​El desahuciado​ de Clemente Althaus


¡Ay! que ya el alma conoce,
por manifiestos indicios,
que pronto el último sueño
dormiré en el mármol frío;
que, aunque del sabio piadoso,
cual tierno padre solícito,
aún no me lo dijo el labio,
el rostro ya me lo dijo.
En vano tal vez procura
hacer con engaño pío
que dé a la dulce esperanza
en el corazón abrigo:
que sus palabras desmiente
el semblante dolorido,
ahuyentador de esperanza
que muestra al mirar el mío.
Y aquella expresión le vende
que mal su grado le espío,
cuando avecina a mi pecho
el atento hábil oído,
mi pecho para el que fiera
lanzada es cada respiro
y por donde huye mi vida
de sangre en copiosos ríos.-
¡Oh Dios mío! ¿qué te hice,
para que así en lo florido
de mis verdes años quieras
cortar de mi vida el hilo?
Si del hado inexorable
era ya decreto antiguo
que años tan cortos viviera
este desdichado niño,
Mas valido a fe me hubiera
el no haber jamás salido
de los senos de la Nada
donde dormía tranquilo,
hasta que tu omnipotencia
sacarme a la vida quiso,
sin que yo te lo pidiera
¡ni pudiese consentirlo!
¿Por qué cumplir no me dejas,
oh rey del cielo, el destino
que, al ponerme en este mundo,
me señalaste tú mismo?
¿Para qué, di, me creaste,
si para vivir no ha sido?
Aún no he vivido: consienta
que viva tu poderío.
No parezca que, insensible
a mis dolientes gemidos,
sólo para darme muerte
me animaron tus caprichos...
Mas de querellarse cese
mi vano labio atrevido:
tus juicios, Señor, acato;
pues lo quisiste, convino;
en mí tu querer se cumpla,
cual tuyo, siempre benigno,
aunque de crudo rigor
tal vez con disfraz vestido.-
¡Cuánto con la soledad
y hondo silencio continuo
de mis estancias, contrasta
de la ciudad el bullicio!
Desde mis altos balcones
pasar a mis plantas miro,
barajándose confusos,
mares de alegre gentío:
galas ostentan de fiesta,
pues con ocio y regocijo
de seis días el trabajo
hoy paga el día festivo:
De mis ventanas en frente
se encuentran ya dos amigos,
y palma a palma juntando
con pronto mutuo cariño,
traban con risueños labios
rápido coloquio vivo,
de que sólo rotas frases
y sueltas voces distingo.
Mas, si el idioma no alcanzan
de sus labios mis oídos,
ven mis ojos el idioma
de sus rostros expresivos.
Ya numerosa familia
pasa: de la mano asidos,
van delanteros dos bellos
graciosos rientes niños;
uno de pecho en el hombro,
durmiendo sueño tranquilo,
lleva la fuerte nodriza,
pendiendo a un lado el bracito;
y al fin, del brazo enlazados,
pasan esposa y marido,
en su idolatrada prole
los atentos ojos fijos:
y ese gallardo mancebo,
lleno de lozanos bríos,
cuyo aspecto bien declara
que cuenta mis años mismos;
¡Cuanto me alegro al mirarle!
¡Y cómo después me aflijo,
cuando con él me comparo,
y su lozanía envidio!
Con un báculo en la mano,
pasa ya corvo mendigo,
que, aunque debió precederme
en el eterno camino,
verá mis yertos despojos
llevar al postrer asilo,
y Dios le dará que sumen
sus lentos años un siglo.-
Pero ¿qué miran mis ojos?
¡Valor, oh cielos, os pido!
Luciendo gracia, belleza
y virginal atavío,
una hechicera doncella
alza acaso el rostro lindo,
de la salud en la viva
alegre púrpura tinto,
y me mira; mas, al verme
retrato de aparecido,
y al ver mis hundidos ojos
y enjuto rostro amarillo,
los ojos aparta al punto
en pronto ademán esquivo,
donde al espanto se mezclan
de la compasión los visos.
La crüeldad inocente
de tu horror irreflexivo
te perdono, bella joven,
y mi bendición te envío:
Sé feliz, y digno esposo,
amante amado, contigo
la excelsa ventura goce
¡que yo gozar no he podido!
En lloro ardiente deshecho,
del balcón el pie retiro,
y mi solitario lecho
de nuevo angustiado oprimo;
que cuantos miro de pena
y envidia me son motivo,
y exacerba mi desgracia
el ajeno regocijo.-
Nunca como ya que al trance
de la muerte me avecino,
pareció tan halagüeña
la vida a los ojos míos;
nunca la lumbre del sol
tan dulce de ver se me hizo,
ni tan hermosa la luna
cruzó el celeste zafiro;
nunca tuvieron las flores
tan ledos colores vivos,
tan bellas graciosas formas,
aromas tan exquisitos;
ni en la humana compañía
hallé jamás tanto hechizo,
ni tanto mundanas fiestas
sedujeron mi albedrío.
¡Ah! sí, la tierra es ameno
encantado paraíso,
de amores, fiestas, placeres
y felicidades rico:
¡Felices cuanto; se quedan
en tan deleitoso sitio,
y triste de mí que, apenas
al llegar, adiós le digo!
Mas ¿qué profiero insensato?
¡Así la alta suerte olvido
que la Religión promete
a sus bautizados hijos!
En tan profunda aflicción,
en tan horrendo martirio,
tú sola, Religión santa,
ser puedes mi dulce alivio.
¡Ay de mí! si verdad fuera
el insensato delirio
de los que matan el alma
con el cuerpo fugitivo,
¡que niegan que torne el alma
a su celestial principio,
y no consienten más mundo
que el mundo de los sentidos!
¿Qué fuera de mí en tal trance,
si a tan triste error impío
entrada en la ciega mente
hubiera yo concedido?
¡Desesperado, demente,
y de mí propio enemigo,
dando furiosos bocados
en mis miembros doloridos,
con altos gritos muriera,
ya desde el mundo precito,
cual del venenoso diente
de rabioso can mordido!-
Mas es felizmente un sueño,
tan mentido como inicuo,
y tú la verdad eterna,
sublime dogma de Cristo:
ven pues, y al doliente lecho,
donde le aguardo contrito,
del perdón divino envía
al consolador ministro;
la dulce imagen celeste,
de moribundos alivio,
del que, tomando en sus hombros
nuestras culpas y delitos,
enclavado en un madero,
lanza el postrero suspiro,
de su fin con el recuerdo,
temple y dulcifique el mío.
Consuélame, si del mundo
tan temprano me despido,
con la infalible promesa
de aquel alto globo empíreo;
con ese mundo tan bello
que, aunque lo es tanto el que piso,
es, si con él se compara,
estéril yermo sombrío:
Háblame de la celeste
Sión, y del gozo infinito
que será mirar a tantos
dichosos justos espíritus
irradiar como soles
con resplandor inextinto,
siendo de un sol más fulgente
amantes planetas vivos;
y contemplar rostro a rostro
al Padre Eterno, y al Hijo,
del Padre animada imagen
y fiel espejo purísimo;
y a la celestial Paloma
que en alas de albor divino
el único dosel abre
de tan altas frentes digno;
Y a la Esposa y Madre Virgen,
a diestra del Uno, y Trino,
en trono que ornan estrellas,
no diamantes ni zafiros;
sonriendo a los loores
y ferventísimos himnos
que los angélicos coros,
en su hermosura encendidos,
rendidamente le cantan,
mariposas de su brillo,
dando de su silla en torno
perennes rápidos giros.


Esta poesía forma parte del libro Obras poéticas (1872)