oyese mejor lo que decía-. Si no le quiero, tampoco desconozco sus buenas cualidades, especialmente el valor grande y temerario que ha mostrado en esta guerra. ¿Qué crees tú? Carlos Navarro, el hijo de D. Fernando Garrote, es la admiración de esta villa y el honor de todo el país de Álava. Ha corrido por esos mundos con Longa y Pastor, y todos dicen que no han visto mozo de más arrojo y bravura. ¿Pues y su tino para la guerra? ¿Y su ciencia militar que nadie le ha enseñado? Todo lo sabe, y es al modo de los grandes capitanes, que en un abrir y cerrar de ojos aprenden por completo el arte de pelear. Mi abuelo asegura, que de Carlos Navarro a Alejandro el Grande va menos que el canto de un duro. Hace meses, cuando entró en la Puebla después de haber derrotado a los franceses, todos los habitantes de esta villa salimos, como en procesión, a vitorearle. ¡Qué día, Salvador! Yo me acordaba de ti y hubiera querido que estuvieses aquí para ver tanto entusiasmo. Yo no cabía en mí de puro confusa y exaltada y alegre. No sé lo que pasaba en mi alma cuando vi a Carlos Navarro en su caballo blanco entrar triunfalmente cubierto de guirnaldas de flores, con la espada en la mano y el orgullo de la victoria en los ojos; ¡ay, Salvador! me eché a llorar.
-¡Te echaste a llorar! -dijo Monsalud con un volcán de celos dentro del pecho-. No lo digas delante de mí. Eso es un insulto, Genara... me estás matando.
Sin añadir más palabras, golpeó con tanta violencia las tablas, que la débil empalizada vaciló. Ocupado por el dolor y los celos, que entre confusiones mil agitaban su alma. Monsalud no advirtió que en el extremo de la calleja donde tan descuidadamente departía con su tormento, había aparecido un hombre; que aquel hombre se había acercado con cautela y puéstose inmóvil y vigilante como a dos varas de la amorosa conferencia. Cuando la empalizada crujió al recibir los golpes de fuera, dio algunos pasos más hacia adelante el que parecía fantasma, y entonces le vio nuestro celoso joven.
Ambos se miraron sin hablar nada, hasta que el desconocido rompió el silencio, diciendo con voz grave:
-¿Qué hace Vd. aquí?
-Lo que quiero -repuso Monsalud reconociendo al instante la voz de Carlos Navarro, hijo único del célebre y hasta ahora no conocido D. Fernando Garrote-. Siga Vd. su camino, que no me creo obligado a informarle de mi conducta, señor entrometido.
-Ahora veremos quién desfila -dijo el otro sin perder la calma-. Me parece que tengo enfrente a Salvadorcillo Monsalud, el cual marchó a Madrid a servir a los franceses.
-El mismo soy -exclamó el militar con brío- ¿qué quieres de mí, Carlos Navarro?... Supongo que traerás una espada.
-No.
-¿Navaja?
-Tampoco. Vengo sin armas. Si las trajera, no las deshonraría midiéndolas con las de un miserable traidor, con las de un vendido a los franceses.
-¡Navarro! Llevo un uniforme que no es el tuyo -exclamó Salvador con violento coraje-. No lo desprecies. El corazón que va dentro de él no ha cometido ninguna acción villana. Lo mismo puedo matarte con una espada española que con un sable francés.
-¡Vendido!... deja libre la calle. No reñiré contigo. Cuando me encuentro con un traidor, escupo y paso.
-¡Miserable, cobarde, salteador de caminos! -gritó Monsalud sintiendo culebrear el rayo dentro de sus venas-. Defiéndete, si no quieres que aquí mismo te atraviese y envíe al infierno tu alma perversa.
Monsalud desenvainó el sable. Navarro no hizo movimiento alguno hostil, pero echando atrás el embozo de su capa negra, alargó la mano sin otra arma que una linterna. El espacio que separaba a los dos enemigos se inundó de luz.
En el mismo instante la empalizada, que poco antes se estremecía sacudida con violencia por un hombre, cedió por completo a los esfuerzos de una mujer, y abierta al fin, dio paso a Genara, que pálida como la muerte, fue derecha a ponerse entre los dos jóvenes. Alargando sus brazos podía tocar el pecho del uno y del otro. Lo primero en que se fijaron sus ojos fue en la gallarda persona del renegado, cuyo brillante uniforme reflejaba la luz de la linterna en los relucientes botones de cobre, en el águila, carrilleras, gola y cartera. Genara dio un grito agudísimo, miró a uno y otro galán alternativamente toda acongojada y confusa, como quien no cree lo que ven sus ojos y tocan las propias manos. Monsalud que resuelta y ciegamente iba ya contra su enemigo, detúvose al ver interpuesta a la hermosa joven.
-Este es Monsalud -exclamó ella con perplejidad indescriptible-. Navarro, ¿es este Monsalud?
-Por el uniforme francés se le conoce -respondió el guerrillero.
-¡Francés, francés! -gritó la doncella-. ¡Tú francés... embustero además de traidor!
-Sí, francés, francés -rugió Salvador-; francés, traidor y embustero y todo lo que quieras; pero vete de aquí y déjame solo con ese hombre.
-¡Virgen María! ¡Señor mío Jesucristo! Asísteme en este trance -murmuró la joven.
Después entró corriendo en el jardín, y desde la empalizada y con voz clara, argentina, sonora, penetrante y exaltada, con voz que no puede definirse, como no puede definirse la pasión extraña que la inspiraba, gritó:
-¡Navarro, mátale, mátale sin piedad!