El diputado Bernardo O'Higgins en el Congreso de 1811: 2

El Congreso de 1811

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La Primera Junta de Gobierno y el Congreso de 1811

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El Acta de instalación de la Primera Junta de Gobier no, el 18 de septiembre de 1810, haciendo efectivos los principios considerados en el capítulo anterior, le dio el carácter de interinos a los seis vocales que acompañarían a su Presidente, el Conde de la Conquista, Mateo de Toro y Zambrano “mientras se convocaba y llegaban los diputados de todas las provincias de Chile, para organizar el [gobierno] que debía regir en lo sucesivo” [1].

Como quiera que entendiesen el vínculo con el monarca español, al que le reiteraban lealtad, los ciento veinticinco criollos que se habían reunido la noche anterior en la casa de Domingo de Toro —hijo segundo del Conde de la Conquista—, la provisionalidad de la Junta estaba determinada por quien o quienes representarían la soberanía popular siendo esta una noción determinante dentro de la naciente ideología revolucionaria. En aquella reunión se había acordado que la Junta de Gobierno, elegida al día siguiente, iba a estar compuesta por cinco integrantes sin que en ella figurara alguno de los miembros del Cabildo. El gesto de Mateo de Toro al renunciar como gobernador del reino de Chile, dejando en libertad de acción al Cabildo, simbolizó claramente el traspaso de la representación. Poniéndose de pie en la amplia sala del Tribunal del Consulado, donde se celebró la reunión del Cabildo Abierto, dirigió al público las siguientes palabras: “Aquí está el bastón; disponed de él y del mando” [2].

El Procurador de la ciudad, José Miguel Infante [3], habló en seguida en representación del Cabildo, justificando en las leyes de Partida, y su aplicación por la misma España, la designación de una Junta de Gobier no propia. En la ley 3a, título 15, Partida II, se había previsto en caso de estar cautivo el soberano, sin haber nombrado antes su regente, el establecimiento de una Junta de Gobierno cuyos integrantes serían nombrados “por los mayorales del reino, así como los perlados, e los ricos homes, e los otros homes buenos e honrados de las villas” [4].

José Miguel Infante reforzaba su argumentación citando la afirmación hecha por el Consejo de Regencia, unos meses antes, al llamar a las provincias de ultramar para remitir diputados a una reunión de Cortes: “Tened presente al pronunciar o al escribir el nombre del que ha de venir a representaros en el cong reso nacional, que vuestros destinos ya no dependen ni de los ministros, ni de los vir reyes, ni de los gober nadores: están en vuestras manos” [5]. Aprobado el procedimiento, el mismo Infante propuso los nombres de los integ rantes de la Junta: Mateo de Toro y Zambrano (Presidente); el obispo José Antonio Martínez de Aldunate (vicepresidente); Fernando Márquez de la Plata, Juan Martínez de Rozas e Ignacio de la Carrera (vocales); a ellos se agregaron el coronel Francisco de Reina y Juan Enrique Rosales, como vocales elegidos por la asamblea. Asimismo, Gaspar Marín y José Gregorio Argomedo, como secretarios.

Necesariamente, sobre el Cabildo recaía la responsabilidad de proponer a la asamblea el modo de reorganizar el gobier no del reino, y con ello, se producía una mutación provisoria en él: de ser la entidad local por excelencia de la capital pasaba a asumir, temporalmente, el poder legislativo de un Estado incipiente.

El 13 de octubre de 1810, la Junta recibió de parte del Cabildo de Santiago las bases a que debían someterse las provincias en la elección de los diputados del Congreso [6], las cuales habían solicitado verbalmente. Hasta dos meses después el proyecto se mantuvo en discusión ya que, como se lo había comunicado Juan Mackenna en su carta respuesta a ÓHiggins, la convocativa al congreso despertaba fuerte rechazo en algunos vocales y sus representados [7]. El procurador de la ciudad hizo una presentación ante el Cabildo señalando las razones por las cuales la convocatoria era “el punto de más urgente resolución no solo en el día sino que desde que se instaló la excelentísima junta guber nativa” [8]. Reconoció en ella que sólo las circunstancias apuradas en que se había visto la capital habían permitido invertir el orden regular y más conveniente, ya que antes de instalarse la Junta debió celebrarse el Cong reso. De este modo, se habría contado con el poder del voto unánime de los pueblos, y, asimismo, formar “una constitución sabia que sir viese de regla inalterable al nuevo gobierno” [9]. El Cabildo aprobó la presentación de Infante y la envió a la Junta.

Juan Martínez de Rozas, por su parte, había preparado una instrucción o reglamento para ser usado en la elección de los diputados, y la Junta lo aprobó, dándole el sello de ley.


La convocatoria al Congreso de 1811

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El 15 de diciembre de 1810 la Junta de Gobierno convocó a un Congreso Nacional:


“Las desgraciadas ocur rencias de la Península, su ejemplo y el de las provincias vecinas, —decía la convocatoria— obligaron a la capital de este reino a for mar un gobier no provisional que precaviese el riesgo en que se hallaba de ser separada de la dominación de su amado soberano, el señor don Fer nando VII [...]. Los representantes de todas las provincias y partidos deben reunirse en esta capital para acordar el sistema que más conviene a su régimen y seguridad y prosperidad durante la ausencia del Rey [...] elegirán diputados los veinticinco partidos en que se halla dividido (el reino). El número de diputados de cada distrito debe ser proporcionado a su población” [10].


De acuerdo con la convocatoria, podían ser elegidos diputados: “los habitantes naturales del partido, o los de fuera de él avecindados en el reino que, por sus virtudes patrióticas, sus talentos y acreditada prudencia, hayan merecido el aprecio y confianza de sus conciudadanos, siendo mayores de veinticinco años, de buena opinión y fama, aunque sean eclesiásticos seculares” [11].

Electores, según la misma convocatoria, eran “todos los individuos que por su fortuna, empleos, talentos o calidad, gozan de alguna consideración en los partidos en que residan, siendo vecinos y mayores de v einticinco años, — asimismo—; los eclesiásticos seculares, los curas, los subdelegadosy militares” [12]. Excluidos de concurrir a las elecciones: “los extranjeros, los fallidos, los que no son vecinos, los procesados por delitos, los que hayan sufrido pena infamatoria y los deudores a la real hacienda” [13].

Debían elegirse treinta y seis diputados propietarios y otros tantos suplentes representando los veinticinco partidos territoriales.

José Miguel Infante

(fuente MHN)

El número para cada uno de éstos dependía de la cantidad de habitantes. De este modo, Santiago debía elegir seis; Concepción, tres; Chillán, San Fernando y Coquimbo, dos y el resto de los partidos, uno. El dirigir la elección estaba confiado a los Cabildos respectivos, los cuales designarían a los individuos de la localidad que cumpliesen con los requisitos para ser electores. Estos serían citados a través de esquelas para un día deter minado en el cual en la sala capitular, abierta al público, votarían a través de cédulas

secretas. Los diputados elegidos debían presentarse en Santiago, con sus poderes, el 15 de abril de 1811 y el Congreso abriría sus sesiones el 1 de mayo. El reglamento fue comunicado a los demás Cabildos por el de Santiago que se autoconsideraba promotor del cambio.

En el mismo día, 8 de enero de 1811, en que se preparaba la elección de Diputado en el partido de La Laja, donde era postulado Bernardo O’Higgins, el Cabildo de Santiago solicitó a la Junta de Gobierno, que aumentase a doce el número de diputados de la capital, usando el siguiente efugio:


“aunque en el acta acordada anterior mente que pasaron a la excelentísima junta, solo pidieron seis diputados, fue porque creyeron que se diesen a los demás indistintamente uno solo; pero, como se haya variado en esta parte, asignando tres diputados a la provincia de Concepción, y a otros pueblos dos, parecía de justicia que lo menos que a esta capital corresponde es elegir doce diputados” [14].


No se conoce el texto de la resolución de la Junta de Gobierno accediendo a la solicitud del Cabildo, sólo se dispone de la alusión a ella hecha en el manifiesto de septiembre de 1811 de la Junta Provincial de Concepción, que dice así: “La Junta, por consideraciones del momento se vio obligada a condescender con esta maliciosa pretensión, pero también cuidó de no comunicar el resultado a las provincias para que ellas pudiesen reclamar cuando lo estimasen conveniente” [15].

Esta resolución generaría, como se verá, posteriores reclamos y acciones de los diputados más radicales, entre los cuales Bernardo O’Higgins cumplió un rol decisivo.


Elección de los representantes

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Iniciadas las campañas políticas se fueron delineando tres bandos en los diversos vecindarios, a los que el mismo Ber nardo denominó, en un escrito suyo, como el partido de los “godos”, el partido de los “indiferentes” y el partido de los “patriotas” [16]. Se ha preferido el nomenclátor para los tres segmentos usado por Diego Barros Arana en su Historia General: españoles o sar racenos, moderados y radicales. Para el historiador, los radicales eran los más cercanos a Martínez de Rozas y a O’Higgins [17]: “eran hombres ardorosos y resueltos, sobresalían algunos de ellos entre todos los miembros del congreso por su mayor ilustración adquirida en el estudio y en los viajes, y por la solidez de sus principios [aspiraban] a un cambio radical y completo en la situación de la colonia” [18]. Los patriotas moderados: “hombres en su mayor parte de sanos propósitos, prestigiosos algunos de ellos por su posición y su fortuna, pero de principios menos acentuados, y también mucho menos resueltos que los radicales” [19]. Por último, los españoles o sarracenos eran los defensores del antiguo régimen.

Lo que sucedió en Los Ángeles es paradigmático respecto a como se dieron las cosas en todo el reino. El Comandante Militar de los Ángeles, Pedro José Benavente, apoyó al bando radical que postulaba a Bernardo O’Higgins como diputado propietario y a un hijo suyo, José María Benavente, de veintisiete años, como suplente. Coincidentemente, Agustín Eyzaguirre, moderado de Santiago, escribía a Juan Ruiz, miembro de una familia principal de la zona, animándolo para que apoyara a Francisco Cisternas, personaje santiaguino de ideas moderadas.

En algún momento se detuvo el proceso eleccionario en Los Ángeles por las dudas que surgieron sobre cuántos y quiénes debían ser los electores. O’Higgins envió una carta al candidato para Diputado suplente que lo acompañaba, incluyendo una traducción del artículo 3°, sección 1ª de la Constitución de los Estados Unidos que trataba sobre la materia [20].

En definitiva, fueron elegidos por aclamación, el 10 de enero de 1811, “el maestre de campo Bernardo O’Higgins Riquelme —como diputado—, [y] el capitán de milicias de caballería José María Benavente Bustamante” [21], como su suplente.

La villa de Los Ángeles les confirió sus poderes según el siguiente documento:


“Que habiéndose instalado en la capital de Santiago de este reino una Junta Provisional Guber nativa, de resultas de las desg raciadas ocurrencias de la Península, y con el objeto de precaver el riesgo en que se hallaba esta importante porción de la España americana de ser separada de la dominación de su amado soberano el señor don Fernando VII, o por sorpresa o por intriga, y debiendo preceder el consentimiento universal de un modo auténtico que no pudo realizarse por las circunstancias del tiempo que imposibilitaron la reunión de los pueblos o sus representantes, debiendo sancionarse por ellos, prescribiéndole reglas y organizándola para que así tenga todo el decoro que corresponde a la autoridad que ha de regir el reino, acordó dicha Excelentísima Junta expedir un auto con fecha quince de diciembre de mil ochocientos diez, por el que manda que los veinticinco partidos en que se halla dividido el reino, nombren Diputados que representen los derechos de la ciudad, villa o lugar que los elija guardándose estrechamente en su elección las reglas prescritas e insertas en dicha superior providencia. En su consecuencia, habiéndose así practicado por los señores convocantes y electores, según consta de la acta celebrada en esta fecha, cuyo original queda archivado en el oficio de mi, el presente escribano, y sacados los testimonios auténticos, para remitir a la Excelentísima Junta el uno y el otro para entregarlo al representante, resultó de aquella seria diligencia salir electo Diputado por aclamación general el señor Maestre de Campo don Bernardo O’Higgins Riquelme, y por su suplente en iguales términos el señor José María de Benavente y Bustamante, Capitán de Milicias de Caballería, en quienes declararon los señores electores concurrían los precisos requisitos de aptitud, ilustración, probidad, patriotismo y talentos para contribuir efi cazmente con su aplicación y luces a la felicidad de los que los constituyeron por protectores de sus derechos. Por tanto: otorgaron por el tenor del presente instr umento, los señores convocantes y electores, que daban y dieron su poder, general, cumplido, tan amplio y bastante como por derecho se requiere y es necesario, al citado señor Diputado, el Maestre de Campo don Ber nardo O’Higgins Riquelme, natural de la ciudad de San Bartolomé de Chillán y vecino de esta villa, para que a nombre de ella y de todos los habitantes comprendidos en su jurisdicción, proponga y resuelva, tranquila y pacíficamente, qué género de gobier no es más adaptable para el país en las actuales críticas circunstancias; dicte reglas a las diferentes autoridades, deter mine su duración y facultades; establezca los medios de conservar la seguridad interior y exterior y los de fomentar los arbitrios que den ocupación a la clase numerosa del pueblo, por cuyo medio se haga virtuosa y que se conser ve en el seno de la paz y quietud, de que tanto depende la del Estado; y para que trate de la felicidad general de un pueblo que deposita en sus manos la suerte de su posteridad, no dudando de su celo, acreditado patriotismo y noble ambición de que se halla inflamado, contribuirá con su aplicación y luces al interés general de la patria y que llenará a plenitud tan importante comisión, cor respondiendo a la suma confianza que de su persona se ha hecho. Últimamente le confieren el más eficaz y absoluto poder para todo lo expresado y para lo que cada cosa necesite, en desempeño de las augustas funciones de su nombramiento. Y para resolver y acordar todo lo que se proponga en el Congreso, con incidencias, dependencias, anexidades, conexidades, libre, franca y general administración, con relevación en for ma, obligándose los señores otorgantes por sí y a nombre de todos los vecinos, a haber por firme, válido y subsistente, y obedecer y cumplir todo lo que con los demás señores Diputados hicieren, resolvieren y deter minaren, con sus bienes muebles, raíces, rentas, derechos y acciones presentes y futuras. Y dieron el competente poder a los señores Jueces que de sus causas
y negocios puedan y deban conocer confor me a derecho, para que los compelan a su obser vancia, como por sentencia definitiva pasada en autoridad de cosa juzgada. Y renunciaron todas las leyes, fueros y privilegios de su favor. Y estando presente a lo contenido el señor don Bernardo O’Higgins Riquelme dijo que aceptaba y aceptó el nombramiento de Diputado o representante de los derechos de esta villa y su partido, que han hecho en su persona los señores electores. Y juró por Dios Nuestro Señor y una señal de cruz, en legal forma, de usar bien y fielmente de la grave comisión que se le ha confiado, según su leal saber y entender, obligándose a no ejecutar lo contrario, por respeto, amor, temor, odio e interés ni otro motivo alguno; y lo firmaron los señores convocantes, electores y Diputados, a quienes doy fe conozco, siendo testigos Lázaro Burgos y don Apolinar Ar riagada.- Ante mi, Miguel del Burgo, escribano de Su Majestad, público y de Cabildo” [22].


En la intendencia de Concepción, a la que pertenecía el partido de Los Ángeles, primó el bando radical entre los doce diputados titulares que eligió. Sólo los tres elegidos por el partido de La Concepción y los representantes de Cauquenes y Osor no no pertenecían a él. Entre ellos, además de O’Higgins, se han mantenido en la memoria histórica nacional los nombres de Pedro Ramón Arriagada (de Chillán), Manuel de Salas (de Itata) y Luis de la Cruz (de Rere).

El proceso electoral en Santiago tuvo mayor complejidad. El día fijado para las elecciones en la capital, 1º de abril de 1811, debió ser sofocado el amotinamiento del teniente coronel Tomás de Figueroa, español realista, que mandaba a oficiales y tropa venidos de Concepción con destino a Buenos Aires, desde donde habían sido solicitados [23].

Esta acción militar —la primera de su tipo realizada en la capital desde su fundación— contra la Junta de Gobierno, estaba siendo apoyada, desde hacía algún tiempo, por los integrantes de la Real Audiencia y por personeros del partido español. Juan Mackenna había advertido de este movimiento a un asustado Juan Martínez de Rozas, no obstante, fue éste el que supo controlar la situación, incluido el fusilamiento de Figueroa. Sin embargo, el abogado encontraba cada vez más resistencias y dificultades en la Junta. El único que lo apoyaba franca y decisivamente era el vocal Juan Enrique Rosales, cuñado del fraile mercedario Joaquín Larraín, cabeza de esa familia. ==El Tribunal Superior de Gobierno==


Los diputados provincianos elegidos comenzaron a llegar a Santiago. Entre ellos Luis de la Cruz, de Rere; Pedro Ramón Arriagada, de Chillán y Bernardo O’Higgins, desde Las Canteras, que habían cabalgado juntos hacia la capital. Unidos con los otros parlamentarios radicales, idearon un arbitrio para participar en la dirección de los negocios públicos, imitando lo que por circunstancias análogas se había hecho en Buenos Aires. Se presentaron el 30 de abril en la sala de sesiones de la Junta de Gobier no y representados por el abogado Agustín Vial Santelices, diputado por Valparaíso, “expusieron que por su número se hallaban en estado de representar a los pueblos que les habían dado sus poderes” [24] solicitando su incorporación a la Junta con voz y voto en todas sus deliberaciones.

A pesar de la oposición de algunos de los vocales y de los posteriores reclamos del Cabildo a un directorio de más de treinta miembros en que no estaba representada la capital, Martínez de Rozas apoyó la solicitud y al fin la hizo aceptar. El resultado permitió que el Tribunal Superior de Gobier no, como fue denominada la unión de vocales y diputados, fuera dominado por Martínez de Rozas y sus partidarios. En Buenos Aires había sucedido lo inverso, el recurso fue apoyado por los moderados.

En su inicio, en el Tribunal Superior de Gobier no —integ rado por alrededor de treinta y siete personas, contando los vocales de la Junta y los diputados que se encontraban en la capital— cada iniciativa era estudiada y evaluada por cada uno de los integrantes. A fines de mayo de 1811 se advirtió, como lo señala el auto del que tomó razón el Tribunal de Cuentas el 28 de mayo de 1811, que “al paso que abundaba de luces para el más acertado despacho, se entorpecía éste, tanto por la multitud de negocios que estaban rezagados a causa de la insur rección del día 1° de abril, como por ser preciso que todos los Vocales votaran en cada uno de ellos, cuya regulación y escrutinio de votos era embarazosa” [25]. Con el fin de resolver esta situación, el Tribunal distribuyó su trabajo en tres salas, hasta la apertura del próximo Congreso. Una, compuesta por siete individuos, “para conocer de todos los pleitos y negocios de guer ra y sus incidencias. [Otra, también compuesta por siete personas,] para los de Real Hacienda, [y la tercera, con todo el resto de vocales,] para los de Gobierno y Policía” [26].

Le correspondió a Bernardo O’Higgins integrar la Sala de Guerra [27] en la cual ninguno de los otros seis integrantes tenía similitud de ideas con él, solo el Secretario, José Gaspar Marín, era afín al partido más radicalizado, pero no tenía derecho a voto.

Sin embargo, una situación más favorable no le fue necesaria a O’Higgins, porque en los dos meses en que se mantuvo este sistema de gobierno, nada de importancia pudo hacerse. En lo personal, pudo firmar los decretos en que se dio el grado de coronel de dragones a su sustituto y amigo Pedro José Benavente y el de capitán

Agustín Vial Santelices
(fuente MHN)
de las milicias de Chillán a su amigo Pedro Ramón Arriagada. Asimismo, cursar por la toma de razón sus propios despachos de

teniente coronel de Lanceros de la Frontera [28].


Elección por Santiago

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Para los moderados, la elección de los diputados por Santiago era fundamental para revertir el dominio de los más radicales en el Tribunal Superior de Gobierno. El 4 de mayo de 1811, el Cabildo hizo repartir las esquelas a las personas que reunían los requisitos necesarios para ser electores dos días después, como lo establecía el reglamento.

Los radicales, que a las doce del día señalado se sentían perdidos, reclamaron que no se había mandado esquelas para ser electores a los oficiales del batallón de pardos, integ rado por esclavos negros o mulatos presente en la plaza mayor frente al palacio de los gobernadores, en cuyo interior seis mesas recibían la votación. Pidieron se les reconociera el derecho a esos militares y, con ese fin, se postergara el tiempo de votación.

Los representantes del Cabildo aceptaron la petición, postergando el término de la votación hasta las cuatro de la tarde, lapso en que lograron convencer a todos los pardos, dejando frustrados al doctor Martínez de Rozas y a sus parciales. Entre todos los escritos encontrados no existe alguno que enumere a los candidatos radicales y los votos que recibieron. El escrutinio de los votos favoreció a moderados y sarracenos, cuyos diputados pasaron a formar parte del Tribunal Superior de Gobierno.

La hegemonía de los moderados en el Tribunal —con la presencia de los nuevos diputados de la capital— también se hizo presente en los reemplazos que se hicieron de diversos cargos vacantes, entre ellos, los de los dos alcaldes y de los regidores del Cabildo que habían sido elegidos diputados, los que fueron llenados por individuos del partido vencedor.

Como la Real Audiencia había sido disuelta, se hacía necesario un Tribunal de Alzada. Sin mucha deliberación se creó un tribunal de cuatro miembros que debía sujetarse, hasta el momento que el Congreso creara una nueva legislación, a las prácticas legales seguidas por la Real Audiencia.

En el mismo período fue objeto de deliberaciones la actuación del agente diplomático del gobierno de Buenos Aires, José Antonio Álvarez Jonte, que, según se sabía, era un protagonista importante en todas las acciones del grupo más radical, además de posible autor de escritos contra el partido moderado. El 21 de junio de 1811 el Tribunal envió una nota al gobier no de Buenos Aires pidiendo su remoción. ==Puntos que hay que pedir a la Junta y un proyecto de ley (por el Diputado don Bernardo O’Higgins)==


Como se dijo en el capítulo anterior, Bernardo se había preparado para su próxima participación en el Congreso. En la colección de manuscritos de Diego Barros Arana se halla un borrador en que enumeró las materias que deseaba presentar ante la Junta. Para el biógrafo de Bernardo ÓHiggins, Luis Valencia Avaria, por muchos años funcionario del Senado de la República de Chile, el “apunte de trazos anchos, resueltos [...], tiene sabor a cosa infantil porque sólo cabe tal cual en la infancia de un pueblo que despertaba a la representatividad democrática, al sistema republicano decíase entonces” [29].

No se dispone de ningún instrumento que permita saber con certeza qué sucedió con estas peticiones al interior del Tribunal Superior de Gobierno. Que su participación en éste no fue algo satisfactorio para Bernardo se puede concluir por su comentario, transmitido por John Thomas: “No transcur ría un día sin que se propiciara una nueva medida y, después que se la discutía todo el día, no se adoptaba decisión alguna y se la relegaba al olvido” [30]. A pesar de ello, el punteo manuscrito permite conocer el cuidado con que el novel diputado buscó representar las necesidades de la Isla de la Laja [31].

En primer lugar, las notas se refieren a la educación. El punto N° 1 dice lo siguiente: “Pedir todas las tierras que se encuentren vacas dentro de este Partido, se asignen a beneficio de esta escuela para pagar al maestro que enseña a los niños, por no sufragar su renta de 600 pesos de principal que dieron los vecinos” [32].

En el N° 2 creía conveniente preocuparse de la corrupción, que se había generado entre los Comandantes de las zonas fronterizas cuando se les daba mando político:


“Que en las plazas fronterizas no se le dé mando en lo político a los Comandantes de ellas, porque son la ruina de los poblados que no los dejan tirar y como los tienen aniquilados no hay quien quiera vivir en dichas plazas, por cuya causa no se adelantan estos pueblos, porque los comandantes en nada los deja [ininteligible] y si los dejan a la otra parte ha de ser llevándoles car neros y la vuelta se pagan de lo mejor que traen, y siendo que las balsas del pasaje son pagadas por la Real Hacienda, les cobran a los pobres el pasaje y de cada diez car neros les sacan uno, y si traen menos también les sacan y lo mismo de todo lo que traen” [33].


El N° 3 se refería al Cabildo local: “Se deberá tratar sobre rematar las varas por estar hecha ya la Casa del Cabildo y haber sujetos idóneos para ello” [34].

A través de algunos números, Bernardo se preocupa por la seguridad de la población amenazada en varios flancos. Así en el N° 4 expone:


“Que nos hallamos todos los días sitiados por la ribera de Bíobío con los indios que no cesan sus malocas [35], lo mismo que sucedió el año de 70, que de resultas d... e ... malocas entre ellos de que se aniquilan d... n... los españoles son tanto lo insolentados que están que de poco tiempo a esta parte han muerto 7 españoles y no se ha puesto reparo alguno” [36].


Prosigue en el No 6: “Que hace muchos años se ha solicitado sacar el almacén de la pólvora de dentro de la villa por estar expuesta al eminente riesgo” [37].

Y, en el N° 8, argumenta:


“Que de algún modo se den arbitrios para contener tanto ocioso vagabundo que no se ocupa más que en llevar robos de un Partido para otro, con cuyo motivo tienen aniquiladas las haciendas y habitantes de la campaña y como no tienen más temor que al azote de algún modo concédanse a éste para que experimentando algún castigo se sujetan al trabajo del cultivo de la tierra” [38].


Sobre las necesidades de tipo religioso de la población, el N° 5 dice:


“Que esta isla de La Laja tiene de latitud 30 leguas y de ancho 13; que su vecindario será lo menos 20.000 almas que están ceñidas a la miseria de un triste Cura que de ningún modo puede dar abasto a tanta longitud y se solicita un Conv ento en esta villa para cuyo fin tiene por principio una quinta donada a los RR. PP. de la Merced por el señor Fernando Amador que con algo que el rey dé y la ayuda de los vecinos se puede poner en ejecución” [39].


En cuanto a las necesidades de abasto, el N° 7 plantea: “Que se le asigne a esta villa 8 pulperías para los reparos de ella que como nueva población tiene muchas necesidades” [40].

Por último, para una regulación del mercado local de los vinos incluyó en su listado, en el N° 10, un problema que lo afectaba también a él mismo, como productor vitivinícola: “Que no dentre vinos de fuera hasta desprenderse de los del partido” [41]183.

También el diputado O’Higgins elaboró en Santiago un proyecto para reparar el estado de abandono en que se encontraban todas las plazas de la Frontera, ya que el Cuerpo de Dragones, destinado desde su fundación a protegerlas, mantenía dispersas sus fuerzas. Cien de sus hombres habían sido destinados al auxilio de Buenos Aires y, otro tanto, como guar nición en Santiago. El manuscrito primitivo de este proyecto, sin la fecha de su ejecución, fue encontrado entre los papeles que Bernardo mantenía en su escritorio en Montalbán [42].

En su proyecto O’Higgins se preocupaba especialmente por la plaza de Los Ángeles, capital de la frontera, que en el momento en que él lo redactaba tenía una guarnición de sólo veinte a veinticinco individuos. Por disposiciones del Rey, en Los Ángeles se encontraba el cuartel general del Cuerpo ya que por su posición, en caso de necesidad, podía auxiliar no sólo a las plazas vecinas de la frontera, sino también, a la ciudad de Concepción si fuesen invadidas sus costas.

A favor de su distrito, O’Higgins adicionaba el hecho que el terreno de la mayor parte de la Isla de La Laja es fértil por naturaleza y adecuado para la crianza de vacunos. A esta labor se había dedicado la población de esa zona, a cuyo producto se agregaban las compras que se hacían a los indígenas de la zona, constituyendo la principal fuente que abastecía gran parte del reino y del Virreinato en Lima.

Al joven diputado electo le preocupaba el peligro que corría, por su desamparo, tanto aquella actividad pecuaria como toda la zona fronteriza de ser invadida por los “indios” que constituían, según los describía, un “enemigo feroz, doméstico y astuto, que vigila sobre [la] indefensión de nuestras fortalezas para aprovecharse de [ella, asaltarnos] y desolar nuestras poblaciones [...] una nación feroz, aguer rida y numerosa, más de lo que vulgarmente se piensa” [43]. Por este motivo, a través del proyecto, se intentaba restituir el resto del Cuerpo de Dragones a la plaza de Los Ángeles, supuesto que en ese momento no había recelo de enemigos en las costas. Asimismo, que igualmente los cien y tantos hombres que había en la capital se volvieran a la Frontera, con la brevedad posible, “atendiendo a que aquí no hay necesidad de estas tropas por haberse creado otras en mayor número y bastante para cubrir los puntos más necesarios en esta ciudad” [44].


El Consejo Patriótico

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El “Consejo Patriótico” reunía a diputados y personalidades del sector radical bajo la presidencia del sacerdote paraguayo Juan Pablo Fretes, diputado por Puchacai (hoy Florida, en la Región del Bío-Bío). El 24 de junio de 1811, con anterioridad a la sesión preparatoria del Congreso programada para ese día, celebró una sesión para analizar el doblamiento en el número de los diputados representantes de la ciudad de Santiago.

La decisión tomada fue protestar en la sesión de la tarde. El texto del reclamo, con una redacción bastante embarullada, fue escrito por el representante de la Junta rioplatense, Antonio Álvarez Jonte [45], que también participaba en la reunión, el cual propuso que Bernardo O’Higgins fuera el que lo presentara ante el Congreso. Decía lo siguiente:


“La Junta Provisional de Gobierno fijó el número de los representantes del Congreso en el acta e instrucción for madas sobre el particular. Las provincias las sancionaron por su conocimiento, procediendo en su confor midad a la elección de Diputados y el negocio quedó concluido y sellado del modo más fir me e inviolable. Cada provincia, ciudad, villa o aldea, y hasta el último hombre que puebla el reino, aseguró del modo más sagrado la primera piedra sobre que debía levantarse el grande edificio de su felicidad venidera: a nadie le es dado tocar ésta sin comprometer abiertamente el nivel a que debe fiarse la seguridad de aquel. Contrató cada hombre con todo el reino y éste con el último de aquéllos. Lo hicieron con la verdad que no puede negárseles sin echar por tierra cuanto existe en el orden social; y es preciso sentar, en obsequio de los primeros principios, que sería el mayor atentado político aún imaginar un poder que, siendo sobre el origen de cuantos se conocen en la tierra, se atreviese contra él mismo.
Sobre este principio, no podemos desconocer, sin la nota de insensatos, que el aumento de seis representantes dado posterior mente a la capital y que aun en el día no se ha hecho saber oficialmente a las provincias, no sólo contiene en sí la nulidad más probada, sino que la influencia en estos actos del Cong reso, si no la subsanara la v oluntad general del reino, que se obligó sobre diversas condiciones, esto es, sobre el determinado número de seis.
Nuestros poderes, librados sobre este concepto, son igualmente insuficientes para concurrir con los doce; y si entramos sin el consentimiento expreso de nuestros representados después de la más alta de las confianzas, no sólo violaríamos el derecho más sagrado del hombre, sino también expondríamos el reino entero a las convulsiones más riesgosas. Cada provincia, que sólo quiso obligarse concurriendo en la proporción detallada por el acta, sería legalmente libre de obedecer o resistir las decisiones del Congreso. No es fácil que éstas halaguen de un modo igual a todos. Por lo menos, en tal fatal libertad, tendrían todo su lugar la pasión y el capricho; y entonces la consecuencia podría ser una fatal división en la crisis más prolija.
Aun cuando se quiera prescindir de la justicia o injusticia del aumento, jamás podría admitirse o resistirse sino por aquellos a quienes han de obligar los sufragios aumentados. No se puede presumir, aún con la mayor ligereza, su anuencia, faltando la primera citación sobre el particular; y así sería un ar rojo temerario de los representantes proceder sin que una consulta fir mada avenga el voto general del reino.
No obstante, si a Santiago, que en el censo más alto no pasa de cien mil almas, se le designan doce representantes, es preciso confesar que siendo el más bajo del reino un millón, debían representarlo ciento veinte Diputados. Por estos principios obraron el primer día de su incorporación a la Junta; y, cuando aún antes de elegir la capital manifestaron su sentir, no faltaron quienes protestaron con energía; pero la consideración
Camilo Henríquez (fuente MHN)
más justa a las circunstancias del reciente atentado del 1° de abril, resolvió la cuestión a mejor oportunidad. Hoy, que es el último momento hábil, protestamos y decimos de nulidad por este aumento, entretanto que, noticiadas las provincias oficialmente, se declara la voluntad general en un particular que ha de obligar a todos.
Santiago, 24 de junio de 1811.- Dr. Juan Pablo Fretes.- Antonio de Urrutia y Mendiburu.- Pedro Ramón de Arriagada.- Bernardo O’Higgins.- José María Rozas.- Manuel de Salas.- Manuel de Recabarren.- Juan Esteban Fernández Manzano.- José Antonio Ovalle y Vivar.- Agustín de Vial.- José Santos Mascayano.- Luis de la Cruz” [46].


Leída en la sala, por el secretario José Gregorio Argomedo —a petición de O’Higgins—, la desaprobación fue contestada por el Diputado José Miguel Infante quien pidió a la minoría suspenderla hasta obtener un pronunciamiento del país. Con tal fin se comprometió en que de ser adversa la consulta para los diputados elegidos por la capital, significaría que éstos, obligatoriamente, se subordinarían al dictamen nacional. Aceptada la respuesta por los diputados que protestaban, todos quedaron a la espera de la solemne inauguración del Congreso el próximo 4 de julio de 1811.


Instalación del Congreso Nacional

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El día de la inauguración, los vocales de la Junta de Gobierno, los Diputados (gran parte de los cuales no asistió a la ceremonia), los miembros del Tribunal de Justicia, del Cabildo y de la Universidad de San Felipe, los prelados y los jefes de los cuerpos militares se reunieron en el ex Palacio de la Real Audiencia para luego dirigirse a la Iglesia Catedral donde el Vicario Capitular, José Antonio Errázuriz, celebró una misa solemne y el sacerdote Camilo Henríquez [47] predicó un extenso sermón.

Henríquez comenzó su alocución aludiendo al Congreso que se inauguraba, como “la alta representación del Estado” que, a través de la ceremonia eclesiástica, mostraba su convencimiento de que su conducta actual era confor me a la religión católica y a la equidad natural, de las cuales emanan los eternos e inalienables derechos con que Dios ennobleció a todos los pueblos del mundo.

El orador justificó el movimiento revolucionario al reconocer que la ceremonia era un homenaje a la justicia y amabilidad de la religión que jamás


“aprobó el despotismo ni bendijo las cadenas de las ser vidumbre [...] elevada como un juez integérrimo e inflexible sobre los imperios y las repúblicas, miró con igual complacencia estas dos for mas de gobierno [...] considera a los gobiernos como ya establecidos, y nos exhorta a su obediencia. Pero los gobier nos, como todas las cosas humanas, están sujetos a vicisitudes [...] . Los estados nacen, se aumentan y perecen. Cede la metrópoli a la fuerza ir resistible de un conquistador;
las provincias distantes escapan del yugo por su situación local [...] ¿Esperarán tranquilas ser envueltas en el infortunio de su metrópoli?” [48].


Henríquez se preguntó en seguida, sobre algún remedio que la revelación y la razón “estas dos luces puras que emanan del seno de la divinidad” [49] pudieran ofrecer para evitar tanto desastre. Su respuesta fue que las naciones tienen recursos para salvarse a sí mismas por la sabiduría y la prudencia. En cambio, no les es inherente un principio necesario de disolución y de exter minio. “Ni es la voluntad de Dios —dijo— que la imagen del infier no, el despotismo, la violencia y el desorden se establezcan sobre la tierra” [50].

Luego expresó aquello que era un sentimiento común en él y en los que lo escuchaban:


“Existe una justicia inmutable e inmortal, anterior a todos los imperios: justitia perpetua est, et inmortalis; y los oráculos de esta justicia, promulgados por la razón y escritos en los corazones humanos, nos revisten de derechos eter nos. Estos derechos son principalmente la facultad de defender y sostener la libertad de nuestra nación, la permanencia de la religión de nuestros padres, y las propiedades y el honor de las familias” [51]193.


Fray Camilo Henríquez concluyó la introducción de su homilía pronunciando “a la faz del universo” tres proposiciones cuya prueba constituía el argumento del discurso:


“Los principios de la religión católica, relativos a la política, autorizan al Congreso Nacional de Chile para for marse una Constitución.
Existen en la nación chilena derechos en cuya virtud puede el cuerpo de sus representantes establecer una constitución y dictar providencias que aseguren su libertad y felicidad.
Hay deberes recíprocos entre los individuos del reino de Chile y los de su Congreso Nacional, sin cuya obser vación no puede alcanzarse la libertad y felicidad pública. Los primeros están obligados a la obediencia; los segundos al amor de la patria, que inspira el acierto y todas las virtudes sociales” [52].


Después del sermón de Henríquez el secretario de la Junta, José Gregorio Argomedo, pidió en alta voz a los diputados el juramento de sostener la religión católica, obedecer a Fernando VII, defender el reino contra sus enemigos interiores y exteriores y cumplir fielmente el cargo que les había confiado el pueblo. Después del “Sí, juramos”, de dos en dos los diputados presentes, arrodillándose delante de un crucifijo que estaba en una mesa junto a dos velas encendidas, tocaban sucesivamente el libro de los evangelios. Terminada la ceremonia en la catedral, todos los concurrentes se dirigieron a la sala de sesiones del Congreso [53], allí hicieron uso de la palabra el vocal de la Junta de Gobierno Juan Martínez de Rozas [54] y el Diputado por Santiago Juan Antonio Ovalle.

El vocal de la Junta inició su discurso [55] diciendo que los diputados presentes constituían “el único modo posible y legal” [56] de ver por primera vez congregado al pueblo chileno.

A pesar de dar a conocer su dolor y su agitación, dijo creer inevitable poner a la vista de los presentes “nuestra verdadera situación” [57], pero como creía poder equivocarse al exponerla, les solicitó las correcciones necesarias ya que, de no darse ellas, el silencio sería el asentimiento de cara a sus aserciones y haría a todos responsables de sus errores.

Martínez de Rozas explicó, con un estilo afectado, la causa de su dolor y preocupación: por una parte, la situación de España en la última década del siglo XVIII y primeros años del XIX, que habían culminado en la llamada guerra de la independencia, aliada con Portugal y el Reino Unido atacando el expansionismo napoleónico y, por otra parte, las consecuencias de estas circunstancias para las provincias americanas sujetas a la corona: “Vivimos en un verdadero caos —dijo—, y nuestra vista solo alcanza al reducido horizonte, formado por impenetrables tinieblas, que tal vez habría disipado, pero tarde, una sorpresa exterior, o un volcán que reventase bajo nuestros pies[58].

El orador se preguntó “con el más ingenuo candor [...] ¿qué debía hacer Chile? —Afirmando que— a una voz todos los vivientes de Chile protestan que no obedecerán sino a Fer nando [...] primer individuo de la Patria” [59] y le reservan estos dominios aunque los pierdan.

Recordó también el carácter prácticamente isleño del país, origen de su seguridad, que de todos modos debía ser vigilado en relación con sus vecinos. “Nuestra probidad —dijo— nos adquirirá sin duda la consideración de las naciones; pero no es prudente esperar que todas imiten nuestra conducta justa y moderada” [60].

En seguida el vocal se dirigió a los diputados a quienes recordó que:

Juan Martínez de Rozas (fuente MHN)
“Estas grandes y nobles miras solo tendrán un feliz y constante resultado, si podemos llenar el augusto cargo que nos han confiado nuestros buenos conciudadanos; si acertamos a reunir todos los principios que hagan su seguridad y su dicha; si formamos un sistema que les franquee el uso de las ventajas que les concedió la exhuberancia de la naturaleza; si, en una palabra, les damos una constitución confor me a sus circunstancias. Debemos emprender este trabajo, porque es necesario, porque nos lo ordena el pueblo depositario de la soberana autoridad, porque no esperamos este auxilio de la metrópoli, porque hemos de seguir su ejemplo, sí, su ejemplo...” [61]


Dando una buena representación del convencimiento unánime de los patriotas ilustrados, que daban a las Constituciones por si mismas una capacidad operativa benéfica, agregó:


“Por una fatalidad singular observamos que, si el pueblo no es capaz de retenerse en los límites de una libertad ilustrada, los que están revestidos del poder no saben mantenerse en los términos de una autoridad racional; el pueblo se inclina a la licencia, los jefes a la arbitrariedad. Así, el gobierno que contenga a aquél en la justa obediencia, y a éste en la ejecución de la ley, y que haga de esta ley el centro de la dicha común y de la recíproca seguridad, será el jefe de obra de la creación humana” [62].


El expositor había nombrado a algunos “ingenios privilegiados” — diecinueve entre Solón y el abate Gabriel Mably— que, según él, sólo dejaron “la idea de que no hay un arte más difícil que el de gobernar hombres y conducirlos a la felicidad combinando sus diversos intereses y relaciones” [63].

Con un sentido pedagógico, previendo posiblemente la confusión de los presentes frente a la tarea que les sugería, al continuar su discurso Martínez de Rozas disminuyó las exigencias intelectuales de su propedéutica, señalando que los legisladores que han tenido éxito han sido aquellos que “siguiendo humildemente las antorchas de la razón y la naturaleza, penetrados de amor a sus semejantes, observando modestamente sus inclinaciones, sus recursos, su situación, su índole y demás circunstancias, les dictaron reglas sencillas que afianzaron el orden y seguridad de que carecen las naciones más cultas” [64]. Como ejemplos nombró a “la pobre Helvecia” [65] y a los descendientes de los “compañeros del simple Penn” [66].


Funcionamiento del Congreso

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Muchos de los documentos que daban a conocer la actividad desarrollada por el Cong reso de 1811 se han perdido. La causa de ello es atribuible tanto a la falta de método de este cuerpo deliberante, como a la destrucción y a la dispersión de estos documentos públicos que corresponden al tiempo anterior a la reconquista española.

Los patriotas que no se dirigieron a Mendoza, buscaban hacer desaparecer las huellas de los actos revolucionarios en que habían tenido participación y así escapar de las persecuciones que les esperaban después del triunfo de los defensores del rey. Los vencedores de Rancagua usaron los escritos que encontraron para iniciar procesos contra las personas cuyos nombres aparecían en ellos, y con posterioridad a este fin, aquellos se perdieron.

En 1885 el gobierno encargó al jurisconsulto e intelectual Valentín Letelier, la publicación de las Sesiones de los Cuerpos Legislativos de la República de Chile desde 1811 a 1845. Como fuente para el período 1810-1811 se usaron aparte de los escasos y poco valiosos documentos pertenecientes al archivo del Ministerio del Interior, a la Biblioteca Nacional y al archivo del Senado, todos los documentos del archivo de Diego Barros Arana relativos a la primera asamblea deliberante de Chile. Dentro de ellos, y de capital importancia, fue la copia de las sesiones celebradas por el Cong reso de 1811 desde el 4 de septiembre hasta el 14 de noviembre inclusive. Esta copia fue escrita para Bernardo O’Higgins y autorizada, en 1813, por Mariano Egaña, entonces Secretario de la Junta de Gobierno. Asimismo, se ocuparon documentos usados en las obras de fray Melchor Martínez, de José Victorino Lastarria, de Ramón Briceño, de Benjamín Vicuña Mackenna y de Luis Montt.

Desde una perspectiva contemporánea, no se debería exagerar el valor y la importancia del Congreso Nacional de 1811. Diego Barros Arana opinaba que, a pesar de contar con los hombres más considerados por sus relaciones de familia, por su posición y por su fortuna, de seis eclesiásticos y de otros tantos doctores de la Universidad de San Felipe, en su gran mayoría carecían de toda noción de lo que era un parlamento y de tradiciones de algún tipo de la acción representativa, “sin más que ideas confusas de que ese sistema existía en otras naciones, pero sin conocer sus usos y sus prácticas” [67].

Según el mismo historiador, entre todos los diputados se distinguía Bernardo O’Higgins, hasta ese momento más conocido y estimado en los partidos del sur. Era en sus palabras:


“mejor preparado que casi todos los miembros del congreso, porque había visto un pueblo libre, porque había sido iniciado en su primera juv entud en el plan de dar independencia a la América y porque, junto con un juicio recto y sólido, poseía un g ran corazón que en poco tiempo había de elevarlo al más alto rango entre sus compatriotas” [68].


En su inicio, el congreso ejercía las funciones de legislador y las de gobernante, aun cuando se pensaba crear una junta ejecutiva> que funcionase bajo su inmediata dependencia. Los diputados se reunían diariamente, desde las diez de la mañana hasta las 2 de la tarde, sin que se hubiese establecido un quórum para hacerlo. En el primer tiempo, con asistencia numerosa.

En la primera sesión del Congreso se acordó que la presidencia y la vicepresidencia de la asamblea durasen quince días, al cabo de los cuales, se haría la nueva elección. Las providencias gubernativas eran firmadas por el presidente, el vicepresidente y el secretario, pero todos los diputados presentes debían firmar los acuerdos de carácter general. No había reglas sobre el número de diputados necesarios para tomar acuerdos. Durante los dos primeros meses no se hicieron actas sobre los contenidos de los acuerdos de cada día, y cuando se modificó el Congreso y se introdujo esta práctica, las actas se limitaron a un brevísimo resumen de lo acordado en la sesión sin anotar la asistencia, las indicaciones hechas ni otros sobre la discusión. No había reglas para el debate y, durante dos meses, con la oposición de los diputados radicales, las sesiones fueron secretas.

El 5 de julio se iniciaron las sesiones del Congreso. Se realizaron las elecciones, con cédulas en votación secreta del presidente, Juan Antonio Ovalle, y del vicepresidente, Martín Calvo Encalada. El primero, llamado el “maestro Ovalle”, tenía gran prestigio dentro de la sociedad chilena y su opinión era escuchada como la de una autoridad reconocida. No había temido declarar ante el Presidente García Carrasco que “era súbdito fiel del rey de España y lo miraba como el legítimo soberano de América; pero si Fernando se v eía en la imposibilidad de gobernar, el pueblo estaba llamado a proveer” [69].

Según el creer de los radicales, la necesaria elección de la junta ejecutiva y la próxima renovación de la presidencia de la asamblea, el 20 de julio, continuarían dominadas por la mayoría moderado-sarracena . Sus sospechas se vieron cumplidas a través de las elecciones de Martín Calvo Encalada como presidente del Congreso, uno de los más intransigentes entre los moderados, y, como vicepresidente, del canónigo Agustín Urrejola, diputado por Concepción, perteneciente a una poderosa familia realista, y conocido por ser enemigo declarado de las nuevas instituciones.

Enardecido el ánimo de los radicales de dentro y de fuera del Congreso, promovieron un par de movimientos sediciosos que al fin no tuvieron consecuencias. Para el segundo contaban con el compromiso, a última hora no cumplido, de Juan José Carrera, segundo jefe del nuevo batallón de g ranaderos, hasta poco antes adversario decidido de los radicales.

El primer mes de funcionamiento del Congreso estuvo acompañado por numerosas proclamas y otros escritos burlescos que circulaban en la capital [70], dirigidos a desprestigiar a los parlamentarios que constituían la mayoría. Esta situación llevó a éstos a discutir en la sala el derecho de libre expresión de las opiniones, incluida la censura a la conducta de los gobernantes. Muchos diputados sostenían que debía castigarse a los autores de estos ataques violentos y de las incitaciones a la revuelta, mientras que los radicales defendían que el derecho de libre expresión era consustancial con el régimen popular representativo, que todos estaban empeñados en establecer. En definitiva, la actitud resuelta de estos últimos primó sobre el deseo de castigo.

Asimismo, aunque frustrada, la asonada revolucionaria en que debería haber participado Juan José Carrera, intimidó a la mayoría del Congreso. Esto impidió la elección de la junta ejecutiva en la misma sesión en que se acordó que estuviera for mada por tres miembros de igual jerarquía, alternándose mes a mes para desempeñar la presidencia.


El navío inglés Standart y las relaciones con España

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La agitación al interior del nuevo Congreso, donde se concentraban beligerantes las diversas concepciones habidas sobre la situación en España y sus consecuencias en el reino de Chile, tuvo un punto de distensión con la llegada el 25 de julio de 1811 a Valparaíso del navío de guerra inglés Standart, comandado por el capitán Carlos Elphinstone Fleming.

Era el segundo viaje realizado por este navío y su capitán contratados por el Consejo de Regencia de la metrópoli con el objeto de llevar a los diputados elegidos por los virreinatos para ser enviados a las cortes de Cádiz y, asimismo, recoger los tesoros con que las colonias concurrían al sostenimiento de la guerra en la península.

El primer destino había sido el Virreinato de Nueva España, donde el capitán Fleming había cumplido con éxito la misión, recibiendo del gobierno de la regencia el título de brigadier de la Real Armada.

Ahora, estaba enviado por el mismo motivo a Chile y al Perú. El capitán Fleming “hombre distinguido por su nacimiento y por sus maneras” [71], sintiéndose comprometido con la alianza coyuntural de los reinos de Gran Bretaña y España, defendía gentilmente los intereses de esta última. Durante la travesía había tenido la oportunidad de conocer a su pasajero José Miguel Carrera, que regresaba a Chile, y conversar con él sobre los actos revolucionarios americanos a los cuales no les daba importancia y para los cuales auguraba un fin cercano. Aun cuando supo en Valparaíso que el país estaba gober nado por un cong reso representativo de las provincias, comunicó al “presidente gober nador del reino de Chile” la razón de su presencia. El Congreso debía responder. Por una parte, no se había hecho, ni se iba a hacer, la elección de diputados para las cortes de España; por otra parte, si bien la situación del tesoro público era mezquina, en la Casa de Moneda y en la caja del Consulado había más de un millón y medio de pesos, en su mayor parte, de depósitos particulares. La división de opiniones era previsible. Los diputados más distantes de las reformas, entre ellos la nueva mesa elegida el 5 de agosto [72], defendía la entrega de parte de los fondos en la Casa de Moneda, con la promesa de reintegrarlos.

Esta fue la segunda oportunidad para que Bernardo O’Higgins mostrara su liderazgo en la asamblea: “Aunque estamos en minoría — dijo con pasión protestando por aquella propuesta [73]sabremos suplir nuestra inferioridad numérica con nuestra energía y nuestro ar rojo, y no dejaremos de tener bastantes brazos para oponer nos eficazmente a la salida de este dinero, tan necesario para nuestro país amenazado de invasión” [74]216. Tanto los diputados radicales como algunos moderados apoyaron el rechazo de O’Higgins, y el mismo día se envió la respuesta al capitán Fleming, la que finalizaba con las siguientes palabras “a pesar de los mejores deseos, no contamos en el día con caudal alguno que poder enviar” [75]217.

La respuesta de los congresales llevó al elegante capitán Carlos Elphinstone Fleming a distanciarse de ellos, y molesto, antes de marcharse rumbo al Perú, hizo declaraciones en contra de los procesos políticos en Chile y en las demás colonias. Para muchos, en especial para el diputado por Los Ángeles, este comportamiento del inglés contribuyó a disipar las esperanzas, que hasta ese momento conservaban, de que Inglaterra apoyase la revolución en estos países.

El punto de vista inglés sobre la revolución hispanoamericana había sido esclarecido a través de una comunicación del Ministro conde de Liverpool al brigadier Layar, gobernador inglés de Curaçao, con fecha 29 de junio de 1810, para ser dada a conocer a los revolucionarios de Caracas. Esta declaración señalaba que Inglaterra no consideraba a las Américas españolas con las condiciones indispensables para separarse de la metrópoli, pero agregaba, alimentando con ello el optimismo de los independistas:


“Si contra los más vivos deseos de Su Majestad Británica llegase el caso de temer con fundamento que los dominios españoles de Europa sufriesen la dura suerte de ser subyugados por el enemigo común, en virtud o de
fuerzas irresistibles de éste, o de algún comprometimiento que sólo dejase a España una sombra de independencia [...], S.M.B. se vería obligada por los mismos principios que han dirigido su conducta en defensa de la nación española durante estos dos últimos años, a prestar auxilio a las provincias americanas que pensasen hacerse independientes de la España francesa...” [76].


Debilidades del nuevo Congreso

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El rechazo al cometido de Fleming fue entendido por los radicales como un triunfo propio, en la medida en que era una expresión de independencia de la metrópoli, a tal punto, que unido a los demás hechos acaecidos desde la renuncia del Gobernador García Carrasco, estaba alimentando la amenaza de invasión del país desde el virreinato del Perú, peligro que había anunciado el diputado O’Higgins en la Sala.

No obstante, esta victoria no les brindaba ninguna hegemonía sobre el Cong reso, a pesar de que en sus contrarios comenzaban a hacerse visibles los primeros síntomas de la debilidad diagnosticada por Juan Martínez de Rozas y reconocida por Ber nardo. La misma que había llevado a Juan Mackenna a for mularse aquellas preguntas: “Cuando los responsables del pueblo de Chile se hallen reunidos para dar leyes al país ¿en dónde estará la persona capaz de enseñarlos? O si la encuentra ¿será escuchada?” [77].

Es así como uno de los diputados por Santiago, Agustín Eyzaguirre, una semana después de inaugurado el Congreso, el 11 de julio, presentó la renuncia a su cargo alegando que no se sentía con aptitudes para desempeñarlo [78]220. La renuncia no fue aceptada por la mesa. Eyzaguirre era el mismo que, como incipiente operador político, había propuesto a un santiaguino de ideas moderadas como alternativa de Ber nardo O’Higgins en la pasada elección para diputado. Ahora, manteniendo su condición operativa envió, en la misma fecha de su renuncia, una nota al Cabildo de Santiago reseñando las actividades llevadas a cabo por el Congreso y protestando por sus procedimientos.

El Cabildo, poseedor de una herencia institucional que le daba identidad, comenzó a arrogarse el derecho de controlar los procedimientos del Cong reso, desaprobando muchos de ellos, y el derecho de corregir a los diputados de Santiago. Con fecha 23 de julio dirigió a estos últimos algunas instrucciones precisas a las que debían ajustar su conducta, “advertencias a fin de identificar la conducta de éstos con los sentimientos del pueblo, cuya voluntad legítima nunca es lícito contradecir” [79]221.

Estas advertencias se referían a seis puntos: conveniencia de elegir laicos para el cargo de secretario, pues “a los no ilustrados se hace creer en Chile que la promoción de un eclesiástico a destinos políticos importa una declaración absoluta de faltar conocimientos o fidelidad en el secularismo, injuria trascendental al reino entero, y cuya noticia traspasará sus límites” [80]; no ofrecer premios pecuniarios a los delatores de aquellos que emitían proclamas contra el sistema actual o contra los individuos que van a dictar la constitución, por ser un expediente utilizado por las tiranías; pronta for mación de la junta ejecutiva con individuos aptos para desempeñar el cargo; contra la práctica establecida por el congreso de celebrar sus sesiones a puerta cerrada; evitar los movimientos de tropas y de patrullas a deshoras de la noche que producían la intranquilidad de los vecinos y la distracción de los milicianos separándolos de ocupaciones más útiles a la sociedad y privándolos del producto de su oficio que no se les deja cumplir, mientras el vecindario se resiente de no encontrarlos para atender sus intereses; y pronto despacho y sanción de un acuerdo o de una ley que prohibiese a los diputados el pretender o el aceptar empleos lucrativos o distinciones especiales. Es decir, las instrucciones las justificaba el Cabildo por la necesidad de entregar, al menos a los parlamentarios de Santiago, lecciones de representatividad. Debe recordarse que ya con la renuncia de Toro y Zambrano a la gobernación de Chile, el Cabildo de Santiago había asumido temporalmente funciones ejecutivas y legislativas de carácter nacional que lo diferenciaban de los cabildos de los otros partidos del país.

Una nueva muestra de la falta de for mación cívica del nuevo Congreso fue la elección de la junta ejecutiva.


Reglamento de la Autoridad Ejecutiva

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La división de las tendencias al interior del Cong reso no se producía en tor no a las bases de las atribuciones de la junta y del cong reso. Sobre ellas había confor midad total: la primera tendría atribuciones muy limitadas y se encontraría sometida a la dependencia y vigilancia del segundo. En la sesión del 8 de agosto fue presentado a los diputados un reglamento de la autoridad ejecutiva y, después de las deliberaciones, la mayoría estuvo dispuesta a aprobarlo. Donde había diferencias era en tor no al modo como se elegirían los vocales de la junta.

La facción radical del Congreso y sus adherentes habían urdido una maniobra para apurar la elección de los vocales de la junta ejecutiva, incluyendo en ella a su líder, Juan Martínez de Rozas, “el único hombre capaz de levantar todas las fuerzas vivas del país y rechazar la invasión extranjera” [81]. Aprovechando la presencia del Capitán Fleming y sus desavenencias con el Cong reso, esparcieron el rumor de la toma de Valparaíso por aquél, incluida la prisión de su gober nador Juan Mackenna.

Descubierta la falsedad de los hechos anteriores, una vigorosa mayoría rechazó el 9 de agosto, después de dos días de debates, una propuesta hecha por el respetado diputado de ideas avanzadas Manuel de Salas, y su modificación hecha por el diputado Agustín
Manuel de Salas

(fuente MHN)

Vial, que posibilitaban la inclusión de Martínez de Rozas en la

Junta Ejecutiva.

Don Manuel de Salas proponía que estando Chile dividido en dos grandes provincias, administradas con cierta independencia recíproca desde el establecimiento de la Ordenanza de Intendentes de 1785, se debían respetar los derechos adquiridos por la provincia de Concepción y dar a ésta una conveniente representación en el Poder Ejecutivo. Con este fin, sugería que los treinta diputados por la provincia de Santiago eligieran por sí mismos dos representantes suyos en la nueva Junta, y los doce diputados por la provincia de Concepción tuvieran el derecho a elegir separadamente uno.

Por su parte, el diputado Agustín Vial, que defendía la postura de Salas, recordó que desde años atrás se pensaba for mar una tercera provincia con los distritos del Norte, denominada Coquimbo, y planteó que a los diputados de esos partidos se les permitiera separadamente elegir un vocal de la Junta, así como los de Concepción y Santiago podían elegir respectivamente el suyo.

Se conserva una presentación hecha al Congreso por Bernardo O’Higgins y los diputados Juan Pablo Fretes, por Puchacai; Luis de la Cruz, por Rere; Pedro Ramón Arriagada, por Chillán, y José Santos Mascayano, por Aconcagua, en defensa de la propuesta de Manuel de Salas. Justificaban su escrito aduciendo que “en el delicado tránsito de una Constitución a otra, no puede ofrecerse crisis más importante y sublime, ni asunto que deba ser considerado con más detención que aquel en que se trata del establecimiento del Gobier no” [82].

A continuación se exponen los puntos más importantes de aquel documento —preferentemente desde su fuente primaria—, lo que permite conocer el modo cómo eran entendidas algunas nociones importantes de derecho público. Detrás de la exposición estaba latente la pugna entre los parlamentarios de Santiago y sus afines, y los diputados radicales no capitalinos.

Al parecer se había hablado en la Sala de no darle una forma duradera y estable al modelo que se eligiera para establecer el Gobierno. Los diputados, en su escrito, aclaran que aunque el Congreso determinara una for ma constitucional sin especificar su carácter de provisional, ella será una for ma transitoria de administración, hasta que acuerden ordenarlo de otro modo de manera permanente.


“¿Quién es —se preguntan— el representante capaz de exhibir una patente que lo autorice a for mar una Constitución eter na? ¿Y aún en los mismos pueblos quién ha dado derecho a las generaciones presentes de ligar a las futuras a seguir ciegamente lo que las primeras determinen? Es indispensable confesar de buena fe que la calidad provisoria no presenta idea alguna de movimiento y que, por lo mismo, es un deber
muy sagrado meditar con la circunspección posible la forma en que debe depositarse el Poder Ejecutivo, y que en mi concepto no puede imaginarse otra alguna que concilie la libertad civil de los pueblos, su dignidad, seguridad y protección que el gobier no representativo” [83].


Así, los diputados recuerdan:


“la primera conv ención que recibió el ser de la comunidad: [...] la generosa y heroica resolución de las provincias de reunir sus soberanos poderes por medio de una delegación a un Congreso de apoderados, y así la voluntad de los pueblos fue participar de este modo de la soberanía, y no de algún otro modo” [84].


Al mismo tiempo, consideran como consustanciales a la soberanía:


“ocho derechos que se llaman reales, o derechos de la Majestad [...] o hablando con más propiedad que componen el poder Soberano; (a saber) 1° cede hacer la paz; 2° declarar guerra; 3° ejercer justicia; 4° nombrar magistrados y dar otros empleos civiles y militares; 5° enviar y recibir embajadores; 6° concluir tratados y alianzas; 7° ar reglar la legislación; y 8° disponer de los impuestos y de la Real Hacienda” [85].


La diversidad de estos derechos del Poder Soberano explicaba, para los firmantes, la división entre los poderes legislativo, ejecutivo y judiciario, pero los pueblos habían elegido su reunión para participar de este modo en la soberanía y no el quedarse con algunos de ellos, como por ejemplo, el legislativo, y abandonar otros [86]. De todo esto, los parlamentarios fir mantes consideraban que nacían dos forzosas consecuencias:


“por los pactos de los pueblos no se ha concedido autoridad legal a una provincia sobre otra, que no le está incorporada por una adecuada representación; luego por la primera convención la voluntad de las provincias, es tener proporcionalmente parte representativa en el gobierno que es una parte de la soberanía, [y] habiendo convenido los pueblos participar de la soberanía, reuniendo sus poderes, es un derecho indisputable, que no solo deben tener representación en la legislación, que califica la mera voluntad general, sino igualmente en el poder que es depositario de la fuerza pública que pone a aquella en acción [...]. Por lo que es preciso concluir, que o cada provincia del reino al menos debe formar su particular Gobier no libre por constitución o independencia de las otras, al mismo tiempo que queden unidas y en federación por el gran Congreso que les representan; o si han de estar sujetas al Gobier no que aquí se for me para que este sea igual y bien acondicionado, debe haber justa, cor respondiente e igual representación de parte de todas las provincias gober nadas, y tanto cuanto el Cong reso se aparte de esta precisa alternativa se separará de los principios de las provincias” [87]. Como consecuencia del repudio por parte de la mayoría del

Congreso de las proposiciones de la minoría radical, y convencidos de que serían derrotados en una elección abierta para elegir los integrantes de la Autoridad Ejecutiva, los doce diputados radicales se retiraron de la sala amenazando al resto con que darían cuenta de lo sucedido a sus representados.

Tumultos y rumores de asalto al cuartel de artillería en la noche, hicieron que la mayoría del Congreso pensase en la mañana siguiente del 10 de agosto, que la elección inmediata de la Junta Ejecutiva podría traer algo de tranquilidad. Los elegidos, Martín Calvo Encalada, Juan José Aldunate y Francisco Javier del Solar —como vecino de Concepción, haciéndose con ello referencia al lugar que los radicales reservaban para Martínez de Rozas—, juraron dos días después. Solar, conocido en Concepción como sarraceno fue reemplazado por el teniente coronel Juan Miguel Benavente, hacendado de buena situación proclive al restablecimiento del antiguo régimen.

El 13 de agosto fue hecho público, por bando, el decreto o ley que reglamentaba la autoridad ejecutiva, estableciendo la separación de poderes entre el cong reso y la junta ejecutiva [88]. El Congreso, de acuerdo al Reglamento, se reservaba “como único depositario de la voluntad del reino” [89], el hacer cumplir las leyes; el ejercicio del vicepatronato; el manejo de las relaciones exteriores; el mando de las armas y la provisión de todo cargo militar; la facultad de crear o suprimir empleos; el derecho a indulto para los condenados a muerte, y la vigilancia de todos los actos de la Junta Ejecutiva. Ésta quedaba reducida en sus funciones “en cuerpo tendrá de palabra y por escrito el tratamiento de excelencia, y se le harán honores de capitán general de provincia, y a cada miembro en particular el de señoría dentro de la sala” [90], junto a la tarea de la simple tramitación de negocios administrativos que no podía despachar sin la revisión o aprobación del congreso. La institución duraba hasta que se dictara la constitución y en el caso que esto no sucediera, en el plazo perentorio de un año expiraba “en la comisión” [91].


Comunicaciones de los diputados que abandonaron el Congreso a sus electores y del Cong reso a los partidos cor respondientes

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En los días siguientes a la elección de la Junta Ejecutiva y a la promulgación del respectivo reglamento, los diputados radicales concentraron su antagonismo contra la mayoría del Congreso en el aumento arbitrario del número de diputados elegidos por la capital. Según su argumentación, esta acción había dejado a los demás partidos sujetos al capricho de Santiago y reducidos a una inferioridad deg radante. Lo cual habría sido patente en la designación reciente de los integ rantes de la junta ejecutiva, para lo cual esa mayoría se había negado a las fórmulas propuestas para que las demás provincias tuviesen parte representativa en el ejecutivo que había de establecerse.

Los diputados disidentes hicieron presente estos motivos en una nota conjunta a sus electores, justificando su separación voluntaria del Congreso. El diputado Bernardo O’Higgins, por su parte, dirigió el 12 de agosto de 1811 la siguiente exposición a los vecinos del partido de Los Ángeles, en la que narraba los últimos acontecimientos [92]:


“Los deberes de fiel diputado de ese partido, la justicia, el corresponder a la confianza de un delicado cargo que V.V. me hicieron el honor de conferir i, más que todo, el procurar el bien i adelantamiento del territorio y habitantes de este noble vecindario, me impelieron a hacer en el Cong reso mis jestiones, ya de palabra, ya por representaciones fundadas en el derecho público de los pueblos, de que voy a dar a V. V. cuenta, hasta llegar al extremo, por la oposición preponderante del partido contrario, de separar me del Cong reso en unión con otros once diputados que opinaron del mismo modo, hasta que resolviesen los respectivos distritos que representaban si querían sucumbir a la ley que el mayor número de los diputados de esta capital quisiese imponerles.
Creo que V.V. hechos cargos de la razón impulsiva de mis procedimientos fundados en aquellos deberes, i en su propia conveniencia, se ser virán dar por bien hechas mis jestiones, tomando por modelo lo que acuerde la ciudad de Concepción (que, se gún oficio de don Pedro José Benavente pasado a este Cong reso, resiste el movimiento de los doce diputados de esta capital i la provisión de algunos empleos militares en sujetos ineptos) i lo que resuelvan los demás partidos de ese departamento; o dictaminarán lo que sea de su agrado, impartiéndome las órdenes que me pongan a cubierto de ese partido si, por sucumbir a cuanto dicte el mayor número de vocales de esta capital, no me halle en estado de sacar las ventajas a favor de mis representados de los Ángeles.
Cuando la excelentísima junta que ántes gober naba circuló a todo el reino la órden para las elecciones de diputados, acompañó la instrucción del modo y del número de los que debían ser electos al respecto de seis que se nombrarían por esta capital; pero, sin noticia oficial de los pueblos, que ya habían procedido a hacer sus elecciones, o que se hallaban en ellas, se aumentó, a pedimento de este cabildo, el número hasta doce, con el objeto visible de tener la preponderancia en sus decisiones a favor de este vecindario i en contra de los demás partidos. La cosa pareció escandalosa; pues ninguna capital de gobier no republicano, ni aun el mismo Lóndres, corte de más de un millón de habitantes, que solo tiene dos diputados, se ha avanzado a tan prodijioso número.
Como ese objeto era tan conocido, i, además, ya lo palpábamos en los acuerdos del Cong reso al tiempo de hacer nuestras proposiciones, tratamos trece diputados de cercenar ese número a solo seis para balancear las resoluciones a favor de nuestros respectivos partidos; i, para ello, entablamos el recurso de nulidad de los doce electos, como que estábamos dentro de los sesenta días que per mite la lei para entablarlo, aun en cosas de menos momento, concluyendo que, miéntras este punto no se decidiese o no se promediase al número de seis, que eran los únicos
de que se había circulado noticia a los pueblos, no se podía proceder ad ulteriora. La preponderancia de esos doce, que no querían esponerse a la suerte de quedar reducidos a seis, hizo desestimar nuestra justa solicitud, fundada en varios principios de derecho público, i en la misma instrucción-circular, contra la cual aquí se había procedido; i, en se guida, pasaron a tratar de for mar el poder ejecutivo.
Temerosos que la misma preponderancia de vocales haría recaer la elección de los que debían componer ese poder en personas que no fuesen de nuestra confianza, hicimos la moción que ese poder debía ser representativo de los pueblos o, a lo menos, de los tres departamentos del reino, compuesto de esta capital, de Concepción y de Coquimbo; i, que en esa virtud, los diputados de cada uno de estos tres distritos, hiciesen por sí la elección de cada vocal, con lo que evitábamos el inconveniente o perjuicio que el partido preponderante de los doce de esta capital nombrase a su antojo personas de este vecindario que no fuesen de nuestra satisfacción o que propendiesen a favor de solo sus convecinos, sin alivio de los habitantes i territorio de nuestra inspección. Para conseguir el buen éxito de nuestra justa solicitud, no solo fundamos la necesidad de este procedimiento en varias discusiones v erbales, sino que acompañamos nuestros papeles en derecho; pero nada bastó a conseguir nuestro loable fin que nos propusimos, i, en este estado, tuvimos por conveniente retirarnos del Congreso en número de doce diputados que hicimos la jestion, hasta la decisión de nuestros respectivos poderdantes.
Ya solo el partido contrario ha hecho por sí la elección de ese poder ejecutivo, nombrando por vocales a don Martin Calv o Encalada, al doctor don Juan José Aldunate i a don Javier Solar, i, mientras llega éste de Concepción, a don Miguel Benavente; por asesor a don José Antonio de Astorga, i por secretario a don Manuel Valdivieso. Todo lo que hago a V.V. presente para su intelijencia i para los efectos expresados arriba.- Dios guarde a V.V. muchos años.- Santiago i agosto 12 de 1811” [93].


El Congreso, por su parte, en una circular dirigida a las provincias “cuyos diputados han hecho renuncia de sus cargos” [94], no justificó mayor mente el aumento de los diputados por Santiago. Explicó, en cambio, su aprobación de los procedimientos de la asamblea argumentando que “la confianza que en cada diputado depositó su pueblo no es para que proceda de por sí, sino en unión a los demás, a quienes se ha conferido igual poder” [95]. Así, justificaba su rechazo a la proposición de los disidentes de que los diputados de la capital, de Concepción y de Coquimbo eligieran separadamente uno de los vocales para la Junta Ejecutiva. Asimismo, convocaba a nuevas elecciones en las provincias que habían perdido, por abandono, su representación.

Reunido en cabildo abierto el vecindario de la villa de Los Ángeles aprobó en todas sus partes el comportamiento de Bernardo O’Higgins, revalidando sus poderes. A indicación del procurador general de la ciudad fue nombrado diputado suplente del partido don Gaspar Marín, en reemplazo de José María Benavente que se encontraba fuera del país. ==Último tiempo del dominio de la facción moderada==


El Congreso, dominado por los moderados y con el Diputado por Concepción, el presbítero Juan Cerdán —que sin ser enemigo de la revolución no favorecía la mudanza radical de las instituciones— dirigiendo los debates, no dedicó su tiempo a tareas importantes, como el estudio de una constitución u otras materias que interesaban a los radicales, sino al despacho de asuntos administrativos y a la formación de un reglamento para la dirección de los debates. Sólo algunos hechos exter nos al país, y luego otros de carácter interno, vinieron a remover los espíritus sirviendo para aquilatar la gran división existente al interior del Congreso: el bando realista apoyando cualquier acción que retrotrajera a la situación anterior al 18 de septiembre de 1810; el bando moderado con un criterio oscilante entre el valor de la autonomía y el temor de perder sus espacios de poder y privilegios; y el bando radical con mayor perspectiva ideológica revolucionaria.

El ejército de Buenos Aires había sufrido una fuerte derrota en el Alto Perú a fines de junio y la ciudad de Buenos Aires había sido bloqueada a mediados de julio. La corte del Brasil, por su parte, mostraba interés en inmiscuirse en la política de la América española. El 1° de agosto, el gobier no de Buenos Aires, tal como había sido solicitado por el Tribunal Superior de Gobierno antes del 4 de julio, decidió reemplazar a su representante o diputado en Chile, Antonio Álvarez Jonte, por Bernardo de Vera y Pintado. El propuesto, radicado en Chile desde hacía doce años, mantenía muy buenas relaciones con los radicales, siendo uno de los más exaltados amigos de Martínez de Rozas. La prudencia llevó al Congreso a aceptar su nombramiento.

Las contradicciones existentes entre los moderados se dejaron sentir en la votación sobre un envío de pólvora solicitado por el gobierno de Buenos Aires. Ante la ausencia de los diputados radicales, los realistas que había en la asamblea hicieron oír su voz con más fuerza, defendiendo la inconveniencia del envío, argumento al que se unieron algunos diputados moderados. Finalmente se aprobó el envío, pero por un precario margen de once votos a favor y diez en contra. Vera dio cuenta del hecho a su gobierno con las siguientes palabras: “Sabiendo V.E. que sólo por exceso de un v oto, he obtenido el socorro de pólvora, es decir, que en la sesión a que concur rieron veintiún diputados, hubo diez opuestos, comprenderá V.E. cuál sea el estado político de las cosas públicas de Chile” [96].

El estado político de las cosas públicas de Chile se había mostrado también en las provisiones de cargos públicos por el Congreso — como el comandante y el segundo jefe del batallón de infantería de la frontera— que había recaído en patriotas tímidos, o aún en sarracenos o españoles. Juan Martínez de Rozas consideró que era el momento de volver a Concepción para for mar una barrera contra la amenaza de reacción. Lo estimularon la ratificación de los poderes de los diputados de Los Ángeles y de Chillán y, más aún, la condena por el Cabildo de Concepción a sus tres diputados por no haber protestado por el aumento de seis representantes que se había dado Santiago.


Enfermedad de Bernardo O’Higgins.

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Bernardo O’Higgins no pudo acompañar a Juan Martínez de Rozas a Concepción, debido a que el reumatismo que sufría agudizó sus síntomas, exigiéndole reposo en el domicilio del sacerdote Juan Pablo Fretes, donde vivía por invitación de éste desde que llegó a Santiago para hacerse cargo de su diputación.

Bernardo decidió permanecer en ese domicilio bajo el cuidado de un “físico” [97] para tratar su crisis reumática. Su enfermedad no fue óbice para mantenerse al tanto de los hechos e influir sobre ellos. Esto lo confir ma la correspondencia que mantuvo con el gobernador militar de Concepción, Pedro José Benavente, entre el 6 de agosto y el 21 de noviembre de 1811. En sus cartas, Benavente, manteniendo reserva sobre lo que su amigo le comentaba, hacía la siguiente observación u otras análogas sobre las cartas recibidas: “de cuyos contenidos no hablo en particular por no molestarle y por etc. etc. (sic)” [98].

La residencia se transfor mó en un espacio de reflexión y conversaciones para el grupo radical, como lo había sido la casa de José Antonio Prieto en Concepción. En esas tertulias debieron estar presentes Juan Martínez de Rozas, antes de su partida a Concepción, el diputado Pedro Ramón Arriagada, Bernardo de Vera y Pintado, fray Camilo Henríquez, Agustín Vial, Manuel de Salas y tantos otros.

El 2 de septiembre de 1811, O’Higgins remitió al Congreso los documentos que acreditaban su reaceptación por el partido de los Ángeles, pero no se integ ró a él hasta mediados de octubre. Los problemas de salud le impidieron participar en los preparativos y en la ejecución de un movimiento sedicioso, que cuatro días después, el 4 de septiembre, generaría un cambio fundamental en el Congreso.


La revolución del 4 de septiembre

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Los sectores críticos a la dirección que había tomado el Congreso, dominado por el bando moderado, habían realizado varias asonadas sin mayores resultados antes de decidirse a realizar una acción definitiva para modificar el orden existente.

Con Bernardo O’Higgins enfermo, y por lo tanto, inhábil para la acción, Martínez de Rozas ausente en Concepción y Juan

Mackenna ocupado en sus tareas como gobernador de Valparaíso,
Bernardo de Vera y Pintado
(fuente MHN)
la dirección de este movimiento sedicioso fue encargada por los perpetradores del golpe, a José Miguel Carrera. Éste había llegado a Chile el 25 de julio de 1811 en el navío inglés Standart. Carrera se había ganado, en palabras de Benjamín Vicuña Mackenna, “la buena g racia del Cong reso” [99], especialmente en una entrevista pública que le fue concedida por la institución.

Entre los organizadores inmediatos del golpe estaban el presbítero Joaquín Larraín, cabeza de su familia; Juan Enrique Rosales, su cuñado; el licenciado Carlos Correa de Saa, Gaspar Marín y el regidor Nicolás Matorras; además colaboraba con ellos el ex agente de Buenos Aires, José Antonio Álvarez Jonte. Estaban, asimismo, apoyados por casi todos los oficiales del batallón de g ranaderos y de húsares, incluidos sus jefes y algunos de la artillería [100].

A pesar de su desconfianza sobre las intenciones del grupo radical, José Miguel Carrera dirigió con éxito la operación, principalmente motivado por el engaño a que fue objeto por parte del Presidente de la Junta Ejecutiva, Manuel Cotapos, respecto de movimiento de tropas después de haber procurado lograr con él una salida pacífica.

Terminadas las acciones revolucionarias, Carrera leyó en la Sala de sesiones del Congreso el acta que contenía las resoluciones del grupo triunfador [101], siendo las principales:

  • Separación del congreso de ocho parlamentarios de Santiago. Entre los cuales se encontraban Juan Antonio Ovalle, que había sido uno de los tres prisioneros del presidente García Carrasco en julio del año anterior, precipitando con ello su propia caída, y José Miguel Infante, que como procurador del Cabildo había tenido una lucida intervención en la for mación de la primera junta de gobier no, pero asimismo, se había constituido en el alma de los moderados.
  • Reducción a seis del número de diputados de la capital [102].
  • Disminución a dos del número de diputados por Concepción y a uno el de todas las restantes provincias.
  • Elección de una nueva Junta de Gobierno, por el mínimo de tres años, compuesta por Juan Enrique Rosales, Juan Martínez de Rozas, Martín Calvo Encalada, Juan Mackenna y Gaspar Marín, como vocales; con Juan Echeverría, como suplente de este último, y secretarios José Gregorio Argomedo y Agustín Vial. Sus facultades serían las que las cortes habían dado

primero a la regencia de España [103].

  • Destierro de tres de los diputados separados, incluido Ovalle, a sus haciendas por seis años y de José Miguel Infante a Melipilla.
  • Destitución de algunos funcionarios y destierro de otros a Tucapel.
  • Nombramiento de comandante de artillería a Juan Mackenna y sucesor suyo, como gobernador de Valparaíso, a Francisco de la Lastra. Asimismo, conferir el grado de brigadier a Ignacio de la Carrera.
  • Acabar las funciones del Congreso en cuatro meses, y posterior mente, juntarse un bimestre en cada año, hasta completar el trienio de su elección.
  • Aceptar como delegados del pueblo de Santiago al sacerdote Joaquín Larraín y al licenciado Carlos Correa.


Los sucesos de Concepción

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Como se dijo anteriormente, Juan Martínez de Rozas, habiendo perdido las esperanzas de alguna fórmula que ter minara con el predominio de la mayoría moderada en el Cong reso, se había dirigido a Concepción.

El gobernador militar de la provincia, coronel Pedro José Benavente, amigo de Bernardo O’Higgins, tendía a no poner resistencia a las manifestaciones públicas de la población repudiando los procedimientos al interior del Congreso. Las más notables de estas expresiones públicas se habían originado contra el aumento de los diputados de Santiago. Muchos vecinos “importantes” le habían solicitado la convocatoria a un Cabildo abierto, el cual no se había efectuado porque el gober nador nunca obtuvo respuestas a sus consultas al Congreso.

La llegada de Martínez de Rozas, reforzada con la noticia del abandono de sus funciones por los doce diputados radicales, significó un aliciente irremplazable para aquellas inquietudes políticas. El fraile franciscano Antonio Orihuela hizo circular una proclama llamando a los patriotas del partido de La Concepción a hacer sentir su fuerza y retirar sus poderes a los diputados que los representaban y no habían sabido cumplir su encargo. En la casa del joven abogado penquista, Manuel Vásquez de Novoa, ciento cuarenta y uno de aquéllos se reunieron y tomaron la decisión de solicitar nuevamente al Gobernador la inmediata convocatoria a un cabildo abierto: “Viendo nosotros —decía la solicitud— que ya es preciso deponer esta indiferencia que nos ar rastra a la más lamentable situación, rev estidos de la autoridad que en sí y por naturaleza se reconoce en una asociación de un pueblo queremos desde luego tratar en consejo abierto lo que nos sea más benéfico” [104]

El decreto correspondiente fijó el 5 de septiembre de 1811 como fecha del Cabildo abierto. Solicitaba un proceder moderado, pacífico, y ordenaba se citara a los demás vecinos de la ciudad que no habían suscrito la solicitud presentada “a fin de que instruidos todos de la facultad general se acuerde y deter mine lo que sea más conveniente a la paz y buena armonía” [105].

El día acordado se reunió la asamblea, con alrededor de ciento ochenta personas, bajo la presidencia del gobernador Benavente. La primera descarga oratoria estuvo destinada a censurar a los tres diputados que habían sido elegidos para representar a Concepción, los cuales, por una parte, no habían reclamado por los seis diputados adicionales elegidos por Santiago y, por otra parte, se habían opuesto a la proposición hecha por los radicales para que la provincia hubiera elegido uno de los tres integrantes de la Junta Ejecutiva. El “pueblo” presente en el Cabildo, resolvió quitarles sus poderes de inmediato —entre ellos al presidente del Congreso, presbítero José Cerdán— y designó por aclamación como representantes suyos al fraile Antonio Orihuela y a Francisco de la Lastra, en primera instancia, y luego a Manuel de Salas, manteniendo al Conde de la Marquina como diputado propietario.

En seguida, se decidió que Concepción tuviese un gobierno propio, el cual resistiese las tendencias reaccionarias dominantes en Santiago. Con tal fin, la asamblea entregó en propiedad el mando de las armas de la provincia al coronel Pedro José Benavente, nombrándolo, también, presidente de una junta de gobierno compuesta por cuatro vocales: Juan Martínez de Rozas, el coronel de milicias Luis de la Cruz, Bernardo Vergara y el abogado Manuel Vásquez de Novoa.

La junta sería dependiente del superior gobierno representativo que se organizara en la capital. Tenía las facultades y privilegios de los tradicionales gobernadores intendentes. Proveería todos los empleos civiles y militares de la provincia, actuando “con la más escrupulosa imparcialidad y desinterés, para no conferirlos sino al mérito, a la virtud y probado y decidido patriotismo y declarada adhesión a nuestra causa” [106].

Además, en lo principal, también se dispuso que en cada partido de la provincia de Concepción se formasen juntas locales, que reemplazasen a los subdelegados partidarios que desde 1786 regían a los partidos, “compuestas de dos v ocales que elegiría el pueblo, y del justicia mayor [107] que los presidiría” [108].

La asamblea reunida aprobó por aclamación estos acuerdos. A la cabeza de todos los opositores a ellos estaba el obispo Diego Navarro de Villodres, quien en una pastoral afirmaba que el establecimiento de la junta de Concepción se debía a la necesidad de “proporcionar autoridad y manejo al que reg resaba desairado de la capital [Martínez de Rozas]” [109]. La Junta de Concepción envió un manifiesto a todos los partidos de la Intendencia, refiriendo lo que había sucedido en el Congreso desde su inicio y de cómo todo ello justificaba el movimiento que acababa de operarse. Fue reconocida por todos los pueblos situados al sur del río Maule y en todos ellos se instalaron las juntas locales según lo había acordado el cabildo de Concepción.

Sólo en el partido de Chillán tuvo que participar el coronel de milicias Luis de la Cruz en la for mación de la Junta local, ya que los padres franciscanos del Colegio de Misioneros trataron de poner obstáculos al cumplimiento de los acuerdos de Concepción.

El vecindario de la villa de Los Ángeles, reunido en Cabildo Abierto el 14 de septiembre de 1811, aprobó la dependencia de ese partido respecto a la Junta de Concepción, nombró a los dos vocales de la junta local y renovó la confianza a su representante en la capital:


“se conmovió el pueblo —dice el acta— i espuso abiertamente estar satisfecho a plenitud de la ar reglada conducta i acertado pulso con que se ha manejado su representante en los g raves negocios ocur ridos pertenecientes a su comisión que, siéndole constante los sacrificios y desaires que ha sufrido por sostener los derechos y privilejios de sus constituyentes, sin que hayan podido cor romperlo ni seducirlo las amenazas ni las ofertas personales, le dan las más expresivas gracias por sus virtuosos procedimientos i honor con que se ha conducido, esperando de su integridad, instr ucción, probidad, patriotismo i talentos continuará constantemente ejerciendo sus funciones hasta perfeccionar la obra que principió su celo i noble ambición, de que se halla inflamado, sin otro objeto que el interés general de la patria, lisonjeándose por lo mismo el pueblo de la acertada elección que hicieron en su benemérita persona i el de haber depositado en sus manos la suerte de su posteridad” [110].


Las actas de lo sucedido en Concepción y en Los Ángeles [111] enviadas a Bernardo O’Higgins, en Santiago, sólo le llegaron a fines de octubre. Éste, en su respuesta a la Junta provincial y vecindario de la villa de Los Ángeles, comenta los hechos del 4 de septiembre:


“He tenido la honrosa satisfacción de recibir las actas que en testimonio se han ser vido VV. SS. remitirme sobre los plausibles acontecimientos de Concepción i de esa villa. El activo empeño i sensible interés que siempre he tomado i tomo en la prosperidad i mayor bien de ese honrado pueblo i v ecindario, me impelen a felicitar a VV. SS., no solo por la laudable y patriótica prontitud i unión de esos habitantes, que tan justa i grandiosamente reconocieron la inmortal junta de Concepción como el remedio más eficaz para ocurrir al cáncer político que iba devorando al reino, sino también por la heroica y sabia deter minación de instalar una junta subalterna en esa de Los Ánjeles. Poniendo a su frente sujetos no ménos dignos por sus talentos que por su patriotismo. Tanto la junta de la capital de Penco como la de Los Ángeles, deberán mirarse siempre
como unas incontrastables columnas de la libertad de la patria i un firme sostén de los derechos de las provincias, sin embargo de haber mudado de semblante la situación de Santiago de un modo demasiado satisfactorio i lisonjero.
El memorable acontecimiento de esta ciudad en el día 4 de septiembre, parece fija el feliz destino del reino; y yo no puedo ménos de asegurar a VV. SS . que ya nuestro glorioso sistema subsistirá inalterable, habiendo sido repuestos los diputados que nos habíamos separado por no concurrir a las intrigas i designios subersivos del bien i seguridad de nuestros constituyentes; i habiendo, en fin, sido depuestos y relegados los ajentes perniciosos, poniéndose en su lugar el número de personas en algún modo correspondiente. El manejo insidioso de los diputados depuestos no tenía otro objeto que vender nos a los portugueses, procediendo de acuerdo con el gobier no de Brasil, que no ha cesado de hacer sus jestiones secretas i dolosas con apariencias de justicia en cuantas partes ha podido, habiendo sido repulsadas sus pretensiones en todos los pueblos que saben apreciar sus derechos i están animados del noble sentimiento de su libertad, se gún se instruirán VV. SS . por las copias de las actas de Chuquisaca i Cochabamba que han venido a mis manos y tengo el honor de acompañar.
Un grupo de intrigantes que abrigaron en su seno el detestable proyecto de entregar nos por la miserable ambición de per manecer en los empleos, no hubiera sido estraño que al fin hubieran solicitado oficialmente que me quitaran los poderes, i se nombrase otro de su facción en mi lugar, puesto que no podían conseguir que yo adoptase plan alguno que atacara los derechos de mi provincia i la libertad jeneral del reino, por cuyo motivo anticipé a VV. SS . la noticia de la solicitud que ellos habrían de entablar sobre mi relev o, con previo conocimiento de sus maliciosas intenciones. Así es que he visto con la más lisonjera complacencia, i penetrado de la más viva g ratitud la jenerosa resolución de esos habitantes de confirmar me en la diputación con que sirvieron honrar me. Por tan sensible rasgo de liberalidad, no puedo menos que rendir a VV. SS. las mas expresivas gracias, i asegurarles fir memente que este será un motivo para redoblar mis tareas en obsequio de VV. SS., i trabajar incesantemente por la felicidad, conser vación i mejor suerte de esa provincia, que tengo el honor de representar.- Dios guarde a VV. SS. muchos años” [112].


Se pueden señalar algunos puntos importantes en la reacción de Ber nardo O’Higgins frente a los últimos hechos en Santiago, Concepción y Los Ángeles. En primer lugar, se destaca su apoyo cerrado a la constitución de la Junta en la ciudad de Concepción y su vínculo con la junta local de Los Ángeles, dependiente de la primera. Hacia ellas vuelve su confianza señalándolas como incontrastables columnas de la libertad de la patria y un fir me sostén de los derechos de las provincias. Es la respuesta a su rechazo al aumento de diputados por Santiago que para él expresó una vulneración a uno de los primeros documentos jurídicos del nuevo régimen: la convocatoria al Congreso por la Junta de Gobierno y, asimismo, una vulneración de los derechos de las provincias por parte de los representantes de Santiago. En segundo lugar, y en oposición, se percibe en él un distanciamiento de los hechos de Santiago. Expresa un fondo de dudas al decir que ellos “parecen fijar” el feliz destino del reino habiendo mudado de un modo “demasiado satisfactorio y lisonjero” [113] la situación de Santiago. Esta perspectiva llevó justificadamente a Guiller mo Feliú Cruz a decir:


“Al separarse este g rupo de Diputados [el reformista] del Cong reso con el fin de explicar a sus comitentes de las provincias la conducta de los moderados y realistas que los dejó sin representación en la Junta de la Autoridad Ejecutiva, O’Higgins, a diferencia de sus colegas que deseaban transfor mar el orden de las cosas establecido por un movimiento revolucionario, del cual se hizo cargo José Miguel Carrera con el cuartelazo del 4 de septiembre de 1811, fue contrario al procedimiento y no lo aceptó” [114].


El pensamiento del prócer es transparente: lo rescatable de lo sucedido en Santiago es la reposición de los diputados provincianos que se habían separado y la recuperación del número de diputados que se le había asignado a Santiago. Es decir, la recuperación de la institucionalidad establecida jurídicamente, garante de la soberanía popular. El procedimiento en la capital no fue el más eficaz para subsanar el cáncer político que devoraba al reino, como si lo fue la creación de la Junta Provincial en Concepción y su dependencia en Los Ángeles.

Por su parte, al recordar la formación de la Junta en Concepción, José Miguel Carrera escribió en su Diario:


“No debemos negar que aquel día se entronizó el patriotismo, y que todos los depuestos lo fueron justamente. Rozas era patriota, pero el interés personal era su primer cuidado; a esta mala cualidad añadía la de ser mendocino y muy adicto al Gobier no de Buenos Aires. Él quería ser otro Washinton (sic), pero le faltaba el valor y las más de las virtudes que adornaban a aquel grande hombre. Muchas de las peticiones del pueblo se dirigían a asegurar el poder de Rozas; verdad es que no conocía la Concepción otro hombre capaz de dirigirla” [115].


El nuevo Congreso

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Al finalizar septiembre, el Congreso presentaba una nueva fisonomía bajo el influjo directo o indirecto de los movimientos revolucionarios de Santiago y de Concepción. Casi todos los partidos habían renovado sus poderes a sus diputados que habían abandonado sus funciones a comienzos de agosto. La excepción fue Coquimbo, que tenía dos diputados. Como una forma de mostrar su desaprobación por la conducta de la anterior mayoría del Congreso, el Cabildo sólo había renovado los poderes a Manuel Antonio Recabarren, de tendencia radical, mientras el presbítero Marcos Gallo, de tendencia moderada, había sido reemplazado por Hipólito Villegas, de orientación radical. Por otra parte, el partido moderado había perdido siete diputados en Santiago y otro en Osorno en cumplimiento “de las peticiones del pueblo” [116] y, por la misma razón, en Concepción sus tres representantes moderados fueron reemplazados, en definitiva, sólo por fray Antonio de Orihuela.

Igualmente, durante septiembre y la primera semana de octubre, cinco diputados moderados pidieron licencia para ausentarse temporalmente del congreso, siendo reemplazados por otros más radicales.

A esta superioridad de la tendencia más radical en el Cong reso, se sumaba su pleno dominio en el Poder Ejecutivo. Pero esta circunstancia no tenía la misma relevancia. Las peticiones hechas al Congreso el 4 de septiembre incluían ampliar las atribuciones de la Junta Ejecutiva, que buscaba otorgarle facultades basadas en las que se pudieran adaptar de aquellas que las cortes españolas habían dado para la regencia de España. El proyecto fue discutido largamente, pero nunca se aprobó.

El 20 de septiembre, fueron elegidos el fraile mercedario Joaquín Larraín, amigo de Juan Martínez de Rozas, presidente del Congreso y Manuel Antonio Recabarren, diputado por La Serena, vicepresidente [117].


La agenda del Congreso (septiembre-noviembre 1811)

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El período de actividades del Congreso comprendido entre el 4 de septiembre y el 14 de noviembre de 1811, es el que está mejor documentado, porque, como se dijo anterior mente, se ha contado con las copias de las actas de las sesiones escritas para Bernardo O’Higgins y autorizadas, en 1813, por Mariano Egaña, entonces Secretario de la Junta de Gobierno. Posiblemente, por haber recibido estos documentos de manos de Pedro Demetrio O’Higgins Puga, el historiador Diego Barros Arana es quien, a diferencia de otros estudiosos del período, ha prestado mayor atención y valor a las actividades de este período del Congreso.


Sobre régimen interior

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Los dos diputados de Coquimbo —Manuel Antonio Recabarren,

vicepresidente del Cong reso e Hipólito Villegas, que había sido electo en reemplazo del presbítero Marcos Gallo— aduciendo la importancia de su provincia, solicitaron en la sesión del 23 de septiembre, la antigua aspiración de la creación de un gobierno político y militar para ese partido. Aprobada en la misma sesión, el Congreso aceptó en la sesión del 15 de octubre el nombramiento hecho por la Junta Gubernativa del teniente coronel Tomás O’Higgins, primo hermano de Bernardo, como primer gobernador de Coquimbo. De este modo, el reino quedaba dividido en tres
Demetrio O’Higgins
(fuente MHN)
intendencias o provincias: Coquimbo, Santiago, y Concepción. La nueva intendencia estaba subdividida en los partidos de Coquimbo, Copiapó, Huasco y Cuzcuz o Illapel, con un total de cinco diputados.


Participación ciudadana

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Como lo había previsto Bernardo O’Higgins, y escrito en su carta a Juan Mackenna, un Congreso podía ser el instrumento para remover la inercia de la población en general, interesarla en el movimiento revolucionario y animar los sentimientos de patriotismo y de aspiración a las refor mas. En la sesión del 2 de octubre de 1811, el Congreso aprobó la circulación de una proclama:


“excitando a que se dirijan al Congreso los pensamientos útiles o noticias que crea tales todo ciudadano que desee el bien de su patria, en la confianza de que se adoptarán desde luego, o se reservarán para tiempo oportuno, y que, aun cuando por impracticables no se realicen, se considerarán siempre como efecto de amor al bien común” [118].


En la sesión del 7 de octubre, haciendo ver la necesidad de establecer la confianza pública, de modo que todos conocieran el estado del erario, se encargó a la junta guber nativa “que mande fijar todos los meses, en los lugares que tenga a bien, una razón que darán los ministros de real hacienda del caudal existente en arcas, del que ha entrado y de lo que se ha invertido, indicando por mayor la procedencia del ing reso y objetos del consumo” [119].

Hasta el 11 de octubre de 1811, a pesar de la opinión en contrario de los diputados radicales, las actividades del Congreso se habían mantenido en secreto. En la sesión de ese día se tomó el acuerdo de colocar en un lugar público, al fin de cada presidencia, es decir cada quince días, las actas de las sesiones del Congreso, “para que todos los ciudadanos puedan leerlas, reclamar su cumplimiento, censurarlas, o hacer advertencias útiles sobre ellas” [120]. El acta de la sesión que se comenta agregaba que estas advertencias “repetidas veces se han per mitido como propias y características de un gobier no franco y generoso” [121].

Por último, como consecuencia de la circulación de algunos escritos satíricos referidos mayor mente a autoridades políticas, la Junta Ejecutiva quiso reprimirlos proponiendo al Cong reso que se aplicara a los que los publicaban o portaban las mismas penas a que las leyes condenaban a sus autores.

En la sesión del Congreso del 6 de noviembre, que se ocupó de aquellos escritos ofensivos, se concluyó que la propuesta de la junta podría ser atribuida “por el vulgo a un designio de coartar indirectamente la facultad de avisar al gobier no los pensamientos o noticias que tenga cualquier ciudadano” [122], cuyo ejercicio había sido estimulado por las autoridades. Por lo mismo, se propuso que cualquier individuo que quisiera usar de estas facultades lo hiciera en carta cerrada y rotulada a persona deter minada y constituida en autoridad. En cambio, los que sin estos requisitos publicaran o retuviesen papeles calumniosos deberían ser responsables de la verdad de su contenido o de la razón del libelo, bajo las mismas reglas con que eran juzgados los calumniadores.

Bernardo O’Higgins, castigado por su reumatismo, no estuvo presente en las sesiones en que se tomaron estos acuerdos que interpretaban su pensamiento sobre la representatividad y la participación ciudadana en las decisiones de la autoridad política. En 1817, como Director Supremo, demostró que no le eran ajenos, al restablecer la obligación de publicar los estados mensuales de las entradas y gastos del erario nacional, que habían sido suspendidos durante la reconquista española.


La ley de cementerios.

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Esta ley pretendía abolir la insalubre costumbre en Chile de sepultar los cadáveres en las iglesias, la cual había subsistido a pesar de las órdenes del rey y, en el siglo anterior, de las diligencias del gobernador de Chile, Ambrosio O’Higgins. Por esto su hijo Bernardo tenía un especial interés por el proyecto. Si bien era su autor, y aparece entre uno de los firmantes del acta de la sesión del 18 de octubre [123]265, fue su amigo el canónigo paraguayo Juan Pablo Fretes, diputado por Puchacai, quien hizo la presentación en la sala leyendo un manifiesto que mostraba cómo la sepultura de los cadáveres en las iglesias iba contra la salud pública, las prácticas más antiguas de los pueblos y el querer divino, como se había mostrado con Moisés, que fue enterrado en el valle de Moab por orden especial de Dios. El Congreso ordenó distribuir el manifiesto de Fretes en las provincias. Asimismo, resolvió que el primer cementerio fuera costeado por suscripción popular. Sin embargo, sólo diez años más tarde fue posible establecer los primeros cementerios públicos, bajo el gobier no del mismo Bernardo O’Higgins.


Ley sobre libertad de esclavos

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“Aquel congreso, iniciador de tantas innovaciones —dijo Diego Barros Arana— ha dejado en nuestra historia un nombre inmortal por otra reforma que ella sola bastaría para merecerle el aplauso y las bendiciones de la posteridad” [124]. Se trata de la aprobación, en la sesión del 11 de octubre de 1811, del proyecto de ley presentado por Manuel de Salas sobre la esclavitud, ese “deshonor de la humanidad” como él la denominó.

El Congreso acordó: “Prohibir la introducción de nuevos esclavos al país; declarar libres a todos aquellos que, en tránsito para otras naciones, permanezcan seis meses en Chile, y a los hijos de los actuales esclavos, que nazcan en adelante, aun cuando sus padres salgan del país; y recomendar el buen trato para los esclavos que residen en Chile” [125].

Entre los dos millones de esclavos que había en ese momento en América, la población de ellos en Chile era escasa, y el trato que se les daba, más humanitario que en el resto de los países. La principal censura a la ley se produjo dentro del partido español. Los patriotas más radicales le dieron todo su apoyo.

John Thomas, el secretario de Bernardo O’Higgins, afirmó que éste, apoyado por su amigo Pedro Ramón Arriagada, titular por Chillán, había presentado un primer proyecto sobre esta materia, cuando la mayoría realista hacía imposible su aprobación [126]. En 1817, Bernardo puso nuevamente en vigor la prescripción, establecida en mayo de 1813, que prohibía en las partidas de bautismo de los hijos de esclavos anotar esta circunstancia.


Reformas en la instrucción pública.

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Algunos patriotas, como Manuel de Salas, Juan Egaña o Camilo Henríquez, que se distinguían del común por su desarrollo intelectual, resultado de sus viajes o estudios, y que estaban conscientes del atraso en que estaba la educación pública heredada del régimen colonial, influyeron para que en el Congreso se propusiera una refor ma general del sistema vigente.


“Siendo la base de la pública felicidad la educación de la juventud—señaló el acta de la sesión del 5 de octubre, como introducción a algunas propuestas orientadas a la reforma educacional— debe ser también el primer objeto de una buena constitución. Para empezar a preparar los materiales de esta grande obra, y sin aguardar a su conclusión tratar a que log ren desde ahora, en el modo posible, de este bien los que carecen de él por falta de una enseñanza que haga útiles a la patria sus talentos y aptitud [...]” [127].


En aquella sesión se acordó pedir a la Junta de Gobierno, que remitiera a la secretaría del Congreso todos los expedientes relativos a los establecimientos públicos de educación. Igualmente, se decidió poner fin al Colegio de Naturales [128]. Es de interés la fundamentación de esta medida:


“Que siendo confor me a la sana política el que los indios recibiendo los mismos beneficios olviden la chocante distinción que los mantiene en el injusto abatimiento, y en el odio hacia un pueblo de quien deben ser unos individuos si no privilegiados, a lo menos iguales, para ello se les admita y sostenga en éste y demás colegios, sin diferencia de los demás descendientes de españoles” [129].
José Miguel Carrera
(fuente MHN)
Tanto Juan Egaña como Camilo Henríquez hicieron presentaciones ante el Congreso sobre sus proyectos de reforma a la instrucción pública. Ellas incluían la fundación en Santiago de un gran establecimiento educacional, al que se daría el nombre de Instituto

Nacional y para el cual se establecía el currículo correspondiente. La implementación de este plantel en muchos órdenes estaba muy lejos de las capacidades disponibles de la sociedad chilena. Sin embargo, los planes elaborados significaron un punto de partida para las futuras reformas educacionales.


Reorganización de las milicias

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Previendo acciones militares de enemigos del proceso político que llevaba el país, el Congreso hizo suya la antigua inquietud de Bernardo O’Higgins sobre la disciplina y el aumento de las tropas. Esta vez no pudo, por su enfermedad, poner personalmente en el primer plano ante el Congreso la necesidad de reorganizar las milicias. La preocupación general era una reacción natural, en especial frente a la actitud altanera y reservada del virrey del Perú y de algunas acciones suyas en relación con Chile [130].


Proyecto de Constitución

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El mandato expresado por Juan Martínez de Rozas en la inauguración del Cong reso de dictar una Constitución, se hacía presente entre los congresales a través de la consciencia de la falta de conexión entre todas las refor mas a las que estaban abocados, lo que las impregnaba de un carácter de transitoriedad. Los más preparados para la tarea que estaban cumpliendo entendieron que era necesaria una Constitución, que estableciera un cambio radical y completo de toda la organización política y administrativa, al mismo tiempo, entreg ara un espacio propio y orgánico a cada una de las refor mas ya aprobadas. Se tenía consciencia de la dificultad de la tarea pero, como se señaló en la sección anterior, existía el sentimiento común en la ideología revolucionaria del carácter casi “mágico” de las constituciones, que eran eficaces por sí mismas.

En la sesión del 13 de noviembre, el Congreso comisionó a los Diputados Agustín Vial, Juan Egaña, Joaquín Larraín, Juan José Echeverría y Manuel de Salas para que redactaran “un proyecto de la Constitución que debe regir en Chile su gobier no interior, y sus relaciones durante el cautiverio del rey” [131].

El único proyecto ejecutado fue el de Juan Egaña. No pudo ser presentado al Congreso antes de su disolución, en diciembre de 1811, y fue publicado con modificaciones en 1813, por orden de la correspondiente Junta de Gobierno. ==Otras reformas==


Entre las otras materias en las que el Congreso de 1811 legisló,están la creación del Tribunal Supremo Judiciario para los recursosde segunda suplicación y de injusticia notoria, que tradicionalmente eran tramitados en España ante el Consejo de Indias; medidas para aumentar las rentas públicas (término de exenciones de impuestos, nuevos gravámenes, reducción de gastos, autorización temporal del cultivo del tabaco, etc.); asunción del patronato en asuntos eclesiásticos (suspensión del apoyo económico enviado a Lima al tribunal de la Inquisición, supresión de los derechos parroquiales).


La revolución del 15 de noviembre de 1811. El Diputado Bernardo O’Higgins, vocal de la Junta

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En la sesión del 6 de noviembre de 1811, el Diputado Bernardo O’Higgins presentó una solicitud para que se le permitiera ausentarse temporalmente de Santiago a causa de su mal estado de salud.


“Después de un furioso reumatismo que me ha tenido postrado en cama más de dos meses y medio, —decía— como es notorio a V.A . me hallo convaleciente; y aun en este estado de languidez me he esforzado a la asistencia del Cong reso. Conozco que mi naturaleza, que no ha tomado su nativo vigor ni los auxilios de restituirlo cada día más se debilita, con las tareas de obligación; y, bajo ese concepto, me han aconsejado los físicos que me es de absoluta necesidad salga a tomar aires puros, y que me distraiga de asuntos de meditación [...]” [132].


A pesar de habérsele concedido el permiso, Bernardo no pudo hacer uso de él. Los rumores que circulaban en la ciudad sobre un entendimiento entre los Carrera y los sarracenos mostraron su verdad el 15 de noviembre de 1811. La necesidad de contar con recursos financieros para gratificar a la tropa que participaría en el golpe, que efectivamente preparaban contra las autoridades políticas, había llevado a los her manos a buscar el apoyo de los realistas. Con ese fin, se les había hecho creer que si la conspiración era exitosa pondrían a su padre, Ignacio Carrera, provisoriamente a la cabeza del gobierno, mientras no lo hacía en for ma definitiva el general Gaspar Vigodet, nombrado por la Regencia.

A las siete de la mañana del día fijado, Juan José Carrera, apoyado por granaderos y artilleros, se presentaba ante el Congreso para decirle a su Presidente, Joaquín Larraín, que la asamblea debía permanecer en su sala consistorial expresando así públicamente su aprobación a “la voluntad de los pueblos” y, luego, a la Junta Ejecutiva acompañando una providencia dictada “por el mismo pueblo”, para que fuera hecha pública llegando a ser conocida por todo el vecindario [133]. Seis días después, Bernardo O’Higgins enviaba al Presidente de la Junta Provincial de Concepción el siguiente oficio relatándole estos hechos y los que siguieron:


“Hallándome con licencia del alto Cong reso, para restablecer mi salud, por dos meses, en mi provincia, después de otros dos meses de cama, y con la comisión de presidir de tránsito la elección de Diputado de Curicó, por desavenencias entre el pueblo de aquel partido y su subdelegado [134], hice partir mi equipaje y al montar a caballo, a las 7 de la mañana del 15 del cor riente, tuve noticia que el Comandante del Cuerpo de Granaderos, don Juan José Carrera, había pasado oficio a la Junta Gubernativa, con copia de un bando para que lo publicase, convocando al pueblo para que se regenerase el Gobierno, y otro al Excelentísimo señor Presidente del Cong reso, para que mandase a los Diputados a concurrir a su Sala Consistorial para acordar lo conv eniente a esa reforma.
Esta novedad imprevista me hizo demorar hasta v er el resultado, de que acaso dependería el éxito de mi comisión; y como en todo este día 15 nada se hubiese concluido por la discordancia de los cuatro personeros que nombró el pueblo con los Jefes de los Cuerpos veteranos, en orden a los tres vocales que debían componer la Junta, se suspendió para el 16 la sesión per manente que tuvo el Cong reso desde las ocho y media del día hasta las ocho de la noche del 15, en que, por conclusión, se acordó se publicase nuevo bando para la concur rencia del pueblo patriótico, que debería nombrar de nuevo personeros de su satisfacción, a quienes significase sus peticiones, y ellos al Cabildo, a fin de que éste, notoriándolas a los Jefes militares para su uniformidad, las elevase al Congreso para su examen y decisión, encargando a los Jefes militares el buen orden, tranquilidad y seguridad pública en esa noche.
Esta indecisión me hizo quedar sin equipaje hasta el día 16 siguiente, en que se hizo todo lo prevenido. El Congreso se cong regó desde las ocho y media de la mañana para esperar el resultado y acordar confor me a las ocurrencias. La nueva discordancia del pueblo con los Jefes militares en orden a algunos puntos, y la perplejidad de éstos con las anotaciones o adiciones hechas a las proposiciones del pueblo, hicieron suspender la deliberación del Cong reso que se mantuvo hasta las nueve de la noche, a cuya hora vino a resolv er el punto principal, en que estaban todos de acuerdo, y fue que el Poder Ejecutivo o Junta de Gobier no se compusiese de solo tres vocales, que serían, por la provincia de Concepción, el señor Brigadier don Juan Martínez de Rozas, y yo de suplente o en propiedad si no viniese el señor Rozas; el Sargento Mayor don José Miguel Carrera por la de Santiago, y el doctor don Gaspar Marín por la del Norte o Coquimbo, reservándose para el lunes 18 la discusión y acuerdo de las demás proposiciones del pueblo y Jefes de los Cuerpos veteranos, en que había algunas diametralmente opuestas.
Me hallaba en mi casa sin noticia de esto, cuando se me mandó llamar por el alto Cong reso, a las ocho y media de la noche de ese día 16. Llegado, se me dijo por el Excmo. Señor Presidente don Juan Pablo Fretes, que estaba nombrado de vocal de la Junta de Gobier no en los términos antes insinuados. A esto contesté que mi salud no restablecida,
no me ponía en estado de desempeñar el cargo como debía; que desde mi ingreso al Congreso había movido y sostenido incesantemente una decisión por el sistema representativo, confor me a la v oluntad de mi provincia, que, no pudiendo el pueblo de Santiago tener derecho para elegir representante al Gobierno general por otras provincias, no me conformaba con esta convención ilegal y suplicaba se me eximiese de tal representación. El alto Cong reso me contestó que ya quedaba declarado el sistema representativo y el Gobier no compuesto de sólo tres v ocales. Conforme lo quería la provincia de Concepción, se gún oficio de su Junta Provincial que se había recibido felizmente esa misma mañana; que, si alguna circunstancia faltase para que fuese verdaderamente representativo, no debía detener me, porque era un nombramiento provisional que ratificaría mi provincia, pendiente la Constitución para la cual estaba algunos días antes nombrada una Comisión de Diputados; que, además, el Cong reso, que representaba el reino entero, se creía con derecho, a nombre de sus provincias, de nombrar, a lo menos provisionalmente, los vocales del Gobier no representativo, y que, sobre todo, para evitar la anarquía y fatales resultas al pueblo de la capital, que se halla congregado esperando la resolución, debía aceptar el cargo a que, a mayor abundamiento, el mismo Cong reso me obligaba sin recurso. En este conflicto, contesté que por evitar los males de la anarquía aceptaba el cargo, bajo la condición precisa de consultar sobre el particular a la provincia de Concepción y de estar en todo a lo que ésta me ordenase, bajo la inteligencia de retirarme de dicho cargo al momento que no aprobase mi representación a su nombre.
El alto Cong reso accedió a mis protestas, de que pedí el certificado que adjunto, y bajo ella me recibí y presté allí el juramento acostumbrado, a las nueve de la noche de este día 16. Todo lo que pongo en conocimiento de V. S. para que se sirva resolver y comunicarme lo que le parezca más conveniente” [135].


Este texto de Ber nardo O’Higgins revela, en forma magistral y ejemplar, a una consciencia respetuosa de las instituciones establecidas jurídicamente y de los límites de la representación a través de ellas y entre ellas de la soberanía popular.

Las reacciones de la Junta y del Cong reso habían sido esperables sobre todo después del ultimátum dado por Juan José Carrera [136] quien, si se da fe a Diego Barros Arana, “era conocido por un hombre de limitados alcances, desprovisto de la ilustración necesaria para poder apreciar la trascendencia de los actos que ejecutase contra la autoridad y el prestigio del congreso, y además violento e irreflexivo por carácter” [137].

En la noche entre el 15 y el 16 de noviembre, conspicuos patriotas se habían reunido para analizar los hechos y para llegar a establecer un modo de operar que contribuyera a que la sublevación militar debilitara lo menos posible las bases sobre las que se estaba construyendo el nuevo orden. Estaban seguros que la asonada militar no había sido preparada para perfeccionar el carácter representativo de la Junta y del Congreso, ni para establecer nuevas reformas que consolidaran lo mejor de lo ya realizado, sino que su objetivo había sido llevar al poder a José Miguel Carrera. La única figura que se hacían de él como líder futuro, “por su carácter impetuoso y absorbente, [era la de un] dictador peligroso para la libertad interior y aun para el afianzamiento de la revolución” [138]. Dada la irreversibilidad de lo sucedido, la única salida que se encontró fue acompañarlo en el gobierno por dos patriotas ejemplares, con la fortaleza para hacer sentir su voluntad en el gobierno.

La decisión condicionada adoptada por Bernardo no podía traer paz a su espíritu. Ella misma lo colocaba —como lo entendió Vicuña Mackenna— en una situación incómoda:


“una posición violenta a la dignidad de su carácter, no menos que a la pureza de su patriotismo, que nunca fue manchado por ningún egoísta impulso de propia ambición. Su embarazo nacía de que veía violada su propia conciencia en el escándalo de haber der rocado el gobier no establecido por el acuerdo general y en lo difícil que le era eludir la responsabilidad de su nuevo puesto, porque hecho miembro de aquel gobierno en representación de la provincia de Concepción, como Marín lo era por la de Coquimbo, no podía resolverse a renunciar su cargo, pues esto equivalía a conferir la dictadura absoluta en la persona de Carrera” [139].


José Gaspar Marín también se había excusado de aceptar el puesto, pero fue obligado a aceptarlo por razones patrióticas.

La respuesta de Concepción, aprobando la conducta de O’Higgins, llegó tres semanas después a sus manos. En ese lapso habían sucedido hechos que permitieron a los diputados reconocer la bondad de la selección de Gaspar Marín y Bernardo O’Higgins como vocales de la nueva Junta.


Disolución del Congreso Nacional

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La aceptación de José Miguel Carrera de ser acompañado en la Junta por Martínez de Rozas, o por su suplente O’Higgins, obedecía, sin dudas, a un cálculo político. Antes de consolidar definitivamente su poder en el reino prefería, si no la neutralidad, al menos la falta de confrontación con Concepción, considerada la segunda capital del reino, donde campeaban soldados y cañones y en donde residía Juan Martínez de Rozas, que tanta adhesión había recibido por parte de ella desde el inicio de la revolución y que había dado todo su apoyo a la Junta Central que Carrera había reemplazado.

El 20 de noviembre, con su sola firma, Carrera hizo público un manifiesto, que también envió a Concepción. En él justificaba la necesidad del nuevo gobierno porque, con la junta anterior, a pesar
Bernardo O’Higgins

como Director Supremo

(fuente MHN)
de que “cada hombre conocía las virtudes de los nuevos mandatarios [...], no se había consultado la voluntad libre del ciudadano; aparecía atropellada la representación general [...], aparecía, en una palabra, la nulidad más insanable” [140].

La realidad distaba mucho del gobierno representativo tal como era anunciado en aquel manifiesto:


“Así se verificó el memorable día 16 del cor riente, —decía— en que, reunida en una for ma apacible la más respetable asamblea, constituido el Congreso en la plenitud más señalada de su alta representación, se escuchó el voto libre del reino, que unánime aclamó el gobierno representativo [servido por la Junta]. Así se resolvió y desde aquel momento solo ha resonado el eco de la confianza” [141].


Las desavenencias entre Carrera y los otros vocales de la Junta eran continuas. El mismo José Miguel Carrera recordaba en su Diario Militar:


“Me veía entre cuatro enemigos [los dos vocales y los secretarios Agustín Vial y Juan José Echeverría] y a cada paso tenía que estudiar el modo de evitar una explicación dura. En el poco interés que mostraban por trabajar, en sus semblantes y disposiciones conocía yo la mala fe de sus intenciones. Las amistades de Marín y sus continuas sesiones en el Congreso, eran otros tantos motivos que me obligaban a observarlo con mucha atención” [142].


Por otra parte, más de dos tercios de los diputados no participaban en las actividades del Congreso. Los que restaban, pasaron a la Junta la consideración de las peticiones for muladas anterior mente.

Diversos rumores recorrían nuevamente la capital sobre las intenciones de los Carrera. Entre los jóvenes oficiales se comenzó a gestar un movimiento sedicioso encabezado, al parecer, por los hermanos Huici, José Antonio y José Domingo, emparentados con la familia Larraín, y que tendría por objeto asesinar a los her manos Carrera.

Avisado Luis Carrera, fueron apresados e interrogados por el mismo José Miguel dos de los participantes, sin comunicarlo al resto de la Junta. En la madrugada del día siguiente, aquél decretó la prisión de once personas, casi todas emparentadas con fray Joaquín Larraín. Entre ellos, Juan Mackenna y su cuñado Francisco Vicuña, Martín y Gabriel Larraín y José Gregorio Argomedo.

José Miguel Carrera informó de los hechos a O’Higgins y a Marín, los cuales le reprobaron el haberse constituido en juez y parte durante la investigación. Del mismo modo, al informar al Congreso recibió los mayores reproches por parte de los diputados. “No era difícil divisar —dice Diego Barros Arana, después de relatar por menorizadamente estos acontecimientos— que se abría una era de violencias y de atropellos en que el congreso tenía que desaparecer” [143].

Carrera hizo pública una proclama “extravagante por su forma y por su fondo” [144] en la que contaba el proyecto de asesinato a que había sido sometida su familia, incluida las mujeres. Con su estilo inconfundible, que mantuvo mientras fue autoridad política, no temió declarar abiertamente que la legitimidad de su Junta estaba asegurada por la fuerza de las armas:


“Pero si la suerte trajo a manos de los buenos chilenos a los infames y tiranos más horrendos, —decía— su causa irá al fin y su sang re lavará su delito. La tiranía no conseguirá sus intenciones por más que medite y que piense. Todos los malos son pocos para penetrar la salud chilena, mientras la guar nece la bar rera robusta de unas tropas fuertes, decididas todas por su bien. Mas, como ellos son pensadores, y el impío no cesa de maquinar, es necesario que estemos sobre las armas” [145].


José Miguel Carrera había mantenido a las tropas de Santiago sobre las armas e hizo venir a la capital a las milicias de Melipilla y de Rancagua. Los jefes de estas, así como las de Santiago, le eran fieles, atraídos por su personalidad o por el convencimiento que no había otra alternativa posible. En cuanto a los cuerpos de línea (granaderos, artillería), éstos estaban mandados por sus hermanos. Por otra parte, los únicos militares con ascendientes sobre las tropas, el coronel Juan Mackenna y el comandante Juan de Dios Vial, a pesar de haber negado en sus confesiones alguna participación en la tentativa de asesinato por la cual se los acusaba, estaban encarcelados en el Palacio del Cabildo, que en su segundo piso era la cárcel de la ciudad, y en el Cuartel de Asambleas, respectivamente.

En su Diario Militar José Miguel Carrera recuerda lo que en ese momento tenía claro: “Era ya de absoluta necesidad destr uir el Cong reso, pues a más de ilegitimidad e ineptitud, encer raba porción de asesinos, y era el centro de la discordia, de la revolución, de la ambición y de cuanto malo puede creerse” [146]. Para él, el núcleo de todos estos vicios residía en la familia Larraín: “era pues forzoso elegir entre nuestra muerte y la esclavitud de Chile, o el abatimiento de la familia de Larraines y sus adictos [...] y concluiremos que para destruir la Casa era preciso destr uir el Congreso” [147].

A las diez de la mañana del 2 de diciembre, se presentaron en la plaza mayor todos los regimientos presentes en la capital, apoyados por un tren de artillería. Los cañones fueron dirigidos hacia la sede del Congreso y se apostaron centinelas en todas las puertas que no dejaban salir a nadie. Un bajo número de diputados que se encontraban en la sala de sesiones, entre ellos los íntimos amigos de Bernardo, Pedro Ramón Arriagada y Juan Pablo Fretes, recibieron a un emisario de las tropas que presentó al presidente, Joaquín Echeverría, un pliego firmado por nueve jefes militares. Los firmantes decían que “era voluntad de éste suspender las sesiones del Congreso hasta que noticiado el reino de su motivo, resolviera lo que condujese al mejor orden del estado” [148]. Además, exigían que al disolverse el Congreso se entregaran todos sus poderes al Directorio Ejecutivo.

Mostrando claramente su molestia, los diputados entregaron un oficio de respuesta a los comandantes militares, señalando que quedaba suspendido el Cong reso hasta avisar a las provincias del reino, nada obstaba a ello porque no necesitaba ser un cuerpo permanente.

Para Carrera esta declaración no era suficiente, por lo cual presionó fuertemente a los diputados para que fir masen un bando de la Junta de Gobierno, que O’Higgins y Marín tampoco habían firmado [149].

El bando señalaba que la división de la autoridad suprema en los directores ejecutivo y legislativo, era la causa de las convulsiones políticas sufridas por el país; que esta división se abrió en el reino inoportunamente; que el pueblo de Santiago optó por pedir la suspensión de las sesiones mientras eran infor madas las provincias del motivo; que las tropas “oyeron su clamor” [150] y siendo una parte importante de la ciudadanía lo representaron, consiguiendo lo que correspondía a una solicitud justa; que la junta (que hacía publicar el bando) estaba persuadida que para que en los estados exteriores no pareciese obra de la fuerza este hecho, que era expresión de la voluntad más libre, debía hacerse en un cabildo abierto; pero el notabilísimo riesgo existente “cuando aun no hemos descubierto todos los traidores que atentaron sang rientamente poco ha contra la salud general y cuando aun existen entre nosotros” [151] llevó a buscar otro medio más fácil y expedito.

El acta fue firmada, además de Carrera, por los diez diputados asistentes a la sesión, casi todos desafectos a él, presionados por la fuerza de las armas.

Detenidos en el congreso, los ofendidos diputados recibieron una comunicación que los autorizaba a retirarse a sus casas con la obligación de no ausentarse de la capital sin permiso previo. Asimismo, el oficio disponía la entrega, bajo inventario, al primo hermano de los Carrera, Juan Antonio Carrera, de todos los papeles que for maban el archivo del Congreso. José Miguel Carrera envió emisarios a todas las provincias donde, hasta las orillas del Maule, los cabildos aprobaron la disolución del Congreso.

Al día siguiente, los vocales Bernardo O’Higgins y Gaspar Marín renunciaron a sus cargos. Marín después de aducir razones personales y familiares dio, irónicamente, como referencia política el hecho de haber llegado “la época en que el pueblo (según lo exponen los comandantes de las tropas militares), espera el principio feliz de su regeneración civil” [152].

La renuncia de Bernardo O’Higgins fue presentada así:


“Excmo. Señor: Las incesantes enfer medades que he sufrido desde mi llegada a esta capital, me obligaron a suplicar al alto cong reso me eximiese del cargo de suplente del señor don Juan Martínez de Rozas, representante por la provincia de Concepción en el directorio ejecutivo. Al presente ocurro a la justa benignidad de V. E. para que teniendo consideración de mis padecimientos, la postergación de mis intereses por la ausencia de mi país, y finalmente, la decadencia de mi salud por falta de los aires del campo, se sir va nombrar otro suplente por la citada provincia, bajo la protesta que desde luego hago de reg resar dentro de tres meses, si para entonces se me conceptualise (sic) útil, sirviéndose V. E. conceder me la correspondiente licencia. Es g racia que con justicia espero conseguir de la integ ridad de V. E. Santiago, diciembre 3 de 1811.- Ber nardo O’Higgins” [153].


Como se ve, O’Higgins usa su acostumbrado estilo respetuoso de la autoridad. Según el secretario John Thomas, estando preso en el Palacio del Cabildo, Juan Mackenna le había enviado una nota advirtiéndole que obrara con cautela para prevenir reacciones inconsultas y peligrosas.

Carrera aceptó la renuncia de Gaspar Marín cuya conducta siempre le parecía sospechosa, en cambio no aceptó la de Bernardo O’Higgins, porque recelaba de su reg reso a Concepción. Empero, la reacción de la Junta de Concepción ante los sucesos de Santiago —que incluyó un oficio dirigido al Presidente del Congreso pidiéndole le infor mara sobre ellos y ofreciéndole, si era conveniente o necesario, la marcha de tropas de la provincia hasta la capital— llevó a Carrera a visitar a O’Higgins para pedirle que, como delegado del Gobier no de Santiago, se trasladase a Concepción para hacerle presente a la Junta de aquella provincia sus intenciones pacíficas.

El chillanejo entendió que de su acción dependía poner término a la anarquía y volver a reunir todas las fuerzas y recursos en bien de la causa común, y aceptó la misión. ¿Qué lo llevó a acceder al deseo de José Miguel Carrera y ser su representante ante la Junta de Concepción?

Once años después, el 23 de julio de 1822, dio una respuesta:


“Al primer Congreso no se dejó hacer todo el bien que deseaba, porque no se había experimentado lo que vale el buen orden, y la pasión de algunos fue superior a la razón [...] . En la primera época de nuestra revolución, sacrifiqué mi obediencia a errores y desgracias que sumieron la Patria en dura esclavitud. Volví en busca de su libertad, y recibí su dirección en días de placer y de luto” [154].


Es claro que primaba en O’Higgins su rechazo a la anarquía, pero ¿A qué debía obediencia, según sus palabras?

Dos observadores extranjeros, ambos británicos, pueden contribuir a aproximarse a una respuesta. El comerciante metalúrgico Johns Miers, socio de Lord Cochrane, afirmó sobre el prócer: “Puede decirse que ha sido el único individuo en el poder que tomó a pecho el bien de su país; el único hombre desinteresado que tuvo autoridad: su sola ambición fue promover el bien del país” [155].

El segundo observador, el historiador Simon Collier —quien reconocía a la historia de Chile como su gran pasión intelectual y que ocupó cinco años de su vida estudiando la mentalidad política de los actores criollos que realizaron “el gran drama de la emancipación” [156] — comentando la afirmación de O’Higgins: “Solo la futura suerte de Chile ha podido sostener mi corazón y mi espíritu” [157], Exponía: “las frases bellas como ésta suelen ser sospechosas pero lo son menos que de costumbre, creo yo, en el caso de Ber nardo O’Higgins” [158].

Disuelto el Congreso, ter minaba para Bernardo O’Higgins Riquelme la primera etapa importante de su servicio público, la que la enfermedad le impidió realizar a cabalidad. En ella, su determinación por hacer realidad la representación parlamentaria sólo puede equipararse con su desinterés en la acción pública, ambos son materia de orgullo para todo chileno que lo reconoce como Padre de la Patria.



  1. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit. Tomo I, pp. 3-4.
  2. Martínez, Fray Melchor. “Memoria histórica sobre la Revolución de Chile: Desde el cautiverio de Fernando VII, hasta 1814”. Imprenta Europea, 1848. p. 64.
  3. José Miguel Infante nació en Santiago en 1778. Se recibió como abogado a fines de 1806. Leyó las obras de los autores ilustrados franceses, teniendo acceso a ellas gracias a que su tío mater no, José Antonio de Rojas, las había traído de Europa.
  4. Eyzaguir re, Jaime. “Ideario y r uta de la emancipación chilena”. Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1993, pp. 113 -114.
  5. Ibíd., p. 103.
  6. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit. Tomo I, pp. 5 -6.
  7. Archivo Nacional, op. cit. Tomo I, p. 72.
  8. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit. Tomo I, pp. 7 -8.
  9. Ibíd. p. 7.
  10. Ibíd. pp. 9 -11.
  11. Ibíd. p. 10.
  12. Ibídem.
  13. Ibídem.
  14. Ibíd. p. 12
  15. Varas Velásquez, Miguel. “El Congreso Nacional de 1811”. En Revista Chilena de Historia y Geografía, Año III, Tomo V, 1er. trimestre de 1913, N° 9 (pp. 291-391), p. 297.
  16. Archivo Nacional, op.cit. Tomo I, pp. 144-146.
  17. El historiador Crescente Errázuriz explica de este modo uno de los fundamentos ideológicos para el distanciamiento de muchos de los que abrazaban la causa revolucionaria respecto de Juan Martínez de Rozas, sintiéndose más cercanos a Juan Antonio Ovalle. “Ese recelo —dice— habíase necesariamente de aumentar, si, como Rozas y Rojas, los promotores de las nuevas ideas se manifestaban al propio tiempo discípulos y admiradores de los enciclopedistas ir religiosos”. La crónica de 1810, En: Revista Chilena de Historia y Geografía, Año III, Tomo V, 1er. trimestre de 1913, N° 9 (pp. 20-36), pp. 33 -35.
  18. Barros Arana. op. cit. Tomo VIII, pp. 392-393.
  19. Ibíd., p.393.
  20. Valencia, “Pensamiento de O’Higgins...”, op. cit., pp. 111 -112.
  21. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit. Tomo I, pp. 25-26.
  22. Ibíd. pp. 27-28.
  23. Entre ellos estaba Manuel Bulnes Quevedo, amigo de Bernardo O’Higgins, que posterior mente abandonaría sus ideas revolucionarias.
  24. Barros Arana, op. cit. pp. 371 -372.
  25. Valencia Avaria, Luis. “Anales de la República”, Tomo I. Imprenta Universitaria, Santiago de Chile, 1951, pp. 265-266.
  26. Ibíd. p. 266.
  27. Ibíd. p. 264.Ibíd. p. 264.
  28. Valencia, “Bernardo O’Higgins...”, op. cit., p. 66.
  29. Ibíd. p. 64.
  30. Ibíd. p. 67.
  31. Archivo Nacional, op. cit. Tomo I, pp. 148 -149.
  32. Ibíd. p.148.
  33. Ibídem.
  34. Ibíd. p. 149.
  35. Se llaman malocas a los ataques inesperados de indígenas contra poblaciones de españoles o de otros indígenas.
  36. Archivo Nacional, op. cit. Tomo p. 149
  37. Ibídem.
  38. Ibídem.
  39. Ibídem.
  40. Ibídem.
  41. Ibídem.
  42. Archivo Nacional, op. cit., Tomo I, pp. 146 -148.
  43. Ibíd. p. 147.
  44. Ibíd. p. 148.
  45. La Junta rioplatense entre sus esfuerzos por influir en el curso de los acontecimientos en Chile, le había dado a Álvarez Jonte tareas específicas de propaganda en pro de la organización en Chile de una “representación legítima” (Collier, op. cit., p. 64).
  46. Archivo Nacional, op. cit., Tomo I, pp. 113 -115 . Los doce fir mantes son los que pertenecían al bando más radical en el Congreso.
  47. No hacía mucho tiempo que fray Camilo Henríquez estaba viviendo en Santiago, pero ya era conocido entre los patriotas moderados y radicales como un hombre culto que adhería al movimiento revolucionario; por eso se le había encargado la proclama que circuló en la capital antes de las elecciones de diputados y el presente sermón.
  48. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit. Tomo I, p. 34.
  49. Ibídem.
  50. Ibídem.
  51. Ibídem.
  52. Ibíd. pp. 34-35.
  53. La sala en que había tenido su despacho el Tribunal de la Real Audiencia. Las paredes fueron blanqueadas con cal y se colocaron bancos sólidos pero sencillos para asiento de los diputados.
  54. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit. Tomo I, pp. 38 -43.
  55. Leído por el Secretario, de acuerdo a la infor mación de un testigo no presencial, Manuel Antonio Talavera, español monárquico que llevó una crónica de la revolución chilena con el fin de enviársela al rey.
  56. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit. Tomo I, p. 38.
  57. Ibídem.
  58. Ibíd. p. 39.
  59. Ibíd. pp. 39-40.
  60. Ibíd. p. 40.
  61. Ibídem.
  62. Ibíd. pp. 40 -41.
  63. Ibíd. p. 40.
  64. Ibídem.
  65. En relación con Suiza, Martínez de Rozas seguramente se refería a la constitución para una nueva República Helvética centralizada, aprobada en abril de 1798, bajo la presión de los ejércitos de la Francia napoleónica, respaldados por revolucionarios suizos.
  66. William Penn (1644-1718) fundó la colonia cuáquera de Pennsylvania (E.E.U.U.). Martínez de Rozas se refería entonces a la Constitución de Filadelfia de 1787.
  67. Barros Arana, op. cit. Tomo VIII, p. 388.
  68. Ibíd. p. 390.
  69. Errázuriz, op. cit., pp. 24-25.
  70. Una de estas piezas, en extremo violenta, que acusaba a la mayoría del congreso y al partido dominante de estar preparando el restablecimiento del viejo régimen, se iniciaba con estas sugerentes palabras: “¡Caros chilenos! Vacila el sistema”. (Barros Arana, op. cit. Tomo VIII, pp. 396 -397).
  71. Barros Arana, op. cit. Tomo VIII, pp. 401 -402.
  72. Manuel Pérez de Cotapos, Diputado propietario por Talca, presidente, y el presbítero Juan Cerdán, Diputado propietario por Concepción, vicepresidente, ambos contrarios al rompimiento con la metrópoli.
  73. El general José María de la Cruz, en su carta a Miguel Luis Amunátegui (“Recuerdos de don Bernardo O’Higgins”. Ed. Andrés Bello, Santiago de Chile, 1960, pp. 62-63) escribió que cuando el sentimiento de Ber nardo O’Higgins estaba agitado por una pasión generosa o por el odio se convertía “en elocuente, lógico en sus concepciones, que fortalecía con una energía de expresión que sin duda se la producía o daba la convicción de exactitud en las ideas. Creo que si hubiera tenido ocasión de aparecer como representante en los bancos parlamentarios, en cuestiones de interés público, tal vez habría alcanzado la fama de orador, pues a lo dicho tenía la ventaja de conservar, en medio de esa expresión enérgica, toda la calma y la serenidad necesarias para no divagar. Su expresión o estilo no era tan florido ni sofístico, pero se presentaba conveniente en fuerza de ese talento especial que tenía para resumir en un círculo o cuadro pequeño el conjunto de las ideas. En esto se conocía que su escuela había sido la inglesa”.
  74. Barros Arana, op. cit. Tomo VIII. p. 403.
  75. Ibíd. p. 404.
  76. Ibíd., pp. 406 -407.
  77. Ibíd. p. 404.
  78. En realidad, había algo de ironía en la renuncia de Eyzaguirre: “Cuando me vi honrado con tal comisión, creí poder desempeñarla con aptitud i la eficacia que exige cargo tan delicado [...] ahora solo, en el Congreso, en compañía de tantos Cicerones, he conocido el er ror de mi fantasía”. (Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit. Tomo I, p. 44).
  79. Ibídem.
  80. Ibídem.
  81. Barros Arana, op. cit., Tomo VIII, p.409.
  82. Varas, op. cit., p. 335.
  83. Ibíd. pp. 335 -336 . Los diputados desean aclarar que, a la posibilidad de ser cambiado, no es inherente la necesidad de serlo.
  84. Ibíd. pp. 337 -338.
  85. Ibíd. p. 338.
  86. Ibídem.
  87. Ibíd. pp. 338 -340 . Fir man Juan Pablo Fretes, Luis de la Cruz, Bernardo O’Higgins, Pedro Ramón de Ar riagada y José Santos de Mascayano (29 de julio de 1811).
  88. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit. T. I, pp. 49 -50.
  89. Ibíd. p. 49
  90. Ibíd. p. 50
  91. Ibídem.
  92. Se mantiene la grafía del texto original.
  93. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, Tomo I, p. 52.
  94. Ibíd. pp. 54-57.
  95. Ibíd. p. 54.
  96. Barros Arana, op. cit., Tomo VIII, pp. 420-421.
  97. Denominación dada en su tiempo a los médicos.
  98. Archivo Nacional, op. cit., Tomo I, pp. 171 -176.
  99. Vicuña, “El ostracismo del General...”, op. cit. pp. 136-137.
  100. Barros Arana, op. cit., Tomo VIII, p. 429.
  101. Ibíd. p. 435.
  102. En definitiva quedaron nombrados siete. Sobre este punto Diego Barros Arana difiere de lo expresado por José Miguel Carrera en su Diario Militar. Según el primero, apoyándose en el Bando del Congreso, de 5 de septiembre de 1811, el séptimo diputado correspondería a la exclusión de Agustín Eyzaguirre de la lista de diputados salientes obligatoriamente. Carrera, en cambio, dice que después de concedida la reducción de los diputados a seis “conociendo frai Joaquín [Larraín] que en Correa [de Saa] tenía un excelente auxiliar, lo dejó por su antojo en el Congreso, siendo así que quedaban 7 diputados por Santiago.” (Carrera Verdugo, José Miguel. “Diario del Brigadier General D. José Miguel Carrera”. Tomo I, Edimpres Ltda., Santiago de Chile, 1986, p. 13). Carlos Correa de Saa renunció voluntariamente el 30 de septiembre, según sus palabras en el acta de la sesión de aquel día, “para que así quede reducido el número de los de la capital al de seis, que se estableció en la instrucción circulada a las provincias”, (Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit. Tomo I, pp. 105 -107).
  103. El Congreso aprobó que estas facultades serían las que pudieran adaptarse a la Junta de Gobier no, pero por acuerdo suyo. Se presentó un proyecto sobre esta materia que se discutió largamente sin ser nunca aprobado.
  104. Barros Arana, op. cit., Tomo VIII, p. 444.
  105. Ibídem.
  106. Ibíd. p. 446.
  107. El Justicia Mayor conocía de los pleitos civiles y criminales en primera instancia.
  108. Barros Arana, op. cit., Tomo VIII, p. 446.
  109. Ibíd. pp. 446 -447.
  110. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit. Tomo I. pp. 82-85.(sic)
  111. Todos estos documentos fueron encontrados por el historiador Diego Barros Arana en el archivo particular de Bernardo O’Higgins y otros le fueron donados por el hijo del prócer, Pedro Demetrio O’Higgins Puga.
  112. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit., Tomo I, p. 85 . Se ha respetado la grafía del autor del texto.
  113. Ibídem.
  114. Feliú, op. cit. p. 19.
  115. Carrera, op.cit., p. 14.
  116. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit., p. 67
  117. Ibíd, p. 91.
  118. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit., Tomo I. p. 112. En la misma sesión se dio cuenta, sin infor mar quién la hacía, de una solicitud en la cual se pedía per miso para trabajar en la formación de una imprenta.
  119. Ibíd. p. 122.
  120. Ibíd. p. 133.
  121. Ibídem.
  122. Ibíd. p. 168.
  123. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit., Tomo I. pp. 144 -147.
  124. Barros Arana, op. cit., Tomo VIII, p. 472.
  125. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit., Tomo I. pp. 132-134.
  126. Valencia, “Bernardo ÓHiggins...”, op. cit. p. 73.
  127. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit. Tomo I. p. 119.
  128. Al Colegio de Naturales, creado por Real Cédula del 11 de mayo de 1697, a objeto de disponer de un establecimiento para la educación de los hijos de los caciques de Arauco, fue enviado Bernardo O’Higgins por su padre, en el año 1788. En la sección para españoles nobles, anexa al Colegio de Naturales, fue compañero de estudios de su colega Diputado, Pedro Ramón Arriagada, y del futuro ministro, José Antonio Rodríguez Aldea.
  129. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit., Tomo I. p. 119.
  130. Barros Arana, op. cit., Tomo VIII, pp. 479-482.
  131. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit., Tomo I, pp. 182-183.
  132. Ibíd., Tomo I, p. 168.
  133. Barros Arana, op. cit, Tomo IX, pp. 18 -19.
  134. En la sesión del 7 de noviembre de 1811 se había comisionado al diputado Ber nardo O’Higgins para que presidiera las elecciones de diputados en Curicó que se habían complicado por diversos motivos.
  135. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit. pp. 191 -192.
  136. En lo fundamental decía así: “Hace presente, por último, a V.A. que dentro de quince minutos espera tener noticias de la publicación del bando [...] . Es muy ajeno de los sentimientos pacíficos del comandante de granaderos per mitir que reviente la fuerza; pero la necesidad influye sin resistencia cuando llega el último extremo” (Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit., Tomo I. p. 186).
  137. Barros Arana, op. cit., Tomo IX, p. 24.
  138. Ibíd. p. 34.
  139. Vicuña Mackenna, “El ostracismo del General...”, op. cit. p. 142.
  140. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit., Tomo I, pp. 191 -192.
  141. Ibídem.
  142. Carrera, op. cit. p. 16. Diego Barros Arana anota sobre este pasaje que, por supuesto, Car rera trataba de justificar su actitud y hacer pesar sobre sus colegas la responsabilidad de aquellas trascendentales desavenencias (Barros Arana, op. cit. Tomo IX, p. 39).
  143. Barros Arana, op. cit., Tomo IX. p. 46.
  144. Ibíd. p. 47.
  145. Ibíd. p. 48.
  146. Carrera, op. cit. pp. 17 -18.
  147. Ibídem.
  148. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, op. cit. Tomo I. p 195.
  149. Ibíd. pp. 195 -196.
  150. Ibíd. p. 195.
  151. Ibídem.
  152. Valencia, “Bernardo ÓHiggins...”, op. cit. p. 81.
  153. Barros Arana, op. Cit., Tomo IX, p. 58.
  154. Sesiones de los Cuerpos Legislativos, Tomo VI, pp. 27-28.
  155. Miers, John. “Travels in Chile and La Plata”. Tomo II, p. 36, Londres, 1826.
  156. Collier, op. cit. p. 1.
  157. “Manifiesto del Capitán General de Ejército Don Ber nardo O’Higgins a los pueblos que dirige”. 1820. Disponible en: http://www.memoriachilena.cl/mchilena01/temas/documento_detalle.asp?id=MC0001629
  158. Collier, op. cit. p. 226.