El delincuente honrado/Acto IV

El teatro representa el interior de una torre del alcázar, que sirve de prisión a TORCUATO. La escena es de noche. En esta habitación no habrá más adorno que dos o tres sillas, una mesa, y sobre ella un bujía. En el fondo habrá una puerta, que comunique al cuarto interior, donde se supone está el reo, y a esta puerta se verán dos centinelas. JUSTO está sentado junto a la mesa con aire triste, inquieto y pensativo, y el ESCRIBANO en pie, algo retirado.

Escena I

JUSTO, ESCRIBANO.

ESCRIBANO.- (Acercándose.) Señor, ya está todo evacuado; a las cinco y media en punto partió el posta con los autos y la representación.

JUSTO.- Muy bien, don Claudio; idos a mi cuarto, y esperadme en él sin separaros un instante. Si alguno me buscare para cosa urgente, avisadme; y si no lo fuere, que nadie me interrumpa. Si volviese el expreso, traedle aquí con reserva; sobre todo, un profundo silencio...

ESCRIBANO.- Ya entiendo, señor. (Yéndose.) ¡Qué afligido está!


Escena II

JUSTO.

JUSTO.- (Después de alguna pausa.) En fin, he cumplido con mi funesto ministerio sin olvidar la humanidad. ¡Quiera el cielo que mis razones sean atendidas! Pero el Ministro no verá las lágrimas de estos infelices, ni los clamores de una familia desolada podrán penetrar hasta su oído... ¡Ve aquí por qué los poderosos son insensibles...! Sumidas en el fausto y la grandeza, ¿cómo podrán sus almas prestarse a la compasión? ¡Ah! ¡Desdichados los que se creen dichosos en medio de las miserias públicas...! Mas yo confío en la piedad del Soberano... Su ánimo benigno no puede desatender tan justas instancias. (Se levanta y pasea inquieto.) No sé de qué nace esta inquietud que me atormenta. ¿No pudiera ser que don Torcuato...? Haber nacido en Salamanca... No tener noticia de sus padres... Su edad... Su fisonomía... ¡Ah, dulce y funesta ilusión! ¡El fruto desdichado de nuestros amores pasó rápidamente de la cuna al sepulcro...! No obstante, quiero hablarle. (Llamando a los centinelas.) ¡Hola!, que venga el reo a mi presencia. (Se sienta. Los centinelas entran por la puerta del cuarto interior; salen luego con TORCUATO, que debe venir poco a poco por causa de los grillos, y le conducen hasta la presencia del Juez.)


Escena III

JUSTO, TORCUATO.

JUSTO.- Sí, yo le preguntaré... (Viéndole.) Su vista me quebranta el corazón. (A los centinelas.) Despejad. (A TORCUATO.) Sentaos. (Los centinelas se retiran, y TORCUATO se irá acercando poco a poco a una de las sillas, donde se sienta.) Sentaos, amigo mío; ya no soy vuestro juez, pues sólo vengo a consolaros y daros una prueba de lo que os estimo. Vuestra honradez me tiene sorprendido, y vuestra franqueza me parece digna de la mayor admiración; pero siento que os hayan sido tan perjudiciales.

TORCUATO.- El honor, que fue la única causa de mi delito, es, señor, la única disculpa que pudiera alegar; pero esta excepción no la aprecian las leyes. Respeto, como debo, la autoridad pública, y no trato de eludir sus decisiones con enredos y falsedades. Cuando acepté el desafío preví estas consecuencias; por no perder el honor me expuse entonces a la muerte, y ahora por conservarle la sufriré tranquilo.

JUSTO.- Pero ¡tanto empeño en callar las injurias con que os provocó vuestro agresor...! Tal vez su atrocidad, representada al Soberano...

TORCUATO.- ¡Ay, señor!, las leyes son recientes y claras, y no dejan refugio alguno al que acepta un desafío. ¿Por qué queríais que dejase perpetuados en el proceso los nombres viles...?

JUSTO.- Pues qué, ¿acaso el marqués...?

TORCUATO.- Me habéis dicho que no me habláis como juez; por eso os voy a responder como amigo. Mi ofensor, señor, era uno de aquellos hombres temerarios a quienes su alto nacimiento y una perversa educación inspiran un orgullo intolerable. En nuestro disgusto me dijo mil denuestos, que yo disimulé a su temeridad. Me desafió varias veces, y yo me desentendí sin contestarle; pero al fin insistió tanto y llevó a tal extremo su provocación, que me echó en cara un defecto... El rubor no me deja repetirle. (TORCUATO se cubre el rostro.)

JUSTO.- Y bien, ¿qué os dijo? Habladme con lisura.

TORCUATO.- (Llorando.) ¡Ay, señor! entre mis desgracias cuento por la mayor la de no saber a quién debo la vida. Yo he sido fruto desdichado de un amor ilegítimo; y aunque este defecto estuvo siempre oculto, ciertos rumores... En fin, el marqués...

JUSTO.- (Sobresaltado y con prontitud.) Ya, ya entiendo... Y, con efecto, ¿habéis nacido en Salamanca?

TORCUATO.- Sí, señor; allí nací, y allí tuve mi primera educación.

JUSTO.- (Siempre sobresaltado.) ¿Y a quién la debisteis?

TORCUATO.- A una parienta de mi propia madre, que me negó siempre el dulce nombre de hijo.

JUSTO.- (Con mayor inquietud.) Pero ¿supisteis después que lo erais en efecto?

TORCUATO.- Una criada antigua me dio las únicas noticias que tengo de mi origen. Mi madre, señor, fue una de aquellas damas desdichadas a quienes el arrepentimiento de una flaqueza empeña para siempre en el ejercicio de la virtud. Su pundonor y su recato eran extremos. No se contentó con ocultar al público su desgracia por los medios más exquisitos, sino que pensó toda su vida en remediarla. Una parienta anciana fue la única confidente de su cuidado; por medio de ésta me hizo criar en una aldea vecina a Salamanca; después me agregó a su familia con el título de sobrino, fingiendo que mis padres habían muerto en Vizcaya; y, en fin, engañó aun a su mismo amante, suponiendo mi muerte, y reservando para otro tiempo la noticia de mi existencia. Ni paró aquí su delicadeza; clamó continuamente por la vuelta de mi padre, a quien la necesidad obligara a buscar en países lejanos los medios de mantener honradamente una familia. Estaba ya cercana su vuelta, y para entonces preparado un matrimonio que debía asegurarme la noticia y la legitimidad de mi origen; pero la muerte desbarató estos proyectos. Un accidente repentino privó a mi madre de la vida, y a mí de tan dulces y legítimas esperanzas... Mas, señor, vos estáis inquieto; ¿sentís acaso alguna novedad?

JUSTO.- (Mirándole atentamente y conturbado en extremo.) No hay duda; él es... sí; él es...


TORCUATO.- ¡Señor...!

JUSTO.- (Esforzándose para mostrar serenidad.) No, amigo mío; no tengáis cuidado; y decidme: ¿nunca habéis sabido el nombre de ese padre desdichado?

TORCUATO.- No, señor; la única noticia que pude adquirir de él fue que había pasado con empleo a Nueva España y que debía regresar con la última flota.

JUSTO.- ¡Oh, Dios! ¡Oh, justo Dios! Mi corazón me lo había dicho... ¡Hijo mío...!

TORCUATO.- (Asombrado.) ¡Qué! Señor, ¿es posible...?

JUSTO.- (Prontamente.) Sí, hijo mío; yo soy ese padre desdichado que nunca has conocido.

TORCUATO.- (De rodillas, y besando la mano de su padre con gran ternura y llanto.) ¡Mi padre...! ¡Ay, padre mío!, después de haber pronunciado tan dulce nombre, ya no temo la muerte.

JUSTO.- (Con extremo dolor y ternura.) ¡Hijo mío! ¡Hijo desventurado...! ¡En qué estado te vuelve el cielo a los brazos de tu padre!

TORCUATO.- (Como antes.) No, padre mío; después de haberos conocido, ya moriré contento.

JUSTO.- (Levantándole.) El cielo castiga en este instante las flaquezas de mi liviana juventud... Pero ¿sabes, hijo infeliz, cuál es tu desgracia? ¿Sabes cuánto debe ser mi dolor en este día...? ¡Ah!, ¿por qué no suspendí una hora, siquiera una hora...? Tu desdichado padre ha vuelto de su largo destierro sólo para ser causa de tu ruina... ¡Ay, Flora; por cuántos títulos me debe ser dolorosa la noticia de tu muerte!

TORCUATO.- (Con serenidad y ternura.) Bien sé, padre mío, cuál es mi situación y cuál el funesto ministerio que debéis ejercer conmigo. Pero suponiendo mi suerte inevitable, ¿no es un favor distinguido de la Providencia que me restituya a los brazos de mi padre? Ya no moriré con el desconsuelo de ignorar el autor de mis días; vos me confortaréis en el terrible trance, vuestra virtud sostendrá mi flaqueza; y a Laura, (enternecido), le quedará un digno consolador en su triste viudez.

JUSTO.- (Enternecido.) ¡Hijo infeliz! ¡Hijo digno de mejor suerte y de un padre menos desdichado! Tu virtud me encanta y tus discursos me destrozan el corazón... ¡Ah, yo pude salvarte, y te he perdido...! Sólo la bondad del Soberano... Sí; su corazón es grande y benéfico, y no desatenderá mis razones.


Escena IV

ESCRIBANO, los dichos.

ESCRIBANO.- (A JUSTO, desde el fondo de la escena.) Señor, el caballero Corregidor solicita entrar.

JUSTO.- (Al ESCRIBANO.) Aguardad un momento. (A TORCUATO.) Hijo mío, reserva en tu corazón este secreto, porque importa a mis ideas; y si el cielo no se doliere de este padre desventurado, ocultemos a la naturaleza un ejemplo capaz de horrorizarla.

ESCRIBANO.- (Desde la puerta.) ¡Con qué ternura le habla! Hasta le da el nombre de hijo por consolarle. ¡Oh, qué ejemplo tan digno de imitación y de alabanza!

JUSTO.- (Al ESCRIBANO.) Que entre. (El ESCRIBANO se retira, vuelve con SIMÓN hasta la puerta, y se va.)

TORCUATO.- Sólo me toca obedeceros.


Escena V

SIMÓN, JUSTO, TORCUATO.

SIMÓN.- Perdonad, señor don Justo. Esta muchacha no me deja sosegar un instante; si no la detengo, ya venía despeñada a echarse a vuestros pies. Clama por su marido, y dice que no quiere separarse de su lado. También desea verle don Anselmo.

JUSTO.- ¡Ah, si supieran cuál es su suerte!

SIMÓN.- (A TORCUATO.) ¡Muy buena la hemos hecho, Torcuato! ¡Mira en qué estado nos has puesto!

JUSTO.- (Con gravedad.) Señor don Simón, ya no es tiempo de reconvenciones; si no os doléis de su triste situación, al menos no le aflijáis.

TORCUATO.- (A JUSTO.) Pero, señor, ¿se me negará el consuelo...?

JUSTO.- (Con blandura.) ¿Para qué queréis exponeros a la angustia de ver las lágrimas de vuestra esposa y vuestro amigo? Tan tiernos objetos sólo pueden serviros de mayor quebranto. Yo quiero excusárosle, amigo mío; retiraos un instante, y tratad de tranquilizar vuestro espíritu. Quizá en mejor ocasión podréis satisfacer tan justo deseo. (A los centinelas.) ¡Hola!, retiradle. (Los centinelas se van con TORCUATO en la misma forma que han salido.)


Escena VI

JUSTO, SIMÓN.

SIMÓN (Viendo salir a TORCUATO.) ¡Este mozo nos ha perdido! Mi casa está hecha una Babilonia; todos lloran, todos se afligen y todos sienten su desgracia. Ve aquí, señor don Justo, las consecuencias de los desafíos. Estos muchachos quieren disculparse con el honor, sin advertir que por conservarle atropellan todas sus obligaciones. No; la ley los castiga con sobrada razón.

JUSTO.- Otra vez hemos tocado este punto, y yo creía haberos convencido. Bien sé que el verdadero honor es el que resulta del ejercicio de la virtud y del cumplimiento de los propios deberes. El hombre justo debe sacrificar a su conservación todas las preocupaciones vulgares; pero por desgracia la solidez de esta máxima se esconde a la muchedumbre. Para un pueblo de filósofos sería buena la legislación que castigase con dureza al que admite un desafío, que entre ellos fuera un delito grande. Pero en un país donde la educación, el clima, las costumbres, el genio nacional y la misma constitución inspiran a la nobleza estos sentimientos fogosos y delicados a que se da el nombre de pundonor; en un país donde el más honrado es el menos sufrido, y el más valiente el que tiene más osadía; en un país, en fin, donde a la cordura se llama cobardía, y a la moderación falta de espíritu, ¿será justa la ley que priva de la vida a un desdichado sólo porque piensa como sus iguales; una ley que sólo podrán cumplir los muy virtuosos o los muy cobardes?

SIMÓN.- Pero, señor; yo creía que el mejor modo de hacer a los mozos más sufridos era agravar las penas contra los temerarios.

JUSTO.- Cuando haya mejores ideas acerca del honor, convendrá acaso asegurarlas por ese medio; pero entre tanto las penas fuertes serán injustas y no producirán efecto alguno. Nuestra antigua legislación era en este punto menos bárbara. El genio caballeresco de los antiguos españoles hacía plausibles los duelos, y entonces la legislación los autorizaba; pero hoy pensamos, poco más o menos, como los godos, y, sin embargo, castigamos los duelos con penas capitales.

SIMÓN.- Esos discursos, señor, son demasiado profundos; yo no soy filósofo ni los entiendo, pero estoy muy mal con que los mozos...

JUSTO.- (Con alguna aspereza.) Dejemos una contestación que debe afligirnos a entrambos, y vamos a consolar a Laura, pues tanto lo necesita.

SIMÓN.- Pero, decidme, ¿no habrá algún medio de salvar a Torcuato?

JUSTO.- (Con seriedad.) Esa pregunta es bien extraña en quien sabe las obligaciones de un juez. El órgano de la ley no es árbitro de ella. No tengo más arbitrio que el de representar; y pues habéis oído cómo pienso, podréis inferir si lo habré hecho con eficacia.

SIMÓN.- ¡Oh! pues si habéis representado, yo confío...

JUSTO.- No haréis bien en confiar. Las representaciones de un juez suelen valer muy poco cuando conspiran a mitigar el rigor de una ley reciente. Sin embargo, la Providencia... la piedad del Soberano...


Escena VII

ESCRIBANO, los dichos.

ESCRIBANO.- Señor, acaba de llegar el expreso.

JUSTO.- (Recibiendo el pliego.) Veamos... (Asustado.) No sé lo que me altera; el corazón no me cabe en el pecho.

SIMÓN.- ¿Qué tendrá, que tanto se ha turbado?

JUSTO.- (Leyendo en secreto la carta, manifiesta en su semblante grande conmoción y extremo dolor, y después de haber acabado se arroja en una silla.) ¡Oh, padre sin ventura! ¡Oh, hijo desdichado!

ESCRIBANO.- ¡Malo, malo! ¡Sin duda se ha confirmado la sentencia! (Se va el ESCRIBANO, y SIMÓN, como temeroso de interrumpir a JUSTO, se retira al fondo de la escena, sin resolverse a desampararle.)

SIMÓN.- Yo no comprendo... Él ha perdido el color... ¡Cuál se ha puesto, Dios mío! ¿Qué traerá esta carta? (Cuanto dice JUSTO en el resto de la presente escena, se entiende aparte.)

JUSTO.- Sí, sí; yo he sido el cruel que ha acelerado su desgracia... ¡Ah! Yo esperaba que mis clamores en favor de un inocente... ¡Hijo desventurado!

SIMÓN.- ¿Señor...? (Acercándose con timidez.) ¿Qué tendrá que tanto exclama?

JUSTO.- (Sin oírle.) ¡No sólo aprueban su muerte, sino que quieren también atropellarla! (Levantándose.) No; al Soberano le han engañado. ¡Ah! Si hubiera oído mis razones, ¿cómo pudiera negarse su piadoso ánimo a la defensa de un inocente?

SIMÓN.- (Desde lejos.) Señor don Justo...

JUSTO.- (Paseando por la escena, como fuera de sí.) ¡Hijo mío! ¡Hijo desdichado! ¿Cómo he de consentir...? Iré a bañar los pies del mejor de los reyes con mis humildes lágrimas.

SIMÓN.- ¡Cuál está, Dios mío! ¡No sosiega un instante! Señor don Justo... Por vida de... Señor don Justo... Pero, ¡qué gritos...!


Escena VIII

LAURA, ANSELMO, los dichos.

(LAURA entra corriendo en la escena y ANSELMO deteniéndola.)

ANSELMO.- Señora, señora, deteneos.

LAURA.- (Mirando a todas partes.) ¡Qué! ¿Él correrá a la muerte, y yo no podré abrazarle...? Querido esposo, ¿dónde te esconden? ¿Quiénes son los crueles que nos separan?

SIMÓN.- ¡Hija mía! ¿Qué es esto...? Don Anselmo...

ANSELMO.- Señor, no he podido contenerla... El posta que llegó de la corte esparció la voz de que traía malas nuevas; entendiéronlo algunos de la familia, y sus lágrimas...

LAURA.-(A JUSTO, de rodillas.) ¡Ay señor! ¿Así abandonáis a vuestro amigo?¿Sufriréis que su esposa desventurada...?

JUSTO.- (Volviendo el rostro.) ¡Ve aquí lo que faltaba al complemento de mi desdicha! Señor don Simón, separad a vuestra hija de este sitio, donde nada es capaz de aliviar su dolor.

SIMÓN.- Vamos, hija, vamos.

LAURA- (Resistiéndose.) No, yo no me separaré de aquí... ¡Qué! Después de perderle, ¿me negarán también el consuelo de morir en sus brazos? ¡Crueles! Todos son crueles con esta desdichada. (SIMÓN lleva casi violentamente a su hija, y ANSELMO pretende seguirlos, pero se detiene, avisado por JUSTO.)


Escena IX

JUSTO, ANSELMO.

JUSTO.- Quedaos, don Anselmo. Los sucesos de este triste día me han hecho conocer la fina amistad que profesáis a don Torcuato. ¿Queréis dar un paso en su favor, que le pueda librar de la desdicha que le amenaza?

ANSELMO.- ¡Pues qué!, ¿lo dudáis, señor? ¡Ah!, no es posible comprender cuánto estimo sus virtudes ni cuánto me duele su triste situación. ¡Ah!, si pudiera a costa de mi vida...

JUSTO.- A menos costa podéis serle muy útil y defender la suya. A pesar de cuantas razones expuse en su favor, la corte ha resuelto lo que oiréis ahora.

ANSELMO.- ¡Oh, Dios!

JUSTO.- (Lee con dolor y turbación.) «He dado cuenta al Rey de la causa escrita sobre el desafío que hubo en esa ciudad el día 4 de agosto del año próximo pasado, entre el marqués de Montilla y don Torcuato Ramírez, de que resultó la muerte del primero; y sin embargo de cuanto V. S. expone en su representación a favor del homicida, S. M., considerando el escándalo que ha causado este suceso en esa ciudad, este real Sitio y todo el reino, singularmente cuando estaba tan reciente la publicación de su pragmática de 28 de abril del mismo año pasado, y teniendo asimismo presente que el reo está llanamente confeso en su delito, se ha servido resolver que V. S. ponga en ejecución la sentencia de muerte y confiscación que ha dado en dicha causa, concediendo al reo sólo el tiempo preciso para disponerse a morir como cristiano; y V. S. me dará cuenta de haberse ejecutado en la forma prevenida. -Nuestro Señor, etc.»

ANSELMO.- (Lloroso.) ¡Infeliz amigo! Yo no podré sobrevivir a tu muerte.

JUSTO.- ¡Desdichado! ¡Todos se compadecen de su desgracia! Sólo la corte está sorda a nuestros clamores. Pero, don Anselmo, aún no sabéis hasta dónde llega la desdicha de vuestro amigo.

ANSELMO.-¡Qué, señor!, ¿después de una sentencia...?

JUSTO.- Sí, amigo mío; esta bárbara sentencia ha sido dictada por su mismo padre.

ANSELMO.- (Asombrado.) ¿Vos padre suyo? ¡Oh, Dios!

JUSTO.- (Transportado de pena.) No, yo no soy su padre; soy un monstruo, que le ha dado la vida para arrebatársela después... ¡Insensato! Yo hubiera podido... Pero no perdamos, amigo, un tiempo tan precioso. La terrible sentencia se va a notificar a Torcuato; la corte está cerca; vos sois su amigo; tenéis en ella valedores... Tal vez nuestras instancias...

ANSELMO.- (Yéndose con precipitación.) Basta, señor, he entendido; no me detengo ni un instante.

JUSTO.- (Siguiéndole.) Si fuere preciso que el nombre de su padre...

ANSELMO.- (Desde la puerta, y sin volver el rostro.) Entiendo, entiendo.


Escena X

JUSTO, solo.

JUSTO.- ¡Santo Dios, encamina sus pasos...! Ve aquí el natural y dulce fruto de la virtud: todos se complacen en protegerla, y todos corren ansiosos a sostenerla en la adversidad. Pero ¡cuán débiles son sus apoyos contra la fuerza y el poder! ¡Virtud santa y amable! Tú serás siempre respetada de las almas sencillas; mas no esperes hallar asilo entre los vanos y poderosos... ¡Cuánto ha cambiado mi suerte en solo un día! ¿Es posible que me he de hallar en la dura necesidad de derramar mi propia sangre...? ¡Hijo desventurado...! ¡La mano de tu bárbaro padre te va a ofrecer el amargo cáliz de la muerte! ¡Funesta obligación...! ¡Horrible ministerio...! Si acaso don Anselmo... ¡Ah!, ¡qué podrán sus débiles ruegos contra los de tantos importunos... contra el respeto de las leyes... contra la preocupación del Gobierno...! ¡Ah!...