El discurso del Papa á los peregrinos españoles

El discurso del Papa
á los peregrinos españoles
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No conocemos todavía íntegra y en el texto oficial el discurso de nuestro Santísimo Padre el gran León XIII, pero por los imperfectos extractos telegráficos puede apreciarse desde luego la hermosa oración de Su Santidad y el regocijo que ha de causar en los verdaderos católicos españoles.

Sin molestia, sin sacrificio, sin violencia de ninguna especie, nosotros los carlistas, que blasonamos de hijos sumisos y amantísimos del Padre común de los fieles, aceptamos con noble y sincera alegría y ponemos sobre nuestro corazón las enseñanzas del Vicario de Cristo.

Los que estos días y desde hace meses, como el año pasado, venían anunciando y comentando y amplificando las declaraciones pontificias antes de que existieran; los que no ocultaban en círculos políticos, y según una frase gráfica que hemos oído, que «ahora la cosa iba de veras contra los carlistas», esos no nos conocen, ni saben Ь que es el carlismo, ni tienen idea de las doctrinas sociales de la Iglesia, ni conocen los derechos de la Santa Sede y de la autoridad augusta del Vicario de Cristo.

El Papa va á condenar el carlismo! ¡El Papa va á ordenar á los carlistas que se hagan conservadores y fusionistas! ¡León XIII va á ordenar y mandar, bajo pena de pecado mortal, que los carlistas reconozcan la legitimidad de doña Cristina y renieguen de D. Carlos, y acepten sin reservas mentales la Constitución del 76! Nosotros oíamos de labios de los mestizos todas esas simplezas con la sonrisa y el encogimiento de hombros que inspiran siempre las grandes tonterías.

¡Nosotros condenados por la Santa Sede!...

¡Ah! esas pobres gentes no saben que el único punto del mundo donde los carlistas no pueden ser derrotados jamás es en Roma. Allí nuestras doctrinas religiosas triunfan siempre, y nuestra política, en cuanto tiene de fundamental, está afirmada de continuo por el más legítimo de los Reyes.

No nos engañábamos. Los hechos nos han dado la razón. A pesar de todos los trabajos, cabildeos, intrigas y asechanzas mestizas, la palabra del Papa no puede ser desfigurada. En los mismos extractos telegráficos resplandece con luz meridiana.

Esos mismos que sueñan y piensan en nuestro exterminio como en la obra más laudable á los ojos de Dios (todo, por supuesto, con el fin de desarmar á la revolución y procurar el triunfo de la Iglesia), sin quererlo ni pensarlo, contra su voluntad hacen nuestra apología en esos mismos telegramas en que nos amenazan poco menos que con la muerte.

Porque es el caso que, según ellos, el Papa se refiere en el magnifico discurso á los peregrinos españoles, principalmente á los carlistas. Es decir, que, según nuestros mismos adversarios, el Padre común de los fieles de tal manera nos distingue y nos estima, que al dirigirse á una manifestación católica de España, en quienes principalmente piensa y á quienes con especialidad se dirige ¡es á los carlistas!

No nos hubiéramos nosotros atrevido á decir tanto como nuestros adversarios.

¡Hasta ellos, á pesar suyo y contra sus odios, tienen que hacernos justicia!

Según esos mismos extractos telegráficos («el de La Unión, por ejemplo), el Papa ha dicho estas magníficas palabras, que son la confirmación augusta de nuestra política religiosa:

«Para evitar que las doctrinas disolventes hagan terribles estragos en vuestra patria sólo hay un medio, y éste consiste en volver al mantenimiento sin reservas de los principios religiosos, practicándolos como vuestros padres los practicaron.»

¡Benditas palabras, que tienen resplandor de luz descendida del que es Sol de la verdad y de la justicia!

El medio único (sólo hay un medio) de evitar las doctrinas disolventes «consiste en el mantenimiento sin reservas de los principios religiosos como vuestros padres los practicaron».

¡Ahí sin intentar siquiera comentar la Palabra del Papa, pero ampliando las líneas ceñidas de un despacho, creemos que nos es lícito preguntar á nuestros adversarios:

¿Cómo practicaron nuestros padres el mantenimiento sin reservas de los principios religiosos? Por medio de la santa y gloriosa unidad católica, y no del art. 11 y de la perniciosa tolerancia de cultos consignada en él y que mereció que Pío IX dijese en carta al Cardenal Moreno que «violaba todos los derechos de la verdad y de la Religión católica».

Es decir, que para evitar las doctrinas disolventes hay que volver al mantenimiento sin reservas de los principios religiosos, esto es, á la Unidad católica.

¿Y cómo piensan volver á ella los que, prescindiendo de la fuerza, declaran que se ha cerrado el periodo constituyente y no hay que hablar de reforma constitucional? ¡Como no les venga llovida del cielo!

¿Y esos piensan que la palabra de Su Santidad nos atormenta á nosotros? Bendita mil veces sea esa palabra, que nos sirve de nuevo acicate y estímulo para reñir contra sectarios y fariseos las batallas del Señor.

¡Pero si el Papa pide á los católicos que presten sumisión y respeto al poder constituido y hace elogios de doña Cristina de Hapsburgo y de su augusto hijo D. Alfonso!

¿Y hemos dicho nosotros otra cosa repitiendo las enseñanzas de los grandes publicistas católicos? ¡Sumisión y respeto á los poderes constituidos!

¡Pues es claro! Aun cuando el poder constituido sea ilegítimo, dice un insigne publicista católico, se le debe sumisión y á veces hasta obediencia, no porque tenga el poder usurpador derecho á exigirla (que entonces ya sería legítimo), sino por consideración al bien social y al orden de la comunidad, que mientras no se puede restaurar el derecho debe conservarse aunque sea incompleto.

Y por eso nosotros los carlistas cumplimos las leyes, respetamos á los jueces, magistrados, alcaldes y gobernadores y ministros, y pagamos las contribuciones exactamente y aun con más exactitud que los alfonsinos. Pero Su Santidad nada dice de la cuestión de legitimidad de origen, que es cosa del derecho interior de cada pueblo, y que la Iglesia, mantenedora de todos los derechos, no prejuzga ni merma, como quiera que está condenada en el Syllabus la proposición 61, que dice textualmente: La afortunada injusticia de hecho no acarrea ningún detrimento á la santidad del derecho.

Elogios á doña Cristina (no á sus Gobiernos ni al V. H.·. Paz) los hemos hecho recientemente en un artículo titulado Fariseos.

¿Cómo, pues, hemos de extrañar que León XIII, el Pontífice magnánimo y generoso, elogie á una princesa católica, cuyas virtudes privadas somos los primeros en reconocer? ¡Lástima que ellos no puedan, por la condición de esos sistemas en que se reina sin gobernar, y que, según Pío IX, han producido en el mundo tantos males, trascender á la legialación y á las prácticas de los gobernantes!

Por eso nosotros, aceptando sin reservas ni limitaciones las enseñanzas de Su Santidad en prueba de lo apesadumbrados que nos tiene el hermosísimo discurso que nos echa en cara la prensa sectaria, expresamos nuestro afecto y nuestro amor en este grito que resume nuestro pensamiento:

¡Carlistas, viva el Papa, Rey legítimo de Roma, á pesar de todas las usurpaciones del hecho consumado!

M.


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