El empleado del coche-cama: 2
Capítulo II
editarAlguien ha anonadado con su presencia á los que ocupamos el resto del vagón. Los oficiales ingleses, con todas las condecoraciones que adornan sus pechos y su tez curtida por el sol de exóticas campañas, no existen; unas condesas italianas, que han de bajar en Turín y ostentan coronas en los forros de sus maletas, quedan como aplastadas en su compartimiento; yo doy gracias humildemente al igualitario progreso de los tiempos actuales, que me permite dormir separado por un tabique de madera de la persona que descansa en la pieza inmediata.
Dos señoras vestidas de negro han subido en París. Un grupo de hombres ha permanecido en el andén hasta el último instante mirándolas con mudo respeto: unos en traje civil, de sobria elegancia, esbeltos, bien afeitados, con un monóculo bajo la ceja arqueada, secretarios y agregados de la Embajada británica; otros con uniforme de marino, pero uniforme de batalla, sin faldones, sin dorados, apoyándose en un bastoncillo de paseo, ostentando en la visera de la gorra el reborde de laureles que distingue á los jefes superiores.
Circula por el vagón el nombre de una de las viajeras. Es una duquesa de la corte de Inglaterra, una amiga de la difunta reina Victoria, cincuenta años de historial británico encerrados en un cuerpo que debió ser hermoso y ahora aparece algo hinchado por la edad y plebeyamente enrojecido. Una corona de cabellos blancos suaviza la tez subida de color; los ojos son los únicos que conservan en su majestuoso azul el reflejo de la pasada gloria. Lleva un gorrito albo y encañonado debajo del luengo velo de luto. Su acompañante es más alta, más estirada, menos accesible, como si recogiese en su enjuta persona de dama de compañía todo el orgullo y la altivez de que se despoja la señora. La duquesa sonríe ante la solicitud demasiado expansiva del empleado del vagón, mientras la honorable doméstica la acoge con un gesto duro y frío.
Antes de dormirme, desfilan por mi memoria los recuerdos que guardo de esta anciana célebre que está tendida á cincuenta centímetros de mi cuerpo. La veo como la vi muchas veces en los grabados de las ilustraciones inglesas, con su diadema de brillantes y el pecho constelado de joyas y condecoraciones, asistiendo á las fiestas de su regia amiga, á sus jubileos de estrépito universal, á las coronaciones de su hijo y de su nieto. Es pairesa no sé cuántas veces. Posee calles enteras de Londres; vastos parques donde corre el zorro perseguido por un tropel de jinetes de casaca roja que galopan entre rugidos de trompas; castillos en Escocia al borde de lagos verdes que hacen recordar las novelas de Wálter Scott; vastas posesiones en Irlanda que sirvieron algunas veces de nocturno escenario á las hazañas de los fenianos de negro antifaz. Su primer marido fué virrey de las Indias, y ella recibió el homenaje de las muchedumbres pálidas y misteriosas en lo alto de un elefante blanco, dentro de un templete de filigrana de oro semejante á un relicario. Su segundo esposo presidió ministerios y arregló los destinos del planeta hablando hasta media noche en la Cámara de los Comunes ante los hombres que simbolizan la majestad de Inglaterra con el sombrero calado y los pies en el respaldo del banco anterior. Dos lores discípulos de Jorge Brumell murieron por ella. Uno se pegó un tiro teniendo ante su boca un pañuelo de blondas, lo único que había conseguido de la gentil duquesa. Otro, desesperado, se hizo pastor metodista y fué á evangelizar ciertas islas de Oceanía, donde su primer sermón terminó en hoguera y festín de caníbales. Esta dama empequeñecida por los años, gorda y de mejillas rojas y brillantes como manzanas, ha cazado el tigre en Asia, el hipopótamo y el león en África, tiene un yate que es casi un trasatlántico, en el que ha vivido años enteros, y no encuentra en toda la superficie del globo un lugar que tiente su curiosidad.
Antes de partir el tren, el empleado del vagón sabía ya el motivo que ha arrancado á la duquesa de su castillo cerca de Londres, haciéndola atravesar París de estación á estación.
—Va á Brindis—me ha dicho—para recibir el cadáver de su nieto, un aviador que acaba de morir en los Dardanelos.