El equipaje del rey José/VI
VI
En la mañana del día que siguió a estos sucesos salieron los pocos franceses que quedaban en Madrid. Les mandaba el general Hugo y llevaban consigo convoy tan inmenso, que al verlo creeríase que en la capital de la monarquía no quedaba un alfiler. Desde muchos días antes habían sido embargados cuantos coches y carros y calesas rodaban por las calles de la villa, y casi toda la servidumbre se ocupaba en el embalaje de las diversas riquezas que José y los suyos se habían apropiado. Estos señores hacían buena presa donde quiera que ponían la mano y no eran nada melindrosos ni encogidos para esto del incautarse. Murat despojó la casa de Godoy y el real palacio, y José mandó traer de Toledo, de Valladolid y del Escorial cuanto pudiese ser transportado; esta última circunstancia salvó las piedras del edificio.
Luego que estuvo reunida cantidad fabulosa de cuadros, estatuas, joyas de camarín y sacristía, dejando a las Vírgenes y Santas sin un anillo que ponerse, establecieron cuatro depósitos en Madrid, los cuales fueron el Rosario, San Felipe, doña María de Aragón y San Francisco. Una comisión separó lo sublime de lo bueno, y no siendo fácil llevarlo todo, dispusieron atropelladamente lo primero en cajas, mezclando lo sagrado con lo profano, es decir, las bellas artes con los enseres de la casa y cocina del Rey José y diversos adminículos que este para diferentes fines usaba. Muebles, porcelanas, vajillas, armas, añadiéronse al botín. Considerando que aun después de tanto despojo quedaba en España alguna cosa de todo punto inútil, según ellos, a la ignorancia castellana, echaron mano a las colecciones mineralógicas del gabinete de Historia Natural y embaularon también los depósitos de ingenieros y de artillería y el hidrográfico. De Simancas cargaron con lo más curioso que allí había. Aquella gente, hasta la historia nos quiso quitar.
Una caja en que holgaba un poco el tocador de José (así lo cuenta un testigo ocular) fue rellena con los pedruscos y los minerales de la Historia Natural. Entre una masa enorme de cartas geográficas iba Nuestra Señora del Pez; y la Perla anidó con una montura fina recamada de plata y oro. Se gastó un monte de claros, y por algunos días las iglesias que servían de depósitos y las galerías del real palacio resonaban cual si en ellas trabajase un regimiento de cíclopes. La tabla del Pasmo, que ya se hallaba en pésimo estado, acabose de rajar, y la pintura con las sacudidas y golpes se cuarteaba que era una bendición. ¡Oh divino Jesús! ¡No padeciste más en el Gólgota!
Completaban el convoy las cajas de guerra llenas de dinero en buen oro y buena plata antigua, de aquello que ya no se ve, y seducía entonces con su brillo los ojos de los extranjeros y con su noble son los oídos de todos. No se habían descuidado los franceses en reunir dinero, como gente allegadora y económica, ni menos en llevárselo; que si para limpiar de vicios a la capital hubieran usado de tanta diligencia como para limpiarla de onzas, fuera esta villa un paraíso en la tierra. Con el ejército iban los muchos particulares comprometidos que quisieron seguirles, y entre los carros de oficio, gran número de vehículos con equipajes de empleados altos y bajos. Ofrecían estos desgraciados individuos espectáculo lastimoso. Si algunos llevaban consigo buen acopio de víveres y ropa, otros no cargaban más que lo puesto, y todos lloraban el hogar abandonado, la paz perdida, el honor en duda, lamentándose del gran compromiso en que se veían. Algunos hacían de tripas corazón, prometiéndoselas muy felices en las próximas batallas; pero los más miraban sin engañarse la realidad del molesto viaje y después la emigración, el general desprecio y la pérdida de la hacienda.
Desfilaron los carros por el camino de Segovia, pues Hugo quería pasar la sierra por Guadarrama, y aquella culebra rastrera formada por interminable fila de vehículos, que de lejos parecían vértebras articuladas, desapareció en la noche del 27 de Mayo, dejando a Madrid en poder de los guerrilleros que al instante lo ocuparon y tras ellos las autoridades españolas. De esta manera y con este despojo la capital de España dejó para siempre de ser francesa.
No seguiremos al general Hugo y su convoy en todo su viaje hasta que en los campos de Vitoria perdieron los franceses gran parte de lo mucho que habían cogido. Bastantes apurillos pasó en Cuéllar y en Tudela de Duero; pero al fin logró unirse al grueso del ejército francés en Valladolid.
Reunidos todos, la continua amenaza de las divisiones aliadas les hizo muy penoso el camino desde Valladolid a Burgos. Aquí no pudieron resistir mucho tiempo, y sin gran prisa se dirigieron a Vitoria por Miranda confiados en que Wellington no les molestaría del lado allá del Ebro; pero tan admirable combinación de movimientos había hecho el inglés que cuando los franceses pasaron el gran río, lo pasaban también los aliados por diferentes puntos, y ambos enemigos se encontraban frente a frente en las montañas de Álava y Vizcaya. Apretó Bonaparte el paso juntando a los suyos para que desperdigados aquí y allí no fueran batidos al pormenor, y el 19 de Junio llegó a la Puebla de Arganzón, donde es fuerza que quitemos la vista del Rey y de su ejército para fijarla en una sola persona, que por ahora y mientras vengan sucesos estupendos en la esfera de la historia, ha de llevar en estas líneas la preferencia.
¡Y por qué no! ¡Por qué hemos de ver la historia en los bárbaros fusilazos de algunos millares de hombres que se mueven como máquinas a impulsos de una ambición superior, y no hemos de verla en las ideas y en los sentimientos de ese joven oscuro! ¡Si en la historia no hubiera más que batallas; si sus únicos actores fueran las celebridades personales, cuán pequeña sería! Está en el vivir lento y casi siempre doloroso de la sociedad, en lo que hacen todos y en lo que hace cada uno. En ella nada es indigno de la narración, así como en la naturaleza no es menos digno de estudio el olvidado insecto que la inconmensurable arquitectura de los mundos.
Los libros que forman la capa papirácea de este siglo, como dijo un sabio, nos vuelven locos con su mucho hablar de los grandes hombres, de si hicieron esto o lo otro, o dijeron tal o cual cosa. Sabemos por ellos las acciones culminantes, que siempre son batallas, carnicerías horrendas, o empalagosos cuentos de reyes y dinastías, que preocupan al mundo con sus riñas o con sus casamientos; y entretanto la vida interna permanece oscura, olvidada, sepultada. Reposa la sociedad en el inmenso osario sin letreros ni cruces ni signo alguno: de las personas no hay memoria, y sólo tienen estatuas y cenotafios los vanos personajes... Pero la posteridad quiere registrarlo todo; excava, revuelve, escudriña, interroga los olvidados huesos sin nombre; no se contenta con saber de memoria todas las picardías de los inmortales desde César hasta Napoleón; y deseando ahondar lo pasado quiere hacer revivir ante sí a otros grandes actores del drama de la vida, a aquellos para quienes todas las lenguas tienen un vago nombre, y la nuestra llama Fulano y Mengano.