El cuis y la lechuza
Un cuis, bien incapaz por cierto de hacer a nadie ningún perjuicio, había establecido su domicilio en una modesta cuevita vecina de una vizcachera abandonada, en la cual vivía la lechuza con su numerosa familia.
El cuis, apenas amanecía, iba a sus quehaceres, sin ruido, sin llamar para nada la atención, yendo de mata en mata con asombrosa rapidez, tratando de evitar que algún mal intencionado, perro, hombre o gavilán, lo viera a la pasada. Se mantenía con los brotes nuevos del pasto del campo, viviendo asimismo en los mejores términos con la oveja, que es de genio muy sociable. Ni siquiera probaba carne, ni comía insectos, y por consiguiente la lechuza no se podía quejar de que le hiciera competencia. Pues, asimismo, y a pesar de que cuando la veía, soñando en la puerta de su casa, acurrucada e inmóvil, la saludaba siempre con la mayor urbanidad, esa señora atrabiliaria, gritona, irascible y molesta, se despertaba por un largo rato de sus fúnebres pensamientos, movía la cabeza como si se le fuese a destornillar, abría sus ojos redondos, amarillos y escudriñadores, y mirándolo con rabia, lo perseguía con sus gritos fatídicos, insultándolo como si hubiera sido un criminal, un sinvergüenza, un cachafaz, un ladrón, un asesino, en vez de ser el pobre, como en realidad era, un buen padre de familia, modesto, trabajador e inofensivo. Tanto que el terú-terú le preguntó un día a la lechuza qué diablos le había hecho el cuis para que le tuviera tanta rabia.
-Nada -contestó ella-; pero ¿no basta que sea mi vecino.