El divorcio de la condesita

Tradiciones peruanas - Quinta serie
El divorcio de la condesita

de Ricardo Palma


Si nuestros abuelos volvieran a la vida, a fe que se darían de calabazadas para convencerse de que el Lima de hoy es el mismo que habitaron los virreyes. Quizá no se sorprenderían de los progresos materiales tanto como del completo cambio en las costumbres.

El salón de más lujo ostentaba entonces larguísimos canapés forrados en vaqueta, sillones de cuero de Córdoba adornados con tachuelas de metal y, pendiente del techo, un farol de cinco luces con los vidrios empañados y las candilejas cubiertas de sebo. En las casi siempre desnudas paredes se veía un lienzo, representando a San Juan Bautista o a Nuestra Señora de las Angustias, y el retrato del jefe de la familia con peluca, gorguera y espadín. El verdadero lujo de las familias estaba en las alhajas y vajilla.

La educación que se daba a las niñas era por demás extravagante. Un poco de costura, un algo de lavado, un mucho de cocina y un nada de trato de gentes. Tal cual viejo, amigo íntimo de los padres, y el reverendo confesor de la familia, eran los únicos varones a quienes las chicas veían con frecuencia. A muchas no se las enseñaba a leer para que no aprendiesen en libros prohibidos cosas pecaminosas, y a la que alcanzaba a decorar el Año Cristiano no se le permitía hacer sobre el papel patitas de mosca o garrapatos anárquicos por miedo de que, a la larga, se cartease con el percunchante.

Así cuando llegaba un joven a visitar al dueño de casa, las muchachas emigraban del salón como palomas a vista del gavilán. Esto no impedía que por el ojo de la llave, a hurtadillas de señora madre, hicieran minucioso examen del visitante. Las muchachas protestaban, in pecto, contra la tiranía paternal; que, al fin, Dios creó a ellas para ellos y al contrario. Así todas rabiaban por marido; que el apetito se les avivaba con la prohibición de atravesar palabra con los hombres, salvo con los primos, que para nuestros antepasados eran tenidos por seres del género neutro, y que de vez en cuando daban el escándalo de cobrar primicias o hacían otras primadas minúsculas. A las ocho de la noche la familia se reunía en la sala para rezar el rosario, que por lo menos duraba una hora, pues le adicionaban un trisagio, una novena y una larga lista de oraciones y plegarias por las ánimas benditas de toda la difunta parentela. Por supuesto, que el gato y el perro también asistían al rezo.

La señora y las niñas, después de cenar su respectiva taza de champuz de agrio o de mazamorra de la mazamorrería, pasaban a ocupar la cama, subiendo a ella por una escalerita. Tan alto era el lecho que, en caso de temblor, había peligro de descalabrarse al dar un brinco.

En los matrimonios no se había introducido la moda francesa de que los cónyuges ocupasen lecho separado. Los matrimonios eran a la antigua española, a usanza patriarcal, y era preciso muy grave motivo de riña para que el marido fuese a cobijarse bajo otra colcha.

En esos tiempos era costumbre dejar las sábanas a la hora en que cacarean las gallinas, causa por la que entonces no había tanta muchacha tísica o clorótica como en nuestros días. De nervios no se hable. Todavía no se habían inventado las pataletas, que hoy son la desesperación de padres y novios; y a lo sumo, si había alguna prójima atacada de gota coral, con impedirla comer chancaca o casarla con un pulpero catalán, se curaba como con la mano; pues parece que un marido robusto era santo remedio para femeniles dolamas.

No obstante la paternal vigilancia, a ninguna muchacha le faltaba su chichisbeo amoroso; que sin necesidad de maestro, toda mujer, aun la más encogida, sabe en esa materia más que un libro y que San Agustín y San Jerónimo y todos los santos padres de la Iglesia que, por mi cuenta, debieron ser en sus mocedades duchos en marrullerías. Toda limeña encontraba minuto propicio para pelar la pava tras la celosía de la ventana o del balcón.

Lima, con las construcciones modernas, ha perdido por completo su original fisonomía entre cristiana y morisca. Ya el viajero no sospecha una misteriosa beldad tras las rejillas, ni la fantasía encuentra campo para poetizar las citas y aventuras amorosas. Enamorarse hoy en Lima, es lo mismo que haberse enamorado en cualquiera de las ciudades de Europa.

Volviendo al pasado, era señor padre, y no el corazón de la hija, quien daba a ésta marido. Esos bártulos se arreglaban entonces autocráticamente. Toda familia tenía en el jefe de ella un czar más despótico que el de las Rusias. ¡Y guay de la demagoga que protestara! Se la cortaba el pelo, se la encerraba en el cuarto obscuro o iba con títeres y petacas a un claustro, según la importancia de la rebeldía. El gobierno reprimía, la insurrección con brazo de hierro y sin andarse con paños tibios.

En cambio, la autoridad de un marido era menos temible, como van ustedes a convencerse por el siguiente relato histórico.

Marianita Belzunce contaba (según lo dice Mendiburu en su Diccionario Histórico) allá por los años de 1755 trece primaveras muy lozanas. Huérfana y bajo el amparo de su tía, madrina y tutora doña Margarita de Murga y Muñatones, empeñose ésta en casarla con el conde de Casa-Dávalos D. Juan Dávalos y Ribera, que pasaba de sesenta octubres y que era más feo que una excomunión. La chica se desesperó; pero no hubo remedio. La tía se obstinó en casar a la sobrina con el millonario viejo, y vino el cura y laus tibi Christi.

Para nuestros abuelos eran frases sin sentido las de la copla popular:


«No te cases con viejo
por la moneda:
la moneda se gasta
y el viejo queda».


Cuando la niña se encontró en el domicilio conyugal, a solas con el conde, le dijo:

-Señor marido, aunque vuesa merced es mi dueño y mi señor, jurado tengo, en Dios y en mi ánima, no ser suya hasta que haya logrado hacerse lugar en mi corazón; que vuesa merced ha de querer compañera y no sierva. Haga méritos por un año, que tiempo es sobrado para que vea yo si es cierto lo que dice mi tía: que el amor se cría.

El conde gastó súplicas y amenazas, y hasta la echó de marido; pero no hubo forma de que Marianita apease de su ultimátum.

Y su señoría (¡Dios lo tenga entre santos!) pasó un año haciendo méritos, es decir, compitiendo con Job en cachaza y encolándose hasta del vuelo de las moscas, que en sus mocedades había oído el señor conde este cantarcillo:


«El viejo que se casa
con mujer niña,
él mantiene la cepa
y otro vendimia».


La víspera de vencerse el plazo desapareció la esposa de la casa conyugal, y púsose bajo el patrocinio de su prima la abadesa de Santa Clara.

El de Casa-Dávalos tronó, y tronó gordo. Los poderes eclesiástico y civil tomaron parte en la jarana; gastose, y mucho, en papel sellado, y D. Pedro Bravo de Castilla, que era el mejor abogado de Lima, se encargó de la defensa de la prófuga.

Sólo la causa de divorcio que en tiempo de Abascal siguió la marquesa de Valdelirios (causa de cuyos principales alegatos poseo copia, y que no exploto porque toda ella se reduce a misterios de alcoba subiditos de color), puede hacer competencia a la de Marianita Belzunce. Sin embargo, apuntaré algo para satisfacer curiosidades exigentes.

Doña María Josefa Salazar, esposa de su primo hermano el marqués de Valdelirios D. Gaspar Carrillo, del orden de San Carlos y coronel del regimiento de Huaura, se quejaba en 1809 de que su marido andaba en relaciones subversivas con las criadas, refiere muy crudamente los pormenores de ciertas sorpresas, y termina pidiendo divorcio porque su libertino consorte hacía años que, ocupando el mismo lecho que ella, la volvía la espalda.

El señor marqués de Valdelirios niega el trapicheo con las domésticas; sostiene que su mujer, si bien antes de casarse rengueaba ligeramente, después de la bendición echó a un lado el disimulo y dio en cojear de un modo horripilante; manifiéstase celoso de un caballero de capa colorada, que siempre se aparecía con oportunidad para dar la mano a la marquesa al bajar o subir al carruaje; y concluye exponiendo que él, aunque la iglesia lo mande, no puede hacer vida común con mujer que chupa cigarro de Cartagena de Indias.

Por este apunte imagínense el resto los lectores maliciosos. En ese proceso hay mirabilia en declaraciones y careos.

Sigamos con la causa de la condesita de Casa-Dávalos.

Fue aquélla uno de los grandes sucesos de la época. Medio Lima patrocinaba a la rebelde, principalmente la gente moza que no podía ver de buen ojo que tan linda criatura fuera propiedad de un vejestorio. ¡Pura envidia! Estos pícaros hombres son a veces de la condición del perro del hortelano.

Constituyose un día el provisor en el locutorio del monasterio, y entre él, que aconsejaba a la rebelde volviese al domicilio conyugal, y la traviesa limeña se entabló este diálogo:

-Dígame con franqueza, señor provisor, ¿tengo yo cara de papilla?

-No, hijita, que tienes cara de ángel.

-Pues si no soy papilla, no soy plato para viejo, y si soy ángel, no puedo unirme al demonio.

El previsor cerró el pico. El argumento de la muchacha era de los de chaquetilla ajustada.

Y ello es que el tiempo corría, y alegatos iban y alegatos venían, y la validez o nulidad del matrimonio no tenía cuando declararse. Entretanto, el nombre del buen conde andaba en lenguas y dando alimento a coplas licenciosas, que costumbre era en Lima hacer versos a porrillo sobre todo tema que a escándalo se prestara. He aquí unas redondillas que figuran en el proceso, y de las que se hizo mérito para acusar de impotencia al pobre conde:


Con una espada mohosa
y ya sin punta ni filo
estate, conde, tranquilo:
no pienses en otra cosa.
Toda tu arrogancia aborta
cuando la pones a prueba:
tu espada, como no es nueva,
conde, ni pincha ni corta.
Lo mejor que te aconsejo
es que te hagas ermitaño;
que el buen manjar hace daño
al estómago de un viejo.
Para que acate Mariana
de tus privilegios parte,
necesitabas armarte
de una espada toledana».


Convengamos en que los poetas limeños, desde Juan de Caviedes hasta nuestros días, han tenido chispa para la sátira y la burla.

Cuando circularon manuscritos estos versos, amostazose tanto el agraviado, que fuese por desechar penas o para probar a su detractor que era aún hombre capaz de quemar incienso en los altares de Venus, echose a la vida airada y a hacer conquistas, por su dinero, se entiende, ya que no por la gentileza de sus personales atractivos.

Tal desarreglo lo llevó pronto al sepulcro y puso fin al litigio.

Marianita Belzunce salió entonces del claustro, virgen y viuda. Joven, bella, rica e independiente, presumo que (esto no lo dicen mis papeles) encontraría prójimo que, muy a gusto de ella, entrase en el pleno ejercicio de las funciones maritales, felicidad que no logró el difunto.