El don de la palabra :2

El don de la palabra - Ramón Campos


Capítulo II. Que el pensamiento por su naturaleza es incapaz de abstracciones y de toda idea general


Aunque en la rutina de la filosofía parecerá escandaloso el título de este capítulo; lo cierto es que por más esfuerzos que uno haga no puede pintarse en el pensamiento ningún color sin darle bulto, ninguna figura sin darle extensión. Cosa sin solidez no alcanza la fantasía. Los matemáticos, a pesar de lo delgado de su tijera, temiendo se les quedase en nada el objeto de su ciencia, han tenido que dejar a la línea una anchura infinitamente pequeña, y a la superficie una profundidad también infinitísima.

Lo más que puede hacer el pensamiento es coger un brazo de este individuo, una pierna del otro, etc., y zurcir el monstruo que se quiera; dorar una torre, o aumentar una pepita de oro hasta hacerla una montaña. El monstruo y la montaña serán ideales, y existirán en el pensamiento; pero existirán de un modo concreto, bajo determinadas dimensiones, que variaremos, norabuena, a nuestro albedrío; pero que serán siempre algunas.

Cualquier sonido que nos figuremos, siempre nos parece venir de algo: del instrumento, cuyas cuerdas miramos mecerse, de la piedra que se ve rebotar o hundirse, de la cascada sorda que espumea y salpica, del caballo que relincha y encorva el cuello, del viento que silva y cuyo soplo se siente en la cara, de las nubes que truenan pendientes en el aire: o si uno quiere pensar en su conversación propia, se ve menear sus labios, y articular mentalmente las palabras, por las cuales se desliza rápidamente el pensamiento.

No es posible pensar en una sensación sin pensar en la causa ocasional o el órgano corporal que la recibe, Ignorándole la causa, se le finge una. Podemos pensar que una cosa deje su color, figura o tamaño, y tome otro; pero el color perdido no lo recoge el pensamiento, ni puede recogerlo.

La figura postiza y el objeto suelen casarse tanto en el pensamiento, que hasta mudar de traje, para parecer distinta la persona: un visaje espanta a un niño, como si el mudar de postura fuese mudarse la naturaleza. A un trapo que se le pinte el rostro, le atribuyen sentido los niños inmediatamente. El que teniendo talento para ridiculizar, presenta un objeto serio de suerte, que por algún lado no ridículo le muestre semejanza con otro objeto ridículo, despertó con esta aproximación la ridiculez y las carcajadas. El insecto que suele acompañar la inmundicia, da hastío aunque lo pongan en plato de oro. Si tal se casan las cosas que palpamos separadas e inconexas, ¿quién cortará el natural enlace de la cualidad con el sujeto?

No separándose pues de los objetos sus cualidades en el pensamiento, es evidente que en lo primordial de los idiomas nadie dará dos nombres a lo que en su idea es una pieza sola, ni un nombre solo a lo que en su concepto no es una sola pieza, ni un nombre solo a lo que en su concepto no es una sola pieza; es decir, no pueden ser palabras primordiales de los idiomas los nombres de cualidades y relaciones de números, clases ni géneros sino tan sólo los nombres de individuos, y los gritos o voces de los acontecimientos. A la salida de los moros del reino de Granada, todos los morales que dejaron, según parece por escrituras archivadas desde aquella época, tenían cada uno su nombre particular en árabe.

Esta teórica se confirma dando una ojeada por aquellas palabras, que siendo las más frecuentes parecen las más ovias en la formación de los idiomas.

Las palabras yo, tú, él, ella, ello, nosotros, vosotros, ellos, ellas, me mí, te, sí, le, la los, nos, vos, les, las, os, etc., que se llaman pronombres personales, es decir, suple nombres, indican en su misma etimología no ser palabras primordiales, sino sustitutas de las primordiales; y que originalmente en los idiomas no se habla por personas yo, tú, etc., sino por los nombres particulares de cada uno. En vez de decir yo voy, se dice primordialmente fulano va. No deja de venir en apoyo de esto el que en castellano en el tiempo llamado imperfecto de indicativo y en todos los tiempos del optativo, la primera y la tercera persona del singular son idénticas, diciéndose yo andaba, él andaba; yo ande, él ande; yo anduviera, él anduviera; yo anduviese, él anduviese, a no ser que se atribuya esta identidad a que siendo tomadas las conjugaciones castellanas del latín, donde la diferencia de la tercera persona a la primera están en una t final, es contra el carácter del castellano el rematar así palabra alguna. Pero tal vez no vale esta respuesta. En el plural urgía más diferenciar la primera persona de la tercera, porque en vez de decir, por ejemplo, andábamos, es muy embarazoso hacer la lista de todos los que se quiere decir que andaban; y el no hacer esa diferencia entre la primera y la tercera persona del singular, parece indicar que en lo primordial del castellano no hubo primeras personas en ningún tiempo de los verbos en el número singular, sino que en vez de yo se daba el nombre propio en tercera persona; y el usar los verbos en primera persona sería después de introducirse la palabra yo.

Los nombres primordiales es de creer guarden más bien que otros ningunos la regularidad en sus terminaciones numerales. No sucede así con los pronombres en las lenguas de que se tiene noticia. El plural de yo, a guardar regularidad en su formación, sería yos o yoes, y el plural de sería tus o tues. Esta heterogeneidad en los pronombres personales cuadra con no tener origen primordial.

No en balde los pronombres personales, principalmente el yo y el , que son los más importantes por ser de los del negocio de uno mismo, son las palabras que más se resisten a los niños. Porque, mirándolo bien, ¿qué idea del yo, mí, me, tú, te, ti, él, ella, etc. se ha de hacer un niño si ve que su padre es yo, su madre se llama en tanto yo, en tanto me, y en tanto , y que todos los demás que hablan son a la vez yoes y míes? En boca ajena la madre es ella, la criada es ella, y todas las que entran son ella. ¿Cómo ha de comprender en meses este laberinto? Con muchísima razón pues hay que hablarles en concreto a los niños, denotándose sus padres por papá y mamá; y todo niño que no es un papagayo, y empieza a mostrar trascendencia, cuando quiere algo para sí, repugna mucho decir yo o para , no sea que venga otro yo u otro y lo coja, y usa de su nombre propio, diciendo para Juan, para Fulanito.

Cuán difícil es abstraer de un hombre la figura, la carne, el hueso, y los sentidos, y hallar todavía que asirle con el pensamiento, tan difícil es coger de repente la idea del yo o del , o de cualquiera otro pronombre personal. Para atribuir un mismo nombre a todos, es menester mirarlos a todos como iguales, es menester quitarles las diferencias, es menester quitarles todo cuanto tienen físico.

Pudiera uno perder la vergüenza o el juicio, y quedarse aún su o su yo; la vista, la memoria y los sentidos, en el dictamen de los demás, no hacen falta para decir calladamente yo; también pudiera uno figurarse sin cabeza, quedándole su yo, si la experiencia no enseñase que en descabezándonos, se acabó el pensar para el cadáver. ¿Dónde pues, dice Pascal, está el yo o el que no se le encuentra ni en las partes corporales ni en las facultades interiores? Pascal, en vez de responder, elude la cuestión, diciendo que el yo está en el conjunto de todas las facultades y miembros. Ocurre contestarle: si el yo estuviera en ese conjunto, crecería o mermaría como él, y no sería inalterable como lo es, por más que varíe la persona.

El abate Condillac porfía que el ser uno persona consiste en percibir o sentir su yo, es decir, sentirse. Según esto, el ser persona , consistirá en sentirte; nosotros, en sentirnos, etc. Parece increíble que el escritor que más ha predicado contra el realizamiento de las abstracciones, haya incurrido en una de tanta consecuencia.

Dígase que el significado de yo, tú, etc. es denotar que la acción o suceso del verbo a que se arriman estos pronombres parte o dimana del sujeto que por generalización se llama yo, tú, etc., y que el sentido o significado de me, mí, te, ti, etc., es denotar que la acción o suceso del verbo se encamina al mismo sujeto que por generalización se llama me, mí, etc., y todo lo demás es un juguete de palabras. El ser el hombre persona, esto es, agente racional y moral, consiste en una porción de instintos característicos bien explicados en otra parte.

El pronombre él se da indistintamente en castellano al hombre, al bruto, al leño; y los relativos o referenciales que, cuyo, al cual, etc. se dan con la misma indistinción en otras muchas lenguas, sin embargo de convenirse en ellas que no son personas el bruto o el leño. En inglés es donde se hace una pequeña diferencia en orden al relativo el cual. En vascuence, además del vmd. o vos y del , hay otra segunda persona en el singular, que es el su, media entre la confianza y la ceremonia.

El origen de las palabras abstractas yo, tú, él, etc., es verosímil sean en parte los nombres sustitutivos y generales mengo, mengano, fulano, tal, nacidos de los sonsonetes para llenar el hueco de los nombres propios cuando se olvidan, y principalmente deben ser una desmembración de las terminaciones personales de los verbos hecha casualmente, en virtud quizá de perderse parte de las conjugaciones con la repentina mezcla de otra nación, introduciéndose entonces verbos heterogéneos, que no ligan bien con las terminaciones nacionales, es natural tomar el arbitrio de anteponerlas para entenderse. También cuando oyendo una palabra, se le oye bien la raíz y no la terminación es natural preguntar sólo por la terminación para cerciorarse; y de este modo puede entrar el uso de desmembrar las terminaciones hasta hacerlas palabras aparte.

Los artículos el, la, los, las, etc., son en sustancia pronombres aplicados para marcar individuo en cuanto se introducen nombres específicos o generales. Los otros artículos uno, unos, ciertos, alguien, etc., llamados indefinidos porque mencionan indeterminada o indefinidamente individuos de una especie o linaje, suponen igualmente nombres específicos o linajes, y de consiguiente su invención es posterior a la de estos nombres.

Falta pues explicar cómo careciendo el pensamiento de la facultad de formar las ideas generales que se denotan con dichos nombres, las adquiere por el don de la palabra; como las palabras que en lo primordial no representan sino individuos y sucesos determinados, vienen a representar cualidades arrancadas de sus objetos, individuos o sucesos indeterminados, en suma, ideas generales.