El crimen de Sylvestre Bonnard: 030

El crimen de Sylvestre Bonnard: El crimen de un académico (1907)
de Anatole France
traducción de Luis Ruiz Contreras


10 de junio.


He dominado mi repugnancia y he ido a ver al señor Mouche. Lo primero que observo es que su despacho está más mohoso y más sucio que el año anterior. El notario se me aparece con sus gestos raquíticos y sus pupilas inquietas bajo las gafas. Le expongo mis quejas. Él me responde… ¿Para qué transcribir en este cuaderno, aún cuando haya de ser destruido, semejantes bellaquerías? Da la razón a la señorita Préfère, cuyo espíritu y carácter estima desde hace tiempo. Sin decidirse a formular un fallo condenatorio, confiesa que las apariencias están en contra mía. Esto no me impresiona. Luego añade (y esto me impresiona bastante más) que la modesta cantidad de que podía disponer para la educación de su pupila, se agotó. Admira la generosidad de la señorita Préfère que, a pesar de todo, mantiene a la señorita Juana en su colegio.

Una magnífica y clara luz, la luz de un hermoso día, derrama sus ondas incorruptibles en aquel sórdido lugar, ilumina y sonríe a tan ruin personaje. Fuera, extiende su esplendor sobre todas las miserias de un barrio populoso.

¡Cuán dulce es esa claridad que deslumbra mis ojos hace mucho tiempo, y de la que ya pronto no disfrutaré! Con las manos cruzadas a la espalda, pensativo, prolongo mi paseo junto a las murallas, y sin darme cuenta me hallo al fin en los barrios extremos adornados con míseros jardincillos. A la orilla de un camino polvoriento descubro una planta cuya flor, magnífica y triste a la vez, parece formada para asociarse a los duelos más nobles y más puros. Es una aguileña. Nuestros padres la llamaban «guante de Nuestra Señora». Sólo una Virgen que se apareciese a los niños reducida al tamaño de una muñeca, podría meter sus preciosos dedos en las estrechas cápsulas de aquella flor.

Un abejorro se introduce brutalmente en la flor; su hocico no puede llegar al néctar, y el goloso se esfuerza en vano. Al fin renuncia y se retira embadurnado de polen. Prosigue su marcha con pesado vuelo, pero escasean las flores en ese barrio renegrido por el hollín de las fábricas. Vuelve a la aguileña, y aquella vez consigue penetrar en la corola y chupa el néctar por la abertura. Yo jamás hubiera imaginado que un abejorro tuviese tanta inteligencia. Es admirable. Los insectos y las flores me sorprenden, y a medida que los observo me producen un asombro mayor. Como la tuvo el buen Rollin, a quien encantaban las flores de sus melocotoneros, me agradaría tener una frondosa huerta en el lindero de su bosque.