El diablo cojuelo
de Luis Vélez de Guevara
Tranco VII

Tranco VII

El Estudiante se incorporó entonces, supliendo con bostezos y esperezos lo que le faltaba por dormir, y prosiguió el Diablillo, diciendo:

-Todo este estruendo trae consigo la casa de la Fortuna, que pasa al Asia Mayor a asistir a una batalla campal entre el Mogor y el Sofí, para dar la victoria a quien menos la mereciere. Escucha y mira; que esta que pasa es su recámara, y en lugar de acémilas van mercaderes y hombres de negocios que llaman, cargados de cajas de moneda de oro y plata, con reposteros bordados encima con las armas de la Fortuna, que son los cuatro vientos, y un arpón en una torre, moviéndose a todos cuatro, sogas y garrotes del mismo metal que llevan, y, con ir con tanto peso, van descansados, a su parecer. Esta tropa innumerable que pasa ahora mal concertada es de oficiales de boca, cocineros, mozos de cocina, botilleres, reposteros, despenseros, panaderos, veedores, y la demás canalla que toca a la bucólica. Estos que vienen ahora a pie, con fieltros blancos terciados por los hombros, son lacayos de la Fortuna, que son los mayores ingenios que ha tenido el mundo, entre los cuales va Homero, Píndaro, Anacreonte, Virgilio, Ovidio, Horacio, Silio Itálico, Lucano, Claudiano, Estacio Papinio, Juvenal, Marcial, Catulo, Propercio, el Petrarca, Sannazaro, el Taso, el Bembo, el Dante, el Guarino, el Ariosto, el caballero Marino, Juan de Mena, Castillejo, Gregorio Hernández, Garci Sánchez, Camōes y otros muchos que han sido en diferentes provincias príncipes de la Poesía.

-Por cierto que han medrado poco -dijo el Estudiante-, pues no han pasado de lacayos de la Fortuna.

-No hay en su casa -dijo el Cojuelo- quien tenga lo que merece.

-¿Qué escuadrón es este tan lucido, con joyas de diamantes y cadenas y vestidos lloviendo oro y perlas -prosiguió el Estudiante-, que llevan tantos pajes en cuerpo que los alumbran con tantas hachas blancas, y van sobre filósofos antiguos que les sirven de caballos, de tan malos talles, que los más son corcovados, cojos, mancos, calvos, narigones, tuertos, zurdos y balbucientes?

-Estos son -dijo el Cojuelo- potentados, príncipes y grandes señores del mundo, que van acompañando a la Fortuna, de quien han recibido los estados y las riquezas que tienen, y, con ser tan poderosos y ricos, son los más necios y miserables de la tierra.

-¡Buen gusto ha tenido la Fortuna, por cierto! -dijo don Cleofás-. ¡Bien se le parece que tiene nombre de mujer: que escoge lo peor!

-Primero lo debieron a la naturaleza -respondió el Cojuelo, y prosiguió diciendo-: Aquel gigante que viene sobre un dromedario, con un ojo, y ese ciego, solamente, en la mitad de la frente, con un árbol en las manos de suma magnitud, lleno de bastones, mitras, laureles, hábitos, capelos, coronas y tiaras, es Polifemo, que después que le cegó Ulises, le ha dado la Fortuna a cargo aquella escarpia de dignidades, para que las reparta a ciegas, y va siempre junto al carro triunfal de la Fortuna, que es aquel que le tiran cincuenta emperadores griegos y romanos, y ella viene cercada de faroles de cristal, con cirios pascuales encendidos dentro de ellos, sobre una rueda llena de arcaduces de plata, que siempre está llenándolos y vaciándolos de viento, y ese otro pie, en el elemento mismo, que está lleno de camaleones que le van dando memoriales, y ella rompiéndolos. Ahora vienen siguiéndola sus damas en elefantes, con sillones de oro sembrados de balajes, rubíes y crisólitos. La primera es la Necedad, camarera mayor suya, y aunque fea, muy favorecida. La Mudanza es esotra, que va dando cédulas de casamiento, y no cumpliendo ninguna. Esotra es la Lisonja, vestida a la francesa de tornasoles de aguas, y lleva en la cabeza un iris de colores por tocado, y en cada mano cien lenguas. Aquella que la sucede, vestida de negro, sin oro ni joya, de linda cara y talle, que viene llorosa, es la Hermosura: una dama muy noble y muy olvidada de los favores de su ama. La Envidia la sigue y la persigue, con un vestido pajizo, bordado de basiliscos y corazones.

-Siempre esa dama -dijo don Cleofás- come grosura: que es halcón de las alcándaras de palacio.

-Esotra que viene -prosiguió el Cojuelo-, que parece que va preñada, es la Ambición, que está hidrópica de deseos y de imaginaciones. Esa otra es la Avaricia, que está opilada de oro, y no quiere tomar el acero, porque es más bajo metal. Aquellas que vienen, con tocas largas y antojos, sobre minotauros, son la Usura, la Simonía, la Mohatra, la Chisme, la Baraja, la Soberbia, la Invención, la Hazañería, dueñas de la Fortuna. Los que vienen galanteando a estas señoras todas y alumbrándolas con antorchas de colores diferentes son ladrones, fulleros, astrólogos, espías, hipócritas, monederos falsos, casamenteros, noveleros, corredores, glotones y borrachos. Aquel que viene sobre el asno de oro de Lucio Apuleyo es Creso, mayordomo mayor de la Fortuna, y a su mano izquierda, Astolfo, su caballerizo mayor. Aquellos que van sobre cubas con ruedas y velicómenes en las manos, dando carcajadas de risa, son sus gentileshombres de la copa, que han sido taberneros de Corte primero. Aquella escuadra de salvajes que vienen en jumentos de albarda son contadores, tesoreros, escribanos de raciones, administradores, historiadores, letrados, correspondientes, agentes de la Fortuna, y llevan manos de almireces por plumas, y por papel, pieles de abadas. Tras de ellos viene una silla de manos, bordada de trofeos, para las visitas de la Fortuna; los silleros son Pitágoras, Diógenes, Aristóteles, Platón, y otros filósofos para remudar, con camisolas y calzones de tela de nácar, herrados los rostros con eses y clavos. Aquéllos que vienen ahora de tres en tres, sobre tumbas enlutadas, a la jineta y a la brida, son médicos de la cámara y de la familia, boticarios y barberos de la Fortuna. Ahora cierra todo este escuadrón y acompañamiento aquella prodigiosísima torre andante, que es la de Babilonia, llena de gigantes, de enanos, de bailarines y representantes, de instrumentos músicos y marciales, de voces, de algazaras, que se ven y oyen por infinitas ventanas que tiene el edificio, coronadas de luminarias y flechando girándulas y cohetes voladores; y en un balcón grande de la fachada va la Esperanza: una jayana vestida de verde, muy larga de estatura, y muchos pretendientes por abajo, a pie, soldados, capitanes, abogados, artífices y profesores de diferentes ciencias, mal vestidos, hambrientos y desesperados, dándole voces, y con la confusión no se entienden los unos a los otros, ni los otros a los unos. Y por otro balcón del lado derecho va la Prosperidad, coronada de espigas de oro y vestida de brocado de tres altos, bordado de las cuatro estaciones del año, sembrando talegos sobre muchos mentecatos ricos, que van en literas roncando, que no los han menester y piensan que los sueñan. Ahora sigue todo este aparato una infinita tropa de carros largos, llenos de comida y vestidos de mujeres y de hombres, que es la guardarropa de la Fortuna; y con ir tantos como la siguen desnudos y hambrientos, no les da un bocado que coman ni un trapo con que se cubran, y aunque los repartiera con ellos, no les vinieran bien; que están hechos solamente a medida de los dichosos.

Seguía este carruaje un escuadrón volante de locos, a pie, y a caballo, y en coches, con diferentes temas, que habían perdido el juicio de varios sucesos de la Fortuna por mar y por tierra, unos riéndose, otros llorando, otros cantando, otros callando, y todos renegando de ella; y no tomaba de otros parecer, diligencia, para no acertar nada, desapareciendo toda esta máquina confusa una polvareda espantosa, en cuyo temeroso piélago se anegó toda esta confusión, llegando el día, que fue mucho que no se perdiera el Sol con la grande polvareda, como don Beltrán de los planetas, subiéndose los dos camaradas la cuesta arriba a la recién bautizada ciudad de Carmona, atalaya de Andalucía, de cielo tan sereno, que nunca le tuvo, y adonde no han conocido al catarro si no es para servirle; y tomando refresco de unos conejos y unos pollos en un mesón que se llama de los Caballeros, pasaron a Sevilla, cuya Giralda y Torre tan celebrada se descubre desde la venta de Peromingo el Alto, tan hija de vecino de los aires, que parece que se descalabra en las estrellas.

Admiró a don Cleofás el sitio de su dilatada población, y de la que hacen tantos diversos bajeles en el Guadalquivir, valla de cristal de Sevilla y de Triana, distinguiéndose de más cerca la hermosura de sus edificios, que parece que han muerto vírgenes y mártires, porque todos están con palmas en las manos, que son las que se descuellan de sus peregrinos pensiles, entre tantos cidros, naranjos, limones, laureles y cipreses; llegando en breve espacio a Torreblanca, una legua larga de esta insigne ciudad, desde donde comienza su Calzada y los caños de Carmona, hermosísimo puente de arcos, por donde entra el río Guadaíra en Sevilla, cuya hidrópica sed se le bebe todo, sin dejar apenas una gota para tributar al mar, que es solamente el río en todo el mundo que está privilegiado de este pecho; haciendo mayor la belleza de esta entrada infinitas granjas, por una parte y por otra, que en cada una se cifra un jardín terrenal, granizando azahares, mosquetas y jazmines reales. Y al mismo tiempo que ellos iban llegando a la puerta de Carmona, atisbó el Cojuelo entrar por ella a caballo, con vara alta y los dos corchetes que sacó del infierno, a Cienllamas; y volviéndose a don Cleofás, le dijo:

-Aquél que entra por la puerta de Carmona es comisario de mis amos, que viene contra mí a Sevilla: menester es guardarnos.

-No se me da dos blancas -dijo don Cleofás-; que yo estoy matriculado en Alcalá, y no tiene ningún tribunal jurisdicción en mi persona; y fuera de eso, dicen que es Sevilla lugar tan confuso, que no nos hallarán, si queremos, todos cuantos hurones tienen Lucifer y Bercebú.

Entrándose en la ciudad los dos a buen paso y guiando el Cojuelo, la barba sobre el hombro, fueron hilvanando calles, y, llegando a una plazuela, reparó don Cleofás en un edificio suntuoso de unas casas que tenían una portada ostentosa de alabastro y unos corredores dilatados de la misma piedra. Preguntole don Cleofás al Cojuelo qué templo era aquel, y él le respondió que no era templo, aunque tenía tantas cruces de Jerusalén del mismo relieve de mármol, sino las casas de los duques de Alcalá, marqueses de Tarifa, condes de los Molares y adelantados mayores de Andalucía, cuya grandeza ha heredado hoy el gran Duque de Medina Celi, por falta de hijos herederos, que aunque fuera mayor, no le hiciera más: que por Fox y Cerda es lo más que puede ser.

-Ya conozco ese príncipe -dijo don Cleofás-, y le he visto en la Corte, y es tan generoso y entendido como gran señor.

Con esta plática llegaron a la Cabeza del Rey don Pedro, cuya calle se llama el Candilejo, y atravesando por cal de Abades, la Borciguinería y el Atambor, llegaron a las calles del Agua, donde tomaron posada, que son las más recatadas de Sevilla.

En este tiempo, a nuestro Astrólogo o Mágico se lo había llevado de una apoplejía el demoñuelo zurdo que sustituía al Cojuelo, y bajó a pedir justicia a Lucifer en el hueso del alma, sin las mondaduras del cuerpo, del quebrantamiento de su redoma; y doña Tomasa, no olvidando los desaires de don Cleofás, trataba con otra requisitoria de venir a Sevilla, con un galán nuevo que tenía, soldado de los galeones, para tomar venganza casándose con el licenciado Vireno de Madrid la Olimpia de mala mano, sabiendo que se había escapado allá. Don Cleofás y su camarada no salían de su posada, para desmentir las espías de Cienllamas y de Chispa y Redina, y subiéndose a un terrado una tarde, de los que tienen todas las casas de Sevilla a tomar el fresco y a ver desde lo alto más particularmente los edificios de aquella populosa ciudad, estómago de España y del mundo, que reparte a todas las provincias de él la sustancia de lo que traga a las Indias en plata y oro (que es avestruz de la Europa, pues digiere más generosos metales), espantándose don Cleofás de aquel numeroso ejército de edificios, tan epilogado, que si se derramara, no cupiera en toda la Andalucía, le dijo a su compañero:

-Enséñame desde aquí algunos particulares, si se descubren a la vista.

El Cojuelo le dijo:

-Ya por aquella torre que descubrimos desde tan lejos discurrirás que esa bellísima fábrica que está arrimada a ella es la Iglesia Mayor y mayor templo de cuantos fabricó la antigüedad ni el siglo de ahora reconoce. No quiero decirte por menudo sus grandezas; basta afirmarte que su cirio pascual pesa ochenta y cuatro arrobas de cera, y el candelero de tinieblas, de grandeza notable, es de bronce, y de tanta ostentación y artificio, que si fuera de oro no hubiera costado tanto. Su custodia es otra torre de plata, de la misma fábrica y modelo; su trascoro no perdonó piedra exquisita y preciosa a los minerales; su monumento es un templo portátil de Salomón. Pero salgámonos de ella; que aun con las relaciones ni los pensamientos no podemos los demonios pasearla, y vuelve los ojos a aquel edificio que se llama La Lonja, cortada del pernil de San Lorenzo el Real, diseño de don Felipe II, y a mano derecha de ella está el Alcázar, posada real y antigua de los reyes de Castilla, fértil albergue de la primavera, de quien es ilustrísimo alcaide el Conde Duque de Sanlúcar la Mayor, gran Atlante de Hércules de España, cuya prudentísima cabeza es el reloj del gobierno de su monarquía; que a no estar labrado el Buen Retiro, fábrica de inimitable ejemplar por el edificio, los jardines y estanques, tuviera este palacio sevillano la primacía de todas las casas reales del mundo, poniendo en primer lugar el real salón que la majestad del rey don Felipe IV el Grande ha copiado de su divina idea, donde todas las admiraciones vienen cortas, y las mayores grandezas enjaguadas. Más adelante está la Casa de la Contratación, que tantas veces se ve enladrillada de barras de oro y de plata. Luego está la casa del bizarro Conde de Cantillana, gran cortesano, galán y palaciego, airoso caballero de la plaza, crédito de sus aplausos y alegría de sus reyes; que esto confiesan los toros de Tarifa y Jarama cuando cumplen con sus rejones, como con la parroquia. Luego está, junto a la puerta de Jerez, la gran Casa de la Moneda, donde siempre hay montones de oro y de plata, como de trigo, y junto a ella el Aduana, tarasca de todas las mercaderías del mundo, con dos bocas, una a la ciudad y otra al río, donde está la Torre del Oro y el muelle, chupadera de cuanto traen amontonado los galeones en los tuétanos de sus camarotes. A mano derecha está el puente de Triana, de madera, sobre trece barcos. Y más abajo, en el margen del celebrado río, las Cuevas, monasterio insigne de la Cartuja de San Bruno, que, con profesar el silencio mudo, vive a la lengua del agua. A esta otra parte, sobre la orilla del Guadalquivir, está Gelves, donde todos los romances antiguos de moros iban a jugar cañas, y hoy da sus ilustres condes, y del gran Duque de Veragua, hijo y retrato de tan gran padre;

que es, para no tener a mundos miedo,
Portugal y Colón, Castro y Toledo.


-Soltáronsete -dijo don Cleofás- los consonantes, camarada.

-Cuidado fue, y no descuido -respondió el Cojuelo-, porque me deba más que prosa el dueño de estas alabanzas.

Y prosiguió diciendo:

-Allí es el Alamillo, donde se pescan los sábalos, albures y sollos, y más abajo cae el Algaba, de los esclarecidos marqueses de este título, de Ardales, y condes de Teba, Guzmanes en todo. De esa otra parte cae el Castellar, de los Ramírez y Saavedras, y a la vuelta, Villamanrique, de las Zúñigas, de la gran casa de Béjar, cuyo último malogrado marqués fue Guzmán dos veces Bueno, sobrino del gran Patriarca de las Indias, capellán y limosnero mayor del Rey, cuya generosa piedad se taracea con su oficio y con su sangre, y hermano del gran Duque de Sidonia, cuyo solio es Sanlúcar de Barrameda, corte suya, que está ese río abajo, siendo Narciso del Océano y Generalísimo de Andalucía y de las costas del mar de España, a cuyo bastón y siempre planta vencedora obedece el agua y la tierra, asegurando a su Rey toda su monarquía en aquel promontorio donde asiste, para blasón del mundo. Y pues ya llega la noche, y de estas alabanzas no puedo salir menos que callando para encarecerlas, dejemos para mañana lo demás; -bajándose del terrado a tratar que se aderezase la cena, y a salir un poco por la ciudad a su insigne Alameda, que hizo y adornó con las dos columnas de Hércules el Conde de Barajas, asistente de Sevilla, y después, de Castilla dignísimo presidente.