El corsario:XI
Cuando el poniente sol al alto faro dio sus adioses últimos, en sombra más que la noche y sus tinieblas densa, el pensamiento hundiose de Medora. Nació y ha muerto el sol del tercer día y aún no Conrado a su regazo torna. No amenaza borrasca nube alguna; débil el viento más propicio sopla; y la nave de Anselmo tornó al puerto y en vano surcó intrépida las olas en busca de su jefe. ¡Ay!, la ardua empresa, aunque siempre al Pirata peligrosa, si este buque aguardaran los corsarios, coronárala acaso la victoria. Ya refresca el crepúsculo la brisa: sentada inmóvil en las duras rocas Medora triste en su aflicción suspira. En la alta cumbre de la parda loma, los ojos en la mar, la halló el ocaso, los ojos en la mar la halló la aurora. La noche cierra: la inquietud la arrastra a las vecinas playas, y llorosa por la mojada orilla al azar corre, sin ver las olas que avanzando sordas bañan sus pies, y lúgubres mugiendo le dicen que huya la engañosa costa. Pero no siente nada; nada escucha: sopla helada la brisa, ¿qué le importa, si más fría que el hálito del viento la angustia heló su corazón traidora? Tal perturbó su mente combatida el hondo afán de tan amargas horas, tan cierta juzga su fatal desgracia, que si el amante que perdido llora de repente a sus brazos se arrojase, muerta cayera delirando loca. Destrozado por fin un buque arriba: los marineros con mirada torva y con aspecto lúgubre, en la playa silenciosos contemplan a Medora. Mancha la sangre sus desnudos brazos; su voz cortada la aflicción sofoca; pocos son, y salváronse del riesgo, pero cómo salváronse aún lo ignoran. Y callados se miran, y cada uno espera que otros el silencio rompan. Medora con los ojos les pregunta; y cuando a hablar van ellos, hablar no osan Perspicaz ella adivinolo todo; mas no desfalleció: sintiose sola al dolor en la tierra abandonada; mas aquella mujer débil y hermosa al nivel del peligro elevar sabe en varonil esfuerzo su alma heroica. Mientras de la esperanza al dulce halago su alma constante vaciló dudosa, la dormida energía evaporose en ternura y en lágrimas; mas hora se concentra indomable, y en su mente desesperado un pensamiento brota: «Cuando nada que amar queda en el mundo, nada hay tampoco que temer.» ¡Ay!, rota la cadena que el hombre al mundo liga, ¡con qué osadía a combatir se arroja! Es que esas armas que el delirio esgrime la desesperación es quien las forja. -«¿Calláis...? ¿Calláis?... Tenéis razón: no quiero ni un acento escuchar de vuestra boca. Pero, no, no; decicime... ¡ay!, no me atrevo... Decid, decid; en la fatal derrota, ¿qué fue de mi Conrado? -Lo ignoramos. Apenas de la noche entre las sombras pudimos escapar. Pero no ha muerto: algunos, a la luz de las antorchas, rotas sus armas y manchado en sangre, encadenado viéronle, señora.» No escuchó más: en su interior en vano aún la lucha, esforzándose prolonga; los pensamientos que evitaba, entonces a su mente en tropel todos se agolpan. Al alma fuerte que en febril firmeza brava el peligro contrastó, las cortas palabras del corsario han ya rendido. Vacila desmayada y cae Medora a la orilla del mar, y otro sepulcro le evitarán tal vez las turbias olas, si a las iras del mar no la arrancasen ansiosos los piratas, que se asombran al sentir que sus ojos se humedecen y que a pesar de contenerse, lloran. En sus mejillas, antes sonrosadas, como la muerte hoy pálidas, arrojan el agua amarga sus callosas manos, y de nuevo a la vida la retornan, y a sus siervas llamando, el cuerpo frío en sus brazos inmóvil abandonan, Y en solemne silencio lo contemplan mientras en triste coro ellas sollozan. Y mudos los corsarios lentamente trepando van por las agrestes rocas y a la gruta de Anselmo se encaminan a comenzar la relación penosa; que siempre a los valientes fue asaz duro contar una batalla sin victoria. Audaces planes que el despecho dicta y la venganza y el furor provocan en voz alta propuso la osadía en aquella asamblea tumultuosa. Quién habla de rescate y de tesoros, quién un ataque repentino apoya; todos de muerte y de venganza tratan, nadie la fuga o el reposo abona. El alma de Conrado aún se cernía sobre los restos de su osada tropa, y arrojaba de su isla la flaqueza que desmayada al infortunio postra. Sea cual fuere su destino incierto, los que siguieron su bandera roja le salvarán o aplacarán sus manes. Pocos, muy pocos son; pero no importa: que cuando fieles son los corazones los fuertes brazos su valor redoblan.