El corsario de Lord Byron


 En el oscuro calabozo en tanto 
 tras luengas horas de inquietud amarga, 
 girando sobre un mismo pensamiento, 
 logró Conrado en abatida calma 
 la angustia dominar, que en lucha horrible 
 su combatido espíritu agitara, 
 cuando temió, ¡funesta incertidumbre!, 
 que cada instante, de su muerte aciaga 
 el suplicio espantoso le anunciase; 
 y al escuchar en la vecina estancia 
 sonoros pasos, a su inquieta mente 
 en cuadro espantador se presentaban 
 el palo agudo o las cortantes hachas 
 el apalo agudo o las cortantes hachas. 
 Su horrible anhelo dominó: a la muerte 
 no estaba entonces preparada su alma; 
 irritose su orgullo, pronto empero, 
 de combatir se fatigó, y cansada 
 indiferente se entregó vencida 
 a la horrorosa prueba que le aguarda. 
 El hirviente calor de la pelea, 
 el choque y el fragor de la borrasca, 
 pensar no le dejaron en el riesgo. 
 Ahora, en su muda soledad, le asaltan 
 cuantas punzantes sugestiones, débil 
 del ánimo constante el fuego apagan. 
 No poder apartarse de sí mismo; 
 mirar por fin de irreparables faltas 
 la enlazada cadena que inflexible 
 a vergonzosa perdición le arrastra; 
 amenazante contemplar la muerte, 
 y no poder frenético evitarla; 
 buscar en vano un esforzado amigo 
 que su ánimo levante, si desmaya, 
 y que al suplicio con serena frente 
 y denodado corazón ir le haga; 
 de los contrarios la enemiga, turba 
 ver alredor, que con calumnia osada 
 su último instante empañará, manchando 
 de toda su existencia las hazañas; 
 aguardar los tormentos, que desprecia 
 el espíritu audaz, pero que flaca 
 quizás la carne resistir no pueda; 
 pensar que si el dolor por fin le arranca 
 mal comprimida queja, aquella queja 
 su postrera corona le arrebata, 
 la del valor; saber que allá en el cielo 
 le niegan unos hombres que usurparan 
 de la piedad divina el monopolio 
 la vida que huye a su deseo rauda; 
 y, lo que vale más que esa dudosa 
 gloria incierta, el edén que la esperanza 
 pinta en el mundo a la ilusión, y aroma 
 de puro amor dulcísima fragancia, 
 ver cual se desvanece, cuando al mundo 
 de los brazos le roban de su amada: 
 esos los pensamientos son que horribles 
 en tenaz lucha y confusión batallan 
 del cautivo en el ánimo dudoso; 
 esas son las angustias que le alarman; 
 ese el afán que combatir él debe; 
 ese el afán que combatir alcanza 
 ¡Mas, su resignación es burla impía...! 
 ¿Y qué le importa? No sucumbe, y basta. 
 
 Pausado deslizose el primer día 
 y a la oscura prisión no fue Gulnara: 
 el segundo pasó, pasó el tercero; 
 mas sin duda el encanto de sus gracias 
 alcanzar pudo de su amante dueño 
 lo que a Conrado prometió la esclava. 
 Pues el sol alumbró del cuarto día 
 al cautivo en la torre. Nubes pardas 
 ya de aquel sol los últimos destellos 
 robaban a la tierra, y en las alas 
 volaba la tormenta de los vientos. 
 ¡Con qué ansiedad de las revueltas aguas 
 oyó el corsario el zumbador mugido 
 que su sueño feliz jamás turbara! 
 Su voz amiga que con tierno acento 
 suena a su oído, su valor inflama, 
 y pensamientos brotan más audaces 
 en su turbada fantasía. ¡Oh, cuántas, 
 cuántas veces del mar burló las iras 
 de frágil buque en las ligeras tablas, 
 y la corriente rápida bendijo 
 que arrastró su bajel en veloz marcha! 
 Cual de fiel compañero voz querida, 
 murmura de amistad dulces palabras 
 aún su sordo rugido, pero en vano 
 sus roncas olas al corsario llaman. 
 El aire silba, y retumbando el trueno 
 hace temblar las sólidas murallas 
 del antiguo torreón; con luz incierta 
 relámpago fugaz la alta ventana 
 que fuertes cierran enclavados hierros, 
 rápido alumbra, y más que de la blanca 
 luz de la luna el macilento rayo, 
 es a los ojos de Conrado grata 
 la roja claridad: hasta la reja 
 su pesada cadena lento arrastra, 
 y la muerte invocando, entrambas manos 
 al cielo, opresas de sus hierros, alza, 
 y un rayo que clemente de su vida 
 rompa el ya odioso lazo le demanda. 
 Al par el vengador fuego celeste 
 atrae el hierro que infernal plegaria; 
 la tempestad empero indiferente 
 siguió en el cielo su solemne marcha 
 y herirle desdeñó: los estampidos 
 calmando fueron su estruendosa rabia 
 y a lo lejos perdiéronse. Conrado 
 mas solo viose en su desnuda estancia: 
 ¡ay!, es que desoyendo antiguo amigo 
 sus súplicas, infiel le abandonaba. 

 De pronto hacia su puerta leve paso 
 oye que precavido se adelanta 
 de la dormida noche en el silencio; 
 con agrio son escucha que resbalan 
 los pesados cerrojos lentamente; 
 las llaves giran, y -«la hermosa esclava 
 viene por mí» -su corazón le dice; 
 y un rayo le ilumina de esperanza. 
 Un ángel mira en la piadosa sierva 
 y a su recuerdo su razón se exalta 
 y más bella a sus ojos aparece 
 que el serafín que en sus visiones santas 
 ve entre doradas nubes el devoto. 
 Es ella, sí; mas ¡cuánto la desgracia 
 marchitó su hermosura! Vacilante 
 fija en el suelo la insegura planta; 
 y palidez de muerte su faz cubre. 
 Triste arroja sobre él una mirada 
 que su fatal destino le revela 
 antes que sus rosados labios abra. 

 -Sí; la muerte te espera inexorable. 
 Para evitar el sino que te aguarda, 
 sólo un recurso... ¡el último!, terrible, 
 muy terrible en verdad, pero la amarga 
 agonía del palo es más terrible! 

 -Mujer, tu ciega compasión es vana: 
 jamás quise escapar a mi destino; 
 ya te lo dije. Mi ánimo no cambia; 
 Conrado es siempre el mismo. ¿Por qué tierna 
 de un vencido la vida salvar ansias 
 justa sentencia revocando? Harto 
 de Selim merecí la atroz venganza. 

 -¿Por qué deseo libertarte? ¿Noble 
 no me libraste acaso en noche aciaga 
 del incendio voraz y la deshonra, 
 más para mí temible que las llamas? 
 ¿Por qué deseo libertarte...? ¡Oh cielos!, 
 a pesar de los crímenes que infaman 
 tu nombre aborrecido, el alma mía 
 de tu dolor se enterneció, pirata. 
 Temíate, y salvaste mi existencia: 
 la que la vida te debió, se apiada 
 de tus tormentos... ¿Apiadarse dije?, 
 ¡oh!, no, no; con delirio te idolatra. 
 No me respondas, no; no quiero oírte: 
 no me digas que es otra la que tú amas, 
 y que yo en vano te amaré. ¿Qué importa? 
 Aunque por ti suspire enamorada, 
 aunque me venza en hermosura, ¿acaso 
 de los peligros el horror contrasta 
 como yo, por tu amor? ¿Y tú has creído 
 que el corazón de esa mujer inflama 
 de la pasión el fuego...? Fuera yo ella 
 no yacieras cautivo. ¿Así se aparta 
 la mujer de un proscrito de su esposo, 
 y solo deja que los riesgos vaya 
 lejos a provocar? ¿Y que hace mientras 
 cobarde, oculta en su retiro? ¡Calla!, 
 no me contestes, no; de frágil hebra 
 pendiente, nuestras vidas amenaza 
 desnudo alfanje; si en tu pecho oculto 
 hay de valor un resto, si aún es cara 
 la libertad a tu ánimo abatido, 
 levántante, ¡valor...! Toma esta daga 
 y sígueme resuelto. -¿Con los hierros 
 que mis miembros oprimen...? ¿De los guardas 
 los vigilantes ojos burlar puedo 
 de cadenas cargado? Tú olvidabas 
 que así no puedo huir; que no estos hierros 
 el hierro necesito de las armas. 
 -¡Cuán poco en mí fías! De mis joyas 
 sobornó el oro a los guardianes. Basta 
 una palabra, una mirada mía, 
 para que rotas tus cadenas caigan. 
 ¿A tu encierro pudiera de otro modo 
 abrirse paso mi resuelta audacia? 
 Te vi, te amé: mi astucia desde entonces 
 en tu servicio sin cesar se afana. 
 Criminal soy, pero por ti lo he sido, 
 si es criminal la mano que levanta 
 el hierro vengador, y del tirano 
 la frente hiere que el delito mancha. 
 ¡Te estremeces de horror! ¡Tiemblas cobarde...! 
 Débil cautivo, escúchame: Gulnara 
 ya no es la sierva temerosa. Viose 
 escarnecida, envilecida, hollada; 
 vengarse necesita. El acusome 
 cuando era su sospecha imaginaria, 
 cuando humilde en su odiosa servidumbre 
 vivía, esposa fiel, sumisa esclava. 
 ¡Oh! ¿Te sonríes...? Créeme, Conrado; 
 motivo nunca di a su suspicacia: 
 no le era infiel ni te quería entonces. 
 Mas, pues, supuso sin razón mi falta, 
 su predicción se cumplirá: merecen 
 tal castigo los celos. Nunca mi alma 
 el amor conoció: su oro comprome; 
 pero por todo el oro de sus arcas 
 comprar mi corazón quisiera en vano, 
 humilleme a su yugo resignada; 
 mas él creyó que si al harem de nuevo 
 tornado no me hubiese, huyera ingrata 
 despreciando su amor, contigo: y eso, 
 eso es mentira que celoso trama. 
 Mas dejemos hablar a esos profetas 
 que la suerte merecen que presagian. 
 No retardó mi súplica tu muerte. 
 De este falso favor dale las gracias 
 a su barbarie que el suplicio busca 
 que con más lentas agonías mata. 
 Con la muerte también, que yo desprecio, 
 me amenazó su enardecida saña; 
 mas su loca pasión de mi hermosura 
 guardará los encantos, que aún no cansan 
 a su sed de placer; y cuando un día 
 de mi beldad se sacie, pronto se hallan 
 un esclavo y un saco, y silencioso 
 los muros el mar bate de este alcázar. 
 ¿Y del capricho de insensato viejo 
 nací a ser el juguete? ¿Soy alhaja 
 que al suelo arroja desdeñoso el dueño 
 cuando el dorado con su roce gasta? 
 Te amé apenas te vi; salvarte quiero, 
 quiero que sepas tú que también guarda 
 fiel gratitud el pecho de una sierva. 
 Si mi vida y mi honor su injusta rabia 
 no hubiera vengativo amenazado 
 (y él jamás olvidó sus amenazas) 
 entonces a su amor contigo huyera, 
 pero mi compasión le perdonara. 
 Ahora soy tuya; a todo estoy dispuesta. 
 Sé que tú me desprecias, que no me amas; 
 mas tú has sido el primero a quien yo quise, 
 y él el primero a quien odié. Si cuánta 
 pasión mi alma atesora comprendieses, 
 no de mí huyeras; del ardor que abrasa 
 de las hijas de Oriente el tierno pecho 
 no temerías la insaciable llama: 
 faro de salvación es hoy su fuego 
 que de osados mainotas ágil barca 
 en el puerto te muestra. Pero incauto 
 duerme Selim en la vecina estancia 
 que atravesar debemos: es preciso 
 que no despierte el déspota.-¡Gulnara! 
 ¡Jamás hasta este instante he conocido 
 cuánto la suerte para mí es contraria, 
 cuánto empañose de mi honor el lustre! 
 Selim es mi enemigo, mas con franca 
 lucha y abierta guerra, de los mares 
 quiso arrojar mi tropa temeraria; 
 y yo aprestando mi bajel guerrero 
 vine a buscarle con mi heroica banda. 
 A la muerte con la muerte respondiendo, 
 mi alfanje contestó a su cimitarra; 
 que el alfanje es el arma de Conrado, 
 no el oculto puñal. Quien noble salva 
 a una mujer llorosa, no la vida 
 a su contrario cuando duerme arranca. 
 No te libré para que tú a mi esfuerzo 
 a ofrecerle vinieras esa paga: 
 que de mi compasión digna no eras 
 a juzgar no me obligues. ¡Adiós!, ¡marcha 
 y la paz puedas recobrar...! La noche 
 su largo curso silencioso acaba, 
 la última noche de reposo... -¡Cielos! 
 ¿De reposo...? ¡Reposo! Apenas nazca 
 sobre la mar el sol, tus miembros todos 
 en el tormento crujirán. Dictada 
 está ya tu sentencia; la he leído; 
 pero más no veré; tu muerte aciaga 
 me matará. Mi amor, mi odio, mi vida, 
 todo mi ser pende de ti, ¡pirata! 
 ¡Un golpe, un solo golpe, y libre somos! 
 Si él no perece, nuestra fuga es vana; 
 ¿cómo burlar su cólera sangrienta? 
 Siguiera a nuestra ofensa su venganza. 
 Mis injurias impunes, tantos años 
 de esclavitud, mi juventud gastada 
 en sus placeres, vengará su muerte. 
 Pero ya que el alfanje mejor cuadra 
 que el puñal a tu diestra, de mi brazo 
 la fuerza probaré. Gané los guardias, 
 y en un momento terminado todo... 
 ¡Adiós, adiós! En la segura calma 
 de la paz nos veremos, o ya nunca 
 a verme volverás. Si se acobarda 
 mi mano y yerra el golpe, a un tiempo mismo 
 mi tumba y tu suplicio verá el alba.