El dios implacable

EL DIOS IMPLACABLE



I

La sirena de la fábrica vibró largo rato en el aire, anunciando el comienzo de la jornada de trabajo. Sus sonidos roncos, incesantes, parecían salir de debajo de la tierra y esparcirse por la superficie. El alba melancólica de un día lluvioso de agosto daba a los silbidos de la sirena un carácter enojoso y amenazador.

El ingeniero Bobrov se había levantado ya y estaba sentado a la mesa, dispuesto a tomar el desayuno. Desde hacía algunos días, Andrey Ilich —este era su nombre sufría de insomnio. Después de acostarse por la noche, con la cabeza pesada, se dormía inmediatamente, con un sueño nervioso, inquieto; pero mucho tiempo antes de salir el sol se despertaba molido, extenuado y de muy mal humor.

La causa de ello, sin duda, era el exceso de trabajo físico y moral, así como su antigua costumbre de recurrir a la morfina, contra la que se ha emprendido últimamente una lucha enérgica.

Ahora, sentado cerca de la ventana, tomaba a pequeños sorbos el, te, que le parecía insípido, con sabor a hierba. Las gotas de lluvia corrían en zig—zag sobre los vidrios. El patio estaba lleno de charcos de agua. Se veía por la ventana un pequeño lago cuadrado, al que servían de marco árboles de rico follaje, de un verde grisáceo. Empezaba a soplar el viento, ondulando levemente las aguas del lago. La hierba amarillenta, aplastada por la lluvia, se tendía impotente por tierra. Las casas de la aldea vecina, los árboles del bosque, que se vislumbraba en el horizonte como una cinta festoneada, las tierras de labor, formadas de cuadrados negros y amarillos..., todo estaba envuelto como en una neblina gris.

Eran las siete cuando Bobrov, después de ponerse una capa de tela impermeable, con un capuchón, salió de su casa. Como muchos hombres nerviosos, sentíase mal por la mañana: su cuerpo estaba débil, le dolían los ojos, como si alguien los cerrase desde fuera; tenía en la boca un sabor desagradable. Pero sufría, sobre todo, por la discordia interior que le amargaba desde algún tiempo. Los colegas de Bobrov, los ingenieros, que consideraban la vida desde un punto de vista simple y estrictamente práctico, se hubieran mofado de él, sin duda, de saber las causas de sus sufrimientos morales, o al menos, no le comprenderían. A diario se iba haciendo en él cada vez más profundo el disgusto, casi el horror, que la fábrica y su empleo le ocasionaban.

De seguir las inclinaciones y gustos de su alma, se hubiera dedicado a los estudios científicos,, al profesorado o a la agronomía. Su profesión de ingeniero no le producía ninguna satisfacción y, a no ser por su madre, hubiera abandonado el Instituto Electrotécnico al tercer año de sus estudios.

Su carácter tierno, casi femenino, sufría indeciblemente ante la realidad cruel, con sus obligaciones cotidianas e imperiosas. Las pequeñas cosas, indiferentes para los demás, a él le causaban penas profundas y prolongadas.

Su exterior era modesto, y no tenía nada notable. No era alto, y a pesar de su delgadez, se adivinaba en él una fuerza nerviosa, fogosa. Laś cejas espesas daban a sus ojos grises una expresión severa, casi ascética. Los labios eran nerviosos, finos, pero no malvados; la barba y el bigote, poco poblados, como de un joven. Pero lo más atractivo de su rostro era su sonrisa. Cuando reía, sus ojos cobraban ternura y júbilo y toda su faz adquiría una expresión muy dulce.

Después de andar media "versta", subió a una colina. Bajo sus pies se descubría el amplio panorama de la fábrica, que se extendía en un espacio de 50 "verstas" cuadradas. Era una verdadera ciudad de ladrillo rojo, con un bosque de chimeneas ennegrecidas por el humo; una ciudad inundada de olores de aceite, de hierro quemado y de carbón, llena siempre de un ruido infernal. Cuatro altos hornos dominaban esta ciudad, con sus chimeneas gigantescas. Junto a ellos, se levantaban ocho enormes torres de hierro, dedicadas a la circulación del aire caliente. Alrededor de los altos hornos había dispersos otros edificios: los talleres de montaje, de fundición, de lavado, de construcción de locomotoras, de fabricación de raíles, etc.

La fábrica descendía en tres inmensas terrazas naturales. En todas las direcciones corrían pequeñas locomotoras. Después de aparecer en la plataforma inferior, subían a lo alto con un silbido penetrante, ocultábanse por algunos segundos en los túneles, salían de ellos envueltas en un vapor blanco; finalmente, con un ruido formidable, corrían, como por un camino aéreo, sobre los puentes de piedra suspendidos, desde donde descargaban en las chimeneas de los altos hornos el mineral y el cok.

Más lejos, detrás de aquella terraza natural, la mirada se perdía en el caos: allá se estaban construyendo dos altos hornos más, el quinto y el sexto. Parecía que un temblor de tierra horroroso había arrojado a la superficie los innumerables montones de piedra, de ladrillos de todas las dimensiones y de todos los colores, pirámides de arena, de madera y de hierro. Todo esto se amontonaba en pleno desorden, aquí y allá. Los cientos de vehículos y los millares de hombres parecían hormigas de un gigantesco hormiguero hundido. El fino polvo blanco no hacía daño a ojos, lo envolvía todo como en una neblina.

Más lejos todavía, en la línea del horizonte, cerca de un largo tren de mercancías, se hallaban los obreros ocupados en la descarga. Bajaban por las planchas inclinadas, colocadas n cada vagón, ladrillos y barras de hierro que, al caer, llenaban la atmósfera de un ruido penetrante.

Los vagones vacíos se dirigían hacia el tren; los otros, cargados hasta arriba, se alejaban.

Millones de sonidos se mezclaban allí, en un ruido incesante: los golpes de los martillos, de las hachas, los silbidos de las locomotoras y de las chimeneas; a veces las explosiones subterráneas que estremecían los alrededores.

Era un cuadro sobrecogedor, impresionante. El trabajo humano se agitaba allí como un inmenso mecanismo muy complicado y muy preciso. Millares de hombres, ingenieros, albañiles, carpinteros, mecánicos, cerrajeros, cavadores, ebanistas y herreros, acudían allí desde diferentes rincones de la tierra, para dar, obedeciendo a la ley férrea de la lucha por la existencia, todas sus fuerzas, capacidad, salud, su inteligencia y su energía, el genio del progreso industrial.

Aquel día, Bobrov sentíase peor. Esto sucedíale muy raras veces: tres o cuatro al año, sobre todo en las mañanas de otoño, cuando llovía, o en las noches de invierno, cuando helaba. Entonces se ponía nervioso e irascible en extremo.

Todo a su alrededor le parecía insulso, monótono; los rostros humanos, enfermizos y oscuros; y las palabras, que llegaban de lejos, sólo le producían enojo.

Sobre todo, irritábanle ahora, al atravesar el taller de los raíles, los rostros pálidos, ennegrecidos por el carbón y resecados por el fuego, de los obreros. Viéndoles trabajar en la atmósfera cálida del hierro candente, mientras el viento frío de otoño penetraba por las puertas abiertas, casi experimentaba un sufrimiento físico. En estos momentos, se avergonzaba de su exterior bien cuidado, de su ropa fina y de sus tres mil rublos de sueldo al año.

II

Se detuvo en un horno y siguió con la mirada el trabajo que se hacía en él. A cada momento abríase ampliamente la enorme boca flamante, para tragarse los grandes trozos de acero, de trescientos kilogramos cada uno, que salían en caldo de la enorme estufa. Un cuarto de hora más tarde, aquellos pedazos de acero, después de pasar, con un ruido formidable, por docenas de máquinas de rodaje, caían en el otro extremo, convertidos en largos rieles brillantes y pulimentados.

Alguien puso la mano sobre el hombro de Bobrov. Este se volvió, malhumorado, y vió a su colega, el ingeniero Sveyevsky.

Este hombre, de busto un poco inclinado hacia adelante, como si estuviera siempre en actitud de saludar a alguien, con su eterna sonrisa—una risita de contento, y su hábito de frotarse las manos, no le gustaba a Bobrov. Había en él algo humillante, y al mismo tiempo una expresión de ultraje y de maldad. Siempre estaba al corriente, antes que ninguno de sus colegas, de todas las intrigas y chismes, y los comunicaba a los demás con mucho regocijo, sobre todo a aquellos para quienes fuera desagradable. Al hablar, se agitaba mucho y tocaba a su interlocutor las manos, los hombros, los botones de la americana.

—¡Hace mucho tiempo que no se le ve a usted!—exclamó, con su risita antipática, apretando largo rato la mano de Bobrov—. ¡Se pasa usted mucho tiempo en casa leyendo! ¡Siempre leyendo!

—¡Buenos días!—respondió secamente Bobrov, retirando su mano—. No estoy bien del todo estos días.

—La familia Zinenko le echa a usted mucho de menos —dijo, subrayando sus palabras—.

¿Por qué no va usted ya por su casa? Anteayer estuvo allí el director y preguntó por usted. Se hablaba de los altos hornos, y el director tuvo para usted elogiosdijo irónicamente Bo¡Muy complacido!

brov, saludando.

—No; en serio... El director dijo que la administración aprecia a usted mucho, como ingeniero de grandes conocimientos, y que puede usted llegar muy lejos, si quiere. Según él, no había por qué encargar el proyecto de la fábrica a ingenieros franceses, cuando se tiene al servicio de la Empresa hombres como usted. Pero...

"Ahora va a decir algo desagradable", pensó Bobrov.

—Pero el director dice que hace usted mal en aislarse tanto de la sociedad. Le da usted la impresión de un hombre demasiado encerrado, con quien no sabe uno a qué atenerse... ¡Ah, sí, a propósito!... Sveyevsky se golpeó de pronto la frente. Estoy charla que charla y olvido precisamente lo esencial: el director ruega a todos los ingenieros que mañana, al medio día, vayan a la estación.

— Llega algún compañero?

—¡Eso mismo! ¿A que no adivina usted quién?

El rostro de Sveyevsky adquirió una expresión pícara y triunfante. Se frotaba las manos.

Visiblemente sentía un gran placer de comunicar la noticia sensacional.

—No sé, a fe mía. No soy adivino.

—Trate usted de adivinar, a pesar de todo.

Bobrov guardó silencio y, con gran atención, siguió los movimientos de la máquina que estaba cerca de él. Sveyevsky lo notó, y su agitación aumentó.

¡No lo adivinaría usted nunca! Pues bien; para que no se rompa usted la cabeza: ¡Se espera al mismo Kvachnin!

Pronunció este nombre con tanto respeto seryil, que Bobrov quedó profundamente disgustado.

¡Pues no veo la razón para entusiasmarse tanto!—dijo friamente.

—¡Cómo! Pero ¿ignora usted lo que vale Kvachnin? Puede hacer todo lo que quiera; el Consejo le escucha como a un oráculo. Así, ahora está encargado de la dirección, o más bien, se encargará por sí mismo de acelerar los trabajos. ¡Verá usted lo qué va a pasar aquí cuando venga! Todo va a ser fuego y llamas. El año pasado, cuando visitó las nuevas construcciones, puso en la calle al director y a cuatro ingenieros...

¿Estará pronto acabado el alto horno de usted?

—Sí; la construcción está casi terminada.

—Entonces, eso marcha bien. El mismo Kvachnin presidirá la inauguración... ¿No le ha visto usted nunca?

—No; pero, como es natural, he oído hablar de él.

—Pues yo he tenido el placer de serle presentado. Es un tipo de los que no se encuentran ya.

Todo Petersburgo le conoce. En primer lugar, es tan gordo que no puede juntar las manos sobre el vientre. No lo cree usted? ¡Palabra de honor!

Usa un coche especial, muy ancho. Es enormemente grande, rojo, y tiene una voz como las trompetas de Jericó. Pero ¡qué inteligente es, Dios mío Es miembro del Consejo de administración de casi todas las Sociedades por acciones.

Nada más que por siete sesiones al año, percibe 200.000 rublos. Pero si hay que salvar ante los accionistas una situación comprometedora, no hay otro como él. El informe anual más dudoso adquiere tal fuerza en sus labios, que los accionistas quedan persuadidos de que todo va a maravilla, y se apresuran a darle las gracias. ¡Ah, qué listo es! Y lo más pintoresco es que no conoce el negocio de que habla: es por el aplomo, por la audacia, por lo que gana la causa. Mañana, al oír su discurso de inauguración, le parecerá a usted que toda su vida se ha ocupado de altos hornos, y, sin embargo, entiende tanto de elloscomo yo de sánscrito.

Bobrov, fatigado por aquella charla, volvió la cabeza y se puso a tararear una canción.

—Otro rasgo pintoresco — continuó Sveyevsky Sabe usted cómo recibe a la gente en Petersburgo? Sentado en el baño, en cueros; no se ve más que su cabeza roja en la superficie del agua, y así sostiene la conversación. Sus interlocutores, con frecuencia grandes personajes, permanecen de pie ante él, inclinándose respetuosamente... Es un gran tragón, un gastrónomo de los finos. En todos los buenos restaurantes encontrará usted chuletas a la Kvachnin. Es también muy mujeriego... Hace tres años le sucedió una aventura extremadamente cómica...

Viendo que Bobrov se disponía a marcharse, Sveyevsky le sujetó por un botón y dijo con voz suplicante:

—Permítame usted que se la cuente... ¡Es tan chusca! Seré muy breve; dos palabras. Verá ted lo que pasó. Un joven llegó un buen día de otoño a Petersburgo. Era un pobre empleado del Estado... He olvidado su nombre. Tenía un pleito por no sé qué herencia. Todas las mañanas, al vólver del Tribunal, pasaba por el Parque de Verano, y se estaba allí un cuarto de hora, sentado en un banco. Así pasaron los días.

Pronto notó que un señor muy gordo paseaba por el Parque al mismo tiempo que él. Trabaron conocimiento. El señor gordo, que no era otro que Kvachnin, preguntó al joven los detalles de su pleito, manifestó por él un vivo interés y le compadeció de todo corazón; pero no le dijo su verdadero nombre. Ahora bien, un día le hizo la proposición siguiente: "¿ Quiere usted casarse con una muchacha, a condición de separarse de ella inmediatamente después de la boda y no intentar volverla a ver?" Hay que decir que el joven estaba muerto de hambre. "Sí que quiero, dijo, si me pagan bien y me dan el dinero adelantado." Como ve usted, no era tonto. El trato quedó hecho. A la semana siguiente, Kvachnin vistió al joven con un traje negro y, al romper el alba, le condujo en coche a un sitio fuera de la ciudad, a una pequeña iglesia rural. Allí no había nadie más que la novia. Su rostro estaba cubierto con un velo, pero se veía bien que era joven y bella. El cura dió principio a la ceremonia. El joven notó que la novia estaba muy triste, y le preguntó en voz baja: "Parece que no viene usted aquí de buena gana?" Ella le preguntó a su vez: "Parece que usted tampoco?" Al fin, se EL DIOS 2 explicaron. El joven supo que la muchacha se veía obligada a aquel matrimonio por su madre, que, antes de venderla a Kvachnin, quería salvar las apariencias. Después de reflexionar un poco, el joven dijo a la novia: "Quiere usted que les hagamos una trastada? Los dos somos jóvenes; tenemos delante de nosotros toda la vida; podemos ser felices." La muchacha no carecía de valor y decisión. "Bien—dijo—; acepto." Acabada la ceremonia, salieron de la iglesia. Kvachnin estaba radiante. El joven había percibido ya la suma convenida, una cantidad bastante grande, porque en estos casos, Kvachnin es muy espléndido. Kvachnin se acercó a los recién casados y les felicitó en tono irónico. Ellos le ron las gracias, le saludaron y, de pronto, se ¿comodaron en el coche. "¡Eh! ¿Qué es eso?—gritó Kvachnin—. ¿Dónde van?" "¿Cómo que dónde vamos? A la estación: ¡vamos a hacer nuestro viaje de novios! ¡Arrea, cochero!" Kvachnin quedó consternado, con la boca abierta... ¡Era tan chusco aquello! En otra ocasión, tuvo también un contratiempo... Se va usted ya, Andrey Ilich ?

Bobrov, con aire decidido, se puso el sombrero y se abotonó el capote.

—Perdone usted—dijo secamente—. No tengo tiempo que perder. En cuanto a su anécdota, ya la había oído o leído en alguna parte. ¡Hasta la vista!

Y volviendo la espalda a Sveyevsky, salió del taller con paso rápido.

III

19 Cuando volvió de la fábrica, Bobrov almorzó rápidamente y salió al patio. El cochero Mitrofan, a quien había ordenado que le preparara su caballo "Farvater", estaba allí, haciendo grandes esfuerzos por ensillar al animal. El caballo no le dejaba; volvía la cabeza hacia el cochero, y, jugando, mordía la manga de Mitrofan. El cochero comprendía que aquello era juego; pero se encolerizaba y gritaba con bronca voz de bajo:

"¡Quieto, animal! O te inmovilizo para siempre!" "Farvater" era de talla mediana, ancho pecho, cuerpo largo, escurridas ancas; pero muy musculoso, y de patas sólidas, cubiertas de pelo espeso. Originario del Don, tenía la cabeza muy puntiaguada, el cuello y las orejas muy largos, y laspatas un poco corvas. No había en la fábrica un caballo que pudiera rivalizar con "Farvater" en rapidez, y Bobrov estaba muy orgulloso de él.

El cochero Mitrofan le tenía también un gran afecto, lo que no le impedía, al ejemplo de todos los cocheros rusos, tratarle con cierta severidad; evitaba cuidadosamente manifestarle su cariño, y, por el contrario, le injuriaba con frecuencia llamándole canalla, holgazán y mal penco. Pero le cuidaba infinitamente mejor que a los otros caballos, cuyos nombres eran "Golondrina" y "Chernomoretz", y que, aun perteneciendo a la fábrica, estaban a disposición de Bobrov y se encontraban en su cuadra.

Le has dado de beber?—preguntó Bobrov al cochero.

Este no se dió prisa en responder. Al igual de todos los buenos cocheros rusos, era muy lento en sus movimientos y en su conversación.

—¡Naturalmente, Andrey Ilich!—se dignó contestar al fin. Por supuesto, que le he dado de beber... ¿Quieres estarte quieto, cochino animal?

—gritó con cólera al caballo, que intentaba otra vez coger con los dientes la manga del cochero.

Luego añadió:

—¡Qué impaciente está hoy! No hay manera de sujetarle. Quiere dar una carrera con usted.

No era cosa fácil montarle. Siempre que lo intentaba Bobrov, ocurría lo mismo. El caballo, al ver acercarse a su amo, bajó la cabeza y se puso a golpear el suelo con sus patas traseras, esparciendo el barro por todas partes. Bobrov, que había cogido la brida, trataba en vano de saltar sobre su lomo.

¡Déjame, Mitrofan!—gritó al cochero, que quería ayudarle. Y al mismo tiempo, tirando con todas sus fuerzas de la brida, hizo levantar la cabeza al animal, y saltó sobre la silla.

Al sentir las espuelas, "Farvater" se tranquilizó, y, moviendo la cabeza, salió al galope.

La carrera rápida, el viento frío, que silbaba en sus oídos, el olor fresco, el aire de los campos húmedos, reanimaron a Bobrov. No estaba ya tan abatido como por la mañana. Además, siempre que iba a casa de los Zinenko, experimentaba una tensión de nervios agradable y una ligera turbación.

La familia Zinenko se componía del padre, la madre y cinco hijas. El padre desempeñaba en la fábrica el cargo de gerente de los depósitos. Aquel gigante perezoso, que tenía las maneras de un apacible hombre de bien, era, en realidad, un gran intrigante, que sabía arreglárselas perfectamente. Pertenecía a esa clase de hombres que, bajo la máscara de franqueza y sinceridad, adulan sin rebozo a sus jefes, denuncian a sus colegas y tratan de canallas a sus subordinados. El señor Zinenko estaba siempre pronto a disputar por cualquier bobada; levantaba la voz y no le permitía a nadie que le interrumpiera. Era muy glotón y gustaba de las canciones ukranianas, que solía tararear con una voz muy quebrada y desagradable. Sin darse cuenta, estaba dominado por su mujer, que era pequeña, enfermiza, de ojillos grises y aire de gran señora.

Las chicas se llamaban Maka, Beta, Chura, Nina y Kasia.

Cada una desempeñaba un cargo especial en la fábrica. Maka, una muchacha de perfil de pez, tenía fama de poseer un carácter angelical. Había pasado de los treinta. Cuando, en visita, se eclipsaba modestamente tras sus hermanas más jóvenes, los padres solían decir a sus contertulios:

¡Esta Maka es la simplicidad en persona!

Beta pasaba por muy inteligente. Gastaba lentes, y se decía que tenía la intención de ingresar en la Universidad. Su cabeza aparecía siempre un poco ladeada; su andar era firme y presuntuoso. Aburría a los hombres con sus discusiones interminables sobre la superioridad de las mujeres. Con una ingenuidad exagerada, solía decirles:

—Pues bien, ya que es usted tan psicólogo, dígame cuál es mi carácter.

Cuando la conversación versaba sobre literatura o se discutía la cuestión de quién era superior, Puschkin o Lermontov, Beta se colocaba en primera línea, como un elefante de combate.

La tercera, Chura, tenía la especialidad de jugar a la baraja con todos los ingenieros célibes. En cuanto sabía que uno de sus compañeros de juego estaba para casarse, lloraba casi de rabia y elegía otro. El juego, naturalmente, iba acompañado de bonitas y encantadoras fullerías; Chura, coquetamente, llamaba antipático al que jugaba con ella, y le daba golpecitos en las manos con las cartas.

Nina era la favorita de la familia, una niña mimada. No se parecía en nada a las hermanas, con sus corpachones y sus caras vulgares. Sólo la señora Zinenko podría explicar, quizá, el verdadero origen de la belleza y de la finura de Nina, de su figurita esbelta, de sus manos aristocráticas, de sus orejitas rosadas y de su espléndida y rizada cabellera. Los padres tenían puestas en Nina todas sus esperanzas y se lo permitían todo; devoraba bombones glotonamente, ceceaba al hablar y se vestía mejor que sus hermanas.

La más pequeña, Kasia, tenía catorce años, pero era una chiquilla fenomenal, por su elevada estatura: su cabeza era más grande que la de su madre y su cuerpo más macizo aún que los de sus hermanas. Desde hacía mucho tiempo atraía las miradas ávidas de todos los jóvenes de la fábrica, privados de sociedad femenina, y sentíase orgullosa y contenta por ello, con esa falta de pudor característica en las muchachas precoces.

Aquella división de empleos y de especialidades entre las cinco hermanas era muy conocida en la fábrica; un bromista llegó a declarar que el que quisiera estar de buenas con Zinenko, no tenía más que casarse con las cinco a la vez. Los ingenieros y los estudiantes, que iban la fábrica para ejercitarse en la profesión, consideraban la casa de Zinenko como un hotel, y allí se pasaban el día comiendo mucho, bebiendo más aún, pero evitando cuidadosamente caer en las redes matrimoniales.

La familia Zinenko no quería a Bobrov. La señora Zinenko, con sus gustos de pequeña burguesa, preocupada exclusivamente de las conveniencias mundanas, no soportaba a Andrey Ilich, cuyas observaciones críticas, muy malvadas a veces, chocaban con todo aquel mundillo; en cambio, cuando cansado y nervioso, guardaba silencio durante veladas enteras, decían de él que era demasiado orgulloso y harto metido en sí. Sospechábase y esto era lo más terrible que escribía novelas, y que iba allí a observar, para describir luego cuanto veía y oía.

Bobrov notaba aquella "hostilidad sorda"; veía muy bien que no se le atendía como a los demás en la mesa y que la señora Zinenko le lanzaba a veces miradas de desprecio. Sin embargo, frecuentaba aquella casa. ¿Amaba a Nina? El mismo no hubiera sabido responder a esta pregunta.

Cuando dejaba de verla tres o cuatro días, experimentaba una dulce y melancólica tristeza. Evocaba, en sus recuerdos, su figurita esbelta y graciosa, la mirada de sus ojos negros, sombreados por largas cejas, el perfume de su cuerpo, que le recordaba el olor de las primeras yemas primaverales de un álamo.

Pero cuando se le ocurría pasar en casa de Zinenko tres veladas seguidas, sentía un disgusto profundo por aquella sociedad, por sus banales conversaciones, siempre las mismas, y por sus costumbres de un refinamiento vulgar. Entre las cinco señoritas y los caballeros que flirteaban con ellas, habíanse establecido, de una vez para siempre, relaciones de una frivolidad detestable. Unos y otras fingían estar divididos en dos campos beligerantes; un caballero cogía por broma cualquier objeto perteneciente a una de las hermanas, y juraba que no se lo devolvería; entonces las hermanas hacían una gentil mueca de disgusto, cuchicheaban entre sí, reñían al bromista y llenaban la casa con su risa artificial y desagradable. Esto se repetía a diario, en la misma forma, con los mismos gestos y las mismas palabras. Y cuando Bobrov, después de pasar una velada con la familia Zinenko, regresaba a su casa, sentía dolor de cabeza y tenía los nervios excitados.

Vacilaba entre el deseo de ver a Nina, de oprimir entre sus manos la manita siempre cálida de la muchacha, y el disgusto que le causaba todo cuanto veía en aquella casa. A veces, adoptaba la resolución definitiva de pedir a Nina en matrimonio. Comprendía muy bien que con su coquetería provinciana, su frivolidad, su ligereza y su mala educación, Nina iba a convertir su vida en un infierno. Pero no era eso lo que le detenía; faltábale valor para hacerle una declaración amorosa.

Al acercarse a Chepetovka, donde vivían los Zinenko, sabía de antemano todo lo que iba a ver y a oír; hasta se representaba la expresión de los rostros. Primero, cuando distinguieran su caballo a lo lejos, las señoritas, que siempre acechaban la llegada de algún hombre, empezarían a querer adivinar quién podría ser el que se acercaba. Cuando le reconocieran al fin, la que hubiera acertado empezaría a dar palmadas de triunfo, a saltar, a chasear la lengua y a gritar:

"Anda, anda, ya lo acerté!" Luego, correría a su madre y le anunciaría, con voz alegre: "¡Mamá, el que viene es Bobrov. Yo lo acerté la primera!" Después, la señora Zinenko, enjugando lentamente las tazas, diría a Nina—y no a otra de las cinco muchachas—, con el tono de quien da una noticia alegre e inesperada: "¡ Ya lo sabes, mi pequeña Nina; tenemos la visita del señor Bobrov!" Y, como final, todos manifestarían una gran sorpresa cuando entrara Bobrov, como si por la ventana no le hubieran visto llegar.

"Farvater" se acercaba relinchando ruidosamente. Bobrov veía ya a lo lejos la casa de los Zinenko. Sus paredes blancas y su tejado rojo se descubrían apenas entre el follaje espeso de las lilas y las acacias. Un poco más abajo, al pie de la montaña, había un estanque rodeado de árboles.

A la puerta de la casa vió una figura, en la cual, por la blusa, de un amarillo claro, que contrastaba admirablemente con el moreno del rostro, reconoció en seguida a Nina. Se alzó sobre la silla, y se dispuso a bajar del caballo.

—¡Viene usted montado otra vez sobre su alhaja! ¡No puedo ver a ese animal!—gritó ella desde lejos, con la voz alegre y caprichosa de un niño mimado.

Desde hacía mucho tiempo, había tomado la costumbre de hacer rabiar a Bobrov con motivo del caballo. Y, sin embargo, sabía muy bien cuánto cariño sentía el ingeniero por el noble animal.

Era grata costumbre en aquella casa hacer rabiar a todo el mundo con un pretexto cualquiera.

Después de dar unos golpecitos en el cuello a su caballo y encomendarle a los cuidados de un criado, estrechó Bobrov la mano de Nina, y entró con ella en el salón. La señora Zinenko, que estaba a la mesa, junto al samovar, aparentó sorprenderse mucho de la visita.

¡Andrey Ilich! ¡Al fin nos honra usted con su presencia!—exclamó.

Y tendiéndole la mano para que la besara, le preguntó con su fuerte voz nasal:

—¿Te? ¿Leche? ¿Manzanas? ¿Qué desea usted?

—Gracias, Ana Afanasievna—dijo él.

—Merci oui, ou merci non?

Algunas palabritas francesas exornaban habitualmente la conversación de la familia Zinenko.

Bobrov no quería nada.

—Pues bien, entonces venga a la terraza: los jóvenes están allí jugando a no sé qué—propuso complaciente la señora Zinenko.

Cuando Bobrov hizo su aparición en la terraza, las cuatro señoritas, a una, y en el mismo tono que su madre, gritaron con fingida extraneza:

—¡Andrey Ilich! ¡Qué sorpresa!¡Cuánto tiempo sin verle! ¿Qué quiere usted? ¿Te? ¿Leche?

Manzanas? No quiere usted nada? No lo haga por cumplido. Pues bien; si no quiere usted nada, siéntese y tome parte en nuestro juego.

El juego siguió su curso. Con las jóvenes había tres estudiantes que erguían el torso, arqueaban las piernas y adoptaban actitudes académicas, con una mano en el bolsillo de la levita; también estaba el ingeniero Muller, conocido por su belleza, su admirable voz de barítono y su estupidez ilimitada; finalmente, un señor silencioso, vestido de gris, de quien nadie hacía caso.

El juego no estaba muy animado. Los hombres tomaban parte en él, con aire de condescendencia, como las personas mayores en los juegos de los niños; las señoritas cuchicheaban y reían con estrépito.

Las sombras descendían del ciele Tras los tejados de la aldea vecina alzábase la luna roja.

¡Hijas mías, se hace ya tarde! ¡Venid!—gritó desde el comedor la señora Zinenko—. Rogad al señor Muller que nos cante algo.

Un minuto después, casi todos estaban en el comedor.

¡Nos divertíamos mucho!—decían minuciosamente las hijas a la madre—. ¡Nos hemos reído más!...

Nina y Bobrov se habían quedado en la terraza. Ella se sentó en la balaustrada, abrazando con el brazo izquierdo el jarrón en que se apoyaba, en una postura inconscientemente graciosa.

Bobrov se sentó a sus pies, en un banquito, y mirándola a la cara, contemplaba sus bellos rasgos.

¡Ea, cuente usted algo interesante!—ordenó Nina con impaciencia.

A fe mía, no sé qué contarle. Es muy difícil hablar a la voz de mando. He pensado algunas veces que quizá haya una colección especial de cuentos para las muchachas.

¡Vamos, que está usted imposible! Dígame, le sucede a usted alguna vez estar de buen humor?

—Dígame usted a su vez, ¿por qué le tiene tanto miedo al silencio? Cuando la conversación se acaba, se siente usted disgustada. Se puede estar en comunión de ideas, no obstante guardar silencio.

—Entonces, callémonos.

—Si usted quiere... ¡La luna roja cuelga del cielo obre nosotros! Todo calla a nuestr alrededor... ¿Qué más necesita usted?...

—Sí, sí, lo mismo que en Puschkin: "Aquella luna estúpida en aquel cielo estúpido..." A propósito. Sabe usted que 'Zinochka Markova se casa con Protopopov? ¡Es gracioso ese Protopopov! Zinochka le respondió tres veces seguidas con una negativa rotunda, pero él no se desanimó y pidió su mano por cuarta vez. Lo tendrá que sentir: dice Zinochka que quizá llegue a estimarle, pero que no le amará jamás!

Bobrov, oyendo a Nina, experimentaba una profunda amargura. Detestaba aquel léxico insulso, tan corriente en la familia: "ella le ama, pero no le estima"; "ella le estima, pero no le ama". Con estas expresiones triviales se explicaban en aquella casa las relaciones tan complicadas entre el hombre y la mujer, reduciéndolas a algo muy sencillo y superficial. Y para caracterizar las cualidades físicas, morales y espirituales de un hombre, no había más que dos palabras: "rubio" y "moreno".

Como para justificar su disgusto, Bobrov preguntó:

—¿Y qué es ese Protopopov?

— Protopopov?

Nina reflexionó un instante.

—¿Cómo le diría yo?... Es alto, chato...

—¿Y eso es todo?

—Pero, ¿qué más quiere usted? ¡Ah, sí! Es empleado de Hacienda.

Y no le encuentra usted nada más? Pero vamos a ver, Nina Grigorievna, es imposible que no se encuentre, para caracterizar a un hombre, nada más que eso de que es chato y que está empleado en Hacienda. Piense usted: ¡hay tantos hombres interesantes, inteligentes, de talento!

Hasta los hijos de los simples campesinos observan la vida con una curiosidad insaciable, en tanto que usted, una jovencita instruída e inteligente, manifiesta una indiferencia absoluta por la vida, y se contenta con una docena de frases hechas, triviales. Sé de antemano que cuando en la conversación se hable de la luna, citará usted los versos de Puschkin: "Aquella luna estúpidaen aquel cielo estúpido", y cuando le refieran a usted algo que no pasa todos los días, citará otros versos: "La leyenda es muy bonita, mas no es fácil de creer." ¡Y así en todo, absolutamente en todo! Créame usted, se lo ruego: los hombres de corazón y de ingenio...

¡Le suplico que me deje en paz con su moral!... interrumpió Nina.

Bobrov se calló, malhumorado.

Durante algunos minutos, estuvieron el uno junto al otro, sin proferir una palabra, sin moverse. De pronto, oyeron la voz poderosa de Muller que cantaba en el salón:

En medio del gentío clamoroso de un baile, una noche te encontré por acaso, y te miré, mas no te pude ver a través del misterio que envolvía tu faz.

Muller cantaba muy bien, y Bobrov le escuchaba con placer. Ahora lamentaba haber ofendido a Nina. Pensaba que no había razón para exigir de aquella niña originalidad y audacia de pensamiento. ¿A qué fin? Es como un pájaro; dice lo primero que se le viene a la cabeza. Y ¿quién sabe? Quizá aquello valía más que todas las conversaciones espirituales sobre la emancipación de la mujer, sobre Nietzsche, o sobre la literatura moderna....

¡No se enfade usted, Nina Grigorievna!dijo en voz muy baja—. Me he extralimitado y he dicho tonterías...

Nina no respondió. Volvió la cabeza y se puso a mirar a la luna.

El encontró en la oscuridad su mano, que caía a lo largo del cuerpo, y apretándola tiernamente entre las suyas, murmuró:

—Nina Grigorievna, yo le ruego...

Entonces ella se volvió bruscamente hacia él, y estrechándole también amistosamente la mano, exclamó, con una voz en que había perdón y dulce reproche al mismo tiempo:

¡Ah, qué malo es usted! Siempre me está insultando, aprovechándose de que no puedo enfadarme con usted...

Y rechazando su mano trémula de emoción, echó a correr hacia las habitaciones interiores.

Te veo sin cesar en mis sueños.

No sé si esto es amor; pero creo que te amo..cantaba en aquel momento Muller, con voz emocionada y expresiva.

"Pero creo que te amo", repitió Bobrov, lanzando un profundo suspiro y llevándose la mano al corazón, que le latía muy fuerte.

"¿Por qué, pues—pensó—, me consumo en sueños insensatos de felicidad desconocida, fantástica, cuando está aquí, tan cerca de mí, una felicidad sencilla y profunda? Si una mujer es tierna, afectuosa, graciosa, llena de consideraciones, ¿qué más se puede exigir? No; los pobres hombres enfermos, nerviosos, no sabemos gozar las alegrías de la vida; las emponzoñamos con el veneno de nuestro análisis; desfiguramos, con nuestras inquisiciones psicológicas los mejores sentimientos y los pensamientos mejores. Una noche serena, ia presencia de una joven amada, una encantadora conversación sencilla, las leves discordias, seguidas de caricias... ¡Dios mío! ¡No es todo esto lo que hace la vida feliz?..." Entró en el salón, alegre, atento, casi triunfante. Sus ojos se encontraron con los de Nina, y leyó en ellos una tierna respuesta a sus pensamientos. "¡Será mi mujer!, se dijo con una alegría tranquila.

En el salón se hablaba de Kvachnin. La señora Zinenko, llenando la habitación con su fuerte voz, decía que pensaba llevar a "sus hijitas" a la estación para recibir a aquel personaje.

—Es muy probable que quiera venir a visitarnos. Por lo menos, hace ya un mes que me anunciaron su llegada en una carta de la sobrina del marido de mi prima Lisa Belokonskaya...

—¿Es aquella misma Belokonskaya, cuyo hermano está casado con la princesa Mujovetsky?preguntó el señor Zinenko, que no dejaba nunca de hacer la misma pregunta.

—¡Claro que sí, la misma! Es parienta lejana de Stremoujov, a quien tú conoces. Así, pues, Lisa Belokonskaya me escribió que había trabado conocimiento con Kvachnin en una fiesta de sociedad y que le había recomendado que nos visitara cuando viniera aquí.

—Pero crees que podremos recibirle como es debido, Ninsia?—preguntó con inquietud Zinenko a su mujer.

¡Me hace gracia eso que dices, amigo mío!

EL DIOS 3 Hacemos lo que podemos. Ya comprendo muy bien que no habrá recepción capaz de sorprender a un hombre que cobra 300.000 rublos al año.

—¡Trescientos mil! ¡Dios mío!—exclamó Zinenko. Pierde uno la cabeza nada más que de pensar en ello.

—¡Trescientos mil!—suspiró Nina, como un eco.

—Trescientos mil!—clamaron a coro las demás señoritas.

—Sí, y todo ese dinero se lo gasta, hasta el último copec—dijo la señora Zinenko.

Luego, como para responder a los pensamientos íntimos de sus hijas, añadió:

—Está casado, pero se dice que no es feliz con su mujer. Ella no es nada interesante, y no sirve en absoluto para dar a la casa el brillo necesario.

Pueden ustedes decir lo que quieran, pero, a mi juicio, la mujer debe estar a la altura de la posición de su marido.

—Trescientos mil!—repitió otra vez, como en sueños, Nina—. ¡Cuántas cosas se pueden hacer con ese dinero!...

La madre pasó su mano por los cabellos de Nina, acaricándola, y dijo con tono reflexivo:

¡Ese es un marido que te convendría, hija mía!

Aquellos trescientos mil rublos de renta anual habían como electrizado a toda la reunión. Se empezaron a contar anécdotas de la vida de los millonarios, de sus comidas fabulosas, que costaban sumas fantásticas, de bailes y de caballos magní

35 ficos. Se escuchaban estas anécdotas ávidamente, con los ojos brillantes.

El corazón de Bobrov se oprimió de pena. No podía respirar en aquella atmósfera. Cogió su sombrero y salió silenciosamente a la calle. Nadie se dió cuenta de su partida.

Cuando, a lomos de su caballo, se dirigía a su casa, recordaba la expresión de los grandes ojos negros de Nina, murmurando: "Trescientos mil rublos!" Y, súbitamente, recordó la anécdota que le había contado aquella mañana Sveyevsky.

—¡Esta es también de las que se venden!—pensó, apretando con cólera los dientes y fustigando furioso a su caballo.

V

Al acercarse a su casa, Bobrov vió que había luz en las ventanas.

"Debe de ser el doctor—se dijo. Probablemente estará tendido en mi diván, esperándome." El doctor Goldberg era la única persona a quien Bobrov podía ver cuando se encontraba de mal humor. La presencia de este hombre tenía la virtud de calmarle.

Quería sinceramente a aquel israelita sereno y despreocupado. Le amaba por su amplia inteligencia, su vivacidad de ingenio, su amor apasionado por las discusiones teóricas. El doctor manifestaba siempre un vivo interés por cualquier problema, y lo discutía con entusiasmo juvenil.

Aunque Bobrov y el doctor no estaban jamás de acuerdo, y a veces eran sus discusiones muy acaloradas, no podían prescindir el uno del otro y se veían a diario.

Bobrov había adivinado; encontró al doctor tendido en un diván, leyendo un folleto, que acercaba mucho a sus ojos miopes. Echando una mirada sobre el folleto, Bobrov reconoció su "Manual de Metalurgia", y una sonrisa floreció en sus labios. Sabía la costumbre del doctor de leer con el mismo interés, empezando siempre por la mitad, todos los libros y folletos que caían en sus manos.

¡Buenas noches! —dijo el doctor—. Ya he mandado preparar te, sin esperar su llegada.

Dejó el folleto y miró a Bobrov por encima de las gafas.

—Bueno, ¿cómo está usted, querido Andrey Ilich? ¡Parece que no está usted de buen humor!

Otra vez la melancolía?

—¡Ah, doctor, qué insoportable es la vida!

—¿Y por qué?

—En general... todo es malo... Bien, doctor, ¡y su hospital? ¿Qué tal va?

—Así, así. Esta mañana he tenido un caso quirúrgico muy interesante. A fe mía, era gracioso y emocionante al mismo tiempo. Figúrese usted:

llevan al Hospital a un enfermo... un joven albañil de la aldea de Masal. Como usted sabe, todos los mozos de Masal son muy fuertes... verdade.

ros gigantes. "¿Qué es lo que tienes?", le pregunto. "Señor doctor, me he herido en la mano cortando pan. La sangre corre sin parar." Naturalmente, le examiné la mano; nada grave, un arañazo. Ordené a mi ayudante que se vendara.

Pero el otro, vendada ya la mano, no se iba y seguía esperando. "Bueno—le dije—, ya está todo; puedes irte." "Es verdad—me respondió—. Le doy las gracias por haber mandado que me venden la mano, pero quisiera también que me examinara la cabeza; me duele un poco." "¿ Qué es lo que tienes? Te han dado, quizá, algún golpe en la cabeza?" "Eso es—me respondió muy contento. Anteayer, con ocasión la fiesta, yo y mis camaradas bebimos un poco de vodka... quizá barril y medio... y, naturalmente, comenzamos a disputar, y, después, a pegarnos. Uno de mis camaradas me dió un golpe en la cabeza con un pedazo de hierro. Al principio, no me dolía mucho; pero ahora empieza ya a dolerme..." Examiné la herida y quedé horrorizado: el cráneo estaba roto hasta su base; en la herida se podían meter los dedos fácilmente; las esquirlas del hueso penetraban en el cerebro... Ahora se encuentra en el Hospital, sin conocimiento. ¡Es desconcertante esta gente del pueblo! Niños y héroes al mismo tiempo. Palabra de honor: creo que no hay más que el campesino ruso que pueda soportar un golpe como ese; cualquier otro, en su lugar, hubiera muerto inmediatamente. Y además, fíjese usted bien: el herido no guarda ningún rencor al que le ha roto la cabeza. "En las riñas vuelan los golpes" dice y no hay que enfadarse con nadie." Bobrov, con su látigo en la mano, se paseaba nervioso por la habitación y escuchaba al doctor distraídamente. El disgusto sentido en casa de los Zinenko no le había pasado aún.

El doctor calló un instante; luego, viendo que Bobrov no estaba dispuesto a sostener la conversación, dijo afectuoso:

—Escuché usted, Andrey Ilich, quiere que durmamos un poco? Con una copita ron, es cosa hecha. Esto le vendrá bien, en el estado en que usted se encuentra... En todo caso, no le hará daño...

Bobrov aceptó. Se acostaron los dos en el mismo cuarto: el dueño, en la cama; el doctor, en el diván. Pero ni uno ni otro podían dormir. Goldberg, oyendo suspirar y revolverse a su amigo, fué el primero en entablar la conversación.

—Pero, ¿qué es lo que le pasa, querido? ¿Por qué se atormenta usted? Diga francamente lo que le ocurre. Será un alivio... Además, yo no soy para usted un conocido de ayer, y si le pregunto, no es por curiosidad...

Estas sencillas palabras conmovieron a Bobrov.

Aunque estaba en relaciones muy amistosas con el doctor, ni uno ni otro jamás se habían dicho una sola palabra de su amistad: ninguno de los dos gustaba de hablar de sus sentimentos. El doctor fué el primero en descubrir su corazón; la piedad que experimentaba por Bobrov y la oscuridad, le dieron valor para hacer aquella confesión.

—¡Todo me disgusta, Osip Osipovich!—respondió dulcemente Bobrov—. En primer lugar, es penoso que yo sea empleado de la fábrica y esté bien pagado, a pesar de que detesto todo cuanto ocurre en ella. Como hombre honrado, me pregunto:

"¿ Qué haces? ¿Por quién trabajas?" ¡Ay! La respuesta a estas preguntas no es para tranquilizarme. Trabajo para que un centenar de rentistas franceses y una docena de canallas rusos se enriquezcan. A sus bolsillos van a parar los millones ganados en la fábrica. ¡Y pensar que para esto he estado estudiando años y años!...

—Perdone, pero no es razonable eso que dice usted—replicó el doctor, volviéndose hacia Bobrov Usted quiere que los grandes burgueses se permitan tener ideales humanitarios. Desde que el mundo existe, la humanidad camina con el vientre por delante. Así ha sido siempre y así será en el porvenir. Debe usted alzarse por encima de esos burgueses, sin concederles importancia. Conténtese usted con pensar que contribuye al desarrollo de la humanidad, y que empuja el carro del progreso, como dicen los periódicos. Las acciones de las compañías marítimas dan gran les dividendos; pero eso no impide que Fulton, el inventor de los buques de vapor, fuera un grande hombre y un bienhechor de la humanidad.

¡Ah, doctor!—díjo Bobrov haciendo una mueca. Que yo sepa, usted no ha estado en casa de los Zinenko; y, sin embargo, habla usted exactamente lo mismo que ellos. Podría combatir todos sus argumentos con las teorías que usted mismo ha expuesto tantas veces.

— Mis teorías? ¿Cuáles? A fe mía, que no las recuerdo!... He olvidado...

—¿Las ha olvidado usted? Vamos a ver: aquí mismo, en ese diván, usted ha fulminado contra los inventores y los ingenieros que, con sus descubrimientos y sus trabajos aceleran la marcha de la vida en un grado anormal. Les hacía usted responsables de la nerviosidad de nuestra época; decía usted que por culpa de ellos hay en la actualidad, en el siglo XX, tantos neurasténicos, locos, extenuados y suicidas. El telégrafo, el teléfono, los trenes corriendo a ciento treinta kilómetros por hora, decía usted, han reducido las distancias a su más mínima expresión, las han suprimido casi. Esas invenciones, decía usted, han encarecido el tiempo hasta el punto de que muy pronto se convertirá la noche en día y se vivirá una vida doble. Un asunto que antes requería meses enteros, ahora, gracias al telégrafo y al teléfono, se remata fácilmente en unos minutos. Pero ni aun esa velocidad diabólica satisface nuestra impaciencia. Pronto podremos vernos a la distancia de centenares o millares de kilómetros, por medio de un hilo especial. ¡Y pensar que hace poco tiempo, unos cincuenta años quizá, nuestros abuelos, cuando querían emprender un viaje de la aldea a la ciudad, confesaban y comulgaban y llevaban provisiones suficientes para una expedición polar! Y nosotros, sus nietos, andamos a una velocidad vertiginosa, siempre adelante, ensordecidos por el ruido incesante de las máquinas gigantescas, aturdidos por la carrera loca, con los nervios rotos, los gustos pervertidos, agobiados por mil nuevas enfermedades... ¿Se acuerda usted, doctor?

Esos son los argumentos de usted; no creo que pueda usted negarlos...

El doctor hacía largo rato que quería meter baza. Se aprovechó de la pausa, y dijo:

—Sí, querido, he dicho todo eso y no he cambiado de opinión. Pero, amigo mío, a pesar de todo, hay que adaptarse. De otro modo, sería imposible vivir. Cada oficio tiene sus inconvenientes inevitables. Por ejemplo, nosotros, los médicos... Si creyera usted que en nuestra profesión todo está claro y bien ordenado, como se escribe en los libros, se engañaría usted muchísimo. Fuera de la cirugía, no estamos seguros de nada, absolutamente de nada. Cada día inventamos nuevas drogas, nuevos sistemas, olvidándonos de que entre mil organismos humanos, no hay dos que sean semejantes en la composición de la sangre, en la actividad del corazón, en las cualidades físicas hereditarias, etc., etc. Nos hemos alejado del único camino justo, que es el de los hombres primitivos y los animales, que sabían curarse las enfermedades mejor que los doctores con diploma.

42 Atiborramos a los enfermos de fenacetinas, cocaínas y demás remedios, pero nos olvidamos de que a veces puede curarse a un enfermo con un vaso de agua pura, a condición, por supuesto, de hacerle creer que aquel agua tiene una gran virtud contra su enfermedad. Créame usted, en el 90 por 100 de los casos, es precisamente esa fe la que cura. Y nosotros, los médicos, nos servimos mucho de ella, imponiéndosela a los enfermos. Un buen médico, amigo mío, me decía una vez que los cazadores cuidan a sus perros enfermos con más inteligencia que nosotros cuidamos a los pacientes. ¿Verdad, amigo mío, que esto no es como para sentirse muy orgulloso? A pesar de todo, no permanecemos con los brazos cruzados.

Hacemos lo que podemos. La vida es así: impone compromisos. Aliviamos, después de todo, los dolores de nuestros enfermos, aunque no sea más que por nuestro aplomo, nuestro aire grave y sabio, que les inspira fe. Esto ya es algo...

—Son ustedes demasiado modestos. A veces, hacen ustedes grandes cosas. Por ejemplo, ese albañil de que usted me ha hablado. Le ha extraído usted unas esquirlas del cráneo...

¡Bah!... ¡Un cráneo arreglado!... No es gran cosa. En cambio, ustedes, los ingenieros, dan trabajo a un número incalculable de hombres. Ya en la escuela nos enseñaban que el zar Boris Godunov, "para atraerse el amor del pueblo", emprendió grandes construcciones públicas que daban trabajo a un ejército de obreros. Ustedes siguen su ejemplo. Sí, verdaderamente, ustedes los ingenieros son de una gran utilidad.

A estas palabras, Bobrov saltó furioso y se sentó en la cama.

—¿Habla usted de nuestra utilidad?—exclamó.

¡Sí que está bueno! Para ponerse al tanto del bien que hacemos a los trabajadores, voy a citarle algunos datos estadísticos muy concluyentes.

Escúcheme bien.

Y comenzó su exposición con voz doctoral y metódica, como si estuviera en la cátedra:

—Está probado que el trabajo en las minas, en las explotaciones metalúrgicas y en la fábricas, acorta las vidas obreras en una cuarta parte. Naturalmente, no hablo de las catástrofes, los accidentes, etc., que son bastante frecuentes y cuestan millares de existencias humanas. Como médico, usted debe saber mejor que yo, qué estragos hacen, entre los desgraciados esclavos del trabajo, la sífilis, el alcohol, la vida en condiciones abominables, en barracas antihigiénicas, en el subsuelo... Espere usted un momento antes de contestar. Dígame, ¿ha visto usted entre los obreros, muchos que hayan pasado de los cuarenta o los cuarenta y cinco años? Yo no los he visto. En otros términos, esto quiere decir que un obrero sacrifica al capitalista tres meses de su vida al año, una semana al mes, o, más claramente, "seis horas" al día. Pero oiga lo que le voy a decir aún.

Aquí en la fábrica, con los seis altos hornos, daremos pronto trabajo a treinta mil obreros. El zar Boris Godunov no hubiera podido soñar con cifras semejantes. Y esos treinta mil hombres sacrificarán cada día ciento ochenta mil horas de su vida; es decir, siete mil quinientos días... Si calcula usted el número de años que hace esto...

—Eso hará unos veinte años—dijo el doctor.

¡Sí, veinte años sacrificados en un solo día!" —exclamó Bobrov—. En dos días, nuestra maldita fábrica devora cuarenta años; es decir, un obrero entero! ¡Ah, Dios mío! Los pueblos salvajes, los asirios, o como se les quiera llamar, sacrificaban hombres vivos a sus ídolos Moloch, Dagón y demás. Pero aquellos dioses crueles rugirían de indignación y de cólera si oyeran las cifras que le acabo de citar a usted: no se les sacrificaba tanto como se sacrifica hoy a los dioses del progreso contemporáneo...

Aquella estadística poco vulgar no se le había ocurrido hasta entonces a Bobrov. Como todos loshombres impresionables, caía a veces en ideas inesperadas durante la conversación. Aquellas cifras impresionaron profundamente a los dos amigos.

—Sí, eso es espantoso!—dijo el doctor—. Su estadística quizá no sea muy exacta, pero sin embargo... cuando se piensa en eso...

¡Ah, mi querido amigo!— continuó Bobrov, con dolor aún más intenso—. Podría establecerse una estadística xacta de la cantidad de vidas humanas que el progreso sacrifica a cada paso que da. El famoso carro del progreso deja tras sí víctimas innumerables, aplastadas por su marcha triunfante. Cada invento, cada nueva máquina, se pagan con sufrimientos y sangre. ¡Ya ve usted lo que es nuestra famosa civilización! Pudiera representarse con números, cuyas unidades serían máquinas y los ceros existencias humanas.

—Pero, vamos a ver, amigo mío—replicó el doctor, aturdido por la argumentación de Bobrov.

—No tendrá usted, sin embargo, la pretensión de predicar a la humanidad la vuelta a las formas primitivas del trabajo. Y, luego, ¿por qué no mirar más que el lado negro? Existe, además, en la fábrica una escuela, una iglesia, un buen hospital, una asociación de crédito para los obreros...

Bobrov saltó de la cama, y, descalzo, se puso a pasear nerviosamente por la habitación.

¡Hospital, escuela! ¡Todo eso son bagatelas, juguetes para filántropos sentimentales como usted! Eso es una concesión a la opinión pública.

En realidad, no se preocupan más que de una sola cosa: sacar del obrero el máximo esfuerzo. ¿Sabe usted que es "finish"?

—Eso creo que es un término técnico de las carreras de caballos.

—Perfectamente. Se llama así a los últimos cien o doscientos metros que el caballo tiene que recorrer para llegar a la meta. Si llega, ya puede reventar. "Finish" es el esfuerzo máximo, y para obligar al caballo a hacer ese esfuerzo, se le fustiga sin piedad. Luego, si cae con la espina dorsal rota, las patas quebradas, peor para él: nadie se ocupa ya de un caballo que no vale para nada.

Pues bien, entre nosotros es igual. Todo está dispuesto de suerte que salga de los obreros el máximo esfuerzo; después, ya puede reventar. ¡Y usted quiere consolarlos con sus escuelas y sus hospitales! Ha visto usted el trabajo de los altos hornos? Requiere obreros con nervios de hierro, músculos de acero y la habilidad de un artista de circo. Cada uno de ellos se expone varias veces al día a peligros mortales y los evita únicamente con su sangre fría; y ¿qué es lo que gana por ese trabajo peligroso?

—Sin embargo, mientras la fábrica exista, ese hombre no padece hambre.

¡No diga usted niñerías, doctor!—respondió Bobrov, sentándose junto a la ventana—. El obrero depende ahora más que nunca de la demandageneral de trabajo, de las combinaciones de bolsa, de toda una serie de intrigas. Toda empresa grande, antes de ponerse en movimento, tiene alrededor una turba de explotadores. Tome usted por ejemplo, la nuestra: está fundada por una pequeña compañía de capitalistas, cuyos proyectos eran modestos. Pero una banda de ingenieros, directores e intermediarios devoró en seguida el capital. Construyéronse edificios que no servían para nada, y hubo necesidad de derribarlos en seguida con dinamita. En una palabra, los fundadores se vieron pronto obligados a venderlo todo con un noventa por ciento de pérdida. Sólo entonces se conoció el juego de toda aquella banda criminal:

trabajaba por cuenta de otra Compañía de capitalistas que quería, a toda costa, arruinar a sus concurrentes y comprar la fábrica por poco más de nada. Ahora la Empresa, desmesuradamente engrandecida, marcha muy bien. Pero yo sé que ochocientos obreros, cuando quebraron los primeros fundadores, no percibieron el jornal de dos meses. ¡Esa es la garantía del trabajo! Basta que las acciones de una Sociedad bajen en Bolsa, para que el salario del obrero baje también. Y usted debe saber por qué procedimientos se hacen subir o bajar las acciones. Basta llegar a Petersburgo y decir confidencialmente a un agente de Bolsa cualquiera que se desean vender acciones por valor de trescientos mil rublos, pero a condición de que nadie conozca el proyecto de antemano; luego, se le dice lo mismo a un segundo, a un tercero y a un cuarto agente, siempre en tono confidencial..., e inmediatamente las acciones bajan unas cuantas docena de rublos. Cuanto más secretamente se proceda, con más regularidad y rapidez bajan las acciones. El trabajo está, pues, bien garantizado, ¿no es verdad?

Bobrov abrió la ventana. El aire fresco penetró en la habitación.

¡Mire usted, doctor!—exclamó señalando con el dedo la fábrica.

Goldberg se irguió, apoyándose sobre el codo, y miró en la dirección indicada. En el inmenso espacio que se veía hasta el horizonte, brillaban en la noche montones de piedra calcárea, dispersos por todas partes. Llamas azuladas y verdes danzaban en la superficie. El cielo, por encima de la fábrica, estaba rojo como durante un incendio.

En el fondo, dibujábanse muy distintamente las partes superiores de las chimeneas, mientras las inferiores desaparecían en una niebla grisácea que se levantaba de la tierra. Aquellas bocas gigantescas escupían continuamente espesas columnas de humo, que, en lo alto, formaban una sola nube gruesa, caótica, ora blanca como el algodón, ora gris como el plomo, que se alejaba lentamente hacia el Este. Monstruosas linternas, que parecían descender del cielo, arrojaban luces blanquecinas sobre los contornos. Aquellas luces temblorosas proyectaban fantásticos matices en la nube de humo que se cernía sobre el conjunto. De vez en cuando una tempestad de fuego y de humo irrumpía de los altos hornos, con un ruido semejante al del trueno. En esos momentos, toda la fábrica, con sus innumerables talleres, casas y depósitos, aparecía iluminada por la claridad lúgubre y espantosa de los altos hornos; las torres de hierro semejaban torreones de un viejo castillo legendario. En filas regulares, ascendían al cielo las llamaradas de los hornos donde ardía el coque. A veces algunos de estos hornos resplandecían de tal modo, que semejaban los ojos sangrientos de un gigante. La luz eléctrica unía su claridad pálida con la llama púrpura del hierro ardiente. Por todas partes se oía un ruido infernal.

El rostro de Bobrov estaba iluminado por el lúgubre resplandor de la fábrica; sus ojos brillaban, sus cabellos caían en desorden sobre la frente.

¡Helo aquí!—gritó iracundo. ¡Ese Moloch nunca harto de sangre humana! ¡Oh, sí, sí; eso es el progreso, la cultura floreciente, las máquinas grandiosas. Pero, piénselo usted... ¡Veinte años de vida en un día! Le juro a usted que a veces yo mismo me considero como un asesino...

"¡Dios mío, se vuelve loco!", se dijo el doctor horrorizado. E intentaba calmar a Bobrov.

—¡No hablemos más de eso, querido amigo, se lo ruego! No vale la pena atormentarse por todas esas cosas. Mejor es que cierre usted la ventana; hay humedad y puede usted coger un resfriado.

Vuélvase usted a la cama; voy a darle a usted un poco de bromuro.

"¡Es un verdadero maniático!", pensó, mientras conducía a Bobrov al lecho.

Bobrov se dejó llevar; pero cuando estuvo ya en la cama, se echó a llorar, con espasmos histéricos.

El doctor permaneció al lado de su amigo hasta una hora avanzada de la noche, acariciándole los cabellos y tratando de calmarle con palabras afectuosas.

VI

Al día siguiente tuvo lugar la recepción solemne de Basilio Terentevich Kvachnin en la estación de Ivankovo, la más próxima a la fábriEL DIOS ca. A las once de la mañana estaba allí toda la administración. Sentíase una general inquietud.

El director, Sergey Valerianovich Chelkovnikov,bebía sin cesar agua de Seltz, sacaba a cada instante el reloj y, sin mirarlo, lo volvía de nuevo al bolsillo, automáticamente. Su angustia se revelaba en ese movimiento; su rostro, bien cuidado, de hombre de mundo, conservaba la tranquilidad habitual. No era un secreto para nadie que Chelkovnikov sólo era un director oficial, nominal. En realidad, el verdadero director era el ingeniero belga Andrea, de origen medio polaco, medio sueco. Nadie sabía la situación verdadera de este hombre en la fábrica, pero sí que era omnipotente. Su despacho estaba al lado del de Chelkovnikov y comunicaba con él. Chelkovnikóv no se atrevía nunca a aprobar ningún informe, como no llevase una leve señal de lápiz hecha por el señor Andrea y convenida de antemano entre los dos. En los casos imprevistos en que se le pedía opinión al señor Chelkovnikov, éste fingía estar muy preocupado y decía a su interlocutor:

—Dispénseme, pero no puedo concederle un solo minuto... ¡Tengo tanto que hacer! Tenga la bondad de exponer el asunto al señor Andrea.

Después me informará él de la cuestión.

La Dirección debía mucho al señor Andrea, quien le había prestado servicios considerables.

El había concebido en su conjunto el proyecto grandioso y canallesco de la ruina del primer equipo capitalista; él había realizado el plan y lo había conducido hasta su fin. Sus proyectos de construcciones y de explotación eran admirablemente sencillos, y todo el mundo los apreciaba como la última palabra de la ciencia. Poseía todas las lenguas europeas, y su instrucción abarcaba otros dominios que los de su especialidad.

De todos cuantos se hallaban en la estación esperando la llegada de Kvachnin, sólo el señor Andrea, con su figura de tísico y su cara de mono, conservaba su impasibilidad habitual. Llegado el último a la estación, se paseaba tranquilamente por el andén, con las manos en los bolsillos de sus anchos pantalones y con su eterno cigarro en la boca. Sus ojos claros reflejaban la amplia inteligencia de un sabio, la voluntad de hierro de un aventurero. Miraba en derredor con indiferencia.

Nadie se sorprendió de ver llegar a la estación a la familia Zinenko. Desde hacía mucho tiempo se la consideraba como estrechamente ligada a todo lo concerniente a la fábrica. Cuando llegaron las muchachas, llenóse la fría y oscura sala de espera de una animación ficticia y de una risa artificial. En seguida las rodearon los ingenieros jóvenes. Las señoritas se pusieron a la defensiva, sirviéndose de armas usadas y bien conocidas de todos; la superioridad de la mujer, la perfidia del hombre, etc. En medio de la agitación de sus hijas, la señora Zinenko, pequeña, vivaracha, no podía permanecer quieta un segundo y parecía una gallina entre sus polluelos.

Bobrov, fatigado, casi enfermo a consecuencia de la emoción de la noche última, estaba sentado, solo, en un rincón de la sala, fumando sin cesar.

Cuando la familia Zinenko hizo su aparición ruidosa, experimentó un doble sentimiento: por un lado, estaba profundamente avergonzado de la falta de tacto que denotaba en ellas el haber venido; por otro, sentíase feliz viendo a Niná, a quien la marcha rápida había enrojecido el rostro y animado los ojos brillantes, vestida con elegancia, y, como sucedía frecuentemente, mucho más bella de lo que Bobrov se la figuraba en su imaginación. En su corazón enfermo y atormentado se despertó el ardiente deseo de un amor tierno y poético, la sed de caricias afectuosas de la mujer amada.

Acechaba la ocasión de acercarse a Nina; pero ésta, entretenida en alegre charla con dos estudiantes, que bromeaban con ella, reía muy alto, enseñando su hermosos dientes blancos, más coqueta y más fogosa que de costumbre. Sus ojos se encontraron dos o tres veces con los de Bobrov; le pareció al ingeniero que las miradas de la joven le preguntaban algo, con expresión amistosa.

Un prolongado campaneo en el andén anunció que el tren esperado había salido de la estación inmediata. Los ingenieros empezaron a agitarse.

Bobrov, con una sonrisa irónica en los labios, observaba actitud inquieta de aquellos hombres, que se conducían como escolares que aguardan la llegada de un maestro severo. Todos manifestaban una gran ansiedad; los rostros adquirieron una expresión grave, las manos investigaron furtivamente si el tocado estaba en orden, los ojos se volvieron hacia el andén. Pronto abandonaron todos la sala de espera, para salir al encuentro del tren.

Bobrov salió también al andén. Las señoritas, abandonadas por sus acompañantes, se agruparon cerca de la puerta, bajo la protección de su madre. Nina, encontrando la mirada de Bobrov, y como adivinando que quería hablarle a solas, dió algunos pasos hacia él.

—¡Buenos días! ¿Cómo está usted hoy tan pálido? ¿Está usted enfermo ?—dijo apretándole la mano con una fuerte y cariñosa presión y fijando en él una mirada acariciadora y seria—. ¿Por qué se marchó usted anoche tan temprano, sin decirme ni siquiera adiós? ¿Está usted enfadado?

—Sí y no—respondió él sonriendo—. No, porque no tengo ningún derecho a enfadarme.

¡Eso sí que es curioso! Todo el mundo tiene derecho a enfadarse, sobre todo sabe que hay quien se interesa por su opinión. ¿Y por qué fué el enfado ?

—Porque... Mire usted, Nina Grigorievna—dijo Bobrov sintiéndose de improviso lleno de valor—.

Ayer, cuando estábamos los dos en la terraza...

¿Se acuerda usted?... He vivido, gracias a usted, muchos momentos inolvidables. Comprendí que si usted quisiera, podría hacerme el hombre más feliz del mundo... Es necesario que se lo diga a usted todo... No es cosa de dejar a un lado eternamente esta cuestión.. Por otra parte, estoy seguro de que usted ha adivinado hace mucho tiempo...

No terminó: el valor que acababa de sentir le abandonó de nuevo.

— Adivinado qué?—preguntó Nina, con una indiferencia fingida, pero con voz ligeramente temblorosa y los ojos bajos.

Esperaba una declaración de amor, que es siempre cosa que turba los corazones de las jóvenes, participen o no de aquel sentimiento. Sus mejillas enrojecieron.

—Ahora, no... otro día cualquiera...—balbuceo Bobrov. Ni el sitio ni las circunstancias se prestan a que se lo diga ahora. No, no; se lo suplico; ahora, no...

—Como usted quiera. Pero, al menos, dígame:

¿por qué se enfadó usted?

—Mire usted, anoche entré yo en su salón muy feliz, profundamente conmovido y...

—Quedó usted desagradablemente sorprendido por la conversación sobre las riquezas de Kvachnin, no es eso?—preguntó Nina, con ese don de adivinación que poseen a veces hasta las mujeres poco inteligentes—. Sí, he adivinado?

Acercó su rostro al de él y lo envolvió en una mirada profunda y acariciadora.

—Responda usted francamente; no debe usted ocultar nada a su amiga.

Hacía tres o cuatro meses, dando un paseo en bote, en presencia de numerosos concurrentes, Nina, turbada y estremecida por la belleza de la noche de verano, había ofrecido a Bobrov su amistad eterna. El aceptó aquel ofrecimiento muy en serio, y durante una semana la llamó su amiga, como ella le llamaba su amigo. Y cuando le decía con su voz lánguida y expresiva "amigo mío", éstas dos sencillas palabras hacían latir su corazón más deprisa que de costumbre. Ahora, recordó aquel juego ingenuo, y respondió suspirando:

—Bien, "amiga mía", voy a decírselo todo, por más que ello no es fácil. Mis sentimientos hacia usted son de una rara duplicidad. Hay momentos en que tiene usted el don de hacerme feliz con una sola palabra, con un movimiento, con una mirada. No me sería posible decirla hasta qué punto me hace usted feliz. Me faltan palabras. Creo que lo habrá visto usted misma, ¿ verdad?

—Sí, lo he notado muchas veces—dijo ella con voz apenas perceptible y bajando los ojos.

—Y luego, de pronto, se convierte usted de nuevo en una señorita provinciana, de conversación banal, y de maneras... ¿cómo diría yo?... de maneras un poco vulgares. Dispénseme usted por esta franqueza. No se lo hubiera dicho a usted si eso no me hubiera hecho tanto daño...

—También me había dado cuenta de ello...

—¡Ya ve usted! Yo estaba seguro de que usted tiene un corazón tierno y sensible. Pero, siendo así, ¿por qué no es usted siempre como ahora?

Acercó de nuevo su rostro al de Bobrov, y hasta hizo un movimiento para coger su mano. Los dos paseaban por el extremo desierto del andén.

—Usted no me ha querido comprender nunca, Andrey Ilich—dijo con reproche. Es usted demasiado nervioso e impaciente. Exagera usted todo lo que hay en mí de bueno; pero, en cambio, no quiere usted nunca perdonarme el que sea como soy. Viviendo donde vivo, no puedo ser de otro modo. Si fuera otra, estaría en ridículo; sería una nota discordante en mi familia. Soy demasiado débil, y si he de decir la verdad, demasiado insignificante para luchar por mi independencia.

Voy adonde va todo el mundo, considero las cosas como los que me rodean. Pero no crea usted que no comprendo yo misma mi nulidad. La comprendo muy bien. Con los demás no me pesa...

Pero con usted, ya es otra cosa. Sí, con usted es ya muy otra cosa, porque... porque...

Tuvo un momento de vacilación.

—En fin, eso no tiene importancia. Usted es otro hombre, que no se parece en nada a los que me rodean. Jamás me he encontrado con un hombre como usted...

A ella misma le parecía que hablaba con toda sinceridad. La frescura del aire otoñal, el ruido y el movimento del andén, la emoción de su propia belleza, el placer de sentir sobre su rostro las miradas amorosas de Bobrov... todo esto la electrizaba hasta ese punto en que las naturaleas histéricas mienten por inspiración deliciosa, y, sin embargo, inconscientemente. Ella misma se admiraba representando el papel de joven moderna, que tiene necesidad de un apoyo moral, y le gustaba decir a Bobrov cosas agradables.

—Bien sé que usted me cree coqueta. ¡No, no se moleste en negarlo, se lo ruego! Quizá tenga usted razones para creerlo. Así, pues, soy un poco frívola con el señor Muller, me río escuchando su charla. Pero, si usted supiera hasta qué punto me disgusta ese querubín de escaparate? O esos dos estudiantes... Un hombre guapo es desagrable sólo porque él mismo admira su belleza. Podrá usted crerme o no; pero yo siempre experimento más simpatía por los hombres feos.

Bobrov lanzó un suspiro. ¡Ah! No era la primera vez que las mujeres le decían estas frases a modo de consuelo: que no siempre rechazan a los hombres feos.

—Ahora, ¿puedo esperar—dijo con un tono irónico, en el que había mucha amargura—que alguna vez me honre usted también con esa simpatía?

Nina cambió repentinamente.

—No, no; no me ha comprendido usted. Interpreta usted siempre las palabras de un modo extraño. ¿Quiere usted absolutamente que me ponga a echarle flores? ¡Vamos, señor!

Estaba un poco confusa por su desgraciada frase, y para cambiar el tema de la conversación, preguntó en un tono imperioso y un poco frívolo:

—Bueno, ¿qué es lo que me quería usted decir cuando las circunstancias fueran más favorables?

Dígamelo en seguida. ¡Lo quiero!

—No sé... ¡ya no me acuerdo!—dijo Bobrov, calmado y frío.

—¡Pues bien, le voy a refrescar la memoria, mi impenetrable amigo! Me hablaba usted de lo que había ocurrido ayer en casa, de los instantes felices que había pasado usted a veces junto a mí.

Luego me dijo usted que, probablemente, me habría dado cuenta yo misma...; pero ¿de qué es de lo que me debía haber dado cuenta? No terminó usted su pensamiento. Dígamelo, pues, ahora.

Oye usted? ¡Lo exijo!

Le miraba fijamente, con ojos en que brillaba una sonrisa pícara, llena de promesas y, al mismo tiempo, de ternura. El corazón de Bobrov estaba tan rebosante de felicidad, que sintió de nuevo el valor que momentos antes le había abandonado.

"Ella sabe muy bien lo que le quiero decir —pensaba—, pero desea oír mi confesión!" Habíanse detenido al final del andén. Nadie llegaba hasta allí. Los dos estaban emocionados.

Nina esperaba la confesión, encontrando un placer exquisito en aquel juego; Bobrov buscaba palabras, respiraba penosamente turbado en extremo.

Pero en aquel preciso momento se oyeron las campanadas que anunciaban la llegada del tren.

El público, en el andén, se agitó confusamente.

— Me ha oído usted—dijo Nina con voz ahogada—. Espero que me lo diga usted todo. Eso es para mí más grave de lo que usted se cree.

Y, después de estrecharle la mano, se alejó.

A los pocos instantes, el expreso llegó, envuelto en una nube de humo. El ruido que hacía se fué aminorando poco a poco; luego, acortó la marcha, y se detuvo cerca del andén. En la cola traía un largo coche azul. Todos se dirigieron a él. Los empleados abrieron respetuosamente las portezuelas. El jefe de la estación, emocionado, rojo, daba órdenes con cara de espanto. Kvachnin era uno de los principales accionistas de aquella vía férrea, y cuando viajaba por ella, era objeto de múltiples atenciones y de un respeto sin límites.

Chelkovnikov, Andrea y dos ingenieros belgas, que desempeñaban cargos de importancia, entraron en el coche. Los demás se quedaron fuera.

Kvachnin estaba sentado en un sillón, separadas sus enormes piernas, a ambos lados de su abultado abdomen. Por debajo de su sombrero blando salían 'unos cabellos rojos como el fuego.

Su rostro afeitado, de mejillas colgantes y doble barbilla, tenía una expresión de descontento; diríase que había dormido mal. Sus labios apretados hacían un gesto de desdén y disgusto.

A la entrada de los ingenieros, se levantó pesadamente.

¡Buenos días, señores!—dijo con voz ronca, tendiéndoles su mano inflada, que ellos estrecharon respetuosamente. ¿ Qué hay de nuevo por la fábrica ?

Chelkovnikov empezó a informarle en tono oficial. Todo iba bien en la fábrica. Sólo se esperaba la llegada del señor Kvachnin para inaugurar el nuevo alto horno y comenzar las construcciones. Los obreros y los capataces estaban ya contratados en buenas condiciones. Los pedidos afluían en tal abundancia, que era necesario acelerar los trabajos.

Kvachnin escuchaba con la cabeza vuelta hacia la ventanilla, mirando con aire distraído la muchedumbre, aglomerada junto al coche. Su rostro no expresaba más que cansancio y disgusto.

De pronto, interrumpió al director con una pregunta inesperada:

—Dígame... aquella joven... ¿quién es?

Chelkovnikov miró por la ventanilla.

—¿No la ve usted?... Aquella... la de la pluma amarilla en el sombrero...—insistió con impaciencia Kvaschnin, indicándosela con el dedo.

—¡Ah! Aquélla?—dijo animándose el director.

E inclinándose al oído de Kvachnin le cuchicheó misteriosamente en francés:

—Es la hija del señor Zinenko, nuestro gerente del depósito.

Kvachnin movió pesadamente la cabeza.

El director continuó su informe, pero el otro le interrumpió de nuevo.

—Zinenko... Zinenko...—dijo sin dejar de mirar por la ventanilla—. Me parece haber oído ya ese nombre...

—Es el gerente de nuestro depósito—repitió Chelkovnikov respetuosamente, tratando de dar a su voz un matiz de impasibilidad.

¡Ah, ya recuerdo!—exclamó Kvachnin—. Me han hablado de él en Petersburgo. Sí, sí... Y ahora, puede usted continuar.

Nina, con ese don de adivinación propio de las mujeres, comprendió que era precisamente a ella a quien miraba Kvachnin y que hablaba de ella.

Volvió un poco la cabeza, pero su rostro, rojo de placer, seguía, sin embargo, siendo bien visible para Kvachnin.

Terminado, al fin, el informe, salió a la pequeña plataforma, construída en la extremidad del coche, a manera de pabellón. Bobrov, que era observador, pensó irónicamente qué buena fotografía podría sacarse de aquel momento solemne.

Kvachnin no se daba prisa en descender y sobresalía con su maciza figura por encima de la multitud que le aguardaba. Con sus enormes piernas separadas y la expresión de disgusto de su rostro, parecía un ídolo japonés groseramente labrado. Su inmovilidad fastidiaba visiblemente al público. Las sonrisas, preparadas de antemano, desaparecieron; las miradas se llenaron de veneración, casi de espanto. A ambos lados de la portezuela formaban, como soldados, los empleados de la línea férrea.

Bobrov miró a Nina, que estaba a pocos pasos delante de él, y notó con amargura en su rostro la misma sonrisa devota, la misma veneración de un salvaje que mira a un ídolo. "¿Es posible que no sea más que admiración desinteresada por un hombre que posee trescientos mil rublos de renta?—pensaba—. Si no persiguen ningún interés personal, ¿por qué todos se humillan de manera tan desagradable ante ese hombre, que ni siquierase digna mirarles? En la psicología humana existen leyes y resortes secretos, que no conocemos aún, y que son los que únicamente podrían explicar esta humillación voluntaria de los seres humanos ante el poderío de los ricos..." Después de haber permanecido en pie algunos instantes, Kvachnin se decidió, por fin, a descender. Precedido de su enorme vientre, ayudado respetuosamente por los empleados, descendió del coche y se encontró en el andén.

Los ingenieros y demás empleados de la fábrica le abrieron paso, formando dos filas, y le saludaron con respeto. El hizo un ligero movimiento de cabeza, y apretando sus gruesos labios, exclamó:

—Señores, están ustedes libres hasta mañana.

Luego, a la salida de la estación, hizo Chelkovnikov una seña para que se acercase.

—Sergey Valerianovich—dijo a media voz—, me lo presentará usted?

—Al señor Zinenko?—preguntó respetuosamente el director.

—¡Naturalmente, caramba!... —dijo Kvachnin enfadado. No, aquí no—añadió, deteniendo al director, que había hecho ademán de ir en busca de Zinenko—. Después, cuando estemos en la fábrica...

VII

63 El comienzo de los trabajos de construcción y la inauguración del nuevo alto horno tuvieron lugar a los cuatro días de la llegada de Kvachnin.

Se quiso dar un carácter solemne a aquellos dos acontecimientos y se repartieron invitaciones impresas a las fábricas metalúrgicas vecinas, Krutogórsky, Voróninsky y Kursky.

Al día siguiente de la llegada de Kvachnin, vinieron otros dos miembros del Consejo de administración, cuatro ingenieros belgas y muchos grandes accionistas. Entre el personal circuló el rumor de que la administración había votado dos mil rublos para un banquete; pero, en realidad, todos los gastos en vinos y provisiones fueron de cuenta de los contratistas de las construcciones.

La fiesta fué favorecida por un día espléndido, uno de esos días claros de otoño, en que el cielo es profundamente azul y el aire fresco tiene fragancias de vino generoso y añejo.

Los pozos cuadrados, que se habían hecho para poner los cimientos de las construcciones nuevas, estaban rodeados de una masa compacta de obreros. En medio de este muro viviente, al extremo de uno de los fosos, una sencilla mesa blanca, cubierta con un tapete. sostenía un evangelio, una cruz y una pila con agua bendita. El pope, revestido con los ornamentos sagrados, estaba un poco más lejos, al frente de un grupo de quince obreros que, para esta ocasión, desempeñaban el oficio de sacristanes. Del otro lado del foso se hallaban los ingenieros, los contratistas, los empleados de oficinas... un grupo abigarrado de más de doscientas personas. Un poco más lejos, en una elevación del terreno, se colocó un fotógrafo; después de cubrir con un paño negro el aparato y su propia cabeza, se preparaba desde hacía largo tiempo para su operación fotográfica.

A los diez minutos llegó Kvachnin en un coche tirado por tres magníficos caballos grises.

Venía sólo en el coche, que ocupaba por entero, de tal modo que no quedaba sitio para ninguna otra persona: tan grueso era. El coche iba seguido de otros cinco o seis.

Los obreros, por instinto, adivinaron en Kvachnin el personaje más importante de aquella solemnidad, y todos se quitaron inmediatamente las gorras cuando se acercó. Kvachnin descendió del coche, avanzó majestuoso por entre la muchedumbre, y saludó al pope.

¡Alabado sea Dios en todas partes, por los siglos de los siglos!—proclamó el pope, con voz débil e insegura, en medio del silencio general.

—¡Amén!—respondió bastante armoniosamente el coro improvisado.

Los obreros, que estaban allí en número de tres mil, por lo menos, hicieron la señal de la cruz; todos a la vez, como habían saludado a Kvachnin, bajaron ligeramente la cabeza, y en el mismo instante la volvieron a levantar. Bobrov les contemplaba. En las primeras filas estaban los albañiles, sólidos y graves, con mandiles blancos, con cabellos claros como el lino y barbas rojas; detrás de ellos. los obreros metalúrgicos y los herreros, con sus blusas negras, que usaban para imitar a los obreros franceses e ingleses, con los rostros cubiertos de polvo metálico. Aquí y allá había grupos de obreros extranjeros. En las últimas filas estaban los obreros de los hornos de cal, a los que se podía reconocer de lejos por los rostros como empolvados de harina y los ojos inflamados y rojizos.

Cada vez que el coro de voces fuertes y solemnes proclamaba: "Salva a tus hombres, Dios omnipotente, de todas las desdichas", los tres mil obreros, con la misma seriedad devota y en el mismo instante, como soldados disciplinados, se santiguaban con celo y bajaban la cabeza. Bobrov sentía algo grave y poderoso, y al mismo tiempo infantil y emocionante, en aquella común plegaria de una enorme muchedumbre gris. Al día siguiente todos aquellos obreros reanudarían su trabajo fatigoso de doce horas diarias. Quizás algunos perecerían durante el trabajo, cayendo desde un tejado, hundiéndose en una caldera o enterrados bajo una avalancha de piedras y ladrillos. Y quién sabe! ¡Acaso en aquel momento pensaban todos precisamente en lo que el destino les preparaba y rogaban al Dios omnipotente que les salvara de la desdicha. No tenían otros protectores, aquellos niños grandes, de corazones bravos y simples, aquellos humildes soldados de EL DIOS.

5 la industria, que salían todas las mañanas de sus frías barracas para llevar a cabo inauditas hazañas de paciencia y de valor.

Tales eran las reflexiones de Bobrov, siempre dispuesto al análisis. Hacía largo tiempo que había perdido la costumbre de las ceremonias religiosas; pero cuando el coro respondía, con gritos armoniosos, a las palabras del pope, sentía una profunda emoción. Había algo de conmovedor en la resignación con que rezaban aquellos humildes trabajadores, venidos de todos los ámbitos de Rusia, desterrados, arrancados de sus familias y de sus hogares por las necesidades imperiosas de la vida cotidiana.

El oficio religioso terminó pronto.

Kvachnin, negligentemente, arrojó una moneda de oro al foso; según la costumbre, debía arrojar un puñado de tierra; pero su gordura no le permitía inclinarse, y Chelkovnikov le reemplazó en esta ceremonia. Después, fueron todos a los altos hornos, que alzaban sobre sus bases de piedra las torres negras, redondas y macizas.

El quinto alto horno, recién construído, estaba ya en plena actividad. En la parte baja, a unos 70 centímetros del suelo, se había abierto un agujero, de donde salía, en ancha banda hirviente, el metal fundido, que expandía a su alrededor pequeñas llamas azules. El metal fundido corría hacia unas grandes calderas, que estaban cerca del agujero, y se enfriaba en ellas, convirtiéndose en una densa masa negruzca. Los obreros, desde lo alto del horno, arrojaban sin cesar al vientre enorme mineral y carbón, que llegaban en vagonetas de hierro.

El pope echó agua bendita sobre el alto horno y, lleno de pavor ante aquel monstruo que escupía fuego, se retiró rápidamente hacia atrás.

El primer capataz, un viejo sólido, de rostro ennegrecido, se santiguó y escupió en sus manos.

Sus cuatro ayudantes hicieron lo mismo. Luego, los cinco hombres levantaron del suelo una larga barra de acero y, después de balancearla algunos segundos, golpearon con ella la parte baja del horno. Los espectadores, presa de una nerviosa ansiedad, cerraron los ojos. Algunos retrocedieron. Los obreros golpearon por segunda vez, luego por tercera y cuarta vez..., y de pronto brotó una fuente de metal líquido de una claridad insoportable a la vista.

Entonces el capataz, manejando hábilmente la barra de acero, ensanchó el boquete, y el hierro fundido empezó a deslizarse lentamente por un estrecho sendero de arena. Grandes haces de estrellas luminosas se esparcían en todas las direcciones, con un ruido característico; subían un poco y se apagaban en el aire. Aquel metal, que se fluía con lentitud, y como con cierta flema, irradiaba un calor tan terrible, que los que no estaban habituados retrocedían, tapándose el rostro con las manos.

De los altos hornos fueron todos a la fábrica para presenciar los trabajos. Kvachnin había tomado las disposiciones necesarias para que los accionistas, que habían venido con él, pudieran ver la fábrica en sus dimensiones colosales y su actividad febril. Había calculado que aquellos señores, asombrados ante una serie de impresiones fuertes e inesperadas, contarían luego milagros a la asamblea que los había delegado. Conocía a fondo la psicología humana, y estaba seguro de que la asamblea, después de oír las relaciones de sus delegados, aceptaría una nueva emisión de acciones, emisión a que se había opuesto hasta el presente, y que era muy ventajosa para él.

Sí; sus cálculos estaban bien hechos. En efecto, los accionistas quedaron tan impresionados, que les dolía la cabeza de tantos ruidos infernales. Pálidos de emoción, habían oído el paso del aire comprimido por cuatro enormes tubos, de ocho metros de largo cada uno; el ruido hacía temblar los muros de piedra. Por aquellos tubos de hierro colado, de cuatro metros de ancho, el aire se trasladaba a poderosos recipientes, en donde, por medio del gas, era calentado hasta la temperatura de 600 grados; desde allí penetraba en el interior del alto horno, donde fundía, con su soplo ardiente, el mineral y el carbón.

El ingeniero que dirigía aquel taller daba las explicaciones necesarias. Pero aunque se inclinaba al oído de cada uno de los accionistas y gritaba con todas sus fuerzas, el ruido de las máquinas impedía oirle, y sólo podía verse el movimiento de sus labios.

Luego Chelkovnikov condujo a los visitantes a un edificio de hierro, tan largo, que cuando uno se hallaba en uno de sus extremos, el otro apenas se veía. Era el departamento de los altos hornos, donde la fundición líquida se mezclaba con mineral y se convertía en acero. A lo largo de una de las paredes de aquel taller corría una plataforma de piedra, sobre la cual había unos veinte hornos de los llamados "pudlings", que parecían, por su forma, vagones sin ruedas. El acero pasaba por medio de tubos a gruesos recipientes de hierro, y allí se enfriaba en grandes pedazos de seiscientos a setecientos kilogramos cada uno. El otro lado del departamento estaba ocupado por una pequeña vía férrea, por la cual, silbando y respirando fatigosamente, corrían vagonetas en donde los obreros cargaban sin cesar el acero, que, después de una serie de operaciones ingeniosas, adquiría la forma de largas barras cuadradas y pulimentadas.

Chelkovnikov llevó a los visitantes al taller de rieles. Un enorme pedazo de metal ardiendo pasaba por diversas máquinas, y salía de cada una de ellas con una forma nueva, cada vez más delgada, más larga. Al fin, quedaba un riel rojo, de unos veinte metros de largo. Los movimientos complicados de unas quince máquinas eran dirigidos por un solo hombre, que, situado sobre una pequeña plataforma, encima de la máquina central, parecía un capitán en el puente de su navío.

Cuando volvía la manivela hacia adelante, los cilindros y demás partes de las máquinas se movían hacia adelante; si volvía la manivela hacia atrás, ese simple movimiento bastaba a invertir la dirección del movimiento de las máquinas.

Cuando salía el riel rojo, cogíalo una enorme sierra redonda que, con un silbido penetrante, lanzando alrededor un surtidor de chispas doradas, lo cortaba en tres partes iguales.

Después pasaron todos al departamento de ruedas para vagones y locomotoras. Había doscientos o trescientos tornos de todas las dimensiones y de todas las formas; las anchas correas de cuero que movían aquellos tornos bajaban desde el techo, donde estaban enrolladas a una gruesa barra de acero y formaban abajo una densa tela de araña en continuo movimiento. Las ruedas de algunas máquinas giraban a razón de veinte vueltas por segundo; otras, en cambio, andaban tan lentamente que apenas se notaba su movimiento.

El piso estaba como tapizado de virutas de hierro, cobre y acero que formaban bonitas y largas espirales. Los berbiquíes llenaban la atmósfera de un insoportable rechinamiento ensordecedor.

Había también allí una máquina de fabricar tuercas, que parecía una boca provista de enormes mandíbulas de acero, masticando con regularidad el metal. Los obreros hundían en la garganta de la máquina el extremo de una larga barra metálica, enrojecida al fuego; las mandíbulas daban pequeños mordiscos en la barra y escupían las tuercas terminadas. .

Cuando Chelkovnikov, al salir de este departamento, propuso a los accionistas, a quienes manifestaba las mayores atenciones, que pasaran a visitar la "Compound", central de novecientos caballos, estaban ya harto aturdidos y atontados por todo lo que habían visto y oído. Las nuevas impresiones no tenían para ellos ningún interés y no hacían sino fatigarles más. Sus rostros estaban rojos de calor; sus manos y sus vestidos, sucios de hollín. Aceptaron de mala gana la proposición del director, sólo por cumplir hasta el final la misión que les había encomendado la asamblea de accionistas.

Aquella máquina, que era el orgullo de la fábrica, se encontraba en un edificio aparte, muy limpio y coquetón, con piso de mosaico y anchos ventanales. A pesar de sus dimensiones gigantescas. apenas hacía ruido. Dos pistones, de ocho metros cada uno, giraban rápidamente en los cilindros. Un enorme volante, de seis metros de diámetro, con doce cables que se deslizaban a su alrededor, giraba igualmente sin ruido, con vertiginosa rapidez. Los movimientos de este volante conmovían el aire seco y cálido del taller. La máquina daba fuerza motriz a todas las demás máquinas y tornos de la fábrica.

Después de verla, creyeron los accionistas que sus pruebas habían terminado, pero el infatigable Chelkovnikov, en tono muy amable, les hizo de nte una nue proposición.

—Ahora, señores, voy a enseñarles, por decirlo así, el corazón de la fábrica, que nutre de sangre a todo el organismo.

Y les arrastró más bien que les condujo al departamento de las calderas de vapor. Pero el corazón de la fábrica—una docena de calderas cilíndricas de diez metros de largo y tres de alto cada una—apenas si hizo impresión en los cansados ánimos de los accionistas. Sus pensamientos giraban desde hacía largo rato alrededor de la comida que les estaba esperando; se guardaban muy bien de hacer preguntas, para no provocar nuevas explicaciones, y se limitaban a contestar con movimientos de cabeza a todo cuanto decía Chelkovnikov. Cuando éste hubo terminado, lanzaron un suspiro de consuelo, y muy sinceramente, con un gran placer, le estrecharon la mano.

Salieron todos. Sólo Bobrov permaneció en aquel departamento. De pie, en el extremo de un profundo foso sombrío, donde estaban los hornillos, seguía con los ojos el penoso trabajo de seis obreros desnudos hasta la cintura. Tenían que echar carbón, día y noche, por las bocas de los hornillos. A cada momento se abrían ruidosamente las redondas coberteras que tapaban los hornillos, y entonces podía verse la llama blanca, que rugía en el interior. Los cuerpos medio desnudos de los obreros, quemados por el fuego, negros por el polvo de carbón, se inclinaban para echar el pasto a aquellos monstruos. Sus manos, nerviosas y hábiles, alzaban una pala llena de carbón y la lanzaban rápidamente por la abertura. Otros dos obreros, en lo alto, echaban sin cesar a sus camaradas de abajo, el carbón que se apilaba en grande montones, semejantes a negras colinas.

A Bobrov le parecía que aquel trabajo ininterrumpido tenía un carácter casi sobrehumano y, al mirarlo, se le oprimía el corazón. Pensaba que una fuerza misteriosa tenía sujetos a aquellos esclavos del trabajo, por toda su vida, junto a las fauces abiertas del monstruo, y que, so pena de una muerte terrible, estaban obligados a dar, sin cesar, el alimento a la bestia insaciable.

—¡Buenos días, Andrey Ilich! ¿Está usted mirando cómo echan el pasto a su Moloch?—dijo, de pronto, detrás de Bobrov, la voz del doctor Goldberg.

Bobrov se estremeció hasta el punto de caer casi en el foso: tal era la contradicción ruidosa entre aquella voz alegre y bonachona y sus propios pensamientos. Aun después de reponerse de la sorpresa, no pudo en mucho rato dominar la penosa impresión.

¡Parece que le he asustado a usted, querido! preguntó el doctor, mirando fijamente a Bobrov—. Perdóneme usted si es así.

—Sí. ¡Fué tan inesperado!... Se ha acercado usted sin hacer ruido...

—No, Andrey Ilich; es absolutamente preciso que cuide usted esos nervios. No valen nada.

Oígame usted bien: pida un permiso, y váyase una temporada al extranjero. Eso le sentará bien, mientras que aquí. puede acabar mal. Estese usted en el extranjero unos seis meses, beba buen vino, paséese usted a caballo, busque aventuras amorosas...

Se acercó al foso.

Un verdadero infierno!—exclamó mirando al fondo. ¿Cuánto pesará, poco más o menos, uno de esos "samovars"? ¿Doce mil kilogramos quizás?

—Más—respondió Bobrov—. Casi el doble.

—¡Anda, anda! ¿Y si uno de esos "samovars" estallara? ¡Sería un espectáculo pintoresco!

¡Muy pintoresco, doctor! No quedaría nada de estos edificios.

El doctor movió la cabeza y lanzó un silbido significativo.

—Pero ¿cómo podría producirse una explosión?

—Las causas pueden ser muy distintas. Lo más frecuente es que se produzca del siguiente modo:

cuando queda en la caldera muy poca agua, las paredes se van calentando, hasta ponerse casi al rojo. Si en ese momento se vierte en ella un poco de agua, la caldera bajo la presión de ese vapor, estalla.

—Entonces, se puede provocar intencionada¡Siempre que se quiera!¿Desea usted quizás hacer una experiencia? Cuando baje el hidrómetro, que es el que indica la cantidad de agua, no tiene usted más que hacer girar esa ruedecita... Eso basta..mente?

Bobrov bromeaba; pero su voz era extrañamente seria, y su mirada triste y severa. El doctor le miró a hurtadillas. "Es un buen chicopensó, pero es un psicópata..." —Oiga, Andrey Ilich —preguntó separándose del foso, ¿por qué no ha ido usted a comer con esos señores? Hubiera usted podido admirar el jardín de invierno que han puesto en nuestro laboratorio, convertido en comedor. ¡Y qué cubiertos! ¡Una cosa admirable!...

¡Detesto las comidas de los ingenieros!—dijo Bobrov, haciendo una mueca—. Transcurren en gritos, alabanzas y mutuas adulaciones. Y luego vienen los indispensables brindis; emborráchanse los comensales, y los oradores se salpican de vino y ensucian a los que están a su lado. ¡Asqueroso!

—Sí; tiene usted mucha razón—aprobó el doctor. No he asistido más que al principio de la comida, pero me ha bastado. Kvachnin está magnífico. ¡Había que oír el discurso que ha pronunciado ese canalla! "Señores, la misión del ingeniero es elevada y está llena de responsabilidades.

Las vías férreas, los altos hornos y las minas traen al país las semillas de la instrucción, las flores de la civilización y los frutos..." ¡A fe mía, ya no me acuerdo cuáles son los frutos que los ingenieros dan al país! ¡Dios mío, qué supercanalla! "Unámonos, pues, señores, y mantengamos alta la bandera de nuestro arte bienhechor..." Naturalmente, se le ha contestado con una tempestad de aplausos.

Anduvieron algunos pasos en silencio. El rostro del doctor adquirió de pronto una expresión de cólera, y dijo con voz severa:

—Sí, el arte bienhechor... Y, sin embargo, las barracas de los obreros están construídas con madera podrida. El número de enfermos aumenta cada día. Los niños mueren como moscas. ¡Y estas son las semillas de la civilización! Estamos expuestos a una epidemia de tifoidea...

— De veras? ¿Hay ya algún caso? Eso sería horrible, sobre todo, dadas las condiciones antihigiénicas de los locales...

El doctor se detuvo, presa de una cólera loca.

—¡Ah, qué terribles condiciones! La muerte hará una buena cosecha. Ayer llevaron al hospital a dos enfermos. Uno de ellos ha muerto y el otro morirá, no cabe duda. Y no tenemos ni medicamentos, ni sitio bastante, ni ayudantes... ¡Qué canallas!

Y el doctor amenazó a la fábrica con el puño.

VIII

Las malas lenguas empezaron a charlar. Ya antes de la llegada de Kvachnin se contaban de él una porción de anécdotas pintorescas. Ahora, todo el mundo comprendía las razones de su repentina aproximación a la familia Zinenko. Las señoras murmuraban con sonrisas maliciosas; los hombres, entre sí, llamaban cínicamente a las cosas por su nombre. Pero nadie sabía de cierto lo que había entre Kvachnin y los Zinenko, y todo el mundo esperaba, con placer impaciente, un escándalo pintoresco. Había una parte de verdad en las murmuraciones de la gente. Después de la primera visita que Kvachnin hizo a los Zinenko, empezó a pasar allí todas las veladas. Por la mañana, hacia las once, llegaba a casa de los Zinenko el hermoso carruaje de Kvachnin, tirado por tres magníficos caballos grises; el cochero transmitía a la familia una invitación de su amo, para que fueran a almorzar con él. Nadie más recibía invitaciones para aquellos almuerzos. Los manjares estaban preparados por un cocinero francés, que acompañaba a Kvachnin en todos sus viajes, incluso cuando iba al extranjero.

Las atenciones de Kvachnin hacia sus nuevos conocidos diferían del tono corriente y trivial.

Trataba a las cinco muchachas sin miramientos, con la familiaridad de un viejo pariente solterón y frívolo. A los tres días, las llamaba por el diminutivo de sus nombres, añadiendo el patronímico: Schura Grigorievna, Ninachka Grigorievna, etcétera. A la más pequeña, Kasia, la cogía frecuentemente por la barbilla y la hacía rabiar, llamándola "bebé" y "mi polluelo", lo que la ruborizaba, hasta hacerla derramar lágrimas. Pero la niña no se atrevía a protestar.

La señora Zinenko, con alegre coquetería, le reprochaba amistosamente que con sus mimos pervertía a las niñas. En efecto, bastaba que una de las muchachas expresara un deseo cualquiera, para que Kvachnin se apresurara a realizarle. Una vez, Maka, sin darse cuenta, dijo que le gustaría montar en bicicleta, y al día siguiente un enviado especial de Kvachnin trajo de Jarkov una hermosa bicicleta, que debió costarle por lo menos trescientos rublos. Otro día hizo por broma una apuesta con Beta, y le compró un pud (1) de bombones. Otra vez regaló a Kasia un broche de piedras preciosas. Habiendo sabido otro día que a Nina la gustaba montar a caballo, le regaló una magnífica jaca inglesa, amaestrada especialmente para señoras.

Las señoritas estaban encantadas. Se diría que un ángel bueno se había instalado en su casa, adivinando y realizando inmediatamente sus menores caprichos. La señora Zinenko sentía vagamente que no convenía mucho a una familia respetable aprovecharse de la generosidad de Kvachnin, pero no tenía valor ni tacto para dárselo a entender. Cuando protestaba humildemente, con su voz meliflua, contra la generosidad del nuevo amigo, éste le cortaba la palabra.

—¡Vamos, querida señora! ¡Esas son bagatelas! ¡No vale la pena hablar de ello!

Aparentemente, no manifestaba preferencia por ninguna de las señoritas; era igualmente amable para todas, permitiéndose tratarlas a todas sin cumplimientos ni reparos. Los jóvenes que visitaban antes la casa, habían desaparecido por (1) 15 kilogramos.

completo. Pero, en cambio, Sveyevsky, que no había visitado a la familia Zinenko más de dos o tres veces, era al presente un huésped diario.

Nadie le había llamado; había ido él mismo, como respondiendo a una invitación misteriosa, y desde el primer día se hizo muy útil y aun indispensable para todos los miembros de la familia.

Con este motivo, se contaba una anécdota. Hacía algunos meses, Sveyevsky, hallándose entre sus colegas, dijo que el sueño de su vida era hacerse algún día millonario, y que estaba seguro de serlo hacia los cuarenta años.

—¿Y por qué medio?—le preguntaron.

Con una risita de contento, y frotándose las manos con satisfacción, contestó:

—¡Por todas partes se va a Roma!

Ahora creía llegadó el momento favorable para avanzar en su carrera. De un modo o de otro, podría hacerse útil a Kvachnin el omnipotente, y, con una desvergüenza ilimitada, se convirtió en su lacayo. Le manifestaba su servilismo con los gestos y las miradas, y estaba dispuesto a todo por ganar el favor del amo.

El otro aceptaba sus servicios. Severo para los subordinados, a quienes despedía sin contemplaciones cuando estaba de mal humor, toleraba la presencia de Sveyevsky, aun despreciándole francamente. Sveyevsky comprendió pronto que Kvachnin se quería servir de él y aguardaba su hora.

Se murmuraba mucho de todo esto entre el personal de la fábrica. Bobrov, como es natural, fué puesto al corriente. No le sorprendió. Conocía la moral de la familia Zinenko, que apreciaba en su justo valor. Temía solamente que las malas lenguas no perdonaran tampoco a Nina.

Desde su última conversación con ella en la estación, la quería todavía más. A él sólo le había abierto su alma, llena de belleza, a pesar de las pequeñas flaquezas y vacilaciones. "Los otrospensaba Bobrov—, no ven más que el exterior, el tocado, el rostro; mientras que yo conozco su alma." Los celos, con sus cínicas dudas, el amor propio irascible, con su mezquina vulgaridad, eran completamente extraños a la naturaleza delicada y confiada de Bobrov.

No había sentido nunca un verdadero y sincero amor. Demasiado tímido, desconfiaba de sí mismo, y no se atrevía a tomar en la vida su parte de felicidad. Y ahora se entregaba de todo corazón al nuevo y fuerte sentimiento ignorado hasta el presente.

Todos aquellos días estuvo bajo el encanto de su entrevista con Nina en la estación. De continuo recordaba, en sus más mínimos detalles, aquella conversación. Las más insignificantes palabras de Nina revestían para él una importancia suprema. Por la mañana, se despertaba con el sentimiento vago de algo grande y luminoso que se entraba en su corazón como promesa de felicidad infinita.

Sentía un deseo irresistible de ir a casa de Zinenko. Quería asegurarse de nuevo de su dicha, oír las semiconfesiones de Nina, tan pronto tímidas como ingenuamente atrevidas; pero la presencia de Kvachnin le molestaba y sólo tenía un consuelo: el de que Kvachnin, seguramente, no estaría allí más de quince días.

Sin embargo, la casualidad le procuró una entrevista con Nina antes de la partida de Kvachnin. Fué un domingo, tres días después de la inauguración solemne del nuevo alto horno. Bobrov se paseaba a caballo por el ancho camino que iba de la fábrica a la estación. Eran las dos de la tarde, una hermosa tarde fresca. Ni una sola nube había en el cielo azul. El caballo, balanceando la cabeza al andar, caminaba con paso rápido.

En una vuelta del camino, cerca del depósito central, Bobrov vió una amazona que descendía por la colina, seguida de un caballero que montaba un caballo blanco. Bobrov reconoció en seguida a Nina. Vestía una larga falda verdeguantes amarillos y un sombrero de copa alta.

Manteníase a caballo muy graciosamente. Su jaquita avanzaba con paso alegre y seguro, encorvando el cuello y alzando mucho las finas y delgadas manos. En el caballeru ue seguía a Nina, Bobrov reconoció a Sveyevsky. Permanecía a una larga distancia detrás de ella. Montaba muy mal y hacía esfuerzos desesperados por dominar a su caballo y alcanzar a Nina. Con su figura inEL D108 clinada sobre el cuello del animal, presentaba un aspecto lastimoso.

Al reconocer a Bobrov, Nina fustigó la jaquita, que empezó a galopar. El viento la azotaba en pleno rostro, y viéndose obligada a sostener el sombrero con una mano, bajaba un poco la cabeza. Cuando llegó cerca de Bobrov, detuvo el caballo, que empezó a golpear el suelo, y a relinchar impaciente. Nina estaba muy animada.

Sus mejillas se habían teñido de rosa. Sus cabellos caían en pequeños y finos bucles por debajo del sombrero.

Magnífico caballo!—exclamó Bobrov, cuando logró por fin detener su "Farvater"; y estrechó la mano de Nina—. De dónde lo ha sacado?

— Verdad que es hermoso? Es un regalo de Kvachnin.

—Yo no hubiera aceptado un regalo semejante dijo rudamente Bobrov, irritado por el tono despreocupado de la respuesta de Nina.

Ella se enfadó.

—Pero ¿por qué razón le iba a rechazar?

—Porque Kvachnin no es ni su amante ni su pariente de usted...

—¡Ahr, Dios mío! ¡Qué escrupuloso es usted!...

¡Hasta cuando se trata de los demás!—dijo Nina con mordaz ironía.

Pero notando la expresión de dolor que se extendía sobre el rostro de Bobrov, se apresuró a añadir, en tono más suave:

—Esto no es nada para él; ¡es tan rico!

Sveyevsky se acercaba; no estaba ya más que a una docena de pasos. Nina se inclinó de pronto hacía Bobrov, acarició con la mano el puño de su látigo, y le dijo muy bajito, con el tono de una niña que reconoce su falta:

—Basta, amigo mío; no se enfade usted. ¡Le devolveré el caballo, ya que es usted tan malo!

¡Mire usted qué importancia doy a su opinión!...

Una felicidad infinita invadió el corazón de Bobrov. Sus manos, con un movimiento involuntario, se tendieron hacia Nina. No dijo nada, pero lanzó un largo suspiro de alegría. Sveyevsky le saludó con indiferencia.

— Naturalmente, estará usted ya corriente de nuestra proyectada merienda?—le preguntó.

—No; es la primera vez que oigo hablar de ello.

—Se organiza, por deseos del señor Kvachnin... En el Barranco Verde...

—No sabía nada.

—Sí—dijo Nina—. Será muy divertido. Venga usted también. El miércoles, a las cinco de la tarde, "Rendez—vous" en la estación...

—¿Es el personal el que organiza por cuenta suya esa excursión?

—Es posible; no sé bien—respondió Nina, interrogando a Sveyevsky con la mirada.

—Sí, es el personal—continuó éste. Naturalmente, el señor Kvachnin toma una gran parte en ello. Me ha encargado de algunos preparativos, y debo decirle a usted que la merienda será algo colosal, extraordinariamente "chic". Esto se lo digo confidencialmente: guárdeme el secreto.

Pero le aseguro que va quedar usted asombrado.

Nina no pudo contenerse y añadió con coquetería:

—Todo esto se hace por mí. Anteayer le dije al señor Kvachnin que estaría bien organizar un paseo por el bosque, con mucha gente, e inmediatamente decidió hacerlo...

—Yo no iré a eso!—dijo Bobrov en tono rudo.

¡Sí, irá usted! ¡Lo quiero!—exclamó Nina, brillantes los ojos. ¡Y ahora, en marcha, señores!

Y Fustigó el caballo. Bobrov hizo lo mismo. Sveyevsky se quedó atrás.

—Escuche usted, Andrey Ilich, lo que voy a decirle. Sobre todo, no se enfade usted...

Los caballos caminaban el uno junto al otro.

Nina, ligeramente inclinada hacia Bobrov, le miró con ternura a los ojos; él tenía un aspecto sombrío y descontento.

—Escúcheme bien—repitió ella con una voz llena de cariño—. Por usted es por quien tuve la idea de esa excursión... Sí, por usted, mi mal amigo, siempre dispuesto a suponerme intenciones feas. Quiero que me diga usted todo lo que no me quiso decir en la estación el otro día. Durante la excursión, podremos aislarnos, y no nos molestará nadie...

Estas palabras, pronunciadas con una voz acariciadora y afectuosa, produjeron un efecto mágico en Bobrov. Sintióse de nuevo feliz. Casi con las lágrimas en los ojos, exclamó apasionadamente:

—¡Oh, Nina! ¡Si supiera usted cómo la amo!

Ella hizo como que no había oído aquella confesión inesperada. Acortó el paso de su caballo y preguntó:

—¡Entonces! ¿Vendrá usted, no es eso?

—¡Oh, sí, iré!

—Muy bien. Se lo agradezco. Ahora esperemos a mi acompañante, y hasta la vista. Tengo que volver a casa.

Al estrechar su mano, antes de separarse de ella, Bobrov sintió a través del guante el calor delicioso de aquella manita, que le respondía con un apretón fuerte y prolongado. Los hermosos ojos negros de Nina le dirigieron como despedida una mirada amorosa.

IX

El miércoles, desde las cuatro, la estación aparecía invadida por los invitados a la merienda.

Todo el mundo estaba alegre y gozosamente agitado. La venida de Kvachnin a la fábrica no había ocasionado esta vez ninguno de los disgustos y generales trastornos que todos habían pronosticado. El temor de que Kvachnin castigase al personal y despidiese a determinados ingenieros se había desvanecido; en cambio, ahora, se susurraba que dentro de poco iban a aumentar el sueldo a todos los empleados.

Por otra parte, la excursión prometía ser muy agradable. El Barranco Verde, donde iba a tener lugar la merienda, se hallaba a unos doce kilómetros, por un camino muy bello. El tiempo, desde hacía una semana, era magnífico y se podía tener la seguridad de que no cambiaría en todo el día.

Había cerca de noventa invitados. Formando grupos animados, se juntaban en el andén de la estación, llenando el aire de sus exclamaciones y risas. Se oía, además de la lengua rusa, frases francesas, alemanas, polacas. Los ingenieros belgas llevaban aparatos fotográficos. Ignorábanse los detalles de la merienda, pero se hablaba de algo extraordinario, y todo el mundo estaba intrigado. Sveyevsky, con aire misterioso y grave, aludía con frecuencia a las sorpresas que aguardaban a los concurrentes, pero se negaba a entrar en detalles.

La primera sorpresa fué el tren especial que había ordenado formar Kvachnin. Precisamente a las cinco, salió del depósito una locomotora nueva americana, de diez metros de larga. Las señoras no pudieron contener los gritos de admiración y de alegría: la enorme máquina estaba cubierta de banderas y flores. Las guirnaldas verdes, las hojas de encina, mezclábanse con ramos de campanillas, gardenias y claveles, rodeaban en espiral el cuerpo de acero de la locomotora, trepaban por la chimenea y caían sobre la cabina del maquinista. Los cobres y los aceros de la máquina brillaban al sol poniente de otoño, entre las hojas verdes y las flores. Después de la locomotora, salieron del depósito seis coches de primera clase destinados a conducir a los invitados hasta la pequeña estación situada a quinientos pasos del Barranco Verde.

—¡Señores!—dijo con tono solemne Sveyevsky, dirigiéndose a los concurrentes—. Basilio Terentevich Kvachnin me ha encargado que os diga que él solo paga los gastos de la excursión.

Luego, pasando de un grupo a otro, iba repitiendo la misma frase:

—Señores! Basilio Terentevich está encantado del recibimiento que se le ha hecho, y se holgaría mucho de poder hacer algo a su vez. Paga todos los gastos de su bolsillo...

Sin poder contenerse, como un lacayo envanecido de la generosidad de su amo, añadió:

—¡Hemos gastado en la excursión tres mil quinientos rublos!

—Usted y el señor Kvachnin? — preguntó, detrás de él, una voz irónica.

Sveyevsky volvió vivamente la cabeza y vió que había sido el señor Andrea el que le había hecho aquella pregunta embarazosa. El belga le contemplaba con su mirada impasible, con las manos sepultadas en los anchos bolsillos de sus pantalones.

—¿Qué decía usted? —preguntó Sveyevsky, que se había puesto muy encarnado.

—Es usted el que ha dicho: "nosotros hemos gastado tres mil rublos algo mas". Puedo legítimamente suponer que al decir "nosotros" ha querido usted decir "yo y el señor Kvachnin".

Ahora bien, tengo el honor de manifestarle, que, si bien aceptaría esta amabilidad del señor Kvachnin, quizá no la quisiera aceptar de parte del señor Sveyevsky...

¡No, no, no es eso!...—se apresuró a balbucear Sveyevsky, en extremo confuso—. No me ha comprendido usted. Naturalmente, es Basilio Terentevich el que paga sólo todos los gastos...

Yo no soy más... que su hombre de confianza..su agente, si usted quiere —añadió con una sonrisa agridulce.

Casi en el mismo momento en que salía del depósito el tren especial, se vió llegar a la familia Zinenko, acompañada de Kvachnin y de Chelkovnikov.

A su llegada ocurrió un incidente tragicómico.

Las mujeres, las hermanas y las madres de los obreros de la fábrica, que habían oído hablar de la merienda proyectada, se habían reunido en la estación desde por la mañana. Muchas de ellas llevaban a sus hijos en brazos. Con una paciencia inagotable, aquellas desgraciadas, escuálidas, harapientas, esperaban desde hacía muchas horas, sentadas en la escalera de la estación, en el suelo, a lo largo de la pared. Eran más de doscientas. Cuando los empleados de la estación les preguntaron qué hacían allí, respondieron que esperaban al "gordo jefe rojo". Los empleados quisieron expulsarlas, pero ellas empezaron a gritar de tal modo que hubo que dejarlas en paz.

A cada coche que llegaba se ponían muy agitadas, creyendo que era el "gordo jefe rojo" en persona; pero cuando se persuadían de su error, volvían de nuevo a la paciente espera.

En cuanto Kvachnin empezó a descender pesadamente del coche, vióse inmediatamente rodeado por todas partes de aquellas mujeres, que cayeron ante él de rodillas. Los caballos, espantados, se encabritaron y al cochero le costó gran trabajo calmarlos.

En el primer momento, Kvachnin no comprendió nada; las mujeres gritaban todas a la vez y tendían hacia él sus pequeñuelos. Lágrimas abundandes corrían por sus flacas mejillas. Kvachnin vió que no le sería posible salir de aquel círculo viviente.

—¡Alto, las mujeres!—clamó, cubriendo los gritos con su poderosa voz—¡ Callaos! ¡No estáis en el mercado, qué caramba! Además no os entiendo. Dejad que hable una de vosotras. ¿De qué se trata?

Pero todas querían hablar. Los gritos aumentaban, las mujeres empezaron a llorar con más fuerza.

—¡Bienhechor nuestro!... ¡Sálvanos de la miseria!... ¡No podemos sufrir ya más!... Míranos: nos estamos muriendo de hambre... con nuestros hijitos... ¡Hace tanto frío!...

—Pero ¿qué es lo que queréis?—gritó de nuevo Kvachnin—. ¡No es cosa de que gritéis todas a la vez! Tú, por ejemplo, buena moza—dijo, indicando con el dedo a una joven de alta estatura, que, a pesar de la palidez de su rostro, era bastante bonita—cuéntame¿qué es lo que pasa?

Que se callen las demás.

La mayor parte de las mujeres callaron, pero sin dejar de llorar, secándose las lágrimas con las franjas de sus faldas sucias. Así y todo, más de veinte veces se pusieron a hablar a la vez.

—Nos morimos de frío, padrecito... Sólo tú puedes sacarnos de esta situación... ¡No podemos ya más!... Se acerca el invierno y vivimos en las barracas... Imposible permanecer allí... Las barracas están hechas de madera podrida... Ahora sufrimos en ellas un frío terrible por las noches, ¿qué será en el invierno?... ¡Tenga piedad de nuestros niños! Al menos, que nos pongan estufas. Tenemos que guisar la comida fuera, al aire libre. Nuestros hombres están trabajando todo el día, y cuando vuelven, ni siquiera pueden calentarse un poco... ¡Nadie más que tú puede salvarnos, padrecito!...

Kvachnin se sentía como cogido en una red.

Le cerraban el paso por todas partes las mujeresarrodilladas. En cuanto hacía alguna tentativa de abrirse paso, reteníanle cogiéndole las piernas y los faldones de su largo gabán gris. Convencido de su impotencia, hizo una señal a Chelkovnikov, a quien costó gran trabajo unirse con él a través de aquel círculo viviente.

—Ha oído usted? ¿Qué es esto?—preguntó Kvachnin con cólera.

.

91 Chelkovnikov hizo un gesto desesperado y balbuceó:

—He escrito a la Administración... la he puesto al corriente... En aquella ocasión carecíamos de brazos... Los obreros prefieren trabajar en el campo y nos veíamos obligados a pagarles salarios altos... Naturalmente, no podíamos hacer gastos suplementarios, construyendo buenas barracas...

Al menos, la Administración no nos dió autorización y nada podíamos hacer...

—Pero, en fin de cuenta, ¿cuánto va usted a empezar a reconstruir las barracas obreras?preguntó Kvachnin con voz severa.

—No puedo fijar fecha. Hay que tener un poco de paciencia. Por otra parte, ahora estamos preocupados, preparando para el invierno las casas de los ingenieros y los empleados...

—Bajo la dirección de usted pasan cosas inadmisibles dijo muy bajo con voz silbante de maldad Kvachnin.

Luego, volviéndose hacia las mujeres, les gritó:

—¡Oid, mujeres! Desde mañana se empezará a instalar estufas en vuestras barracas y a poner en ellas buenas tablas. ¿Habéis entendido?

—¡Sí, padrecito!... todos te damos las gracias..y nuestros hijitos también!—gritaban las voces conmovidas y gozosas. Lo mejor es dirigirse directamente al jefe... ¡Que Dios te bendiga!... Ya que eres tan bueno, permítenos también ir a coger leña a los talleres de construcción.

—Pues bien, os lo permito.

Mira, cuando vamos a coger la leña, los guardas, que son unos perros, nos echan a golpes de "nagaika"...

—Desde mañana podéis ir a coger leña; no se os hará nada—dijo Kvachnin para calmarlas—.

¡Y ahora volved a vuestras casas a hacer la comida! ¡Ea, a escape, mujeres! ¡Una, dos, tres!...

Luego, dirigiéndose a Chelkovnikov, dijo a media voz:

—Dé usted órdenes para que pongan mañana, junto a las barracas, unos cuantos ladrillos... Dos carros bastarán; eso las calmará por mucho tiempo.

Las mujeres se fueron muy contentas.

Si no nos ponen estufas, haremos venir a los ingenieros para que nos den calor!—dijo a Kvachnin la joven bonita a quien había ordenado minutos antes que hablara.

— Naturalmente!—aprobó otra—. O si no que venga el mismo gran jefe a calentarnos. ¡Mirad qué gordo está! ¡Debe dar más calor que una estufa!...

Este episodio inesperado, que tuvo un desenlace tan favorable, regocijó mucho a todos los reunidos. Kvachnin mismo, que al principio se había enfadado con Chelkovnikov, rió de buena gana al oír la invitación de las mujeres a que fuera a calentarlas, y cogió del brazo al director, con aire de conciliación amistosa.

—Ya lo ve usted, querido—le dijo subiendo con él la escalinata de la estación—, hay que saber hablar con esta gente. Se les puede prometer todo, casas de aluminio, la jornada de ocho horas, bistecs para almorzar. Si les habla usted en un tono convincente, le creerán. Le juro a usted que en un cuarto de hora podría yo salir bien de la escena más tumultuosa...

Y acordándose de los detalles de aquella revuelta de mujeres, Kvachnin se instaló riendo en su coche. A los tres minutos, el tren abandonaba la estación. Los cocheros recibieron orden de ir inmediatamente al Barranco Verde, pues, según el programa, se regresaría en coche, a la luz de las antorchas.

La conducta de Nina turbó a Bobrov. La esperaba en la estación con gran impaciencia. Sus dudas respecto a ella se habían disipado y creía firmemente en su próxima dicha. Era tan feliz que todo le parecía bello a su alrededor; los hombres eran honrados y buenos, la vida alegre y llena de interés. Pensando en la cita convenida con Nina, se esforzaba por figurarse todos los detalles. Preparaba frases llenas de ternura, de pasión y de elocuencia, y después se burlaba él mismo de aquellos ingenuos preparativos. ¿A qué romperse la cabeza? En el momento oportuno, las palabras acudirán por sí solas, más bellas y más tiernas aún que las que pudiera preparar de antemano. Recordaba una poesía que había leído en no sé qué revista y en la que el poeta decía a su amada que no se harían juramentos solemnes, que serían insultos para su amor ardiente y confiado.

Brobov vió llegar, detrás del de Kvachnin, dos coches que conducían a la familia Zinenko. Nina venía en el primero, vestida con un ligero traje color pálido, con finos encajes en lo alto del cuerpo entreabierto, un ancho sombrero italiano y un ramo de rosas de te. Le pareció más pálida y más seria que de costumbre.

Nina vió de lejos a Bobrov, que estaba en las gradas de la escalera; pero contra lo que éste esperaba, no le dirigió una larga mirada significativa. Por el contrario, al ingeniero le pareció que Nina volvía la cabeza a propósito. Y cuando se dirigió apresuradamente al coche, para ayudarla a descender, ella bajó sola por el otro lado, como queriendo evitar su ayuda.

Bobrov tenía el corazón oprimido y sintió una gran amargura. Pero trató inmediatamente de dominarse. "Pobre niña!—se dijo—, probablemente está avergonzada de su amor y de su decisión.

Prefiere ocultarlo celosamente a estas gentes incapaces de comprenderlo. ¡Oh, santa ingenuidad!" Estaba seguro de que Nina encontraría, como la vez pasada, en la estación, una coyuntura paraacercarse a él y cambiar algunas palabras. Pero, probablemente, estaba demasiado entretenida con el incidente entre Kvachnin y las mujeres de los obreros, y no se daba prisa a acercarse. Ni una sola vez volvió la cabeza ni le miró. Bobrov se sintió de pronto muy desgraciado. Negros pensamientos invadieron su mente.

Después de una corta vacilación, se decidió a acercarse a la familia Zinenko, que estaba un poco apartada. Las otras señoras evitaban visiblemente ponerse en contacto con ella. Bobrov esperaba así encontrar un momento favorable para preguntar a Nina, aunque sólo con la mirada, por qué le manifestaba tanta indiferencia.

Al saludar a la madre y besarle la mano, la miró a la cara, tratando de adivinar si sabía algo.

Sí; la señora Zinenko sabía algo, sin duda: frunció las cejas con aire de disgusto y sus labios adquirieron una expresión altanera.

"Probablemente—pensó Bobrov—, Nina se lo ha contado todo a su madre y ésta la ha reñido.” Se acercó a Nina con paso decidido; pero ella ni siquiera le miró. Cuando le apretó la mano, sintióla fría e inmóvil. En vez de contestar a su saludo, Nina se volvió a su hermana Beta y le dijo algunas palabras insignificantes.

Bobrov presintió en aquella maniobra algo cobarde, culpable. Era evidente que Nina le evitaba. La inquietud hizo presa en su corazón. Apenas se podía tener en pie. No comprendía qué significaba aquello. Aunque hubiera tenido Nina la imprudencia de contárselo todo a su madre, y aunque soportara una escena desagradable, podía, sin embargo, decirle con una de esas miradas rápidas y llenas de elocuencia, de las que las mujeres poseen tan admirablemente el secreto: "¡Sí, lo has adivinado; mi madre lo sabe todo, pero no te inquietes: no han mudado mis sentimientos hacia ti!" En vez de esto, prefería volver la cara.

"No importa; durante la merienda encontraré ocasión de explicarme con ella"—se dijo Bobrov, presintiendo algo doloroso e indigno.—"De un modo o de otro, yo sabré la verdad."

X

Cuando llegó el tren a la pequeña estación, los expedicionarios salieron de los coches, y, formando una larga fila, se dirigieron por un estrecho sendero al Barranco Verde. La brisa fresca del bosque acariciaba los rostros. El sendero iba cuesta abajo, se hacía cada vez más estrecho, y al fin desaparecía en la maleza. Los pies hollaban las hojas caídas, secas y amarillentas. A través del espeso follaje se veía el cielo, teñido por los resplandores del sol poniente.

Pronto desapareció la maleza. Ante los ojos de los invitados presentóse un ancho calvero, rodeado de árboles, muy limpio y cubierto de fina arena. En uno de los extremos del calvero había un pabellón, adornado de flores y banderas; en el otro extremo, un estrado para los músicos.

En cuanto los primeros invitados hicieron su aparición en el calvero, la orquesta militar les saludó con una marcha solemne. Los sonidos alegres se esparcieron por el bosque, repitiéndose entre los árboles y uniéndose a los lejos en un eco prolongado, que semejaba otra orquesta más apagada y vaga.

En el amplio pabellón, agitábanse los criados en torno a las mesas, cubiertas con blancos manteles nuevos; oíase el ruido continuo de la vajilla.

Cuando los músicos acabaron de tocar, todos los invitados aplaudieron con entusiasmo. Estaban tanto más sorprendidos cuanto que dos semanas antes aquel calvero no existía aún, y era un trozo de terreno accidentado, cubierto de espesa maleza.

A los pocos minutos, la orquesta empezó a tocar un vals.

Bobrov vió que Sveyevsky, que se hallaba al lado de Nina, la cogió por el talle, sin miramientos, sin previa invitación, y los dos se pusieron a bailar, dando vueltas por el calvero.

Apenas acabó Nina, fué invitada por un estudiante. Después del estudiante, bailó con otro. A Bobrov no le gustaba bailar y bailaba mal, pero se le ocurrió la idea de invitar a Nina. "Quizásse dijo me pueda explicar con ella durante la danza." Se acercó a ella cuando, después de haber bailado dos valses, se sentaba para descansar, abanicándose.

—¡Espero, Nina Grigorievna, que no se niegue usted a bailar conmigo un rigodón!

—¡Ah, Díos mío! Lo siento infinito, pero estoy ya comprometida para todos los rigodones—respondió ella, sin mirarle.

—¿De veras? ¿Tan pronto?

EL DIOS 7 ¡ Sí, sí!.

Nina se encogió de nombros, y añadió con voz irónica:

—Llega usted tarde. Ya en el coche estaba comprometida para todos los rigodones.

—Entoncesme ha olvidado usted completamente?—preguntó con tristeza Bobrov.

Su voz turbó y conmovió a Nina. Con un movimiento nervioso, cerró y volvió a abrir su abanico.

—La culpa la tiene usted mismo. ¿Por qué no se ha acercado usted a mí?

—Pero... ¡Bien sabe usted que no he venido aquí más que per verla! ¿O es que todo lo que usted me ha dicho ha sido una broma ?

Nina calló confusa y apretando el abanico nerviosamente. Un joven ingeniero, acercándose a ella, la sacó de aquella situación penosa. Se levantó apresuradamente y sin mirar siquiera de reojo a Bobrov, puso su mano fina, enfundada en un largo guante blanco, en el hombro del ingeniero. Bobrov la siguió con la mirada. Después de dar dos o tres vueltas se sentó en el otro extremo del calvero. Era evidente que le esquivaba. Probablemente, tenía razones para temerle y avergonzarse de él.

Del alma de Bobrov se apoderó un enojo melancólico. Todos los rostros parecíanle feos, miserables y cómicos. Los sonidos de la música le herían dolorosamente y le daban dolor de cabeza.

Pero aún no había perdido todas las esperanzas y buscaba consuelo en hipótesis y conjeturas.

¿Estaría enfadada porque no la había mandado un ramo de flores? ¿O era, simplemente, que no quería bailar con él porque bailaba mal? En ese caso, tenía razón; estas pequeñeces tienen mucha importancia para las muchachas, que hacen de ellas el manantial de sus penas y sus alegrías, toda la poesía de su vida.

Cuando comenzó a bajar la noche y el cielo se ensombreció, fueron encendidas alrededor del pabellón largas guirnaldas de farolillos chinescos de diferentes colores. Pero esto no bastaba para iluminar el calvero, la mayor parte del cual quedaba en sombras. De pronto, en los dos extremos, brotó la luz resplandeciente de dos esferas eléctricas, que estaban escondidas cuidadosamente entre el espeso follaje. Los árboles, arrancados de las tinieblas por la luz, parecían una decoración de teatro.

Un poco más lejos, se dibujaban vagamente sobre el cielo negro los contornos irregulares del bosque, envuelto en una neblina verdinegra. Los grillos cantaban por todas partes en la estepa, imponiéndose a la música; eran, sin duda, numerosísimos, pero creyérase que uno solo cantaba, ya a la derecha ya a la izquierda.

El baile estaba cada vez más animado y más brillante. Las danzas se seguían unas a otras. La orquesta apenas tomaba descanso. Las mujeres parecían embriagadas por la música, la danza y la fantástica decoración de aquel baile nocturno.

El aroma de sus finos perfumes y de sus cuerpos cálidos se mezclaba con el olor de las plantas de la estepa, de las hojas caídas, del heno y de la humedad del bosque. Por todas partes se veían abanicos agitándose, como las alas de lindos pájaros, al echarse a volar. El ruido de las conversaciones y el crujido de la arena pisada, tan pronto se debilitaba como se hacía más fuerte cuando la música dejaba de tocar.

Bobrov seguía a Nina con los ojos. Dos veces le tocó casi con el extremo de su vestido, al pasar ante él en una vuelta de vals. Al bailar, con una actitud de abandono, llena de gracia, posaba su mano fina sobre el hombro de la pareja e inclinaba su cabeza, como si quisiera descansarla en el hombro del caballero. En algunos momentos, Bobrov entreveía los bajos de sus enaguas, de finos encajes, el elegante y breve pie y las medias negras. Entonces sentía una especie de confusión y se ponía furioso contra los que pudieran ver a Nina en aquellos momentos.

Empezaron a bailar la mazurka. Eran cerca de las nueve de la noche. Nina, que bailaba con Sveyevsky, aprovechó un momento en que éste, que dirigía las danzas, estaba ocupado, y escapó con paso ligero, sosteniéndose los cabellos flotantes con la mano, hacia el tocador. Bobrov, que la vió correr, se apresuró a seguirla y se situó en la puerta. Aquel rincón apenas estaba iluminado:

el tocador, detrás del pabellón, se hallaba en la sombra.

Bobrov se decidió a esperar la salida de Nina, y, costara lo que costara, tener una explicación con ella. Su corazón latía febrilmente; se apretaba nervioso las manos, que, de súbito, se le habían quedado heladas.

A los cinco minutos apareció Nina al fin. Bobrov salió de la sombra y le cerró el paso. Ella lanzó un débil grito y retrocedió.

—Nina Grigorievna, ¿por qué me atormenta usted así?—dijo Bobrov, juntando sus manos, sin darse cuenta, como para orar—. ¿No ve usted cuánto sufro? ¿0 le divierten quizás mis sufrimientos? ¿Quizás se está usted burlando de mí?...

—No comprendo lo que de mí pretende usteddijo Nina con tono altanero—. No tengo deseo ninguno de burlarme de usted.

Se revelaba en ella la mentalidad de su familia.

—Entonces, ¿qué significa su actitud de esta noche hacia mí?—preguntó tristemente Bobrov.

—¿Qué actitud?

—¡Pero si está usted fría, casi hostil, para conmigo! Huye usted de mí... Se diría que hasta mi presencia aquí le es desagradable.

—Me es indiferente.

—Aún peor... En fin, siento en usted un cambio incomprensible y terrible para mí. Vamos, Nina, sea franca y sincera, tal como la he considerado a usted hasta hoy. Cualquiera que sea la verdad, dígamela. Vale más para usted y para mi acabar de una vez, que no prolongar esta situación...

—¿Acabar qué? No comprendo lo que quiere usted decir.

Bobrov, con un gesto desesperado, se apretó fuertemente la sienes, que le dolían.

—No la comprendo bien. No finja usted. Existe algo entre nosotros que debe acabar. Hay entre nosotros tiernas palabras, llenas de promesas, declaraciones de amor. Hemos vivido hermosos instantes que nos habían ligado con lazos de ternura y afecto. No puede usted negarlo. Bien lo sé; quiere usted decirme que me engaño... Quizás tenga usted razón, pero... ¿por qué me ha invitado usted entonces a venir aquí para que habláramos a solas?

Nina se compadeció súbitamente de Bobrov.

—Sí, le rogué a usted que viniera aquí—dijo con la cabeza baja—, para decirle... para decirle que... que debemos separarnos para siempre...

Bobrov estuvo a punto de caer como si hubiera recibido un golpe en el pecho. Aún en la sombra pudo notarse que había palidecido intensamente.

— Separarnos?—balbuceó con voz ahogada—.

Nina Grigorievna, acaba usted de pronunciar una palabra terrible.

—Y sin embargo, me veo obligada a pronunciarla.

—Se ve usted obligada?

—Sí. No soy yo quien lo quiere.

¿Quién entonces ?

Se oyeron pasos; alguien se acercaba. Era la señora Zinenko. Al reconocerla, Nina dijo a Bobrov.

—Es mamá quien lo quiere.

La señora Zinenko, lanzando una mirada de desconfianza escrutadora sobre ambos, cogió a su hija por la mano.

—¿Por qué te has marchado?—dijo en tono de reproche. Te están buscando allí... No está bien eso de venirse a un sitio oscuro a charlar.., Si crees que es conveniente para una joven esconderse por los rincones con un hombre... Y usted, caballero—prosiguió volviéndose hacia Bobrov—, sino sabe o no le gusta bailar, no tiene derecho a impedir a las señoritas que bailen. Además, no está bien comprometerlas charlando con ellas en los rincones oscuros..se alejó, llevándose a Nina.

¡No tenga usted miedo!—gritó Bobrov a la señora Zinenko—. ¡Ya no hay nada que pueda comprometer a su hija!

Y se echó a reir, con una risa tan ruidosa y extraña, que la madre y la hija volvieron la cabeza sorprendidas.

—Lo ves ahora?—dijo la señora Zinenko—.

Bien te decía yo que es un cretino y un sinvergüenza. Le puedes escupir a la cara; que no hará más que reir.

Y añadió co voz más tranquila:

—Ahora mismo las señoras van a elegir sus caballeros. Ve e invita a Kvachnin. Ya acabó de jugar a la baraja. Allí está a la puerta del pabellón...

—¡Pero, mamá! ¿Cómo quieres que baile con él? ¡Está tan gordo!...

—¡Pues así y todo, invítale, te digo! Antes tenía fama en Moscú de ser uno de los mejores bailarines. En todo caso, eso le gustará...

Desde su rincón apartado, Bobrov vió a Nina, como a través de una niebla opaca, atravesar con paso ágil el calvero, y luego, sonriente y coqueta, detenerse ante Kvachnin, inclinando graciosamente la cabeza en actitud de súplica. Ella le dijo algo que él escuchó, inclinado ligeramente hacia la joven. De pronto, Kvachnin se echó a reir a carcajadas, balanceando su enorme cuerpo, e hizo con la cabeza un movimiento negativo.

Nina insistió largo rato; luego, con cara de contrariedad, con una mueca de capricho, hizo un movimiento para irse. Pero Kvachnin no la dejó marchar. Encogiéndose de hombros, como si quisiera decir: "¡Qué le vamos a hacer!, hay que obedecer a los caprichos de los niños", tendió la mano a la muchacha.

Todos los que se disponían a bailar se detuvieron repentinamente y dirigieron miradas llenas de curiosidad a Kvachnin y Nina. El espectáculo de Kvachnin bailando prometía ser muy pintoresco.

Al primer compás de la música, se volvió hacia su dama, y con un movimiento pesado, pero con una gracia especial, hizo el primer paso de un modo tan hábil y seguro que todo el mundo comprendió en seguida que, en sus buenos tiempos, debió ser un bailarín de primer orden. Mirando a Nina de arriba a abajo, con ademán provocativo y soberbio, daba ágiles vueltas, balanceando su cuerpo enorme y pesado. Parecía que no le molestaba lo más mínimo su peso y sus dimensiones: por el contrario, había cierta gentileza en sus movimientos. Luego se detuvo un segundo, golpeó el suelo con los talones y empezó a hacer girar a Nina alrededor de sí misma, muy rápidamente. Un minuto después, habiendo dado la vuelta a todo el calvero, condujo a su dama a una silla, la hizo sentar, y se quedó delante de ella, inclinada la cabeza.

Inmediatamente se vió por todas partes rodeado de señoras, suplicándole que diera algunas vueltas más. Pero él, fatigado por el ejercicio de que hacía mucho tiempo había perdido la costumbre, respiraba penosamente, y se negaba.

—¡No, señoras! ¡Tengan piedad de este pobre viejo! A mi edad ya no se baila. Mejor será que vayamos a comer.

Todo el mundo se sentó a la mesa; oyóse el ruido de las sillas sobre la arena.

Bobrov permanecía donde Nina le había dejado.

Sentíase humillado, ultrajado, desdichado. Hacía esfuerzos manos para contener el llanto que le oprímía la garganta.

La música, que seguía tocando, le producía un horrible dolor de cabeza.

¡Al fin, aquí está!—exclamó alguien acercándose a él.

Era el doctor.

—Le he buscado a usted por todas partes. Dijérase que se esconde usted... He estado jugando a la baraja; me han hecho sentarme casi a la fuerza... Ea, vamos a cenar; he guardado dos sitios.

—No, doctor, no iré—respondió Bobrov con voz apenas perceptible—. Vaya usted solo.

El doctor miró fijamente a su amigo.

—Pero ¿ qué es lo que le pasa? ¿No está usted bueno? le preguntó afectuosamente. No, querido, sea como quiera; pero yo no le dejo solo.

Vamos allá y no me replique usted.

¡Tengo el corazón oprimido, doctor! ¡Todo me fastidia!—dijo Bobrov, dejándose llevar por el médico.

—¡Pamplinas! ¡Vamos, sea usted hombre!

Rodeó con su brazo cariñosamente la cintura de Bobrov.

—¿Qué? ¿Hay algo grave? Voy a recetarle a usted un buen remedio; vamos a beber y todo acabará. Ya verá usted. A decir verdad, yo he bebido un poco con el señor Andrea. ¡Ese sí que sabe beber! ¡Dios mío, lo que bebe! Absorbe como un tonel vacío... A propósito, Andrea se interesa mucho por usted. ¡Vamos allá... valor, amigo mío!

Hablando así, el doctor llevó a Bobrov al pabellón. Se sentaron uno al lado del otro. El vecino de Bobrov, al otro lado, era Andrea. Le saludó con mucho afecto, y le golpeó en el hombro cariñosamente.

—Siéntese usted; estoy muy contento de tenerle por vecino—dijo Andrea—. Me parece usted muy simptico, no como muchos otros... ¿ Bebe usted coñac?

Andrea estaba visiblemente borracho. Sus ojos brillaban con un vivo resplandor en su rostro pálido. Aquel hombre de tanto valer y energía era un alcohólico que se emborrachaba todas las noches en su casa, a puerta cerrada, hasta perder el conocimiento.

Bobrov vació un momento. "Quizás el coñac me haga un buen efecto—pensó. Probemos." Andrea esperaba, botella en mano. Bobrov le tendió su vaso.

—¡Eso está muy bien!—aprobó Andrea.

—Es fuerte este coñac?—preguntó Bobrov.

—Bastante... Bastará la mitad del vaso?

—Más.

—¡Bravo! Se diría que pertenece usted a la marina sueca. ¿Es bastante?

—¡No, más! ¡Hasta arriba!

—Amigo mío, hay que considerar que es coñac Martell... Verdaderamente coñac viejo...

—No tenga usted cuidado. Siga echando.

"Tanto peor—pensó Bobrov—, me emborracharé como un zapatero!"...

El vaso estaba lleno. Andrea puso la botella en la mesa y miró con curiosidad a su vecino.

Bobrov vació el vaso de un trago. Como no estaba habituado a beber, sintió un escalofrío.

— Le roe a usted algún gusano, hijo mío?preguntó Andrea mirándole seriamente a los ojos.

—Sí, un gusano me roe.

—En el corazón?

—Sí.

—Entonces, ¿quiere usted más coñac?

—Bien, écheme usted más.

Bebía el coñac con rapidez y, al mismo tiempo, con repugnancia, buscando el olvido en él. Pero no encontraba aquel olvido tan deseado. Por el contrario, se sentía por momentos más desgraciado; acudían las lágrimas a sus ojos. A duras penas lograba contenerlas.

Los criados pusieron ante los invitados botellas de "champagne". Kvachnin se levantó, cogió una copa con dos dedos y, durante algunos instantes, la estuvo mirando a la luz de un candelabro que colgaba del techo de la tienda.

Todo el mundo se calló. Se oía el chisporroteo de las luces y el canto de los grillos alrededor del pabellón.

Kvachnin tosió varias veces, disponiéndose a hablar.

¡Señoras y señores!—comenzó, y tras una pausa bastante larga, continuó—: Me atrevo a creer que nadie hay aquí que ponga en duda la profundidad, la sinceridad del reconocimiento com que levanto mi copa. No olvidaré jamás el afectuoso recibimiento que me habéis hecho. Este rato de alegría quedará para siempre grabado en mi memoria, sobre todo, gracias a la amabilidad de nuestras damas; será uno de los mejores recuerdos de mi vida. ¡Bebo a la salud de las damas!

Levantó muy alta su copa, trazó un semicírculo con ella en el aire, bebió algunos sorbos y continuó:

—Ahora me dirijo a vosotros, mis colaboradores y colegas. No os enojéis si mis palabras parecen tener el carácter de un cariñoso sermón. En comparación con todos vosotros, yo soy ya un viejo, y los viejos pueden permitirse sermonear...

Andrea se inclinó hacia Bobrov y le dijo al oído:

—¡Mire usted a ese canalla de Sveyevsky!

En efecto, el rostro de Sveyevsky expresaba una atención exagerada, casi religiosa. Cuando Kvachnin dijo que era ya viejo, Sveyevsky protestó, haciendo enérgicos movimientos con las manos y con la cabeza.

—Me permito repetir una frase muy conociday muy usada, que se puede leer muchas veces en los periódicos—continuó Kvachnin—. Es preciso que mantengamos alta nuestra bandera. No olvidéis que somos la selección, que el porvenir nos pertenece. Nosotros hemos cubierto el globo terrestre con una red de caminos de hierro; hemos socavado las entrañas de la tierra y convertimos sus riquezas en cañones, puentes, locomotoras, rieles y máquinas colosales. Al realizar, con la fuerza de nuestro genio, empresas gigantescas, ponemos en circulación millones de millones. Sabed, señores, que la naturaleza prodiga a veces sus fuerzas creadoras, suscitando pueblos enteros con el solo fin de sacar dos o tres docenas de hombres superiores, elegidos entre la multitud. ¡Tened el valor y la fuerza de ser esos elegidos! ¡Hurra, señores!

—Hurra, hurra!—gritaron por todos lados.

La voz de Sveyevsky sobresalía entre todas.

Todo el mundo se levantó para chocar su copa con la de Kvachnin.

—¡Qué abominable discurso!—dijo el doctor.

Después de Kvachnin habló Chelkovnikov.

¡Señores, os propongo beber a la salud de nuestro querido patrón y venerable maestro!

¡Viva Basilio Terentevich Kvachnin! ¡Hurra!...

—¡Hurra!—repitieron de nuevo todos los invitados, levantándose para brindar con Kvachnin.

A partir de aquel momento, comenzó una verdadera orgía de elocuencia. Se brindaba por la prosperidad de la fábrica, por los accionistas ausentes, por las damas presentes y por todas las damas en general. Hubo hasta brindis frívolos y de doble sentido.

El "champagne", servido por docenas de botellas, produjo pronto sus efectos: los invitados se hacían cada vez más locuaces, el pabellón estaballeno de ruido, y los oradores, antes de comenzar sus discursos, tenían que golpear largo tiempo su copa con el cuchillo para atraer la atención.

Un poco apartado, el bello Muller preparaba en una mesita un ponche, que ardía con pequeñas llamaradas azules.

De pronto, Kvachnin se levantó de nuevo y dijo con una sonrisa maligna y bonachona:

—Señores, me es en extremo agradable anunciaros que nuestra fiesta coincide con una solemnidad de carácter puramente familiar. Tengo el gusto de dirigir mis felicitaciones calurosas a los prometidos: Nina Grigorievna Zinenko y...

Se detuvo un instante porque había olvidado los nombres de Sveyevsky.

Y de nuestro colega el señor Sveyevsky!

¡Seguro estoy de que todos les desearemos unánimemente la mayor felicidad posible en el mundo!

La noticia era completamente inesperada y la sorpresa fué grande. Todos felicitaron ruidosamente a Nina y a su novio.

Bobrov lanzó un grito doloroso. Andrea notó que había palidecido mortalmente, y le dijo al oído:

—Aún hay más, colega. Escuche, voy a pronunciar yo ahora un discursito.

Se levantó, dejando caer la silla y vertiendo en el mantel la mitad de su copa, y dijo:

¡Señoras y señores! Nuestro venerable jefe, con su modestia habitual y muy comprensible esta vez, no ha terminado su discurso. Yo le voy a terminar por él. Podemos felicitar a nuestro querido colega el señor Sveyevsky por su nuevo cargo: a partir del mes próximo ocupará el puesto de director responsable de todos los asuntos de la Administración central. Ese será, por decirlo así, el regalo de bodas que Basilio Terentevich hace a los novios... Noto que a nuestro querido jefe le desagrada lo que digo. Probablemente he revelado, sin querer, antes de tiempo la sorpresa que preparaba. Si es así, le pido mil perdones. Pero, lleno de estimación y de amistad, me permito expresar el deseo de que nuestro querido colega el señor Sveyevsky continúe en su nuevo puesto en Petersburgo, siendo el mismo trabajador enérgico y buen camarada que era entre nosotros... Bien sé, señores, que acaso ninguno quisiera estar en su lugar... porque...

Se detuvo y fijó en Sveyevsky una mirada francamente irónica....

—Porque el señor Sveyevsky, al que todos deseamos tanta dicha...

Su discurso fué interrumpido por el ruido de un caballo que se acercaba al pabellón. Un momento después se vió un jinete salir del bosque y penetrar en el calvero. Venía sin gorra y en su rostro había una expresión de terror.

Era un capataz de la fábrica. Echó pie a tierra apresuradamente y se acercó a Kvachnin con paso rápido. Inclinándose familiarmente cuchicheó a su oído. Un silencio de muerte se extendió por el pabellón. Como antes, cuando Kvachnin se levantó por primera vez a hablar, no se oía más que el chisporroteo de las luces y el canto de los grillos.

El rostro de Kvachnin, enrojecido por el vino, se puso pálido súbitamente. Con un movimiento nervioso dejó el vaso en la mesa con tanta precipitación, que el vino se derramó sobre el mantel.

—¿Y los belgas?—preguntó con voz entrecortada y turbada en extremo.

113 El capataz hizo un gesto negativo y le dijo algunas palabras al oído.

—¡Diablo!—gritó Kvachnin, levantándose de la mesa y tirando la servilleta con un gesto lleno de cólera— Espera, vas a llevar a la estación un telegrama para el gobernador.

Luego, dirigiéndose a todos, con voz emocionada:

¡Señores, en la fábrica han estallado desórdenes! Hay que tomar medidas urgentes. Me parece que lo mejor sería que nos marcháramos de aquí!...

¡Lo esperaba! —dijo con maldad y desdén Andrea.

Y mientras todo el mundo, turbado, emocionado, corría en todas las direcciones, sacó un cigarro y cerillas del bolsillo, sin darse prisa, y se sirvió otra copa de coñac.

XI

EL DIOS En el pabellón reinaba el mayor desorden. Los invitados gritaban sin escucharse, se zarandeaban, tropezaban con las sillas caídas. Las señoras se ponían sus sombreros, con manos temblorosas. Alguien dió orden de apagar las luces elécS tricas, lo que sirvió para aumentar la confusión.

Se oían en la oscuridad los gritos histéricos de las mujeres.

Eran cerca de las cinco de la mañana. El sol no había salido todavía, pero al cielo se iluminaba, anunciando, por las nubes dispersas aquí y allá, un día lluvioso. La luz pálida y melancólica de la madrugada, que había sustituído tan súbitamente a la luz eléctrica, daba un aspecto de tristeza al desorden que reinaba entre los invitados.

Las figuras humanas parecían fantásticas evocaciones de cuentos de hadas. Los rostros cansados por el insomnio, tenían una expresión terrible.

La mesa, manchada de vino, sobre la que se amontonaba la vajilla, era como el recuerdo de algún festín fantástico interrumpido.

En la parada de los coches, el desorden era aún mayor. Los caballos espantados, se encabritaban con relinchos lúgubres y se resistían a obedecer a los cocheros. A veces, chocaba un coche con otro.

Oíase el crujido de los ejes rotos. Los ingenieros llamaban a sus cocheros, que se insultaban y hasta llegaban a las manos. Dijérase la confusión de un incendio. De vez en cuando se oían en las tinieblas gritos de dolor o de miedo.

Bobrov hacía esfuerzos inútiles por encontrar a su cochero Mitrofan. Muchas veces le parecía oír su voz, pero era imposible hallar a nadie en aquel barullo.

Súbitamente surgió una luz en las tinieblas. Se vió un gran farol de petróleo balancearse por encima de la multitud. "¡Paso, paso!", gritó una voz.

Todo el mundo retrocedió, atropellándose. Bobrov fué arrastrado por la muchedumbre. Vió el coche de Kvachnin, con sus tres hermosos caballos grises, abrirse paso con dificultad. El farol colgado encima del carruaje iluminaba con una luz fantástica la figura enorme de Kvachnin.

Alrededor del coche gritaba, ahullaba y gemía la muchedumbre, presa de terror, entre empujones y revuelos. Bobrov apretó los dientes. Hubo un momento en que le pareció que no era Kvachnin el que iba en el coche, sino un dios pagano, terrible en su fealdad, amenazador, sediento de sangre, uno de aquellos ídolos de Oriente, bajo cuyo carro se arrojaban los fanáticos exaltados en las ceremonias religiosas.

Bobrov sintió una ira terrible.

Vió de pronto su coche. Estaba muy cerca de él, pero en el desorden y la oscuridad, no había podido verlo antes. También estaba allí su cochero encendiendo un farol.

—¡Pronto, a la fábrica!—gritó Bobrov, metiéndose en el coche—. Es preciso estar allí dentro de diez minutos, ¿oyes?

—Sí, procuraré, aunque...

Sin darse demasiada prisa hizo girar el coche, desplegó las bridas y ocupó lentamente su puesto.

—Si los caballos revientan, no seré yo el responsable concluyó.

—¡Muy bien, pero anda, a toda velocidad!

Al cochero le costó mucho trabajo abrirse paso por entre los innumerables coches y la multitud nerviosa que se agolpaba allí. Al fin, escapó, a pesar de todo, y tomó una vereda. Los caballos, cansados de esperar, contentos de ponerse de nuevo en movimiento, corrían a una velocidad loca. El coche saltaba sobre las gruesas raíces que obstruían el sendero, como una barca sacudida por las olas del mar.

El fuego rojo de la antorcha, colgada en la delantera del coche, ondeaba hacia todas partes, con un silbido agudo. Siguiendo los movimientos de la luz, estremecíanse alrededor del coche las sombras vagas fantásticas de los árboles. Dijérase que una compacta muchedumbre de espectros altos, delgados e imprecisos, iba detrás del coche danzando; tan pronto adelantaban a los caballos, adquiriendo dimensiones gigantescas, como caían por tierra y se achicaban poco a poco hasta desaparecer detrás de Bobrov; unas veces se alejaban por breves instantes hacia el bosque, negro, para volver en seguida junto al coche; otras veces las sombras se reunían en grupos misteriosos de fantasmas que temblaban, se agitaban, se inclinaban unos sobre otros como para cuchichearse algo al oído. Con frecuencia las ramas de los árboles, a lo largo del camino, daban en la cara a Bobrov y Mitrofan, como manos de seres misteriosos que acecharan su paso.

A los pocos minutos salían del bosque. Los caballos, después de atravesar un pequeño pantano en que se reflejaba la luz roja de la antorcha, empezaron a subir la colina. Al otro lado de la colina se extendía un campo negro, monótono.

—¡Vamos, Mitrofan! ¡Un poco más de prisa!gritó Bobrov—. A este paso no llegaremos nunca.

Mitrofan gruñó algo que Bobrov no pudo oír.

Verdaderamente era imposible caminar más de prisa; los caballos corrían con una rapidez vertiginosa. Mitrofan no comprendía lo que le pasaba a su amo, que quería tanto a sus caballos y no permitía que se les fatigara demasiado.

En el horizonte, sobre el cielo, se veía una inmensa mancha de carmín que teñía de rojo las nubes. Eran, probablemente, los reflejos de un incendio. Bobrov miraba al cielo y experimentaba una alegría perversa. Se acordó de pronto del brindis atrevido y cruel de Andrea y comprendió lo que había sido para él un enigma: la reserva fría de Nina durante aquella velada, la indignación de su madre al verla con él en un rincon, la presencia constante de Sveyevsky al lado de Kvachnin, lo que se murmuraba acerca de éste y de Nina.

"¡Bien hecho!—pensó Bobrov mirando los reflejos del incendio y sintiendo una cólera que casi le ahogaba—. ¡Bien hecho! ¡Oh, si me pudiera vengar de ese comprador de niñas, de ese saco de oro, de ese cerdo cebado, ante quien se inclinan todos!..." El coñac y el "champagne" que bebiera no le habían emborrachado. Por el contrario, sentía una energía indomable, un deseo irresistible, casi morboso, de moverse, de correr, de avanzar a una velocidad loca. Sentía un frío terrible en todo el cuerpo. Sus dientes castañeteaban con tanta fuerza, que tuvo que apretar los labios. Pensamientos desordenados pasaban por su inflamado cerebro.

Sin darse cuenta, se hablaba a sí mismo en voz alta; a veces, hasta se reía, apretando furiosamente los puños.

Mitrofan no comprendía lo que le pasaba a su amo.

—Lo mejor sería que fuéramos derechos a casa —objetó tímidamente—. Me parece que no está usted del todo bien...

Bobrov se enfadó.

¡Calla, animal! Adelante!

Pronto se pudo ver la fábrica, toda envuelta en humo rosa y blanco. En el extremo de la fábrica llameaba, en una inmensa hoguera, un enorme depósito de tablas y vigas. Sobre el fondo luminoso del incendio, veíanse correr en todas las direcciones numerosas figuras humanas negras, que parecían minúsculas como hormigas. Se oía ya, a lo lejos, el crujido de la madera seca devorada por las llamas. Las torres redondas y las chimeneas de los altos hornos tan pronto se dibujaban distintamente sobre el cielo rojizo, como desaparecían entre la oscuridad y el humo. En el agua oscura del gran estanque cuadrado se refejaba el fuego con lúgubres resplandores. La presa levantada en aquel estanque estaba cubierta toda por una muchedumbre compacta de hombres que avanzaban lentamente, llenando la atmósfera con el ruido sordo de numerosas voces.

Aquel ruido, que parecía el del mar azotado por la tempestad, tenía en sí algo extraño y amenazador. Iba aumentado, a medida que el coche se aproximaba a aquella masa humana compacta.

De pronto un grito iracundo resonó en los oídos de Bobrov.

—¿Adónde vas?—rugió, dirigiéndose al cochero una voz. ¿No ves que atropellas a la gente, canalla ?

coche un En el mismo instante apareció ante "mujik" de alta estatura, de larga barba, cubierta la cabeza con blancos vendajes.

—¡Adelante!—gritó Bobrov con voz fuerte a su cochero.

¡Lo han incendiado!—respondió el otro temblando.

De pronto Bobrov recibió una pedrada en la sien derecha. Al tocarse la herida, su mano se manchó de sangre.

Los caballos aceleron su carrera. El resplandor rojizo del cielo se había hecho más intenso.

Las largas sombras de los caballos aparecían tan pronto a la izquierda como a la derecha. En ciertos momentos, Bobrov tenía la sensación de que el coche iba a caer en un profundo abismo.

No podía reconocer el sitio.

De repente se detuvieron los caballos.

—¿Qué pasa?—preguntó Bobrov furioso.

—Imposible avanzar—respondió Mitrofan en tono grosero—. El camino está cerrado por la gente.

Bobrov hizo esfuerzos por ver algo, pero no vió más que siluetas vagas que formaban como un muro sobre el cual el color rojo del cielo temblaba en el horizonte.

—Pero ¿estás loco?—gritó enfadado—. ¿De qué gente hablas? ¡Si no hay nadie!

Bajó del coche. Pero apenas avanzó un poco, se percató que lo que tomaba por un muro negro era un muchedumbre compacta de obreros, que, obstruyendo el camino, avanzaban con gran lentitud.

Después de åndar automáticamente unos cincuenta pasos tras los obreros, se volvió para buscar su coche y tomar otro camino. Pero no encontró ni el coche ni al cochero. Probablemente, Mitrofan había ido en busca de su amo por otra dirección, o bien el mismo Bobrov se había equivocado de camino. Estuvo largo rato llamando a Mitrofan, pero no recibió ninguna respuesta. Entonces se decidió a seguir a los obreros y volvió sobre sus pasos. Pero ya no estaban allí; habían desaparecido como por arte de magia. Siguió andando. Cerróle el paso un ancho seto. Tras corta vacilación, saltó por encima de él y tomó un camino que subía en cuesta, cubierto de una espesa maleza. Un sudor frío cubría su rostro; tenía la lengua pesada y rígida como un trozo de madera; sentía dolor agudo en el pecho cada vez que respiraba; su corazón palpitaba con latidos frecuentes y entrecortados; la herida de la sien le dolía cada vez más.

El camino en cuesta era largo; a Bobrov le pareció interminable. Desesperado, continuó sufriendo, tropezando a cada instante, hiriéndose las rodillas y agarrándose a las ramas de los matorrales. A veces le parecía que veía todo aquello en un sueño de enfermo. El pánico que se produjo durante la excursión, aquel camino en cuesta..todo esto se parecía tanto a una pesadilla que era imposible tenerlo por realidad.

Por fin, Bobrov llegó a lo alto de la cuesta. Reconoció en seguida la vía alta del camino de hierro.

Precisamente desde aquel sitio el fotógrafo había estado el día anterior retratando los grupos de obreros y de ingenieros durante los oficios religiosos.

Bobrov, completamente extenuado, se sentó sobre una traviesa. Se sentía muy mal; sus piernas se doblaban, le dolía el pecho y el vientre; su frente y sus mejillas estaban cubiertas de un sudor frío. Los objetos comenzaron en seguida a dar vueltas ante sus ojos y desaparecieron de repente como en un abismo sin fondo.

Se desmayó.

No volvió en sí hasta media hora después. Abajo, donde día y noche se oía el ruido incesante de la fábrica gigantesca, reinaba un silencio torvo y lúgubre. Bobrov se levantó con mucho trabajo y caminó en la dirección de los altos hornos. Le parecía que su cabeza estaba llena de plomo y amenazaba caer a cada movimiento; el dolor de la sien se había hecho insoportable. Tocó su herida y notó que la sangre le corría por toda la cara.

Sintió en los labios y en la boca un sabor salado y metálico. No comprendía aún con claridad lo que pasaba, y hacía esfuerzos de memoria para recordar detalles. Estos esfuerzos le produjeron aún más dolor de cabeza. Su corazón estaba oprimido por la pena y la desesperación, y una cólera terrible le hacía apretar los puños furiosamente.

La mañana se acercaba. Todo a su alrededor estaba gris, frío, húmedo: la tierra, el cielo, la hierba menuda, los montones de piedra a lo largo de la vía férrea. Bobrov, sin un fin preciso, sin una dirección determinada, rondaba por entre los edificios desiertos de la fábrica. Como ocurre frecuentemente, durante los grandes trastornos morales, se hablaba a sí mismo en voz alta: sentía la necesidad de poner orden en sus pensamientos confusos.

—¿Qué puedo hacer?—se preguntaba como dirigiéndose a alguien que le pudiera oír. Ya no puedo más... ¡estoy tan débil! Quisiera matarme...

Acaso fuera lo mejor...

Seguía sin acordarse de nada de lo ocurrido.

De pronto, notó que había llegado al borde del foso, en el mismo sitio donde estuvo hablando la víspera con el doctor. No había nadie allí. Los obreros habían abandonado sus puestos, y los hornillos, por donde echaban carbón sin cesar, estaban enfriándose. Solamente en los dos hornillos extremos ardía aún un poco de carbón.

Una idea loca atravesó de repente como un relámpago el cerebro de Bobrov. Se inclinó rápidamente sobre el foso y saltó.

Encontró una pala en el montón de carbón. La cogió y se puso a echar carbón febrilmente en los dos hornillos que aún ardían. A los dos minutos, el fuego empezaba a rugir; el agua hervía en el tubo. Bobrov cogía paletadas de carbón apresuradamente una tras otra y las arrojaba a los hornillos. Una sonrisa de maldad y de astucia florecía en su labios. De vez en cuando lanzaba exclamaciones insensatas. Una idea morbosa, terrible, vengativa, se apoderó de todo su ser. El inmenso cuerpo de la caldera, que comenzaba a iluminarse con resplandores lúgubres, le parecía un ser viviente, odioso, detestado.

El agua disminuía por instantes en la caldera.

El vapor hervía. Unos momentos más y la catástrofe sería inevitable. Pero aquel trabajo, al que no estaba acostumbrado, había cansado a Bobrov. La sangre caliente empezó a manar de nuevo en su herida. Sintió un dolor terrible de cabeza y sus brazos cayeron impotentes a lo largo del cuerpo.

"Un pequeño esfuerzo más—se decía—. Pero no tengo alientos... No, no; esto es la locura...

Mañana no me atreveré a confesarme a mí mismo que he abrigado el proyecto criminal de hacer saltar las calderas." El sol se levantaba por el horizonte cuando Bobrov llegó al hospital de la fábrica.

El doctor, que acababa de vendar a numerosos heridos y mutilados, se lavaba las manos en una jofaina de cobre. Su ayudante estaba a su lado dispuesto a darle la toalla.

Al ver a Bobrov, el doctor retrocedió con asombro.

—¿Qué tiene usted, Andrey Ilich?—exclamó asustado. ¡Parece usted un muerto!

En efecto, Bobrov presentaba un aspecto terrible. Su rostro pálido estaba cubierto de sangre coagulada y manchado de carbón. La ropa, mojada y desgarrada, colgaba de su cuerpo hecha jirones. Los cabellos eran una maraña informe.

—Pero dígame usted... ¿qué es lo que le ha pasado exclamó otra vez el doctor, enjugándose las manos a toda prisa y acercándose a Bobrov.

—No es nada—gimió el otro. Se lo suplico; deme en seguida morfina. ¡Pronto, o me vuelvo loco!... Sufro demasiado...

El doctor cogió a Bobrov por el brazo, le condujo rápidamente a la habitación contigua y, después de cerrar cuidadosamente la puerta, dijo:

—Escuche usted; adivino la causa de sus sufrimientos. Créame, le compadezco de todo corazón y haré todo lo que esté en mi mano para aliviarle, pero...

Los ojos del doctor se llenaron de lágrimas.

—Pero querido Andrey Ilich, no insista usted en que le dé morfina. Haga usted un esfuerzo.

Recuerde que la morfina causa estragos terribles.

Si le doy ahora una sola inyección, se ha acabado usted... para siempre... Ya no podrá usted pasarse sin ella...

Bobrov cayó sobre un ancho diván de hule, boca abajo y susurró entre dientes:

—Me es igual... Se lo suplico, doctor... No puedo más... Si no me da usted morfina, me mataré...

El doctor lanzó un largo suspiro, se encogió de hombros y se acercó al armario donde guardaba los instrumentos y las medicinas.

Cinco minutos después, Bobrov yacía sobre el diván, en un sueño profundo. En su rostro pálido, demacrado por las emociones de aquella noche, florecía una sonrisa de felicidad.

El doctor empezó a lavarle la cabeza llena de sangre.