El día de difuntos (Barrett)

El día de difuntos
de Rafael Barrett


Coyuntura es ésta para hablar de muertos y de muerte. Hablar digo, y no pensar, porque dudo que exista hombre ni mujer de tan mutilado entendimiento que sólo piense una vez al año en el misterio y en la necesidad de morir. Pensemos siempre, pues, y hablemos hoy.

Nuestros muertos, ¡cómo viven dentro de nosotros! Esos dos o tres muertos queridos que llevamos muchos en el alma, ¡con qué grave peso nos ayudan a bajar la pendiente de la vida! Si nos separaron de ellos demasiado pronto, y los creímos, en nuestra joven ignorancia, devorados por la segunda muerte del olvido, ¡qué dulce emoción, ahondada en el espíritu con el pasar del tiempo, al sentir que de nuevo se mezclan con nosotros, y nos hablan, y se apoyan cariñosamente en nuestro brazo, y clavan en los nuestros sus ojos resucitados! Muertos que caídos al mar os sumergisteis y después subís en las aguas lentamente y ahora flotáis, volviendo al sol vuestros blancos rostros, ¿será cierto que nosotros también os visitamos, aunque sea en sueños, allá donde estáis y que en la sombra os persiguen nuestras pálidas figuras ausentes?

¿Anudáis y soltáis largos coloquios de silencio con nuestros fantasmas, y engañáis como nosotros la tristeza? Tristeza que nos viene de las cosas que no hicimos cuando era lugar, de las palabras que no dijimos, de todo lo que faltó para despedirse en paz. Tristeza y remordimiento de lo injustos, de lo ciegos que fuimos para los que tanto adorábamos. Descubrimos la profundidad del amor cuando no hay remedio, y nos prendemos a un espectro, y le gritamos lo imposible, y le ofrecemos inútiles tesoros de ternura. Esperamos el supremo día en que, por fin, se nos revelará el destino cara a cara, y entonces...


«El que se muere no da
Lo suyo, sino lo ajeno».


Nuestros muertos, ¿serán entonces verdaderamente nuestros? ¿Nos aguardarán a la otra orilla?

Ya que ellos, al irse, nos dejaron la ilusión de algo de su ser, confiemos en llevarles la realidad de algo nuestro, de algo que recuerden. Confiemos en ser reconocidos.

Alejemos de nosotros el temor, no sólo de desaparecer, sino de que la muerte nos desfigure. Al contrario, ella nos devolverá nuestra efigie auténtica, escondida bajo las miserias y el desorden del mundo visible. No conocemos nuestra propia conciencia. Raros son, de la cuna al sepulcro, los instantes en que vislumbramos nuestras entrañas y medimos al fulgor del relámpago los abismos que en nosotros se abren. Vivimos con la atención fija en lo exterior, que es la mentira, e ignoramos la única realidad de nuestra condición misma. Cometemos el error de preferir la ciencia, la ciencia lamentable, cuyos más firmes cimientos no duran medio siglo, la ciencia falsa, la ciencia bárbara que, incapaz, por definición, de sospechar siquiera lo invisible, se reduce a estudiar con ridícula ceremonia la máscara fría del universo. Y por eso, defraudados, padecemos la sed de la sabiduría, la sed de la muerte. Ella será la maestra. Morir es comprender.

Es manifestarnos. Es nacer. Es el símbolo de la vida plena. Ella nos hace entender que lo físico es provisional. Ella nos muestra su fecundidad al elevarnos y fortificarnos mediante su idea. Aquellos a quienes la muerte es familiar son los más nobles.

Ella nos enseña que ni el dinero, los honores, ni el placer, ni la carne son nuestros. La muerte es una criba que guarda lo esencial. Y si a la criba llegamos con carne satisfecha y un montón de títulos y de oro por todo equipaje, de nosotros nada quedará. Moriremos de veras y completamente, puesto que no supimos de veras vivir.

He aquí por qué nuestra vida debe ser una imitación de la muerte, y por qué los héroes de la vida interior se ocuparon con tanto ahínco de mortificarse, es decir, de hacer la muerte. Es que la muerte no es un aniquilamiento, ni una transfiguración, sino un balance. Define y depura; pone de un lado lo que es nuestro, y de otro lo que no lo es. Y si empleamos la vida en obrar esta separación de lo propio y lo ajeno, del metal y la escoria; si luchamos, por el hierro y el fuego, aunque nos desgarremos y ardamos en cavarnos y encontrarnos y arrancarnos a lo de afuera, la muerte nos hallará dispuestos, y apenas sentiremos su mano glacial e irresistible. Cuando más muertos seamos a lo que no nos importa, cuanto más vivos en nuestra esencia, tanto más nos emanciparemos de la muerte y nos acercaremos a la inmortalidad.

No es lo importante trabajar, sino trabajarnos. La verdad está oculta. Hay que extraerla del fondo de nuestra naturaleza. Hay que ensangrentarnos, hay que desfallecer en busca de la verdad, de lo que no muere, y a ello nos empuja el amor. El amor es divino; él, y sólo él, sabe dónde está la verdad. Por eso los que nos amaron saben cuál es nuestra verdadera cara; ellos nos vieron tales como seremos después de la muerte; ellos, los muertos queridos, nos reconocerán cuando muramos y nos juntemos todos en la otra orilla, y nos darán la bienvenida eterna. Sólo amar no engaña.



Publicado en "El Diario", Asunción, 4 de noviembre de 1907.