De sus rayos más fúlgidos vestido
al fin de su carrera el sol traspone
las altas cumbres que a lo lejos alzan
de la Morea los enhiestos montes,
No de las nubes en el manto envuelto
como en los cielos del sombrío Norte,
sino vertiendo al firmamento limpio
su ardiente luz en puros resplandores,
sobre el cerúleo mar vibra los rayos
para que rojos sus cristales doren.
El dios augusto de la luz envía
a las rocas de Egina sus adioses,
y retardando su celeste curso,
alumbra complacido las regiones
do a su culto se alzaron los altares
que hoy entre escombros el olvido esconde.
De las montañas la extendida sombra
veloz avanza, y los risueños bordes
va a besar de tu golfo, ¡oh Salamina!
Del astro moribundo a los fulgores
de púrpura se tiñen las colinas,
y en mar de luz parece que se borren
sus inciertos contornos, y suspenso
entre los cielos y la tierra, entonces
tras los collados de la antigua Delfos
va pausado a ocultar su disco enorme.
Quizá en una tarde tan serena,
reina orgullosa de la Grecia noble,
su última luz en los marmóreos muros
de tus templos, oh Atenas, reflejose,
cuando tendía su postrer mirada
con majestad augusta al horizonte
el mejor de tus hijos. ¡Con qué anhelo
los discípulos fieles del grande hombre
los últimos instantes de su vida
miraban con la luz morir veloces!
¡Tened, tened! en la lejana cima
Helios aún brilla, dominando al orbe
y de la eterna despedida deja
que la ansiedad amarga se prolongue.
¡Oh, cuán sombríos sus serenos rayos
son a los ojos del dolor! Los montes
que de luz el ocaso siempre viste,
de sombra hoy cubren sus gigantes moles.
De negro luto fúnebre sudario
parece que afligido Febo arroje
sobre los dulces, extendidos campos
de los que siempre sonrió a las flores.
Y aun antes que su luz la alzada cumbre
del alto Citeron a Atenas robe,
en el pecho de Sócrates la copa
vierte el fatal licor; los lazos rompe
de la vida su espíritu, y al cielo
raudo vuela inmortal, al cielo a donde
por tan heroica muerte libertada,
jamás alma tan pura remontose.
¡Mirad! Desde la cima del Himeto
la casta reina de la oscura noche
su silencioso imperio en paz domina.
De su frente de plata, los vapores
de la tormenta présagos, no manchan
la pálida beldad. Alzan inmobles
su chapitel al cielo las columnas
reflejando los tibios resplandores;
y de trémulos rayos coronadas
en las mezquitas sobre esbelta torre,
de su celeste compañera irradian
la luz las medias-lunas. Y los bosques
do entre viejos olivos el Cefiso
cual ágil sierpe murmurando corre,
y los cipreses fúnebres, y el quiosco
con sus doradas cúpulas de cobre,
y la palma del templo de Teseo
que dando al aire su follaje dócil
solitaria se eleva y entre ruinas
triste parece que el pasado llore,
con magia irresistible del viajero
llaman los ojos, la atención absorben.
¿Qué corazón al misterioso encanto
de aquel sublime cuadro no responde?
¿Quién de la inspiración la voz sagrada
dentro del alma resonando no oye?
Allá en el fondo brilla el mar Egeo:
Su voz apaga la distancia; móvil
mece callado sus inquietas aguas
que de los elementos cansó el choque;
y allá a lo lejos sus hinchadas olas
de azul sombrío, sin fragor se rompen
contra la adusta frente de las islas
que el mar parece que enlazadas borden.
¿Por qué vuela hacia ti mi pensamiento,
hermosa Atenas de inmortal renombre?
¡ay!, sin que todo lo que el alma llena
la sombra excelsa de tu gloria borre,
nadie puede tender la vista absorta,
sobre tus mares, ni escuchar tu nombre.
¿Cómo un poeta que distancia y tiempo
no apartan de esa cuna de los dioses,
do de las bellas Cícladas los mares
de su alma son el único horizonte,
te negaría su cantar, y cómo
olvidarte pudiera? El rudo islote
del Corasrio fue tuyo un tiempo, ¡oh Grecia!,
y aun ahora lo es también: los aquilones
y las olas del mar sólo le baten,
y audaz la libertad reina en sus montes.