El cura de vericueto/Segunda parte/II
Metido en la aldea, viviendo de pitanzas, alguno que otro sermonzuco y la pensión de marras, que repartía con la demás familia, vegetaba mi juventud, sin encontrar la reina de Saba en cada rincón frondoso; llevando las tentaciones de bolina; criando mucha sangre, que no se me pudría, pues se gastaba en correr de aquí para allá, madrugar mucho y servir bien en mi oficio. Pero si no me hacía la lujuria tirarme de espaldas o de vientre sobre cardos y abrojos, otra comezón me apuraba y era la de la ganancia que no conseguía, el prurito del medro codicioso, apegado a mi espíritu como sarna heredada o cogida en la penuria miserable de los míos, en aquel hogar tan pobre en su hidalguía, tan acongojado con los apuros de cada cena, de cada par de zapatos, de cada teja que se rompía, de cada árbol que se secaba. Soñaba yo, así literalmente, con los miedos de hambre que años y años había pasado en casa de mis padres, y para toda la vida se me había pegado el hábito de pensar y anhelar constantemente en la pecunia y por la pecunia.
Parecíame la cosa más seria del mundo, la realidad más realidad, más inexorable, más fija en sus leyes. «Con el dinero no se juega», pensaba yo (¡ojalá no hubiera jugado nunca con el dinero!) esto era para mí un dogma; de todas las demás cosas tenía yo mis dudas, veía en el fondo de las preocupaciones humanas algo de ilusión, de fantasía, que si los pusilánimes no advertían, los valientes notaban, desengañados y atrevidos, sabiendo que no es bien muy seguro el que se puede perder cuando cualquier cosa se arriesga. Esta especie de semi-escepticismo burlón (respecto de las cosas temporales, por supuesto) servíame, como a otros, para osar mucho y con cierta gracia, por el escaso valor que previamente daba al que podía ir perdiendo... Mas esto en cosas que nada tuvieran que ver con los cuartos. Así, verbigracia en las de amor propio, honores, concepto ajeno, lindezas de la ropa o del ajuar casero, firmeza de las amistades y otras vanidades del mundo, como el mérito de nuestros actos, verdad de las doctrinas y opiniones, etc., etc. Si se me hablaba de milagros, yo creía todos aquellos que tenía obligación de creer, mas otros muchos en que las leyes naturales que se torcían nada tenían que ver con la marcha económica del mundo; pero en milagros de dinero no creía; porque parecíame a mí que en esto de los maravedises la seriedad exigía que no hubiese excepciones y que todo de antemano se pudiera calcular sin temor a inexplicables sorpresas. Dios mejor que nadie sabía cuánta formalidad se necesita en el comercio, en el cambio, en el crédito, y era seguro que todo lo tenía de modo inalterable dispuesto en las leyes a este orden relativas. Sin contar con que los milagros eran para fines espirituales, para dar frutos de religión, y la plata y el oro cosas rematadamente terrenas, perecederas y mundanas. El Señor había vuelto la vida a los muertos, la vista a los ciegos, la salud a los paralíticos, pero a los pobres les había mandado tener paciencia, y no les había llenado la bolsa más que con el buen consejo dado a los ricos de que les abandonaran sus riquezas. Por donde se veía que el mismo Dios, que sacaba la salud, la vista, la vida, de los abismos de su gracia, no había querido disponer así, por cosa vil, del dinero, y no encontraba otra manera de hacerlo pasar a unas manos que el sacarlo de otras, prueba de la perpetuidad y fijeza de las leyes del cambio.
Por toda esta teología yo paré en el más empedernido jugador de solo y tresillo de todo el Arciprestazgo. ¿Qué hacer? No había para un pobre capellán otra manera de procurarse un peculio adventicio fuera de los mezquinos derechos que me valían el altar y el púlpito, los entierros y otras menudencias. Y en mí el afán de legítimo lucro era invencible. Además, lo que yo, hacían los clérigos rurales en general, jugar y más jugar; en esto no se distinguían los buenos de los malos, jugaban todos.
Íbamos de rectoral en rectoral, de fiesta, en fiesta siempre los mismos curas con los mismos espada mala bastos; unos con la buena estrella de los estuches, otros siempre pasando ¡transeat!
Ya se sabía; en cada parroquia había dos fiestas por lo menos: la sacramental y la del santo patrono. Además, había hijuelas, capillas y ermitas y otros santuarios con sus romerías, misas cantadas y correspondientes comilonas de honrados levitas que no ofendían a Dios con su buen apetito, inocentes bromas y bueno o mal naipe. Verdad es que, como ya llevo advertido, a veces, a última hora (una hora muy larga que solía prolongarse desde las doces de la noche hasta las cuatro o las cinco de la mañana), se echaba, con gran misterio y cierto picante remordimiento, la santina, o sea su poquito de monte; y aunque no digo yo que parezca muy bien el modesto óbolo de una pitanza, ganada con el canto llano y los sublimes salmos del rey poeta, confiado a la mudable condición de una sota o de un caballo; ni sostengo que sea conforme a los cánones que una imitación de Bossuet o de Bourdaloue, se emplee, verbigracia, en un entrés trasnochado; ello es que mayores delitos registra la historia de los papas; y no había otra manera de matar el tiempo sin notoria malicia.
No sólo jugábamos en las casas rectorales y de los clérigos sueltos, sino en las de algunos amigos que, aunque no pertenecían a la iglesia docente, eran muy buenos camaradas, fieles hijos de la Iglesia, y algunos grandes espadas en el difícil arte de la malilla.
El conde de Vegarrubia era el núcleo de los jugadores de tresillo y demás, clérigos y seglares, en doce leguas a la redonda. Criado y educado en París, allí había gastado muchos millones y mucha salud, y ahora le encontraba más gracia que a lucir caballos y tiros lujosos en el bosque de Boulogne, a darse tono de experto tresillista y arriesgado en todo juego de azar, delante de media docena de curas de aldea o caciques de campanario.
Todavía era muy rico, y eso que seguía gastando en disparates que, si no eran como los discurridos en París, no eran menos extravagantes y costosos. No tenía ni idea del mérito del dinero, y con todo no pensaba en otra cosa, con tal de pensar en el juego; divertíase viendo rabiar a los pobres que perdían y desafiando con la suya la seriedad ajena ante los golpes de la adversa fortuna. Yo, a lo menos, de mí sé decir que en cuanto al conde, que además muy delicadamente sabía mostrar la superioridad que atribuía a su noble sangre, se me plantaba cara a cara con cierta sonrisa y unos ojos fríos y corteses invitándome con mucha gracia a probar fortuna, a disputarme los favores de la suerte y a manifestar sangre fría ante los desdenes de la voluble deidad del abismo, ya estaba yo todo erizado de orgullo, recordando el abolengo puro de mi desgraciada hidalguía, siempre muy pobre, pero siempre muy linajuda. Mucho más grande, pienso ahora, era mi valor que el suyo, pues mi pasión a los cuartos era mucho mayor, no por el juego, sino por el metal mismo, y las cantidades mismas suponían mucho más para mi inopia incurable que para su riqueza sin suelo. Y ahora he de notar que sólo en las malas comedias las pasiones son tan exclusivas que no dejan ver otras flaquezas; yo, a más de amigo de la legítima ganancia, era muy partidario de los pergaminos de mi familia, cuyas pretensiones linajudas me parecían tanto más dignas de defensa cuanto más la pobreza de muy antigua había venido probando el oro de la ley de nuestra hidalguía.
Entre los vecinos y amigos de más lejos que frecuentaban la tertulia del conde, había algunos mayorazguetes y dos o tres barones y vizcondes. Uno de aquellos, el bañón de Cabranes, me interesaba a mí por su buena figura, aristocrática de veras, aunque melancólica y algo delicadilla, y sobre todo porque sabía de él desgracias análogas y aun superiores a las mías. Muerto su padre, había quedado a la cabeza de una muy numerosa familia en que abundan las señoritas, que no se casarían jamás por falta de dote y sobra de necesidades ficticias; eran nobles y no eran ricos, iban camino d ela ruina como D. Quijote a la cena en el castillo, sin quitar la celada. Era el de Cabranes joven muy afable, siempre triste y taciturno... y jugaba como un desesperado, no al tresillo, que no sabía, sino en cuanto se ponía el cobertor (costumbre misteriosa) para los juegos de azar o de envite.
Una noche, después de una francachela en casa del conde, en la cual se me hizo a mí beber mucho más de lo acostumbrado, ya a muy altas horas de la noche, la suerte, el diablo se empeñó en ponernos uno frente al otro al barón y a mí; todo lo ganaba él o todo lo ganaba yo; golpes fuertes de prosperidad o de extraño revés iban y venían de él a mí, dejando como en la sombra a los demás jugadores, el conde inclusive, que, envidioso, en vano hacía locuras de audacia con su dinero para disputarnos la atención de todos. Era todo esto anuncio del tremendo desafío que se preparaba entre bromas corteses y fraternales, entre alegría de clérigos bonachones, en la excitación de la buena pero algo excesiva bebida.
Llegó un momento en que yo le ganaba un dineral al barón de Cabranes; algunos curas, menos amigos del oro que yo ordinariamente, pero también menos capaces de rasgos de grandeza y menos cuidadosos del brillo de su raza, me daban con el codo para que dejase de tentar a la suerte y me retirase con mi ganancia, que a ninguna trampa ni cosa fea debía; pero más caso hacía yo de los impulsos generosos del vino, también generoso, de la nobleza que inspira la suerte que sopla favorable, y particularmente de las miradas y sonrisas del conde, que parecían decirme: «Vamos, plebeyo, retírate si te atreves; ¡si lo estás deseando, hidalgüelo! Sólo un noble como yo es capaz de seguir dando el desquite hasta que salga el sol a este pobre barón que pálido y tembloroso, por más que disimule, ya empieza a jugar sobre su palabra acaso más de lo que tiene». Yo no cejaba; ganaba siempre, y siempre daba el desquite.