El duelo (Barrett)

El duelo
de Rafael Barrett


Reparación por las armas... Es opinión antigua que los aparatos de destrucción son útiles, que la muerte sirve. El honor, como los dioses, necesita sangre. Vivimos de la opinión ajena, y el público es cruel; exige espectáculos de circo: gladiadores. Nuestra virtud, por otra parte, resulta de la corrupción de los demás. Si el último de los granujas asegura que he asesinado a mi madre, todos los creerán, porque les conviene y porque me odian. ¿Cómo desagraviar al monstruo omnipotente? ¿Cuál será el sacrificio expiatorio? Un cincuenta por ciento de suicidio: el duelo.

Degeneramos, no obstante. A esa fiesta, obligatoria en algunos ejércitos, acuden los íntimos. En París, las claras toilettes de las señoras la amenizan. Un gesto a lo Artagnan, una picadura en el antebrazo, saludos cordiales, y hasta otra. Pero hay quien toma la cosa en serio. Nada más divertido entonces que la desbandada general de adversarios y padrinos. Un hombre resuelto a batirse de veras no lo consigue nunca. El siglo es práctico.

¿Quién confía, ni por un instante, su fortuna al prójimo? En cambio confiamos la honra. Al principio los desafíos eran solitarios. El moro Tarfe no menciona testigos en su célebre cartel, da la hora y el sitio. «Ven y verás cómo habla el que, delante del rey, por su respeto callaba». Después los cortesanos franceses llevaban un apoderado a dirimir los lances versallescos. Ahora urgen cuatro representantes, director de combate, médicos, etc., y se dibuja la tendencia al jury, al expedienteo, a la prudente burocracia. Ahogamos en tinta nuestro noble prurito de pincharnos.

Todo se afea rápidamente. La humanidad atraviesa una edad ingrata. Conservábamos la bella costumbre del duelo, mezcla elegante de barbarie y de cortesía, de valor individual y de llamamientos al destino. Nos queda una parodia lamentable. Y lo terrible es que la injuria no ha perdido un adarme de su poder.

No digáis que la injuria es la palabra; no hay palabra donde no hay pensamiento. La injuria a secas es un aullido, un grito de bestia. Y demasiado débiles para oponer a la injuria el espasmo fulmíneo del coraje, no hemos aprendido aún a domesticarla bajo el influjo divino de la idea.



Publicado en "Los Sucesos", Asunción, 7 de diciembre de 1906.