El dinero es mu bonito
I
editar-Que Dios te bendiga, Rosario.
-Venga usté con la Santísima Virgen, señá Rosalía.
-¿Y tu madre?
-Ha dío por el pavo trufao pa el almuerzo y ya tardará mu poco. Siéntese usté una miaja.
-Sí, hija, me voy a sentar porque vengo errengaíta.
Y la vieja, después de soltar en otra el lío de sus artículos de venta, sentóse en una silla, la cual crujió de modo amenazador bajo la imponente balumba de la anciana.
-Qué, ¿se ha jecho mucho negocio?
-Calla, hija, calla, que están los parneses jugando ar pilla pilla y no se lo trompiezan más que los que no los necesitan, y no hay quien tenga ni una púa pa un refresco; como que hay día que llego a mi casa jartica de andar y jartica de darle coba jasta al retrato de Espartero y sin haberme estrenao ni por casolidá tan siquiera.
-¿Y qué lleva usté en ese lío?
-Pos, hija, llevo un vestío de sea que ya lo quisiera, pa ella lucirlo, la reina regente; un mantón que no está pagao dando por él to lo que pesa en billetes de a cinco chuscos; una gargantilla que toa la que la ve se quea hirnotizá; unos sarcillos de oro y diamante que están pidiendo a voces orejas de topacios, y un abanico de marfil to calao, tan calao que no se le ve el marfil, como que vale un millón; yo no te diré más sino que Toña, la hija del Caracola..., la Antoñica...., la que casi to el año está escupiendo y dándole guita al corsé...
-¡Ah!, sí, ya sé quien usté dice.
-Pos bien: ésa me da por él cuatro duros y yo no lo doy menos de cinco ni manque me frían en salsa de tomates. Y a propósito de tomate..., ¿cómo está tu Don Rosa de Pitiminí?
-Pos tan de pitiminí..., señora, usté lo ha dicho.
-Pero ¿siguen esas relaciones?
-Pos naturalmente que siguen; como que eso no lo cura ya mas que el cura.
-Entonces, lo de Juanico el Alpargatero, ¿se acabó ya der to?
-¿Y eso cuándo fue algo, señá Rosalía?
-Como el hombre estaba más arrancao por ti que un miura, y como el gachó habillela parneses jasta pa engarzarte en brillantes toíta entera...
-Pos que se los coma con papas, que a mí con lo que gana mí Joselillo me sobrará cuando me case jasta pa peinesillos de carey.
-Pos mira tú que el otro estaba más emperrao que Chaquetón en saber si es que tú tiées el sueño mu pesao.
-Pos que se lo pregunte al Zaragozano u a Joseíto después que nos casemos.
-¿Y pa cuándo está a la firma esa escritura?
-Pa cuando haiga pa tos los menesteres. Ya tenemos la mar de cosas comprás: la cómoda, la mesa consola, una urna con su Virgen, dos floreros preciosísimos, una docena de sillas, dos cacerolas con baño de porcelana, diez cuadros con marcos doraos, qué sé yo, ¡la mar de cositas güenas!
-¿Y las otras cosas que faltan?
-Esas entoavía no. Dice Pepe que ésas no las compra jasta la víspera.
Y la muchacha enmudeció sonriendo maliciosamente, mientras sus mejillas se cubrían de tonos purpurinos.
La vieja respondió a la sonrisa con otra, y un largo suspiro se escapó de su pecho al recordar sin duda sus remotísimas mocedades.
Durante algunos instantes quedaron ambas en silencio, silencio que fue la primera en interrumpir la vendedora.
-¿Y el Alpargatero dices tú que se retiró ya der to de tu querencia?
-Cuasi der to. De cuando en cuando me manda arguna que otra cónsula ofreciéndome el oro y el moro si dejo a Joseíto; pero yo no quiero que Joseíto sepa esto, porque como tiée el genio tan súpito y le tiée tantísimas ganas al Alpargatero...
-Jaces bien, porque mira tú que el Alpargatero tamién es de los de ácana, de los de dieciocho quilates, y si se embisten esos gachones no va a quedar de ninguno de los dos ni los botones de la americana.
-¡Toma!, pus por qué si no por eso me tengo yo jechao un pespunte en la boca, que si no fuera por eso ya le hubiera yo dicho al de los parneses cuántas son cuatro veces cinco. Y a pesar de to no se crea usté que yo estoy tranquila, que me parece a mí que mi Joseíto está una miajita cabreao y anda siempre cazándome y siempre que viene parece un juez: «¿Quién ha estao aquí? ¡Aquí huele a tabaco! ¿Por qué estás tú tan colorá? Esa ventana, ¿por qué está abierta? ¿Dónde has jechao el clavel que te traje? ¿Por qué estornudas? ¿Por qué tiées hipo? ¿Por qué te rascas el casco de la cabeza?...» Calle usté, señora, calle usté, que el día menos pensao me va a preguntar a mí mi José que por qué me parió mi madre.
-¡Camará, pos yo a un hombre asín se lo mandaba a Prolongo pa embutidos!...
-No se crea usté, que a mí muchas veces me da una rabia que me troncho, pero en cuantito me ve rabiosa empieza a soltar azúcar por el pico y: niña de mis ojos por aquí, niña de mis ojos por allí, y na..., lo que pasa..., como yo le quiero..., como le tengo voluntá..., como me gusta más que el merengue...
En aquel instante, y antes de que pudiera responder a la muchacha la vendedora, golpearon suavemente en la puerta de la sala, y preguntó a la primera desde el corredor Mariquita la Pañolines:
-Oye tú, Rosario, ¿está entoavía ahí la señá Rosalía, la vendeora?
-Se la han llevao por gorda a la Jefatura? -repuso la vieja anticipándose a la muchacha.
-Pos si la ve usté -dijo también en tono de zumba Mariquitale- dice usté que cuando la pongan en libertá que jaga el favor de dir por casa de la señá Paca la de la Tocinería, que tiée que darle un encargo.
-Pos mira tú, Rosario, tan y mientras viene tu madre voy a llegarme yo a ca de la señá Paca, y ahí dejo ese lío y lo recogeré a la vuelta.
-¿Y si me pongo toas esas maravillas y me largo con ellas al Perú?
-Mejor para esas maravillas, que serían menos maravillas en tu cuerpecito garboso.
II
editarCuando Rosarito quedó sola no pudo resistir la curiosidad, y momentos después, no sin antes cerrar la puerta de la sala, deleitábase contemplando todo cuanto llevaba de venta la más popular de todas las vendedoras de Andalucía.
Durante algunos minutos los ojos de Rosario recreáronse en la contemplación de tantos adornos tentadores. Qué requetebonita estaría ella con aquella falda de seda azul, con aquel mantón blanco y celeste ceñido de modo picaresco a su arrogante busto; con aquel collar en la redonda garganta, con aquellas arracadas de oro en lugar de los dos miserables aros de plata, cuya adquisición se remontaba a los tiempos en que casi andaba gateando.
A Rosario se le ocurrió verse al espejo engalanada con aquellas prendas; la cosa no tenía nada de particular, con quitárselos en seguida no se enteraría la vendedora, y si la sorprendía no por tal cosa iba a denunciarla al juzgado; y todavía no había acabado de hacer estas reflexiones Rosarito, cuando ya estaban realizados sus propósitos y contemplábase reproducida en el espejo y en la puerta vidriera de la alcoba.
Nosotros -testigos imparciales e invisibles de la escena- juramos solemnemente que estaba, en aquellos momentos y de aquel modo adornada, Rosarito que metía miedo de bonita, con su cuerpo esbelto y elástico y con su semblante de acharranada expresión, de mentidas y gracíosísimas facciones, de ojos enormes de pupilas, que parecían siempre aletargadas por una ráfaga de placer; y de cabellera rubia que empenachaba de oro el marfil de su rostro, sonrosado en las mejillas, en que dos hoyuelos oficiaban de irresistibles tentaciones.
Rosario recreábase cada vez más en la contemplación de su hermosura y al mismo tiempo una profunda amargura invadía lenta y pérfidamente su corazón juvenil; nunca podría ella lucir galas iguales ni parecidas a aquellas, para costear una de las cuales necesitábase por lo menos el jornal que Joseíto ganaba en un mes; nunca podría ella lucir el garbo de su persona como engarzada en galas de tanto valor; tendría que resignarse a pasar escaseces y miserias, Joseíto no tenía más bienes de raíces que su jarabe de pico y que su carita gitaria...; en cambio, Juan el Alpargatero era hombre que lo mismo se tiraba cinco duros que se cantaba unas jaberas, y una lástima era verdaderamente que no pudiera ella casarse al mismo tiempo con la cara y las hechuras de José y las rentas de Juan el Alpargatero.
Y tan abstraída estaba Rosario que no vio cómo se entreabría la puerta de la ventana y aparecía entre los hierros el semblante atezado y juvenil de Joseíto el Camarones.
Este quedose mirando como tonto a la muchacha; no quería, no podía creer lo que estaba viendo: su Rosario vestida como si tuviera una cuenta en el Banco; solamente el mantón que lucía sobre los hombros valía casi lo mismo que un hotel en la Caleta.
La frente de Joseíto se frunció de modo amenazador; todos los músculos de su rostro se contrajeron; se crisparon sus manos, y
-Oye tú, ¿es que te ha tocao la lotería? -le preguntó con voz vibrante, al par que abría de un brusco empellón la ventana de par en par.
Rosario se quedó hecha una estatua; lo que menos esperaba ella era la presencia de su novio, el cual debía estar a aquellas horas en su taller.
-¿Qué si te ha tocao la lotería? -volvió a preguntarle Joseíto con voz trémula, al par que la miraba con ojos centelleantes.
Rosario se serenó al punto, y dirigiéndose hacia la ventana, díjole a su novio con acento afable:
-¡Ah!, que eres tú. Qué susto me has dao y qué mo tiées tú de anunciarte, hijo mío.
José se mordió los labios; sin duda, Rosario se disponía a mentir una vez más, a decirle que aquellos trapos y aquellas joyas no eran suyas, y, sin duda, aquellas cosas le pertenecían, y si le pertenecían, ¿adónde había ido ella por dinero para comprarlas?, cuando ella no tenía más que la pesetas que ganaba en la sastrería del señor Paco el Pecheras.
-¿De quién son esos trapos y esos sarcillos y esa gargantilla? -le volvió a preguntar con voz cada vez más temblorosa Joseíto.
-¿De quién querrás tú que sean, guasón? De la señá Rosalía la vendeora, que las ha dejao aquí tan y mientras va a ca de la señá Paca, la tocinera de la esquina.
-¿Y entonces tú pa qué te has puesto esas cosas no siendo tuyas?
-Porque como mi cuerpo no mancha me he querío dar ese gusto. ¿Tú te enteras?
-To eso es mentira, ¿sabes? To lo que me estás diciendo tú es mentira y catorce veces mentira.
-Vamos, hombre, no seas tú lila nunca. ¡Cómo va a ser mío to esto! Es, te digo, de la señá Rosalía, que de aquí a un rato vendrá a recogerlo.
-To eso es mentira te digo yo. Eso es que arguien te lo ha regalao, y si eso te lo han regalao será...
Rosario arrancó de sus labios la sonrisa. Joseíto cuando se enfurecía era un mulo de tahona; Joseíto la creía, sin duda, capaz de aceptar, estando como estaba para casarse con él, regalos de otro hombre y regalos de aquel calibre, y al pensar esto sintió la muchacha que se le estremecía el corazón y se lo humedecían los ojos.
-No vayas a llorar ahora -dijo implacablemente Joseíto, al verla llevarse la mano a los ojos-, no vayas a llorar que va sé yo que las mujeres seis como los cocodrilos, y o me explicas ahora mismito de mo que no me quée el menor reconcomio cómo y por qué tiées tú puestas esas pamplinas o ahora mismito tomo el portante y no me güerves a ver ni el polvo tan y mientras el cuerpo me jaga sombra.
Rosario miró hoscamente a Joseíto; éste le había estafado; ella creyó hasta entonces que el día en que ella hubiera mirado con intención a otro hombre, Joseíto hubiera salido retratado en los periódicos con el pelo de punta, los ojos saliéndosele de la cara, en una mano un cuchillo enorme y con un pie puesto sobre el pecho de su rival, el cual aparecería en el suelo sobre un charco de sangre y con el cuerpo hecho una criba garbancera.
-Ya sabes -repitió el Camarones con voz iracunda-, o me dices lo que te pregunto o salgo ahora mismito de estampía y no vuelves a ver mío ni er pelito de la ropa.
Rosario miró desdeñosamente a José, y...
-Pos lo que es por mí, ya puées estar largándote jasta en automóvil si quieres -le repuso, volviéndole bruscamente la espalda para ir a verse de nuevo reproducida en el espejo.
-Pero ¿es verdá lo que me dices, chiquilla, es posible? -preguntábale momentos después la señá Rosalía a Rosario.
-Lo que le digo a usté, señora, que acabo de tronar con Joseíto por mo de estos pícaros trapos, y manque no fuera na más que por darle en la cabeza, ahora mismito le decía yo que sí a don Salvador el Carlujo.
-Entonces casi estoy tentá por dir a decírselo a Juan el Alpargatero.
Y al ver que Rosarito encogíase de hombros, continuó:
-Pos mira, yo voy y se lo digo pa que al hombre le dé un sopitapando de gusto. ¿Estás tú conforme con que yo vaya y se lo diga?
Rosario arrojó una mirada codiciosa sobre las galas de que ya se había despojado, y...
-¿Pa qué, pa qué se va usté a meter en esas honduras?
Y de tal modo rectificó su negativa con una sonrisa, que momentos después decíale la vendedora a Juan el Alpargatero:
-Jaga usté lo que vo le digo: arrímese usté esta misma noche a la ventana de Rosario, y que me dé ahora mismo un flato si no encomienza usté esta noche a salirse con su gusto.
-Pos que un divé se lo premie a usté, señá Rosalía, y no tenga usté cudiao, que si yo consigo que se case conmigo esa maravilla, usté va a ser la encargada de comprarlo to, pero que to, pero que jasta las vueltas bordás de la camita camera.