Llegan por fin a la isla solitaria
con las últimas luces de la tarde,
y la ensenada con alegres cantos
suena, que el viento murmurando trae.
Todo sonríe; enciéndense los faros;
la mar surcan los botes ondulantes;
los alegres delfines juguetean
sobre las olas, las marinas aves
la vuelta de sus huéspedes saludan
con sus agudos gritos discordantes.
La ansiedad del marino ya adivina
tras cada fuego que en las costas arde
los amigos que aquella luz encienden.
¡Oh, goces del hogar! Su santa imagen
de la Esperanza ante los ojos brilla
cuando los mira de los hondos mares.
Las luces brillan en el alto faro
y en la casa del jefe, que anhelante
busca la torre de Medora en vano.
¡Cosa extraña! La hermosa siempre sale
a ver los buques que a la costa arriban,
y hoy su ventana entre las sombras yace.
¿Por qué su luz los pasos no en camina
del caro capitán? Deja la nave
Conrado y salta en el pequeño bote;
manda al remero que con prisa avance...
¡Oh, si tuviera del halcón las alas
para, cual flecha, hacia el peñón lanzarse!
De los remeros la tardanza acusa;
se arroja al mar, sus olas corta, y ágil
salta en la áspera playa, y el sendero
toma que allá conduce; parase antes,
escucha y no oye nada entre el silencio;
la oscuridad domina en tal paraje.
Llama a la puerta de la torre; llama
más fuertemente, pero no abre nadie.
¡Ni un paso, ni una voz...! Con temblorosa
mano golpea... Al fin la puerta se abre
y una figura conocida, inmóvil
vio en el dintel, mas no la que estrecharle
suele en sus brazos. De los labios mudos
de la sirvienta ni un suspiro sale.
Coge Conrado la linterna en vano,
que de sus manos temblorosas cae:
allá en el fondo de la estancia oscura
otra lámpara da luz vacilante...
A ella corre... ¿qué vio? ¿Por qué en el muro,
se apoya y teme que sus pies resbalen?
Fija la vista, sin hablar, no cesa
de contemplar la pavorosa imagen;
sus miembros, antes temblorosos, ahora
inmóviles están. En semejante
lúgubre escena, el alma dolorida
en aumentar sus penas se complace.
¡Fue tan hermosa en vida, que la muerte
aún en su rostro muéstrase agradable!
Las blancas flores que su mano estrecha
frescas están, y aumenta los pesares
verla cual niña que dormir fingiera.
Sus párpados de nieve flojos caen,
y ocultan, ¡ay!, bajo su denso velo
el rayo aquel de su mirar brillante.
La muerte de su trono luminoso
arrojó ya la vida; eclipse grande
sufren aquellos astros cristalinos.
Parece que aún sobre sus labios vague
la sonrisa feliz de los amores.
En blondos rizos sus cabellos de ángel
hasta el seno descienden, y la brisa
de primavera en torno los esparce.
La palidez de las mejillas, todo
indica que llegó el temido trance.
¡Medora ha muerto! Aguárdale una tumba
Conrado mudo en el dintel, ¿qué hace?
Nada pregunta: inútil la respuesta
es a quien mira el mísero cadáver
de la que tanto amó... ¡Medora ha muerto!
¿Qué importa cómo...? ¡Ha muerto! ¡Eso es bastante!
Amor de la niñez, sola esperanza
de sus mejores años, casta imagen
de aquella a quien no odió, todo le ha sido
arrebatado en infeliz instante.
El hombre virtuoso paz encuentra
en la región do penetrar no es fácil
al criminal: su orgullo le extravía;
sólo en el mundo ve penas y afanes,
y perdido su amor, perdiolo todo.
Y si esto es ilusión, ¿quién separarse
pudo jamás de la ilusión que amaba
sin sentir el dolor? ¡Cuántos semblantes
no velan mal con la mirada estoica
un corazón que afligen penas graves!
¡Cuántas ideas lúgubres no oculta
de rojos labios la sonrisa amable!
Los que sienten con fuerza, la tortura
no pueden explicar que al pecho abate.
Convergentes a un centro y dolorosos
los pensamientos brotan a millares.
Buscáis refugio y no le halláis, palabra
sin encontrar que vuestro mal retrate.
La angustia cierta es muda: el desaliento
postra a Conrado; amortecido late
su corazón en lúgubre reposo,
las lagrimas amargas a raudales
brotaban a sus ojos, como un niño;
nadie ese llanto vio: tal vez delante
de otro jamás llorara. El llanto enjuga
el rostro vuelve y silencioso parte,
el corazón desesperado y roto.
El sol rojizo de las ondas nace
sin disipar las penas de Conrado;
llega la noche, y negros sus pesares
son más que de los cielos las tinieblas;
y es que el dolor es ciego, es que anhelante
se vuelve siempre al punto más oscuro,
no sufre guía y corre hasta estrellarse.
Para la dulce sensación nacido
fue de Conrado el corazón: el cauce
torció el destino al río de su vida
y hacia un abismo lo arrastró insondable
pero como la gota cristalina
que por las peñas de las grutas cae,
con el grosero polvo de la tierra
dentro del pecho la sintiera helarse.
Roca fue que en la cima de los montes
resiste las violentas tempestades
y a cuyo abrigo y apacible sombra
la flor tranquila y perfumada nace,
hasta que el rayo al fin al par quebranta
endurecida roca y tallo frágil,
la débil planta sucumbió sin lucha
y seca, el viento la arrastró hasta el valle,
mientras los trozos del peñasco roto
ennegrecidos y dispersos yacen.
Y brilló la mañana y los corsarios
hacia Conrado temen acercarse;
pero Anselmo dirígese a la torre,
que es necesario que a su jefe le hable.
No está allí, ni en la playa le distingue;
lo buscan por doquier, ¡vanos afanes!
Un sol y aun otro sol correr les vieron
y con su voz cansar los ecos: nadie
les contestó. Los montes, las llanuras,
las cavernas exploran; roto un cable
hallan por fin que sostenía un bote:
no hay duda, el capitán surca los mares,
le esperan y vendrá: ¡vana esperanza
la que en sus pechos míseros renace!
Conrado no volvió, ni ha vuelto nunca.
No hay un indicio ni señal que aclare
aquel hondo misterio: ¿ha muerto? ¿Vive?
Nadie decirlo con certeza sabe.
Los piratas lloraron largo tiempo
a quien solo ellos lloran: elevarse
fúnebre monumento viose en la isla
a la memoria de Medora. Nadie
pensó dar ni una lápida a Conrado
donde el recuerdo de sus hechos graben:
ya están grabados en sus toscos pechos.
Él ha legado un nombre a las edades
que la virtud de amor tan sólo adorne
y que mil faltas maldecidas manchen.