El duelo se despide en la iglesia: 01
I
El testamento
El testamento
son las cosas tras que andamos
y corremos
en este mundo traidor,
que aun primero que muramos
las perdemos.
Jorge Manrique.
Solamente una vez en mi vida me he visto tan apurado..., pero entonces se trataba de un padrinazgo de boda que la suerte y mi genio complaciente habíanme deparado: bastaba para quedar bien en semejante ocasión dar suelta a la lengua y al bolsillo, y reír, y charlar, y hacer piruetas, y engullir dulces y echar pullas a los novios, y cantar epitalamios, y disparar redondillas, y llenar de simones la calle, y dar dentera a la vecindad. Mas ahora ¡qué diferencia!... otros deberes más serios eran los que exigía de mí la amistad... ¡Funesto privilegio de los años, que blanqueando mi cabellera, han impreso en mí aquel carácter de formalidad legal que la Novísima exige para casos semejantes!
Día 1.º de marzo era... me acordaré toda mi vida... y acababa yo de despertarme y de implorar la protección del Santo Ángel de la Guarda, cuando vi aparecer en mi estudio una de esas figuras agoreras que un autor romántico no dudaría en calificar de siniestro bulto; un poeta satírico apellidaría espía del purgatorio; pero yo, a fuer de escritor castizo, me limitaré a llamar simplemente un escribano. Venía, pues, cubierto de negras vestiduras (según rigurosa costumbre de estos señores, que siempre llevan luto, sin duda porque heredan a todo el mundo), y con semblante austero y voz temblorosa y solemne me hizo la notificación de su nombre y profesión.
-Fulano de tal, secretario de S. M...
Confieso francamente que aunque mi conciencia nada me argüía, no pudo menos de sorprenderme aquella exótica aparición... ¡Un escribano en mi casa! ¿pues en qué puedo yo ocupar a estos señores? ¿Denuncias?... Yo no soy escritor político ni tal permita Dios. ¿Notificación? Con todo el mundo vivo en paz, e ignoro siquiera dónde se vende el papel sellado. ¿Protesta? Un autor no conoce más letras que las de imprenta. ¿Pues qué puede ser?
-Voy a decírselo a usted, me replicó el escribano, aunque me sea sensible el alterar por un momento su envidiable tranquilidad.
Ignoro si usted es sabedor de que su amigo don Cosme del Arenal está enfermo.
-¿Cómo? ¿pues cuándo, si hace pocas noches que estuvo jugando conmigo en Levante una partida de dominó?
-Pues en este momento se halla muy próximo a llegar a su ocaso.
-¿Es posible?
-Sí señor; una pulmonía, de estas pícaras pulmonías de Madrid, que traen aparejada la ejecución; letras de cambio, pagaderas en el otro barrio a cuatro días fijos, y sin cortesía (con arreglo al artículo 447, título 9.º, libro 3.º del Código de comercio), ha reducido al don Cosme a tal extremidad, que en el instante en que hablamos, está, como si dijéramos, apercibido de remate; y a menos que la divina Providencia no acuda a la mejora, es de creer que quede adjudicado al señor cura de la parroquia.
Viniendo ahora a nuestro propósito, debo notificar a usted pro forma, cómo el susodicho don Cosme, hallándose en su cabal entendimiento y tres potencias distintas, aunque postrado en cama in articulo mortis, a causa de una enfermedad que Dios nuestro Señor se ha servido enviarle, ha determinado hacer su testamento, y declarar su última voluntad, ante mí el infrascrito escribano real y de número de esta M. H. villa, según y en los términos en él contenidos y son como sigue:
Y aquí el secretario me hizo una fiel lectura de todo el testamento desde el In Dei Nomine hasta el signo y rúbrica acostumbrados; y por dicha lectura vine en conocimiento de que el moribundo don Cosme había tenido la tentación (que tentación sin duda debió de ser) de acordarse de mí para nombrarme su albacea, y encargado de cumplir su disposición final.
Heme, pues, al corriente de aquel nuevo deber que me regalaba la suerte; y si me era doblemente sensible y doloroso, déjolo a la consideración de las almas tiernas que sin pretenderlo se hayan hallado en casos semejantes.
Mi primera diligencia fue marchar precipitadamente a la casa del moribundo, para recoger sus últimos suspiros y asistir a consolar a su desventurada familia. Encontré aquella casa en la confusión y desorden que ya me figuraba; las puertas francas y descuidadas; los criados corriendo aquí y allí con cataplasmas y vendajes; los amigos hablándose misteriosamente en voz baja; los médicos dando disposiciones encontradas, las vecinas encargándose de ejecutarlas; los viejos penetrando en la alcoba para cerciorarse del estado del paciente; los jóvenes corriendo al gabinete a llevar el último alcance a la presunta viuda.
Mi presencia en la escena vino a darle aún mayor interés; ya se había traslucido el papel que me tocaba en ella, que si no era el del primer galán (porque este nadie se lo podía disputar al doliente), era por lo menos el de barba característico, y conciliador del interés escénico. Bajo este concepto, la viuda, los hijos, parientes, criados y demás referentes al enfermo, me debían consideraciones, que yo no comprendí por el pronto, aunque en lo sucesivo tuve ocasión de apreciarlas en su justo valor.
A mi entrada en la alcoba, el bueno de don Cosme se hallaba en uno de aquellos momentos críticos entre la vida y la muerte, del que volvió por un instante a fuerza de álcalis y martirios. Su primer movimiento al fijar en mí la vista, fue el de derramar una lágrima; quiso hablarme, pero apenas se lo permitían las fuerzas; únicamente con voz balbuciente y apagada y en muy distantes periodos, creí escucharle estas palabras...
-Todos me dejan... mis hijos... mi mujer... el médico... el confesor...
-¿Cómo? exclamé conmovido: ¿en qué consiste esto? ¿Por qué causa semejante abandono?
-No haga usted caso (me dijo llamándome aparte un joven muy perfumado, que, sin quitarse los guantes, aparentaba aproximar de vez en cuando un pomito a las narices del enfermo), no haga usted caso, todos esos son delirios, y se conoce que la cabeza... Vea usted, aquí hemos dispuesto todo esto; el médico estuvo esta mañana temprano, pero viendo que no tenía remedio se despidió y... por señas que dejó sobre la chimenea la certificación para la parroquia... el confesor quería quedarse, es verdad, pero le hemos disuadido, porque al fin, ¿qué se adelanta con entristecer al pobre paciente?... En cuanto a la señora, ha sido preciso hacerla que se separe del lado de su esposo, porque es tal su sensibilidad que los nervios se resentían, y por fortuna hemos podido hacerla pasar al gabinete que da al jardín; por último, los niños también incomodaban, y se ha encargado una vecina de llevarlos a pasear.
-Todo eso será muy bueno, repliqué yo, pero el resultado es que el paciente se queja.
-¡Preocupación! ¿quién va a hacer caso de un moribundo?
-Sin embargo, caballerito, la última voluntad del hombre es la más respetable, y cuando este hombre es un esposo, un padre, un honrado ciudadano, interesa a su esposa, interesa a sus hijos, interesa a la sociedad entera el recoger cuidadosamente sus últimos acentos.
-¡Bah! ¡antiguallas del siglo pasado! -dijo el caballerito, y frunció los labios, y arregló la corbata al espejo, y se deslizó bonitamente del lado del gabinete del jardín.
Entre tanto que esto pasaba, el enfermo iba apurándose por momentos; los circunstantes, conmovidos por aquel terrible espectáculo, fueron desapareciendo, y sólo dos criados, un practicante y yo quedamos a ser testigos de su último suspiro, que a la verdad no se nos hizo esperar largo rato.