El crimen de Sylvestre Bonnard: 016

El crimen de Sylvestre Bonnard: El crimen de un académico (1907)
de Anatole France
traducción de Luis Ruiz Contreras


III



Lusance, 12 de agosto.


Conforme a lo prometido, escribo a mi criada que estoy bueno y firme, pero me guardo mucho de decirla que tuve un fuerte catarro de cabeza por haberme dormido una noche en la biblioteca con la ventana abierta. La pobre mujer no escatimaría las amonestaciones. «¡Ser tan poco razonable a su edad, señor!», me diría. Tiene la bastante candidez para figurarse que la reflexión aumenta con los años. En este concepto me supone una excepción. Como no tenía iguales motivos para ocultar mi aventura a la señora de Gabry, le conté detalladamente mi sueño. Se lo referí lo mismo que en este diario; tal y como aconteció, porque ignoro el arte de las ficciones.

Sin embargo, es posible que al contarlo y al escribirlo haya añadido aquí y allá algunas palabras y algunas circunstancias que no estuvieran al principio (no con el propósito de alterar la verdad, sino más bien por un secreto deseo de aclarar y comprender lo que me parecía obscuro y confuso), obediente a ese afán de alegorías que en la infancia he recibido de los griegos.

La señora de Gabry me escuchó con agrado.

—Su visión —me dijo— es encantadora, y se necesita mucho ingenio para concebir semejantes visiones.

—Será —dije—, porque tengo mucho ingenio cuando duermo.

—Cuando sueña usted —replicó ella—, ¡y vive continuamente soñando!

Sé muy bien que al hablar de aquel modo la señora de Gabry tenía el propósito de halagarme —por esto merece mi gratitud—, y con un deseo infinito de perpetuar mi agradecimiento lo anoto en este cuaderno que releeré hasta mi muerte, pero que no será leído por nadie.

Dediqué los días siguientes a proseguir y terminar el inventario de los manuscritos de la biblioteca de Lusance. Algunas frases confidenciales que escaparon a Pablo Gabry me causaron una triste sorpresa y me decidieron a proseguir mi trabajo de muy distinta manera. Por él supe que la fortuna del señor Honorato Gabry, mal administrada desde tiempo atrás y perdida en parte por la quiebra de un banquero cuyo nombre me calló, solamente la disfrutarían los herederos del antiguo par de Francia en inmuebles hipotecados y créditos irrecuperables.

Mi amigo Pablo, de acuerdo con sus coherederos, estaba decidido a vender la biblioteca, y hube de agenciarme los medios para realizar aquella venta lo más ventajosamente posible. Como desconozco toda clase de comercio y tráfico, resolví aconsejarme de un librero amigo. Le escribí para rogarle que me viera en Lusance, y mientras le aguardaba cogí el bastón y el sombrero para irme a visitar las iglesias de la diócesis, algunas de las cuales contienen inscripciones fúnebres que no han sido reveladas aún correctamente.

Alejado de mis huéspedes empecé mi peregrinación. Exploraba durante todo el día las iglesias y los cementerios: visitaba a los párrocos y notarios del pueblo, cenaba en la posada con los buhoneros y los tratantes de ganado; dormía entre sábanas perfumadas con espliego. Durante una semana saboreé un placer tranquilo, profundo, y sin dejar de interesarme por los muertos vi efectuar a los vivos su trabajo cotidiano. Respecto al objeto de mis investigaciones, sólo hice descubrimientos vulgares que me causaron una alegría moderada y por consiguiente saludable, nunca fatigosa. Descubrí algunos epitafios interesantes, y añadí a ese tesoro varias recetas de cocina campestre que un cura tuvo a bien regalarme.

Enriquecido por tales hallazgos, volví a Lusance y atravesé el patio principal con la íntima satisfacción de un burgués que vuelve a su casa. Debo a la delicadeza de mis huéspedes aquella sensación experimentada entonces bajo su techo, la cual prueba mejor que todos los razonamientos lo excelente de su hospitalidad.

Llegué hasta el salón de recepciones sin encontrar a nadie, y el castaño que desplegaba allí sus anchas hojas me pareció un amigo; más lo que luego vi sobre la consola me causó tanta sorpresa, que me ajusté las gafas con las dos manos y comencé a palparme para tener una noción, al menos superficial, de mi propia existencia. En un instante acudieron a mi cerebro veinte ideas distintas entre las que la más soportable era que me había vuelto loco. Parecíame imposible ver lo que veía, y más imposible verlo como una cosa real. Lo que produjo mi admiración descansaba, como he dicho, sobre una consola rematada por un espejo rajado y manchado.

Pude verme en aquel espejo, y puedo asegurar que por lo menos una vez en mi vida he visto la perfecta imagen de la estupefacción. Lo razoné a mi manera, seguro de que me hallaba estupefacto por un motivo realmente pasmoso.

El objeto que yo contemplaba, con una extrañeza que la reflexión no disminuía, se dejaba examinar en una inmovilidad absoluta. La persistencia y la quietud del fenómeno excluían toda idea de alucinación. Estoy en absoluto libre de las enfermedades nerviosas que perturban el sentido de la vista. Estas enfermedades están causadas generalmente por desarreglos del estómago y, a Dios gracias, tengo un estómago envidiable. Además, a las ilusiones de la vista van siempre unidas circunstancias particulares, anormales, que extrañan a los mismos alucinados y les inspiran una especie de terror; yo no sentía nada semejante. El objeto que veía, aunque inverosímil de suyo, se me apareció con todas las condiciones de la realidad natural. Observé que tenía tres dimensiones, que se hallaba coloreado y que proyectaba sombra. ¡Ah!, con cuánta fijeza lo examiné. Las lágrimas empañaron mis ojos y hube de limpiar los cristales de mis gafas.

Al fin tuve que rendirme a la evidencia y reconocer que tenía ante los ojos un hada, el hada con que había soñado la otra noche en la biblioteca. ¡Era ella, era ella, lo aseguro! Conservaba su aspecto de reina infantil, su actitud ligera y altiva. Llevaba en la mano una varita de avellano; su cabeza estaba cubierta por una toca de dos cuernos, y la cola de su traje de brocado serpenteaba en torno de sus piececitos. La misma cara, el mismo cuerpo. Era ella, y para que no quedara lugar a duda, estaba sentada en el lomo de un viejo y grueso libro semejante a la Crónica de Nuremberg. Su inmovilidad me tranquilizaba a medias; temí que volviese a sacar avellanas de su limosnero para tirarme las cáscaras a la nariz.

Hallábame aún con los brazos caídos y la boca abierta, cuando la voz de la señora de Gabry resonó en mi cerebro.

—Contempla usted su hada, señor Bonnard —me dijo—. ¿La encuentra parecida?

Al oír estas breves palabras tuve tiempo suficiente para reconocer que mi hada era una estatuita modelada en ceras de colores, con mucho gusto y sentimiento, por una mano algo inexperta.

La interpretación racional del fenómeno no dejó de sorprenderme. ¿Cómo y quién había dado a la señora de la Crónica una existencia material? Esto es lo que yo ansiaba saber.

Al encararme con la señora de Gabry advertí que no estaba sola; una muchacha vestida de negro la acompañaba. Sus ojos eran de un color gris tan pálido como el cielo de la isla de Francia, y tenían una expresión inteligente y humilde a la vez. Al extremo de sus brazos bastante delgados, atormentábanse dos manos inquietas y rosadas como deben ser las manos de las jóvenes. Envuelta en su traje de merino se mostraba tiesa y escurrida como un arbusto, y su boca grande revelaba franqueza. No puedo decir cuánto me agradó aquella criatura desde que la vi. No era hermosa; pero los tres hoyuelos de sus mejillas y de su barbilla sonreían, y toda su persona, sin haber perdido aún la cortedad y la inocencia infantil, tenía un no sé qué de afable y bondadoso.

Mis miradas iban de la estatuita a la muchacha, y vi a esta sonrojarse franca e ingenuamente.

—Vaya —me dijo la señora que, acostumbrada a mis distracciones, me repetía con amabilidad la pregunta—; ¿era realmente así la damita que para visitarle se coló por la ventana que había quedado abierta? Ella fue muy atrevida, pero usted muy imprudente. En fin: ¿la reconoce?

—Es ella —respondí—, y la veo sobre la consola como se me apareció sobre la mesa de la biblioteca.

—En este caso —adujo la señora de Gabry—, agradezca la exactitud del parecido, primero a usted mismo, que se supone falto de imaginación y sabe describir sus ensueños con vivos colores; luego a mí, que recordé y supe explicar fielmente su aparición, pero sobre todo y ante todo a Juanita, que ha modelado esta figura conforme a mis indicaciones.

Mientras hablaba la señora de Gabry, había cogido la mano de la muchacha, pero ésta se desligó para huir a través del parque.

La señora de Gabry la llamaba.

—¡Juanita…! ¿Por qué has de ser tan huraña? ¡Ven, que quiero reñirte!

Fue todo inútil, y la espantada criatura desapareció entre el ramaje. La señora de Gabry sentóse en la única butaca que había en el destartalado salón.

—Me sorprendería —dijo— que mi marido no le hubiese hablado ya de Juanita. Nosotros la queremos mucho; es una chiquilla excelente. Con franqueza, ¿qué le parece a usted esta figurita?

Respondí que era una obra rebosante de arte y de buen gusto, pero que el autor carecía de práctica; me admiraba muchísimo que aquellos dedos infantiles hubiesen dado forma tan concreta y brillante a los ensueños de un viejo caduco.

—Le pregunto con tanto interés su opinión —repuso la señora de Gabry—, porque Juanita es una pobre huérfana. ¿Cree usted que podrá ganar algún dinero con su arte?

—Por desgracia —respondí—, creo que no. Esa señorita es, según dice usted, afectuosa y sensible; no lo dudo, tanto porque usted lo dice como porque he visto su rostro. La vida de artista tiene exigencias que hacen salir de la regla y de la medida a las almas generosas. Esa criatura está moldeada con una arcilla sentimental. Cásela usted.

—Pero ¡si no tiene dote! —respondió la señora de Gabry.

Luego prosiguió en voz más baja:

—A usted, señor Bonnard, puedo contárselo todo. El padre de esta niña era un banquero muy conocido planteaba grandes negocios. Su carácter fue aventurero y seductor. No era mala persona; se engañaba a sí mismo antes de engañar a los demás, y sin duda en esto consistía su mayor destreza. Sosteníamos con él relaciones muy amistosas. Nos envolvió a todos: a mi marido, a mi tío, a mis primos. Su casa quebró repentinamente; y en aquel desastre la fortuna de mi tío, Pablo se lo ha dicho ya, disminuyó en tres cuartas partes. Nuestras pérdidas fueron menores, y como no tenemos hijos… Murió poco tiempo después de arruinarse, sin dejar absolutamente nada; por esto le atribuyo alguna honradez. Usted debe conocer su nombre, publicado en todos los periódicos: Noel Alexandre. Su mujer era muy agradable, y creo que fue hermosa; se dejaba arrastrar por la ostentación, pero en la quiebra demostró tener mucha energía y mucha dignidad. Un año después de morir su marido murió ella y dejó a Juanita sola en el mundo. No pudo salvar nada de su fortuna personal, muy considerable. La señora de Alexandre era una Allier, hija de Aquiles Allier, de Nevers.

—¡La hija de Clementina! —exclamé—. Clementina y su hija han muerto. La Humanidad se compone casi por completó de muertos, y el número de los vivos es insignificante comparado con la multitud de los que ya no viven. La vida es aún más limitada que la limitada memoria de los hombres.

Y mentalmente hice esta plegaria:

«Desde donde estés ahora, Clementina, contempla este corazón, indiferente por su edad, pero cuya sangre ardió por ti en otro tiempo, y dime si no le reanima la idea de amar lo único que de ti quedó sobre la tierra. Todo pasa, puesto que habéis pasado tú y tu hija; pero la Vida es inmortal, y es la Vida lo que debemos amar en sus imágenes incesantemente renovadas».

«Entreteníame con mis libros como un chiquillo con sus juguetes, y al fin mi existencia adquiere una dirección, un sentido, un interés, un asunto: ya soy abuelo. La nieta de Clementina es pobre. No consentiré que otro alguno la proteja; nadie más que yo debe dotarla».

Al verme llorar, la señora de Gabry se alejó lentamente.