​El emparedado​ de Juana Manuela Gorriti


Éramos diez. Habíanos reunido la casualidad y nos retenía en un salón, en torno a una estufa improvisada, el más fuerte aguacero del pasado invierno.

En aquel heterogéneo círculo doblemente alumbrado por el gas y las brasas del hogar, el tiempo estaba representado en su más lata acción. La antigüedad, la edad media, el presente, y aun las promesas de un riente porvenir, en los bellos ojos de cuatro jóvenes graciosas y turbulentas, que se impacientaban, fastidiadas con la monotonía de la velada.

El piano estaba, en verdad, abierto, y el pupitre sostenía una linda partitura y valses a discreción; pero hallábanse entre nosotros dos hombres de iglesia; y su presencia intimidaba a las chicas, y las impedía entregarse a los compases de Straus y las melodías de Verdi. Ni aun osaban apelar al supremo recurso de los aburridos: pasearse cogidas del brazo, a lo largo del salón; y cuchicheaban entre ellas ahogando prolongados bostezos.

-Hijas mías -díjoles el venerable vicario de J., que notó su displicencia-, no os mortifiquéis por nosotros. Os lo ruego, divertíos a vuestra guisa. Yo, de mí, sé decir que me placería oíros cantar.

¡Cantar! Bien lo quisieran ellas; pero arredrábalas el repetido io t’amo de los maestros italianos, en presencia de aquellas adustas sotanas, y se miraban sin saber cómo excusarse.

-¡Y bien! -continuó el vicario-, si os detiene la elección, que lo decida la suerte.

Y levantándose, fue a tomar del repertorio el primer cuaderno que le vino a la mano.

-¡Coincidencias! -exclamaron las niñas, riendo-. Ea, pues, hijas mías, a cantar las coincidencias.

Las jóvenes rieron de nuevo.

-Bueno, ¡os alegráis al fin!

-Señor, el cuaderno está en blanco -dijo la niña de la casa-. Su inscripción es el proyecto de una fantasía para dedicarla al profesor que me enseña el contrapunto.

-«¡Coincidencias!». Eso más bien que de cantos, tiene sabor de relatos -dijo una señora mayor.

-Y quien dijo relatos -añadió otra- quiso decir pláticas de viejos.

-Y quien dijo pláticas de viejos, quiso aludir a mis noventa inviernos -repuso con enfado cómico el vicario.

-Y para castigar la culpable susceptibilidad de ese ministro del Señor -replicó la matrona- simulando el énfasis de un fiscal -pido que se le aplique la ley al pie de la letra, y se le condene al relato de una coincidencia.

-Y para mostraros que los dieciocho lustros no han podido quitarme la complaciente obediencia debida a tan amables jueces, referiré una muy singular coincidencia que por mucho tiempo hizo vacilar mi espíritu entre lo casual y lo sobre natural.

A estas palabras, los bostezos cesaron como por encanto; y las jóvenes, perdiendo su timidez acercaron sus sillas y rodearon al anciano vicario.

-Era yo cura de S. y me había comprometido el de H. a predicar el sermón de su fiesta.

Sin embargo esta se acercaba y yo todavía no lo había escrito, subyugado por la pereza que se apodera del ánimo en la vida de los campos.

En fin, llegó la víspera, el cura de H. me envió a buscar, y hube de ir allí, sin haber puesto mano en mi obra, creyendo que la vista del lugar, del templo y los preparativos de la fiesta fueran un estímulo a mi negligencia.

Pero llegado a H. presentóseme otro obstáculo: las visitas.

Para superar este inconveniente, fui a encerrarme en una celda de la Compañía, edificio vasto y solitario, donde podía aislarme como en un desierto. ¡Vana esperanza! aun allí vinieron a sitiarme durante el día entero los oficiosos saludos.

Alarmado en fin por el escaso tiempo que me quedaba para hacer aquella composición, apenas llegó la noche, encerreme con llave y me puse a escribirla.

En el curso de mi obra, quise citar una frase que yo creía de Tertuliano, y no recordando el capítulo que la contenía, echeme a buscarla.

Sentía pesada la cabeza, y mi mano por momentos se paralizaba sobre las páginas del libro. Eran las doce de la noche.

-No busquéis vuestra cita en Tertuliano, se encuentra en el capitulo octavo de las Confesiones de San Agustín.

Al escuchar aquel apóstrofe, levanté la cabeza, sorprendido, y vi sentado delante de mí un clérigo.

Iba a preguntarle cómo había entrado, pues la puerta estaba con llave, cuando él, tendiendo hacia el fondo de la celda una mano demacrada y pálida me dijo:

-Yo duermo allí.

A estas palabras hice un movimiento de asombro que me despertó.

Era un sueño, pero la voz del clérigo sonaba todavía en mi oído: «No busquéis vuestra cita en Tertuliano; se encuentra en el capítulo octavo de las Confesiones de San Agustín».

Sin darme cuenta de lo que hacía cogí aquel libro y lo abrí en su capítulo octavo.

La frase que solicitaba, encontrábase allí.

Sorprendido por aquella extraña coincidencia, díjeme: sin embargo. El sueño da algunas veces grande lucidez; y mi recuerdo, avivado por su influencia ha venido bajo la figura fantástica del clérigo.

Y seguí mi trabajo sin pensar más en aquel incidente.

Al siguiente día, cuando, concluido mi sermón dirigíame a la iglesia, encontré en el claustro a un arquitecto que me dijo había sido enviado de Lima para dar otra forma a aquel edificio a fin de que sirviera al establecimiento de un colegio nacional.

Acabada la fiesta, y vuelto a casa del cura, fui con él a ver los primeros trabajos del arquitecto.

Al echar abajo la pared medianera entre la celda que yo ocupé y la siguiente, encontrose la pared doble; y en su estrecha separación, el cadáver de un jesuita.

¿No es verdad que mi fantástico sueño y la presencia de ese cadáver emparedado fueron una extraña coincidencia?

Sin embargo las jóvenes, aunque se preciaban de espíritus fuertes, estrecharon sus sillas mirando con terror las ondulaciones que el viento imprimía a las cortinas del salón.

-Pues que de coincidencias se trata -dijo el canónigo B.-, he aquí una no menos extraordinaria.