El desafío del mariscal Castilla

Tradiciones peruanas - Novena serie
El desafío del mariscal Castilla

de Ricardo Palma

(Reminiscencia histórica)

Entre el gran mariscal don Ramón Castilla y el cónsul de Francia monsieur de Saillard se pactó, en 1839, un duelo que debía realizarse un año después. Pero antes de dar a conocer la causa del desafío, y lo que impidió su realización, conviene que el lector sepa quién fue monsieur de Saillard, para que así no se vea en el caso de aquel que, ignorando lo que es un ojo de gallo, le preguntó á un amigo:

—¿Qué tiene usted, don Restituto, que le veo tan aliquebrado?

—Poca cosa... Un maldito ojo de gallo que me está haciendo ver estrellas.

—Hombre, eso es muy serio ...Al ojo con el codo... No se descuide, y vea hoy mismo al oculista.

I


A fines de 1829 la fragata francesa Moselle, de 60 cañones, se detuvo, sin fondear, frente á Valparaíso, el corto tiempo preciso para que desembarcase el vizconde de Espinville que venía investido con el carácter de vicecónsul, pues, por aquellos tiempos, Inglaterra y Francia no acreditaban ministros cerca de las nacientes repúblicas americanas sino Cónsules generales, á los que auxiliaba un vicecónsul ó canciller.

La Moselle continuó su viaje para el Callao conduciendo también á monsieur de Saillard, vice-cónsul nombrado para el Perú.

Ambos agentes consulares eran tipos opuestos. El aristocrático vizconde era un simpático normando, de veintiocho años de edad, buen mozo, elegante y con refinamientos parisienses. Monsieur de Saillard era un provenzal, hijo de modesto receptor de rentas, pequeño y regordete como candidato a una apoplegía fulminante, y representaba treinta años, sobre poco más ó enos. Su genio era altanero é iracundo, también en oposición al del vizconde, que era todo moderación y amabilidad.

Para matar el fastidio de la larga navegación, entreteníanse una noche los dos vicecónsules en una partida de naipes, en la que sólo interesaban céntimos de franco, cuando, á propósito de una jugada, suscitó Saillard una disputa; y tanto hubieron de agriarse los ánimos que Espinville dio un bofetón su compañero. Intervinieron el comandante de la nave y los oficiales; pero quedó concertado un duelo para cuando los dos adversarios se encontrasen en tierra. En el resto del viaje no cambiaron saludo ni palabra.

Al desembarcar el vizconde en Valparaíso, monsieur de Saillard, que estaba recostado en la borda, le gritó:

—Hasta muy pronto, señor de Espinville.

-— Hasta cuando usted guste, señor de Saillard— le contestó el vizconde.

El vice-cónsul acreditado para Chile fue muy bien acogido por la sociedad de Valparaíso, y pasó ocho meses de paseo en paseo, de fiesta en fiesta y de baile en baile. La voz pública, que es muy vocinglera, lo daba por novio de una de las más bellas y ricas señoritas porteñas.

En tanto Saillard pasaba su tiempo en Lima, esquivo a frecuentar la sociedad, adiestrándose en el manejo de la pistola hasta llegar a conquistarse fama de eximio tirador.

Un día supo, por un comerciante chileno que estuvo en el consulado a hacer visar unos documentos, que el vizconde celebraría su enlace, en pocos meses más, y el vice-cónsul le dijo:

—Pues regresa usted pronto a Valparaíso, hágame el servicio de decirle que los hombres que tienen deudas como la que él ha de pagarme, no pueden casarse sin faltar al honor y a la lealtad.

El comisionado cumplió con el encargo, y el vizconde le contestó : — Si escribe usted a ese caballero, dígale que soy de raza de buenos pagadores.

Paso por alto muchísimos pormenores que trae Vicuña Mackenna, en su libro Relaciones para llegar al 11 de Junio de 1830, día en que Saillard se presentó en el domicilio de su compatriota, para decirle que había hecho un viaje de ochocientas leguas con sólo el propósito de matarlo.

El duelo se efectuó en Polanco (que era, por entonces, un caserío vecino a Valparaíso) en la mañana del 13 de Junio, fiesta de san Antonio, día en que, por ser cumpleaños de la novia, se preparaba en casa de ésta un gran sarao.

El vizconde cayó con el corazón destrozado por una bala.

Saillard se embarcó inmediatamente en un buque ballenero que, á las dos de la tarde, levó anclas con destino al Callao.

II


Ahora cúmpleme narrar lo que motivó el duelo (cuya realización impidió la Providencia) con el general Castilla que, en 1839, era ministro de Guerra en el gobierno del presidente Gamarra. También Saillard había adelantado en su carrera, y era, a la sazón, Cónsul General de Francia en el Perú.

Era una noche de tertulia, en palacio, con asistencia del cuerpo consular. Todavía no nos dábamos tono con tener en casa Cuerpo diplomático.

En un grupo de militares charlábase sobre cosas de milicia, y monsieur de Saillard, estimulado acaso por el champagne se enfrascó en críticas imprudentes sobre la manera cómo estaba organizado el ejército peruano; y hablando del arma de caballería, dijo que los soldados eran escogidos entre los facinerosos de la costa.

Feo, feísimo defecto es, en muchos europeos, no saber morderse la lengua antes de criticar públicamente nuestros errores y vicios. Conocí, y tuve por maestro en mis horas de estudiante, á un ilustrado caballero italiano, el cual solía decir siempre que escuchaba a algún europeo maledicente: "— Es posible que, en el Perú, todo sea malo, insoportable; pero nadie negará que esta tierra tiene una cosa buena, inmejorable; y esa cosa es, muchos y cómodos puertos para que puedan embarcarse los extranjeros que no estén contentos del país, de sus costumbres, ni de su gobierno."

Peor calamidad que las de Egipto es la de los patriotas en patria ajena.

Don Ramón Castilla que, hasta entonces, había escuchado con indiferencia los desahogos del francés, lo interrumpió con estas palabras:

— ¡Eh! señor cónsul... ¡moderación!... ¡mucha moderación,... señor cónsul!

Para el irritable Saillard fue esto como avivar una hoguera. Se encaró con el ministro de Guerra, el cual le volvió la espalda, murmurando con el acento cortado que le era peculiar.

— ¡Eh! Déjeme en paz, hombre!... ¡Borrachito...! ¡Borracho... !

Ai día siguiente Saillard le enviaba sus padrinos. El bravo general de caballería contestó:

— ¡Está bien...! Aceptado... cuando guste... elijo armas... es mi derecho... soy el desafiado... A caballo y lanza en mano...Así nos batimos los facinerosos... de Caballería...

Los padrinos regresaron en la tarde a casa del general, y le comunicaron que su ahijado aceptaba la condición, pero que necesitaba un plazo para aprender el manejo de la lanza.

—¡Eso es!... Muy justo... que aprenda... tiene razón... no hay inconveniente.

— ¿\ qué plazo le concede usted, general ?— preguntó uno de los padrinos, que era un acaudalado comerciante belga cuyo nombre he olvidado.

—¡Hombre!... el que ustedes quieran... Por mí... tanto da un año como un día...

—Pues será un año— dijo don Bernardo Poumaroux que era el otro padrino.

— ¡Eh!... ya lo he dicho... me es indiferente...

Saillard, que contaba en Francia con protector ó amigos de gran influencia, recibió cuatro meses después el nombramiento de Cónsul general en Caracas.

Llegado a Venezuela, pasó cinco meses recibiendo lección diaria de equitación y manejo de lanza. Sus maestros, a los que remuneraba con esplendidez, eran dos llaneros del Apure, de esos que, a las órdenes de Paez y a bote de lanza, destrozaron los aguerridos batallones del ejército español.

Cuando sus maestros le dijeron que nada tenían ya por enseñarle, lo que equivalía a expedirle y refrendarle título de primera lanza de Venezuela, encomendó el consulado al canciller, y se dirigió a la Guaira con la firme resolución de embarcarse para el Perú. Faltaban menos de dos meses para la expiración del año de plazo.

Pero el hombre propone y la fiebre amarilla dispone.

Tres días después de llegado a la Guaira, recibía cristiana sepultura el cadáver del testarudo provenzal.